—Se trata de alguien que no quiere dar su nombre, señor comisario. De todas formas, ¿se lo paso? Pretende que ya sabe usted quién es…
—Pásemelo…
Oyó el ruido y pronunció con voz que no parecía la acostumbrada.
—¿Diga?
Y después de un momento de silencio, un interlocutor que parecía lejano, repitió como un eco:
—Oiga.
Parecían igualmente impresionados uno y otro, y Maigret se prometió evitar cualquier cosa que pudiera asustar a su interlocutor.
—¿Sabe quién está al aparato?
—Sí…
—¿Conoce mi nombre?
—Su nombre carece de importancia…
—¿Va a intentar localizar desde dónde le estoy llamando?
Había vacilación en el tono. El hombre parecía inseguro e intentaba darse valor.
—¡No!
—¿Por qué?
—Porque eso no me interesa…
—¿No me cree usted?
—Sí…
—¿Está persuadido que soy el hombre de la calle Popincourt?
—Sí…
Hubo aquella vez un largo silencio. La voz preguntó luego con timidez e inquietud:
—¿Sigue usted ahí?
—Sí… Le escucho…
—¿Le han entregado la carta que envié al periódico?
—No; me la han leído por teléfono.
—¿Recibió el recorte de periódico con la foto?
—Sí…
—¿Me cree? ¿No me toma por un trastornado?
—Ya se lo he dicho…
—¿Qué piensa de mí?…
—Primero, sé que no ha sufrido nunca condena…
—¿Por mis huellas digitales?
—Exactamente… Está usted acostumbrado a una vida modesta pero regular…
—¿Cómo lo ha adivinado?
Maigret calló y el otro se sintió preso de nuevo por el pánico.
—No cuelgue…
—¿Tiene muchas cosas que decirme?
—No lo sé… Tal vez… No tengo con quien hablar…
—No estará usted casado, ¿verdad?
—No…
—Vive usted solo… Hoy ha pedido permiso, o tal vez llamado a su despacho para decir que está usted enfermo…
—Intenta que diga cosas que le ayudarán a encontrarme… ¿Está usted seguro que sus técnicos no intentarán descubrir el lugar desde donde le estoy hablando?
—Le doy mi palabra de honor…
—¿No tiene prisa por arrestarme?
—Estoy igual que usted. Tengo ganas que esto acabe…
—¿Cómo lo sabe?
—Usted ha escrito a los diarios…
—No quiero que se acuse a un inocente…
—Ésta no es la verdadera razón…
—¿Cree usted entonces que intento que me detengan?
—De una manera inconsciente, sí…
—¿Qué otras cosas piensa de mí?
—Que está usted perdido…
—La verdad es que tengo miedo…
—¿Miedo de qué? ¿De que le detengan?
—No… Poco importa… Ya he hablado demasiado… Tenía ganas de hablarle, de oír su voz… ¿Me desprecia usted?
—No desprecio a nadie…
—¿Ni siquiera a un criminal?
—¡Ni siquiera!
—Sabe que un día u otro me cogerá usted, ¿verdad?
—Sí…
—¿Tiene usted algunos indicios?
Maigret estuvo a punto de confesarle que disponía ya de su fotografía, tomada una vez en Quai d’Anjou, otra ante la iglesia, y por fin, la última en el cementerio.
Sólo le bastaría publicar aquellas fotos en los periódicos para que algunas personas le revelasen la identidad del asesino de Batille.
Si no lo hizo, fue porque presentía confusamente que en aquel caso, el hombre no esperaría que le detuvieran y no se descubriría en su domicilio más que un cadáver.
—Tendría que esperar que tomara la iniciativa, pero muy lentamente.
—Existen siempre indicios, pero resulta difícil valorarlos…
—Voy a colgar en seguida el teléfono…
—¿Qué va a hacer usted hoy?
—¿Qué quiere decir?
—Hoy es sábado… ¿Pasará el domingo en el campo?
—Claro que no.
—¿No tiene usted coche?
—No…
—Está empleado en una oficina, ¿verdad?
—Sí… como hay decenas de millares de oficinas en París, puedo darle ese detalle.
—¿Tiene usted amigos?
—No…
—¿Una amiguita?
—No… Cuando lo necesito, me conformo con lo que tengo a mano… ¿Entiende lo que quiero decirle?…
—Estoy persuadido que mañana, aprovechando que es domingo, escribirá una larga carta a los diarios…
—¿Cómo lo adivina usted todo?
