Como por casualidad, Maigret hizo que le acompañara el joven Lapointe. Se mezclaron los dos entre la multitud que estaba situada frente a la casa mortuoria, pero enfrente de la casa vecina, puesto que el número de curiosos era tan considerable, que no les fue posible encontrar un lugar mejor.
Eran numerosos los coches, muchos de los cuales eran «limosinas» con chófer, aparcados a lo largo de los muelles del puente de Luis Felipe hasta el puente Sully. Otros se hallaban estacionados al otro lado de la isla, en el muelle de Bethuné y el muelle de Orleans.
La mañana era fría. Hacía un tiempo helado, pero el aire era muy claro, y todo parecía tener tonalidades pastel.
Algunos coches se detenían ante la gran puerta exornada con cortinajes negros. Salían gentes que subían al interior, donde se reclinaban ante el ataúd para salir luego y formar parte del cortejo.
Un fotógrafo pelirrojo, con la cabeza descubierta, iba y venía entre la masa, enfocando su objetivo sobre las hileras de curiosos. No siempre era bien acogido e incluso algunos le demostraron claramente que les disgustaba su presencia.
Pero no por ello dejaba de hacer imperturbablemente su trabajo. El público, sobre todo los que protestaban, habrían quedado muy sorprendidos si hubiesen sabido que no pertenecía a ningún periódico ni a ninguna agencia de información o revista, sino que estaba allá por orden de Maigret.
A primera hora de la mañana Maigret había subido al laboratorio de la Identidad Judicial, y en unión de Moers, había escogido a Van Hamme, el mejor y sobre todo el más despabilado de los fotógrafos disponibles.
—Quisiera fotografías de todos los curiosos. Primero, los que se hallen frente a la casa mortuoria; después ante la iglesia, cuando entren el ataúd y seguidamente cuando le lleven al cementerio.
»Una vez tenga usted todas las fotografías reveladas, las estudiará con una lupa. Es muy posible que una o varias personas se encuentren en los tres lugares. Son éstas las que me interesan. Tendrá que hacerme unas ampliaciones, pero eliminando las personas que les rodeen.
Maigret buscaba con la mirada un impermeable de color claro, con cinturón, y un sombrero oscuro. Eran pocas las probabilidades de que el asesino hubiera conservado aquel atuendo, puesto que los periódicos de la mañana no dejaban de mencionar el detalle. Los dos casos, el de la calle de Popincourt y el del robo, aparecían definitivamente mezclados a partir de entonces.
Se aludía ampliamente al papel desempeñado por la P. J., se citaban los interrogatorios de la víspera y se publicaban las fotos de los cuatro detenidos.
En uno de los periódicos, debajo de la fotografía de Demarle el marinero, con impermeable y sombrero oscuro, aparecía el pie siguiente:
«¿Será éste el asesino?»
Una multitud varia se aglomeraba ante la casa. Estaban primeramente aquéllos que habían ido a cumplir su último deber con el difunto y que esperaban unirse al cortejo. Al borde de la acera estaban sobre todo los habitantes de la isla: porteras y comerciantes de la calle Saint-Louis.
—¡Era un muchacho tan simpático!… ¡Y tan tímido a la vez!… Cuando entraba en la tienda, no dejaba nunca de quitarse el sombrero…
—Si hubiese llevado el pelo un poco más corto… Sus padres deberían habérselo dicho… ¡Son personas tan elegantes!… Aquello le daba un aspecto raro…
De vez en cuando, Maigret y Lapointe intercambiaban una mirada y un pensamiento absurdo acudió a la mente del comisario. ¡Pensó con cuánto frenesí hubiera paseado Antoine Batille su micrófono entre aquella multitud de haber vivido! Claro que, de vivir, no se habría concentrado aquella multitud…
El coche fúnebre apareció y fue a situarse al borde de la acera, seguido de otros tres coches. Seguramente el cortejo se dirigiría hasta la iglesia de San Luis, situada a unos doscientos metros.
El personal de Pompas Fúnebres bajó primeramente las coronas y los ramos de flores. No sólo el coche fúnebre quedó recubierto de flores, sino que se amontonaron en los otros tres restantes.
Entre las personas que esperaban, había de una tercera categoría; formaban pequeños grupos y era el personal de los perfumes Mylène. Abundaban las muchachas bonitas vestidas con cierta elegancia y a las que el sol de la mañana les proporcionaba algo raro y un poco agresivo.
Hubo un movimiento en la multitud, parecido a una corriente de aire que hubiera atravesado de una punta a otra las hileras, y apareció el ataúd llevado por seis hombres. Una vez colocado en el coche fúnebre, apareció primeramente la familia. En cabeza, Gérard Batille, entre su mujer y su hija. Tenía los rasgos demacrados y la tez pálida. No miraba a nadie, pero pareció sorprenderle descubrir tantas flores.