—Porque no es usted el primero a quien le ocurre eso…
—¿Y cómo terminó con los demás?
—Tuvieron diferentes finales.
—¿Algunos se eliminaron a sí mismos?
No contestó y el silencio reinó de nuevo en la línea.
—No tengo revólver y sé que es casi imposible procurarse un permiso especial…
—¿No irá usted a suicidarse?
—¿Qué es lo que le hace pensar en ello?
—No me habría usted telefoneado…
Maigret se limpió la frente. Aquella conversación banal en apariencia, aquellas réplicas sin relieve, le permitían definir cada vez más el personaje.
—Voy a colgar —dijo la voz al otro lado del hilo.
—Podrá usted volver a llamarme el lunes…
—¿Mañana no?
—Mañana es domingo y no estaré en el despacho…
—¿Pero estará en su casa?
—He pensado irme al campo con mi mujer…
Esa frase tenía su intención.
—Qué suerte tiene usted…
—Ah, sí…
—¿Es usted un hombre feliz?
—Relativamente, como la mayoría de los hombres.
—Yo jamás he sido feliz…
Colgó bruscamente. Tal vez alguien había intentado entrar en la cabina, impaciente por la larga conversación. Acaso aquel diálogo le había puesto los nervios tensos.
No se trataba de un bebedor. ¿Tal vez, para conservar la calma, había hecho una excepción? Sin duda, llamó desde un café o un bar. A su lado, algunas personas le mirarían sin saber que se trataba de un asesino.
Maigret llamó a su mujer.
—¿Te gustaría pasar el fin de semana en Meung-sur-Loire?
Enmudeció durante unos instantes, sorprendida.
—Pero… y… ¿Y tu investigación?…
—Necesita reposar algo…
—¿Cuándo nos marcharemos?
—Después de comer, al mediodía…
—¿En coche?
—Claro…
Hacía un año que ella conducía y no se encontraba todavía demasiado segura con el volante. Siempre sentía cierto temor.
—Compra algo para la cena de esta noche, pues llegaremos allí cuando las tiendas estén cerradas… También algo para poder hacer mañana un buen desayuno… Al mediodía, almorzaremos en la fonda.
Encontró tan sólo disponible, entre sus colaboradores más cercanos, al bueno de Janvier y le invitó a tomar el aperitivo.
—¿Qué harás mañana?
—Ya sabe usted, jefe, el domingo es el día de mi suegra, de los tíos, de las tías y los niños…
—Nosotros iremos a Meung…
Comieron rápidamente, su mujer y él, en el bulevar Richard-Lenoir.
Y una vez fregada la vajilla, la señora Maigret fue a cambiarse de ropa.
—¿Hace frío?
—Más bien fresco…
—¿No podré ponerme mi vestido estampado?
—¿Por qué no? Piensas llevar un abrigo, ¿verdad?
Una hora más tarde se encontraban metidos en la oleada de docenas de millares de parisinos que huían en busca de unos metros de naturaleza.
Encontraron la casa tan limpia y arreglada como si la hubiesen dejado la víspera, ya que una mujer de la región iba dos veces por semana para airearla, quitar el polvo y limpiar el parquet. Era inútil hablarle de los nuevos productos para aquellos menesteres. Todo estaba encerado incluso los muebles, y podía respirarse un buen olor a limpio.
Su marido cuidaba del jardín y Maigret descubrió algunas margaritas en el césped y al pie de la valla del fondo y en el lugar más resguardado, algunos junquillos y tulipanes.
Su primer cuidado fue de ir al primer piso para ponerse un viejo pantalón y una camisa de franela. Siempre tenía la impresión de que la casa, con sus vigas aparentes, y sus recodos oscuros, junto con la paz que reinaba en ella, se semejaba a una casa de salud. Aquello no le disgustaba, sino todo lo contrario.
La señora Maigret se entretenía en la cocina.
—¿Tienes apetito?
—Un apetito normal…
Allí no tenían televisión. Después de la cena, cuando la estación estaba más avanzada, se sentaban en el jardín y contemplaban el crepúsculo.
Aquella noche fueron a pasear lentamente bajando hasta la orilla del Loira. Después de las lluvias de principios de la semana, el río traía las aguas fangosas y arrastraba algunas ramas.
—¿Estás preocupado?
Había permanecido largo rato sin decir nada.
—No, pero no tengo ganas de hablar… El asesino de Antoine Batille me ha llamado esta mañana…
—¿Para burlarse? ¿Para provocarte…?
—No… Necesitaba ayuda…
—¿Y se ha dirigido a ti?
—No tenía nadie más con quien hacerlo…
—¿Estás seguro que se trataba del asesino?
—En realidad, no debería llamarle el asesino… Un asesinato supone premeditación…
—¿Su gesto no fue premeditado?
—No exactamente a menos que yo esté equivocado…
—¿Por qué escribió a los periódicos?
—¿Has leído?…
—Sí… En principio creí que se trataba de una broma… ¿Conoces su identidad?
—No, pero podría saberlo en veinticuatro horas…
—¿No te interesa detenerlo?
—Se entregará por sí mismo…
—¿Y si no llega a entregarse?… ¿Si vuelve a cometer un nuevo crimen?…
—No lo creo…
Pero el comisario quedó en suspenso. ¿Tenía derecho a sentirse tan seguro de sí mismo? Pensó en Antoine Batille, que soñaba con ir a estudiar a los hombres de los trópicos y que quería casarse con la joven Mauricette.
No tenía todavía veintiún años y había caído, empapado por la lluvia, en la calle Popincourt, para no volverse a levantar jamás…
Durmió con un sueño agitado. Por dos veces abrió los ojos, creyendo oír el timbre del teléfono.
—Ya no volverá a matar…
Hacía esfuerzos para tranquilizarse.
—En el fondo, tiene miedo de sí mismo…
Lució un verdadero sol de domingo, un sol que le despertaba recuerdos de su infancia. Del rocío del jardín salía un buen aroma, y la casa, a su vez, olía a huevos con jamón.
El día pasó sin incidente; sin embargo, algo como un velo cubría el rostro de Maigret. No llegó a distenderse por completo y su mujer lo advirtió.
En la fonda los acogieron con los brazos abiertos y tuvieron que brindar con todo el mundo, puesto que había llegado a considerárseles como de la región.
—¿Hacemos una partida esta tarde?
¿Por qué no? Comieron verdura del país, pollo al vino blanco y, después del queso de cabra, unos suculentos bizcochos borrachos.
—¿Hacia las cuatro, en tal caso?
—De acuerdo…
Colocó su butaca de mimbre en el rincón más resguardado del jardín y con el sol que le daba en el rostro no tardó en adormilarse.
Cuando se despertó, la señora Maigret le preparó una taza de café.
—Daba gusto verte dormir.
Conservaba un sabor de campo en la boca y creía todavía oír las moscas revolotear a su alrededor.
—¿No te causó un efecto extraño el oír su voz por teléfono?
Seguían los dos pensando en lo mismo.
—Después de cuarenta años de profesión, todavía me impresiono frente a un hombre que ha matado…
—¿Por qué?
—Porque ha franqueado la barrera…
No se explicó más. Él se entendía. El hombre que mata, se divide hasta cierto punto, apartándose de la comunidad humana. En pocos minutos deja de ser un individuo como los demás.
Hubiera querido explicarse, decir que… Raudales de palabras parecían dispuestas a subirle a los labios. Pero sabía que era inútil; nadie le comprendería.
Ni siquiera los verdaderos asesinos, los profesionales. Se muestran agresivos, sarcásticos; es porque sienten necesidad de fanfarronear, de hacerse creer que conservan todavía su calidad de hombres.
—¿Volverás muy tarde?
—Espero que estaré de vuelta antes de las seis y media…
Volvió a encontrar sus viejos amigos, excelentes personas para quienes dejaba de ser el célebre Maigret para convertirse en un vecino y, además, excelente pescador de caña. El tapete rojo estaba ya extendido ante ellos. Las cartas, que habían visto mejores días, estaban un poco pegajosas. El vino blanco del país tenía frescor y buen paladar.
—A usted le toca cantar…
—Cuadros…
Su adversario de la izquierda anunció un terceto y su compañero de juego un cuadro de damas.
La tarde transcurrió dando cartas, extendiéndolas en abanico y anunciando tercetos. Era como un ronroneo reposante. De vez en cuando, el dueño acudía a echar una mirada sobre el juego de cada uno y se alejaba con una sonrisa de aficionado.
El domingo debió de haber sido muy largo para el hombre que había matado a Antoine Batille. Maigret esperaba que no se habría quedado en su casa. ¿Acaso tenía un pequeño apartamento con su familia o tal vez ocupaba en un hotel modesto una habitación de pago por meses?