Se advertía que apenas se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. La señora Batille demostraba más entereza que él, aunque de vez en cuando se secaba los ojos, cubiertos por el ligero velo negro que le tapaba la cara.
Minou, la hermana, que Maigret veía por vez primera vestida de negro, aparecía más esbelta y era la única que estaba atenta a cuanto ocurría a su alrededor.
Había otros fotógrafos, que eran efectivamente de prensa, y tomaron algunas fotografías. Las tías, los tíos, los parientes más o menos lejanos eran seguidos, sin duda, por el alto personal de la empresa de perfumes y productos de belleza.
El coche mortuorio se puso en marcha, los coches con las flores y la familia lo siguieron después, con los amigos, estudiantes, profesores y finalmente los comerciantes del barrio.
Algunos de los allá estacionados se dirigieron hacia el Puente Marie o el Puente Sully para volver a sus ocupaciones, pero otros se encaminaron hacia la iglesia.
Maigret y Lapointe fueron de estos últimos. Siguieron por la acera y en la calle Saint-Louis-en-l’Île encontraron a otro grupo de gente que no había estado momentos antes en el Quai d’Anjou. El templo estaba lleno en su mitad. Desde la calle se podía oír el murmullo de los órganos. El ataúd fue llevado hasta el catafalco, recubierto por una parte de las flores tan sólo.
Muchos se quedaron afuera. No se habían cerrado las puertas de la iglesia y comenzó la ceremonia mientras el sol y el aire frío penetraban en el templo.
—Pater Noster…
El sacerdote, muy anciano, daba la vuelta al catafalco mientras levantaba su hisopo y balanceaba el incensario.
—Et ne nos inducat in tentationem…
—Amen…
Afuera, Van Hamme seguía trabajando con su cámara.
—¿A qué cementerio? —preguntó Lapointe en voz baja al comisario.
—Montparnasse… Los Batille tienen allí un panteón de familia…
—¿Iremos?
—No lo creo…
Por fortuna, un gran número de agentes había acudido al lugar para regular la circulación. La familia más directa ocupó el primer coche. Los parientes lejanos siguieron su turno, y después los colaboradores de Batille. Los enemigos corrieron para ir a buscar el coche propio, intentando colocarse en el cortejo.
Van Hamme tomó la precaución de trasladarse en un cochecito negro de la P. J. que le esperaba en un punto estratégico y que le recogió en el último instante.
La multitud fue dispersándose poco a poco. Algunos grupos conversaban todavía en las aceras.
—Podemos marcharnos —suspiró Maigret.
Atravesaron la pasarela detrás de Notre Dame y se detuvieron en un bar de la esquina del bulevar del Palais.
—¿Qué quieres tomar?
—Un vasito de vino blanco… Vouvray…
Lo dijo porque el nombre Vouvray estaba escrito con tiza sobre los cristales.
—Yo también… Dos Vouvray…
Era cerca de medianoche cuando Van Hamme entró en el despacho de Maigret con las copias en la mano.
—No he terminado, pero quisiera ahora enseñarle algo… Somos tres los que estudiamos las fotografías con la ayuda de una potente lupa… Ésta me ha llamado la atención en seguida…
En la primera copia, tomada en el Quai d’Anjou, no aparecían más que una parte del cuerpo y del rostro, ya que había una mujer que le empujaba en un costado esforzándose por colocarse en la primera fila.
El hombre llevaba indudablemente un impermeable de color claro y un sombrero oscuro. Era bastante joven; de unos treinta años, sin duda. Su expresión parecía ausente y tenía el entrecejo fruncido como si algo a su alrededor le disgustara.
—Aquí tenemos una foto un poco mejor que las otras…
El mismo rostro pero ampliado. La boca era gruesa, como si estuviese enfadado, y su mirada era la de una persona tímida.
—Seguimos estando en el Quai d’Anjou. Vamos a ver ahora si se encuentra también en las fotos tomadas ante la iglesia y que están revelando en estos momentos. Le he traído éstas por el impermeable…
—¿No se veían otros impermeables?
—Sí, varios, pero solamente tres con cinturón, un hombre de cierta edad, con barba y uno de unos cuarenta años, pero sin sombrero y que fumaba en pipa…
—Bájeme el resto después de comer.
En rigor, el impermeable no significaba gran cosa. Si el asesino de Batille había leído los periódicos de la mañana sabría que habían publicado su descripción. ¿Por qué iba a llevar en tal caso el mismo atuendo que la noche de la calle Popincourt? ¿Tal vez porque no tenía otro? ¿Por desafío?