Lo mejor para él sería que no se hubiese quedado en casa entre cuatro paredes, que hubiera salido a la calle para mezclarse con la gente o, mejor, que hubiera ido al cine.
En la calle Popincourt, el martes por la noche, había llovido con tanta fuerza que aquello parecía un cataclismo y, además, en la Mancha y el mar del Norte, algunos barcos habían naufragado.
¿Aquello había tenido acaso una parte importante? ¿O tal vez también la cazadora de Antoine, sus cabellos demasiado largos?
Maigret intentó no pensar y concentrarse en el juego.
—¿Qué dice usted, comisario?
—Paso…
El vino se le había subido un poco a la cabeza. Había ya perdido la costumbre. Aquel vino se bebía como agua fresca, pero después era cuando se sentían los efectos.
—Tendré que irme a casa…
—¿Acabamos los cien puntos?
—Bien por los cien puntos…
Perdió y tuvo que pagar dos rondas.
—Se nota que ya no juega usted a las cartas, en París… Está algo oxidado, ¿verdad?
—Un poco… sí…
—Tendrán que quedarse durante más tiempo para Pascuas…
—Así lo espero… Qué más quisiera yo… Pero los criminales son quienes…
Estaba de nuevo pensando en el teléfono.
—Buenas noches, señores…
—¿Hasta el sábado próximo?
—Tal vez…
No se sentía decepcionado. Había pasado el fin de semana deseado. Pero no podía esperar que sus preocupaciones y sus responsabilidades dejaran de seguirle al campo.
—¿A qué hora quieres que nos vayamos?
—En cuanto hayamos comido algo… ¿Qué tienes para cenar?
—El viejo Bambois ha venido a ofrecerme una tenca y la he preparado al horno…
Fue hasta el horno para contemplar con deleite la piel dorada del pescado.
Iban muy despacio, ya que la señora Maigret se impresionaba todavía más de noche que de día. Maigret conectó la radio, escuchó sonriendo los avisos a los automovilistas y seguidamente las noticias del día.
Se hablaba sobre todo de política extranjera y el comisario suspiró con placer al comprobar que no se hablaba para nada del caso de la calle Popincourt.
Dicho en otras palabras, el asesino se había portado bien. No había habido crimen. Ni suicidio. Únicamente una niña raptada en las Bocas del Ródano. Se esperaba encontrarla todavía con vida.
Durmió mejor que la noche precedente. Era ya de día cuando el tubo de escape de un camión le despertó. Su mujer ya no se encontraba a su lado.
Acababa seguramente de levantarse, ya que su sitio estaba todavía tibio. Estaba en la cocina preparando el café.
Asomada en la barandilla de la escalera, la señora Maigret le miró mientras bajaba con paso tardo, con la mirada que hubiera dirigido a un niño que partiera a un examen difícil. No sabía más que lo que los periódicos decían, pero lo que los periódicos ignoraban era la energía con que intentaba comprender, qué clase de concentración era la suya en el transcurso de algunos casos. Parecía que se identificase a aquéllos a quienes acosaba y sufriera los mismos temores que ellos.
Maigret encontró, por fortuna, un autobús con plataforma y le fue así posible seguir fumando su primera pipa de la mañana.
Acababa de llegar a su despacho cuando el comisario Grosjean le llamó por teléfono.
—¿Cómo va eso, Maigret?
—Muy bien. ¿Y usted? ¿Y sus pillos?
—Contrariamente a lo que hubiera podido haberse supuesto, ha sido Gouvion, el vigilante astroso, quien nos ha permitido que encontrásemos algunos testigos de los otros dos robos, uno en el Castillo de l’Epine, cerca de Arpajon, el otro en una casa del bosque de Dreux.
Gouvion solía quedarse tres o cuatro días en el mismo lugar para vigilar las idas y venidas. Llegaba incluso a almorzar o beber algo en la vecindad.
—Creo que no va a tardar en confesar y que morderá el cebo. Su mujer, que es una antigua artista, le ha suplicado que lo haga.
»Los tengo a los cuatro en la Santé, en celdas separadas…
»Tenía interés en ponerle a usted al corriente de todo y darle de nuevo las gracias…
»¿Y su caso?
—Va muy despacio…
Media hora más tarde, tal como había esperado, fue el director del diario de la mañana quien quiso hablar con él.
—¿Algún otro mensaje?
—Sí. Con la única diferencia que éste no ha llegado por correo, sino depositado en nuestro buzón…
—¿Largo?
—Bastante… El sobre lleva la anotación: «Para entregar al redactor del reportaje del sábado sobre el crimen de la calle Popincourt».
—¿Está también escrito con letra de imprenta?
—Parece que escribe con mucha facilidad ese tipo de letra… ¿Quiere que se lo lea?…
—Si desea usted hacerlo…
»Señor redactor:
»He leído en sus últimos artículos, en particular el del sábado, y si no me creo capacitado para juzgar su valor literario, tengo la impresión que busca usted verdaderamente la verdad. Algunos de sus colegas no se encuentran en ese mismo caso y sí en busca de sensacionalismos, escriben cualquier cosa, aunque al día siguiente tengan que contradecirse.
»Tengo, sin embargo, que reprocharle algo. Durante el curso de su último artículo, habla usted de “el loco de la calle Popincourt”. ¿Por qué utiliza usted esa palabra, que es hiriente en primer lugar, y comporta luego un juicio? ¿Porque mediaron siete cuchilladas? Debe de ser por ello, ya que escribe usted un poco después que el asesino descargó sus golpes como un loco.
»¿Ignora usted que empleando tales palabras puede causar mucho daño? Algunas situaciones son ya bastante dolorosas por sí mismas para ser juzgadas de manera superficial.
»Me recuerda usted aquel ministro del Interior, no hace mucho tiempo, que habló de un joven de quince años y empleó la palabra “monstruo”. Como es natural, toda la prensa volvió a repetirla.
»No pido que me perdonen. Sé que ante los ojos de los hombres no soy más que un asesino. Pero me gustaría que no me afectaran más con palabras que no están seguramente en el pensamiento de los que las escriben.
»Por lo demás, le agradezco su objetividad.
»Puedo decirle que he telefoneado al comisario Maigret. Me ha parecido comprensivo y dan ganas de confiarse a él. ¿Pero hasta qué punto su oficio no le obliga a interpretar una comedia y tender trampas?
»Creo que le volveré a llamar de nuevo. Me siento muy cansado. Mañana volveré a reintegrarme a mi oficina. No soy más que un simple chupatintas.
»Asistí el sábado a la misa por Antoine Batille. Vi a su padre, su madre y su hermana. Quisiera que ellos supieran que no tenía nada que reprochar a su hijo. Ni tan siquiera le conocía. No le había visto nunca. Estoy muy sinceramente arrepentido de todo el daño que les he causado.
»Le saluda muy atentamente.
»—¿Lo publico?
—No veo ningún inconveniente. Por el contrario. Eso le animará a escribir de nuevo y, en cada carta, nos comunicará algún indicio nuevo. Cuando saque una fotocopia, le ruego que me la remita. Es inútil hacerlo por alguien…
La llamada telefónica no se produjo hasta el mediodía, cuando Maigret pensaba ya irse a comer.
—¿Supongo que me llamará desde un café o un bar de los alrededores de su oficina?
—Es cierto. ¿Estaba usted impaciente?
—Iba a irme a almorzar.
—¿No creía que le iba a telefonear?
—Lo sabía.
—¿Conoce mi carta? Me imagino que se las leen por teléfono. Por eso no le envío una copia…
—Necesita usted ser leído por el público, ¿no es cierto?
—Me gustaría que no se hiciera ideas equivocadas… Porque alguien ha matado, todos se hacen ideas falsas sobre él… Incluso usted, probablemente…
—He visto tantas cosas…
—Lo sé…
—En tiempos del penal, muchos de ellos me escribían con regularidad desde la Guyanne… Algunos, una vez terminada su condena, venían incluso algunas veces a visitarme…
—¿Es cierto?
—¿Se encuentra usted un poco mejor?
—No lo sé… De todas formas, esta mañana, he podido trabajar casi de forma normal… Me produce un efecto divertido al pensar que esas mismas personas que tan amables se muestran conmigo, cambiarían totalmente si yo pronunciase una pequeña frase…
—¿Tiene ganas de pronunciarla?
—Hay momentos en que tengo que contenerme… Con mi jefe de oficina, por ejemplo, que me mira desde lo alto…
—¿Ha nacido usted en París?