Maigret comió por segunda vez en el restaurante Dauphine con Lapointe, ya que Janvier y Lucas no estaban en la casa.
Hacia las dos y media, recibió una llamada telefónica que le puso sobre aviso. Parecía de pronto que buena parte de sus preocupaciones fueran evaporándose.
—¿El comisario Maigret? Le paso al señor Frémiet, nuestro redactor jefe… No se retire…
—¿Maigret?…
Los dos hombres se conocían desde hacía mucho tiempo. Frémiet era el redactor jefe de uno de los diarios más importantes de la mañana.
—No le pido que me diga si su investigación adelanta… Si me he permitido telefonearle, es porque acabamos de recibir un mensaje un poco curioso… Además, acaba de llegar por telegrama, cosa que resulta rara en una comunicación anónima…
—Le escucho…
—Ya sabe usted que hemos publicado esta mañana la foto de los miembros de la banda de Jouy-en-Josas… Debajo de la foto del marinero, mi redactor ha tenido mucho interés en hacer la pregunta: «¿Es éste el asesino?…».
—Ya lo he visto…
—Es ese recorte el que acaba de llegar y con tinta verde lleva escrita una sola palabra en grandes caracteres: «¡No!…».
En aquel momento, la cara de Maigret se iluminó.
—Con su permiso, le mandaré a alguien para que me traiga ese recorte… ¿Ha descubierto usted desde qué agencia telegráfica lo han enviado?…
—Calle del Faubourg-Montmartre… ¿Puedo pedirle, comisario, que no dé la noticia a mis colegas?… No puedo publicar la fotografía hasta mañana por la mañana… Hemos hecho ya la foto y ahora se va a proceder a sacar un cliché… A menos que usted nos pida que guardemos el secreto…
—No… Al contrario… Me gustaría incluso que hicieran un comentario… Espere un instante… Lo mejor sería emitir una opinión y decir que se trata de una broma, subrayando que el verdadero asesino no se arriesgaría a comprometerse de esa manera.
—Creo comprenderle…
—Gracias, Frémiet… Le envío a alguien inmediatamente…
Pasó hasta el despacho de los inspectores y envió a uno de ellos a los Campos Elíseos. Luego le dijo a Lapointe que le siguiera hasta su despacho.
—Parece usted muy alegre, jefe…
—¡No mucho! ¡No mucho! Todavía hay probabilidades de que me equivoque…
Explicó la historia de la fotografía recortada en el periódico y del «No» trazado con tinta verde.
—Incluso esa tinta verde no me disgusta…
—¿Por qué?
—Porque el hombre que dio siete golpes, en dos series si así puede decirse, debajo de una lluvia torrencial, mientras que una pareja caminaba en la acera y una mujer miraba por su ventana, no es un hombre normal.
»Me he dado cuenta con cierta frecuencia que las personas que se sirven de tinta verde o de tinta roja sienten una necesidad muy profunda de hacerse distinguir. Eso resulta para ellos uno de los medios para hacerlo…
—¿Insinúa usted que se trata de un loco?
—No llego hasta tan lejos… Muchos dirían: «Un original…». Los hay de todos los grados…
Van Hamme penetró en el despacho llevando aquella vez un montón de fotografías. Algunas todavía estaban húmedas.
—¿Ha encontrado en otros lugares al hombre del impermeable?
—Sólo hay tres personas, además de la familia y de los últimos que vuelven a encontrarse en tres lugares: en el Quai d’Anjou, ante la iglesia y, por fin, no lejos del panteón del cementerio de Montparnasse…
—Enséñeme…
—Primero es esta mujer…
Era una mujer joven de unos veinticinco años con el rostro patético. Se le adivinaba inquieta, atormentada. Llevaba un abrigo negro de confección y sus cabellos caían sin demasiada gracia a los dos lados de la cara.
—Me dijo usted que no me ocupase más que de los hombres, pero pensé…
—Comprendo…
Maigret la miraba intensamente, como intentando descubrir su secreto. Tenía el aspecto de una chica pueblerina que no le daba demasiada importancia a su aspecto exterior.
¿Por qué aparecía tan emocionada como los miembros de la familia, tal vez más que la propia Minou, por ejemplo?
Minou le había dicho que probablemente su hermano no se había acostado nunca con una mujer. ¿Acaso estaba segura de ello? ¿No podría tal vez equivocarse? ¿Por qué Antoine no podía haber tenido una amiga?
Dada la personalidad que revelaba su caza de voces humanas por los barrios más populares, ¿acaso no era una chica de aquel estilo la que habría tenido oportunidades para interesarle?
—Dentro de un rato, Lapointe, cuando hayamos terminado volverás a la isla de Saint-Louis. Ignoro por qué, pero me la imagino dependiente en una tienda de comestibles, en una lechería, ¿qué sé yo? Tal vez se trata de una camarera de un café o un restaurante…
—Segundo personaje —anunció Van Hamme mientras exhibía la fotografía ampliada de un hombre de unos cincuenta años.
Con el aspecto un poco más desordenado, se le habría podido tomar por un vagabundo. Miraba fijamente ante él, con aire resignado, y cabía preguntarse qué podría interesarle en aquel entierro.
Era difícil imaginarle asestando a un joven siete puñaladas y dándose seguidamente a la fuga. El asesino no había llegado hasta el barrio en coche, eso estaba casi comprobado. Lo más seguro es que habría cogido el metro en la estación Voltaire que se encontraba cerca del lugar donde se había cometido la agresión. El empleado del metro no recordaba. Seis o siete personas se habían aglomerado en la entrada de los andenes en el espacio de uno o dos minutos. Taladraba los billetes sin levantar siquiera la cabeza. Lo hacía con gesto maquinal.
—Si tuviera que mirar a todos los que llegan a desfilar por aquí tendría la cabeza dándome vueltas… Cabezas, siempre cabezas… Caras casi siempre malhumoradas.
¿Por qué aquel hombre de traje raído se había quedado ante la casa, y después delante de la iglesia y por qué se había dirigido seguidamente al cementerio de Montparnasse?
—¿Y el tercero? —preguntó Maigret.
—Ya le conoce usted. Es el que le enseñé esta mañana. Repare en que no intenta ocultarse. Pero sin duda se dio cuenta de mi presencia, en los tres lugares. Aquí, en la avenida del cementerio, me está mirando con curiosidad, como si se preguntase por qué fotografío la multitud y no el ataúd o la familia…
—Es cierto… No parece mostrarse inquieto, ni preocupado… Déjeme esas fotos… Quiero examinarlas con tiempo… Gracias, Van Hamme… Dígale a Moers que estoy satisfecho del trabajo que ha realizado usted…
—Entonces —preguntó Lapointe, una vez a solas con Maigret—, ¿voy hasta la isla para enseñar la fotografía de la chica?
—Creo que resultará inútil, pero valdría la pena intentarlo. Averigua si ha llegado Janvier…
Éste no tardó en entrar en el despacho. Echó una mirada de curiosidad a las fotos.
—Aquí tienes, mi querido Janvier. Quisiera que fueras a la Sorbona. Creo que te será fácil informarte en el secretariado sobre las asignaturas que Antoine Batille seguía con más asiduidad…
—¿Interrogo a sus camaradas?
—Exactamente… Tal vez carecía de verdaderos amigos, pero alguna vez hablaría con algún que otro estudiante…
»Aquí tienes la primera foto, la de una joven que esta mañana durante el entierro parecía muy emocionada y que hizo todo el recorrido hasta el cementerio… Tal vez alguien lo vio alguna vez con ella… Tal vez oyeron tan sólo hablar de algo entre ellos.
—Entendido…
—Esta fotografía es la de un hombre con gabardina que se encontraba en el Quai d’Anjou, después frente a la iglesia y, finalmente, en el cementerio de Montparnasse… Como por casualidad, enseña esa foto también… espero que habrá algún curso esta tarde y que podrás esperar la salida…
—¿Tengo que hacer alguna pregunta al profesor?
—No creo que tengan ninguna oportunidad de conocer a fondo a sus alumnos… ¡Pero vaya!… Aquí tenemos otra foto… No debe de tener seguramente ninguna conexión con el caso, pero no hay que descuidar nada…
Un cuarto de hora después, le llevaron a Maigret el recorte de periódico subrayado con un «No» escrito con tinta verde. La palabra había sido trazada con caracteres de imprenta de casi dos centímetros de alto y subrayada con un trazo firme. El punto de exclamación sobrepasaba el centímetro.
Aquello era muy parecido a una protesta vehemente. La persona que había trazado aquellos caracteres debía de estar indignado por haber podido creerse que un individuo vulgar y despreciable como el ex marino fuese el autor del crimen de la calle Popincourt.
Maigret permaneció más de un cuarto de hora inmóvil ante el recorte y las fotos. Cogía suavemente su pipa mientras pensaba. Seguidamente, de manera maquinal, descolgó el teléfono.
—¿Frémiet? Temía no encontrarle ya… Gracias por el recorte, que me parece muy interesante… He pensado en un principio hacer insertar un pequeño anuncio en el periódico de mañana por la mañana, pero es posible que no lea los pequeños anuncios.