—No. En una pequeña ciudad de provincia. Pero no le diré su nombre, porque le ayudaría a identificarme…
—¿En qué se ocupa su padre?…
—Es jefe contable de una… pongamos de una empresa bastante importante… El hombre de confianza, ¿sabe usted?… El imbécil que los jefes pueden retener hasta las diez de la noche y hacerle volver el sábado por la tarde cuando no es el domingo…
—¿Y su madre?
—No tiene muy buena salud… Que yo recuerde, siempre la he visto enferma… Parece ser que fue a causa de mi nacimiento…
—¿No tiene usted ni hermanos ni hermanas?
—No… Precisamente por causa de eso… De todas maneras puede ocuparse de la casa, que está siempre muy limpia… Cuando iba a la escuela, era también uno de los alumnos más pulcros…
»Mis padres son personas muy orgullosas… Les habría gustado hacer de mí un abogado o un médico… Yo ya estaba harto de estudiar… Entonces se les ocurrió que entrase en la empresa donde trabaja mi padre, que es una de las más importantes de la ciudad… No tuve ganas de quedarme allí… Tenía la impresión que iba a ahogarme… Entonces me vine a París…
—En donde se ahoga usted en una oficina, ¿verdad?
—Pero cuando salgo, nadie me conoce. Soy libre…
Hablaba con más soltura, con más naturalidad que en la anterior ocasión. Parecía tener menos miedo. Los silencios se hacían menos frecuentes.
—¿Qué piensa usted de mí?
—Ya me lo preguntó usted otra vez.
—Le hablo de mí, en general… Sin acordarnos de la calle Popincourt…
—Pienso que son ustedes decenas, centenares de millares que se encuentran en el mismo caso…
—La mayoría está casada y tiene hijos…
—¿Por qué no se casó usted? ¿Por su enfermedad?
—¿Cree usted verdaderamente lo que dice?
—Sí.
—¿Todo lo que dice?
—Sí…
—No llego a comprenderle… No es usted como yo me imaginaba debía de ser un comisario de la P. J…
—Ocurre como entre todos los hombres… Incluso en el Quai des Orfèvres, somos diferentes unos a otros…
—Lo que no entiendo sobre todo es lo que me dijo la última vez… Afirmó que en veinticuatro horas podría usted identificarme…
—Y es cierto…
—¿De qué manera?
—Se lo diré cuando nos encontremos frente a frente…
—¿Qué razones le impiden hacerlo y detenerme en seguida?
—¿Y si yo le pidiera que me diese usted las razones que le impulsaron a matar?
Se hizo un silencio más impresionante que los anteriores y el comisario se preguntó si tal vez no habría ido demasiado lejos.
—¡Oiga! —exclamó.
—Sí…
—Perdóneme por haber sido tan brusco. Hay que mirar las cosas frente a frente.
—Lo sé… Es lo que intento hacer, créame… Se imagina usted tal vez que escribo a los periódicos y que le llamo por teléfono porque siento necesidad de hablar de mí… ¡En el fondo es porque todo resulta tan falso!…
—¿Qué es lo que resulta falso?
—Lo que las gentes piensan… Las preguntas que se me harán una vez ante los tribunales. Si llego a estar algún día… El requisitorio del fiscal… E incluso tal vez, sobre todo, el informe de mi abogado…
—¿Piensa usted ir tan lejos?
—Hay que hacerlo…
—¿Piensa entregarse?
—Usted está persuadido que no tardaré en hacerlo, ¿verdad?
—Sí…
—¿Cree que me quitaré un peso de encima?
—Estoy convencido de ello…
—Me encerrarán en una celda y me tratarán como…
No terminó su frase y Maigret evitó intervenir.
—No quiero retenerle por más tiempo. Su mujer le estará esperando…
—No se impacientará. Está acostumbrada.
Se hizo de nuevo el silencio. Parecía como si no se resignase en cortar aquel hilo que le unía a otro hombre.
—¿Es usted feliz? —preguntó tímidamente, como si aquella pregunta le obsesionara.
—Relativamente feliz… Es decir, todo lo feliz que puede ser un hombre…
—Desde la edad de catorce años, yo no he sido nunca feliz, ni tan sólo un día, ni una hora, ni un minuto…
Cambió bruscamente de tono.
—Gracias —dijo.
Y colgó el teléfono.
El comisario tuvo que subir, por la tarde, al despacho del juez Poiret.
—¿Adelantan sus pesquisas? —le preguntó Poiret con la impaciencia que caracteriza a todos los jueces de instrucción.
—Casi las he terminado.
—Es decir, ¿que conoce usted al asesino?
—Me ha llamado de nuevo por teléfono esta mañana.
Maigret sacó de su bolsillo la ampliación de una cabeza fotografiada entre la multitud, al sol del Quai d’Anjou.
—¿Es este joven?
—No es tan joven. Tiene unos treinta años.
—¿Le ha detenido?
—Todavía no.
—¿Dónde vive?
—No conozco ni su nombre, ni su dirección… Si publicase esta fotografía, las personas que le ven todos los días, sus compañeros, su portera, ¿qué sé yo?, le reconocerían y no tardarían en informarme…
—¿Y por qué no lo hace usted?…
—Ésta es la pregunta que le preocupa a él también y que me ha hecho esta mañana por segunda vez…
—¿Le había llamado anteriormente?
—Sí, el sábado…
—¿Se da cuenta, comisario, de la responsabilidad en que incurre? Una responsabilidad que yo comparto además indirectamente, puesto que acabo de ver esa fotografía… No me gusta nada…
—A mí tampoco… Pero si fuera demasiado aprisa, no se dejaría probablemente detener, sino que preferiría acabar…
—¿Teme que se suicide?
—Ya no tiene gran cosa que perder, ¿no cree usted?
—Entre los centenares de criminales apresados se pueden contar los que han atentado contra su vida.
—¿Y si perteneciese precisamente a esa clase?
—¿Ha vuelto a escribir a los periódicos?
—Depositó una carta en el buzón de un periódico, ayer por la tarde o durante la noche…
—Esa manía es bastante habitual, según parece. Si mal no recuerdo, lo aprendí cuando seguía los cursos de criminología. Es generalmente cosa de paranoicos…
—Según la opinión de los psiquiatras, sí.
—¿No está usted de acuerdo con ellos?
—No conozco lo suficiente para contradecirles. La única diferencia entre ellos y yo, es que no divido las personas por categorías…
—Sin embargo, resulta necesario…
—¿Necesario? ¿Por qué?
—Para juzgar, por ejemplo…
—No me toca a mí juzgar…
—Ya me habían advertido que era usted duro de manejar…
El magistrado dijo aquello con una sonrisa, pero sin que por ello dejara de pensar lo que había dicho.
—¿Quiere usted que hagamos un pacto?… Hoy es lunes… Pongamos que si el miércoles a la misma hora…
—Le escucho…
—Si su hombre no está entre rejas, enviará entonces esa fotografía a los periódicos…
—¿Tanto interés tiene usted?
—Le concedo un plazo que considero suficiente…
—Se lo agradezco…
Maigret volvió a bajar a su piso y abrió la puerta del despacho de los inspectores. Sentía una especial necesidad de estar en contacto con ellos.
—¿Vienes, Janvier?
Una vez en su despacho, abrió la ventana ya que hacía calor y los ruidos de la calle inundaron brutalmente la estancia. Se sentó en su sitio y escogió una pipa algo curva con la que fumaba con menos frecuencia que con las demás.
—¿Hay algo nuevo?
—Nada nuevo, jefe…
—Siéntate…
El juez no había comprendido nada. Para él, los criminales se definían por tal o cual artículo del código penal.
Maigret necesitaba algunas veces hablar en voz alta.
—Me ha llamado por teléfono de nuevo…
—¿No está decidido a entregarse?
—Siente la necesidad… Duda todavía, como se vacila antes de arrojarse al agua helada…
—Supongo que tiene confianza en usted…
—Eso creo. Pero sabe que no estoy solo. Acabo de bajar de allí arriba… Cuando el juez de instrucción comience a interrogarle, se dará desgraciadamente cuenta de algunas realidades…
»Sé muy poco referente a él… Es natural de una pequeña ciudad de provincia y ha preferido no darme el nombre de la población. En una pequeña ciudad encontraríamos con mucha facilidad sus huellas… Su padre es jefe de contabilidad y hombre de confianza de una gran empresa, como ha dicho no sin cierta amargura…
—Sé algo de eso…
—Querían hacer de él un abogado o un médico… Pero no se sintió con fuerzas para continuar sus estudios… No quiso tampoco ingresar en la misma empresa que su padre… Nada de original en todo ello como yo mismo le he dicho.
»Está empleado en una oficina. Vive solo. Tiene una buena razón para no poder casarse…
—¿Le dijo cuál?
—No, pero creo comprender…
Maigret evitó, sin embargo, decir algo más sobre el asunto.