»Sin duda, volverá a escribirse algún reportaje sobre el caso…
—Nuestros reporteros están estudiando los anteriores robos… Unos cuantos trabajos en un radio de cincuenta kilómetros de París, mostrando las fotografías de los «gangsters» a todos los vecinos de las casas robadas…
—¿Podría usted hacer publicar debajo del artículo o de los artículos, las líneas siguientes?:
»El comisario Maigret desearía saber sobre qué basa su afirmación el expedidor del telegrama dirigido al periódico. Le ruega, si es que posee algunos informes interesantes, que se ponga en contacto con él, sea por correspondencia o por teléfono».
—Entiendo. ¿Quiere usted repetirlo para tener la seguridad de que no olvido una sola palabra?…
Maigret repitió con paciencia.
—¡De acuerdo!… No solamente lo publicaré en primera página, sino que haré que lo recuadren… ¿Se da cuenta que usted recibirá muchas cartas o llamadas telefónicas procedentes de locos…?
Maigret sonrió.
—Estoy acostumbrado a ello… Usted también… La policía y las redacciones de periódicos…
—Le agradecería me tuviera al corriente de todo…
Y el comisario se enfrascó en la lectura de los periódicos de la noche que acababan de llevarle, murmurando entre dientes cada vez que descubría una nueva inexactitud. Aparecía una o por lo menos una exageración en cada párrafo, y los ladrones de cuadros se habían convertido en una de las bandas más misteriosas y mejor organizadas de todo París.
Último titular:
«¿Cuándo se detendrá al Cerebro?»
¡Como en los folletos televisados!
Había enviado el recorte y la fotografía del marinero con el «No» escrito con tinta verde, al servicio antropométrico para poder sacar eventualmente las huellas dactilares. La respuesta no tardó en llegar.
—Un pulgar sobre la fotografía y una buena imagen del índice en el dorso del papel. No corresponden a ninguna que conste en el fichero…
Aquello significaba, evidentemente, que el asesino de Antoine Batille no había sido detenido nunca y mayormente todavía, que no había sufrido condena alguna.
A Maigret no le sorprendió el resultado e iba a reanudar la lectura de sus periódicos cuando Lapointe entró presuroso y muy excitado…
—¡Un golpe afortunado, jefe!… Perdón… Usted tenía razón… Mientras atravesaba la pasarela, me di cuenta que me había quedado sin cigarrillos… Entré por la calle Saint-Louis-en-l’Île… Y en el café-estanco de la esquina, ¿quién cree que encontré?…
—La joven cuya fotografía te entregué…
—Exacto… Es la camarera… Vestida de negro y con delantal blanco… Había allí una mesa para jugadores de cartas: el carnicero, el dueño del establecimiento y un individuo que me daba la espalda… Cogí mis cigarrillos y fui a sentarme…
»Cuando ella me preguntó qué quería tomar, le pedí un café y ella misma se dirigió al mostrador para hacerme un express.
»—¿A qué hora cierran por la noche?
»Me miró con aire sorprendido.
»—Depende. Acabo mi turno a las siete, porque soy quien abre por la mañana…
»Me devolvió el cambio y se alejó, sin fijarse ya más en mí… Preferí no hablarle ante el dueño… Me dije a mí mismo que sin duda le gustaría a usted…
—Y tenías razón.
—Parece que esté siempre a punto de estallar en sollozos. Va y viene dentro de una niebla y tiene la nariz encarnada…
Janvier no volvió al Quai hasta las seis.
—Se celebra un curso de sociología y parece que él no dejaba de faltar jamás a ese curso… Esperé en el patio… Veía a los estudiantes en sus bancos y una vez finalizada la clase, se precipitaron al aire libre.
»Fui interpelando a uno, dos y tres sin éxito alguno.
»—¿Antoine Batille?… ¿Ése de quien se habla tanto en los diarios?… Sé quién es, pero no nos tratábamos… Busque a uno llamado Harteau…
»El tercer estudiante interpelado miró a su alrededor y llamó de pronto a un joven que ya se alejaba:
»—¡Harteau!… ¡Harteau!… Es para ti…
Y dirigiéndose a Janvier:
«—Les dejo… Tengo que coger un tren…»
»Otros se marchaban en moto.
»—¿Desea usted hablarme? —preguntó un joven alto con el rostro pálido y los ojos de color gris claro.
»—Parece que era usted amigo de Antoine Batille…
»—Su amigo, es mucho decir… No intimaba tan fácilmente… Supongamos que era tan sólo un amigo y que algunas veces conversábamos en el patio e incluso íbamos a beber juntos… Tan sólo una vez estuve en su casa y créame que no me sentí a mi gusto allí… Tengo que confesarle que soy el hijo de un portero de la plaza Denfert-Rochereau… No me avergüenzo de ello… En aquella casa no sabía cómo sentarme…
»—¿Estuvo usted en el entierro esta mañana?