—No puedo hacer otra cosa más que esperar. Volverá a llamarme mañana, sin duda. El miércoles por la tarde, tendré que enviar su fotografía a los periódicos…
—¿Por qué?
—Ultimátum del juez de instrucción… No quiere asumir por más tiempo, según me ha dicho, la responsabilidad de esperar…
—¿Tiene usted miedo de…?
Se oyó el timbre del teléfono.
—Es su comunicante anónimo, señor comisario.
—¿Señor Maigret?… Le pido perdón por haber colgado esta mañana… Hay algunos momentos en que me repito que todo esto no tiene objeto. Soy igual que una mosca que va tropezando contra el cristal, intentado escapar de las cuatro paredes de la habitación…
—¿No está usted en la oficina?
—He estado… Estaba lleno de buena voluntad… Me entregaron un dosier urgente… Cuando lo abrí y leí las primeras líneas me pregunté de pronto qué estaba haciendo allí…
»Sentí una especie de pánico y con el pretexto de ir a los lavabos, franqueé el pasillo… Tuve justo el tiempo de descolgar mientras cogía mi gabardina y mi sombrero… Tenía miedo que me atraparan, igual que si me sintiese perseguido…
Desde el principio de la conversación Maigret había hecho señales a Janvier para que cogiese el segundo auricular.
—¿En qué barrio se encuentra usted?
—En los grandes bulevares… Hace más de una hora que estoy andando entre la gente… Hay momentos en que le guardo rencor, o le culpo de hacerlo todo adrede para asustarme, y ponerme en tal estado de ánimo que no me quede más remedio que entregarme…
—¿Ha bebido usted?
—¿Cómo lo sabe?
Hablaba con más vehemencia.
—Bebí dos o tres coñacs…
—¿No está acostumbrado a beber?
—Sólo un vaso de vino durante las comidas, casi nunca tomo aperitivo…
—¿Fuma usted?
—No…
—¿Qué va a hacer ahora?
—No lo sé… nada… Andar… Tal vez sentarme en un café para leer los periódicos de la tarde.
—¿No ha enviado más mensajes?
—No… Escribiría otro, pero no queda ya gran cosa que decir…
—¿Vive usted en un apartamento amueblado?
—Tengo mis propios muebles y dispongo además de una cocina y de un cuarto de baño…
—¿Se hace usted mismo sus comidas?
—Estaba preparando la cena de esta noche…
—¿Y no lo hacía usted desde hacía algunos días?
—Exacto… Vuelvo a mi casa lo más tarde posible… ¿Por qué me hace usted esas preguntas tan banales?…
—Para que me ayuden a comprenderle…
—¿Suele hacer siempre igual con todos sus clientes?
—Depende del caso…
—¿Tan diferentes son los unos de los otros?
—Los hombres son todos diferentes… ¿Por qué no viene a verme?…
Oyó una risa nerviosa.
—¿Me dejaría marchar luego?
—No puedo prometérselo…
—¿Ve usted? Cuando vaya a verle, como dice usted, será cuando haya tomado una decisión definitiva…
Maigret estuvo a punto de hablarle del ultimátum del juez de instrucción, pero lo pensó mejor y decidió callarse.
—Adiós, señor comisario…
—Adiós… y buena suerte…
Maigret y Janvier se miraron.
—¡Pobre diablo! —murmuró Janvier.
—Se debate todavía. Está lúcido. No se deja llevar por las ilusiones. Me pregunto si vendrá antes del miércoles…
—¿No ha tenido la impresión que parecía ya dudar?
—Duda desde el sábado pasado… De momento, está afuera, con el sol, y mezclado con la masa, sin que nadie pueda señalarle con el dedo… Puede entrar en cualquier café y pedir que le sirvan sin que nadie le preste atención… Puede ir a cenar en un restaurante, sentarse en la oscuridad de un cine…
—Ya comprendo…
—Me pongo en su lugar… De una hora a la otra…
—Si llegase a suicidarse como teme usted, sería todavía más definitivo…
—Lo sé… Pero es él quien tiene que saberlo… Sólo espero que no continúe bebiendo…
Pequeñas ráfagas de aire fresco penetraban por la ventana y entraban en la habitación. Maigret miró la ventana abierta.
—¿Si fuéramos a beber algo?
Unos minutos más tarde estaban los dos en el mostrador del café-restaurante Dauphine.
—Un coñac —pidió el comisario, mientras Janvier sonreía.