»—No, sólo fui a la iglesia… Después tenía una clase importante…
»—¿Sabe si su compañero tenía enemigos?…
»—No lo creo…
»—¿Era apreciado?…
»—No, tampoco se le apreciaba… Nadie se ocupaba de él, como tampoco lo hacía él de nadie.
»—¿Y usted? ¿Qué opinión tenía de él?
»—Era un buen chico… Mucho más sensible de lo que quería aparentar… Creo que era demasiado sensible y se encerraba en sí mismo con mucha facilidad…
»—¿Le habló alguna vez de su magnetófono?
»—Sí, incluso un día me pidió que le acompañase… Era para él una pasión… Pretendía que la voz de las personas era más reveladora que su propia imagen, tal como podría darla una fotografía… Recuerdo una frase suya: “Hay cantidades de cazadores de imágenes. Pero todavía no he oído nunca que hubiera cazadores de sonidos…”.
»Esperaba que llegaran las Navidades para recibir del Japón uno de los magnetófonos miniaturizados de última fabricación… Pueden ocultarse en el hueco de la mano… Todavía no han llegado a Francia, pero parece que se están esperando… No los conocería más que por algunos artículos que aparecieron en las revistas…
Janvier no se olvidó de preguntarle a Harteau si Batille había tenido algunas amiguitas.
—Amiguitas no… En todo caso, que yo sepa… Ése no era su estilo… Además, desde hacía algún tiempo creo que estaba enamorado…
»No pudo contenerse y me habló de ello… Tenía que confiarse a alguien y su hermana acostumbraba a burlarse, diciéndole que él era la chica y ella el chico de la familia…
»No la he visto, pero sé que trabaja en la isla de Saint-Louis. Se veía con ella todas las mañanas a las ocho… Era la hora en que estaba sola en el café-estanco. El dueño dormía todavía y la portera hacía la limpieza en el primer piso…
»Los clientes les interrumpían continuamente, pero siempre encontraban unos instantes de intimidad…
»—¿Pero entonces iba en serio?
»—Eso creo…
»—¿Y cuáles eran sus intenciones?
»—¿Bajo qué punto de vista?
»—¿Cómo enfocaba su porvenir, por ejemplo?
»—Quería, durante el próximo año, seguir unos cursos de antropología… Su sueño era que le nombraran profesor en Asia, en África, en América del Sur, sucesivamente, con el fin de estudiar las razas humanas… Le habría gustado probar que eran similares y que las diferencias desaparecerían cuando las condiciones de existencia fueran igualándose bajo todas las latitudes…
»—¿Pensaba casarse?
»—No hablaba de eso todavía. Era demasiado reciente… De todas maneras, se negaba a casarse con una chica de su mismo ambiente…
»—¿Estaba en contra de sus padres, de su familia?
»—Ni tan siquiera eso… Yo recuerdo que me dijo un día: “Cuando vuelvo a casa, me parece encontrarme en 1900”.
»—Le estoy muy agradecido… Perdóneme por haberle robado su tiempo…
Y Janvier concluyó:
—¿Qué piensa usted de ello, jefe?… ¿Si esa chica tiene un hermano?… ¿Si han ido más lejos de lo que cree el joven Harteau?… ¿Si al hermano se le mete en la cabeza que el hijo del dueño de los perfumes Mylène no se casaría nunca con su hermana?… Comprende usted lo que yo quiero decir…
—Me parece que el que se cree en 1900 eres tú, mi pobre Janvier.
—Pero esas cosas ocurren todavía, ¿verdad?
—¿Es que no lees las estadísticas?… Los crímenes llamados pasionales han disminuido a más de la mitad; sólo vuelven a aparecer como un delicioso anacronismo…
»Lo cierto es que Lapointe la ha encontrado y trabaja en la isla de Saint-Louis. Esta noche intentaré hablar con ella…
—¿Qué tengo que hacer ahora?
—Nada. Cualquier cosa. Pura rutina. Entretanto, seguiremos esperando.
A las seis y cuarto, Maigret tomó el aperitivo en el bar Dauphine, en donde se encontró con dos de sus colegas. En el Quai, algunas veces pasaban varias semanas sin verse, enfrascado cada cual en su trabajo. El bar-restaurante Dauphine era el terreno neutral, donde todo el mundo acababa por encontrarse.
—¿Qué me dice usted de ese crimen de la calle Popincourt? ¿Trabaja usted ahora con la calle des Saussaies?
A las siete menos diez, Maigret daba vueltas por la calle Saint-Louis-en-l’Île, y desde donde estaba podía ver a la joven en el café-estanco sirviendo a los clientes.
La dueña estaba en la caja, el dueño servía en el mostrador. Era la hora punta del aperitivo de la noche.
A las siete y cinco, la joven desapareció por una puerta y volvió a salir unos instantes después, vestida con el mismo abrigo que llevaba en la fotografía. Intercambió algunas palabras con la dueña y después salió a la calle. Se dirigió directamente hacia el Quai d’Anjou, sin mirar alrededor de ella y Maigret tuvo que acelerar el paso para llegar a su altura.
—Perdone usted, señorita…
La muchacha sintió desconfianza y estuvo a punto de echarse a correr.
—Soy el comisario Maigret… Quisiera hablarle de Antoine…
Ella se detuvo de pronto, mirándole con una especie de angustia.
—¿Qué ha dicho usted?
—Que quisiera hablarle de…
—Sí, he oído. Pero no comprendo muy bien. Yo no…
—Es inútil que niegue, señorita…
—¿Quién le dijo?…
—Su fotografía, o más bien sus fotografías… Estaba usted esta mañana ante la casa mortuoria con un pañuelo entre los dedos crispados… Volvió a estar usted a la entrada y salida del oficio funeral y, finalmente, en el cementerio…
—¿Por qué me fotografiaron?…
—Si me concede unos instantes y me permite caminar a su lado se lo explicaré… Buscamos al asesino de Antoine Batille… No tenemos, por así decir, ninguna pista seria, ninguna indicación útil…
»Con la esperanza que el asesino se sentiría atraído por el entierro de su víctima, hice que sacaran algunas fotografías de las personas que estaban en las primeras filas… El fotógrafo buscó, por lo tanto, algunas personas que podían encontrarse en el Quai d’Anjou, ante la iglesia o en el cementerio…
La muchacha se mordió los labios. Caminaban pausadamente a lo largo del muelle y pasaron ante el edificio donde residían los Batille. Las colgaduras negras con adornos de plata habían desaparecido. Todos los pisos estaban iluminados. La casa había vuelto a adquirir su ritmo habitual.
—¿Qué quiere usted de mí?
—Que me diga todo lo que sepa de Antoine… Es usted la persona que estaba más cerca de él…
Ella enrojeció bruscamente.
—¿Qué le hace decir eso?
—Fue él quien lo dijo, pero de otro modo… Tenía un amigo en la Sorbona…
—¿El hijo de la portera?
—Sí…
—Era el único… Con los otros, no llegaba a entenderse… Sentía siempre la impresión de que era diferente…
—Pues bien, dio a entender a ese Harteau que tenía la intención de casarse algún día con usted…
—¿Está usted seguro que dijo eso?
—¿Acaso él no se lo dijo a usted?
—No… No habría aceptado… No somos del mismo mundo…
—Tal vez él no pertenecía a ningún mundo más que al suyo…
—Además, sus padres…
—¿Desde cuándo se conocían?
—Desde que trabajo en el café-estanco… Hace unos cuatro meses… Era invierno, lo recuerdo… nevaba el primer día que le conocí… Estaba comprando un paquete de «Gitanes»… Iba todos los días a comprar uno…
—¿Cuánto tiempo esperó para aguardarla a la salida?…
—Más de un mes…
—¿Se hizo usted su amante?
—Hoy hace exactamente una semana…
—¿Tiene usted un hermano?
—Tengo dos… Uno en el ejército, en Alemania; el otro trabaja en Lyon…
—¿Es usted de Lyon?
—Mi padre era de Lyon… Cuando murió, la familia se dispersó y me encontré sola en París con mi madre… Trabajé en unos grandes almacenes, pero no aguanté mucho tiempo… Era demasiado trabajo para mí… Cuando me enteré que buscaban una camarera en la calle Saint-Louis-en-l’Île…
—¿Tenía Antoine algún enemigo?
—¿Por qué tenía que tener enemigos?
—Su pasión era el pasearse con su magnetófono por ciertos sitios de bastante mala fama…
—Nadie se fijaba en él… Se sentaba en un rincón o se apoyaba en el mostrador… Me llevó consigo en dos ocasiones.
—¿Se encontraban ustedes todas las noches?
—Venía a buscarme al bar, y me acompañaba a mi casa. Una o dos veces por semana, íbamos al cine…
—¿Puede decirme cómo se llama?
—Mauricette.
—¿Mauricette y qué más?
—Mauricette Gallois…
Habían retrocedido lentamente su camino, llegado al puente Marie y se hallaban en la calle Saint-Paul.
—He llegado… ¿Tiene usted algo más que preguntarme?
—De momento, no… Le estoy muy agradecido, Mauricette… Ánimo…
Maigret suspiró y en la boca del metro Saint-Paul tomó un taxi que le llevó a su casa. Hizo un esfuerzo para no seguir pensando en la investigación y después de haber conectado la televisión, la apagó por temor que hablase todavía de la calle Popincourt y los ladrones de cuadros.
—¿En qué estás pensando?
—Vamos al cine esta noche. Hace un tiempo muy agradable. Podremos andar hasta los grandes bulevares…
Aquél era uno de sus mayores placeres. Después de haber dado algunos pasos, la señora Maigret se cogía de su brazo y caminaban lentamente, deteniéndose de vez en cuando para mirar un escaparate. No mantenían una conversación seguida, hablaban de unas cosas y otras, de un rostro que pasaba, de un vestido o de la última carta recibida de su cuñada…
Aquella noche, Maigret tenía ganas de ver un «western» y tuvieron que dirigirse hasta la Puerta de Saint-Denis para poder ver uno de ellos. Durante el entreacto, bebió una copa de calvados y su mujer se contentó con tomar una infusión.
Hacia medianoche, las luces fueron apagándose en su apartamento. El día siguiente era sábado, 22 de marzo… La víspera, Maigret no se había acordado de que era el primer día de primavera. La estación había acudido a la cita. Recordó el resplandor que iluminaba el Quai d’Anjou la mañana anterior ante la casa mortuoria.
A las nueve recibió una llamada telefónica del juez Poiret.
—¿Hay algo nuevo, Maigret?
—Nada todavía, señor juez… En todo caso, nada importante…
—¿No cree usted que ese marinero… ¿Cómo se llama?… Yvon Demarle…
—Estoy convencido que está metido hasta el fondo en el caso de los cuadros, pero no en el crimen de la calle Popincourt…
—¿Tiene usted alguna idea?
—Tal vez comienza a dibujarse algo… Es demasiado vago para que le hable de ello, pero estoy esperando en muy corto plazo algunas novedades sobre el asunto…
—¿Crimen pasional?
—No lo creo…
—¿Crapuloso?
Sentía horror por aquellas clasificaciones.
—No lo sé todavía…
No necesitaría esperar mucho para saber cosas nuevas. El teléfono sonó media hora más tarde. Era el jefe de las informaciones de los diarios de la noche.
—¿El comisario Maigret?… Aquí Jean Rolland… ¿No le molesto?… No tema… No le llamo para pedirle información, aunque si tiene usted alguna, siempre será bienvenida.
Maigret mantenía cierta tirantez con el director de aquel diario, precisamente porque se quejaba siempre de ser el último a quien advertían de los hechos más importantes.
—Sólo nosotros llegamos a imprimir casi tanto como otros tres diarios… Sería natural, en tal caso…
No es que se hubiera declarado la guerra entre los dos, sino que existía una especie de irritación. Por ello, sin duda, el jefe de información llamaba en lugar de su director.
—¿Leyó usted nuestras informaciones de ayer?
—Sí; les he echado una mirada…
—Hemos intentado analizar la posibilidad de un nexo de unión entre ambos casos… A fin de cuentas, hemos encontrado tantos elementos a favor como en contra…
—Ya lo sé…
—La información nos ha aportado una carta, encontrada en el correo de la mañana y que voy a leerle…
—Un momento… ¿La dirección está escrita con letra de imprenta?
—Exacto… Y la carta también…
—Y supongo que se trata de un papel de cartas vulgar, como acostumbra a venderse en sobres de seis en todos los estancos y papelerías.
—Exacto otra vez… ¿Ha recibido acaso otra carta similar?…
—No… Prosiga…
—Entonces leo:
«Señor director.
»He leído con mucha atención las informaciones publicadas estos últimos días en su estimado diario referente a lo que se ha llamado el caso de la calle Popincourt y el caso de los Cuadros. Su redactor intenta, sin conseguirlo, establecer un lazo entre esos dos casos.
»Encuentro ingenuo, por parte de la prensa, creer que por causa de una cinta magnetofónica, el joven Batille fue atacado en la calle Popincourt. ¿Acaso cogió el asesino su magnetófono?
»En cuanto al marinero Demarle, no ha matado a nadie con su cuchillo sueco.
»Suelen venderse esos cuchillos en todas las buenas ferreterías y tengo uno igual.
»El mío ha sido realmente el que ha matado a Antoine… No me vanaglorio de ello y crea que no estoy orgulloso, sino al contrario. Este revuelo me está cansando y, sobre todo, no quiero que un inocente como Demarle pague mi culpa. Puede publicar esta carta si le parece bien. Le garantizo que esto no es más que la verdad… Gracias.
»Su atento».
Como es lógico, su carta no llevaba firma.
—¿Cree que se trata de una broma, comisario?
—No.
—¿Resulta entonces algo serio?
—Estoy persuadido de ello… Claro que puedo equivocarme, pero existen todas las probabilidades que esa carta haya sido escrita por el asesino… Mire el sello y dígame dónde la han echado…
—En el bulevar Saint-Michel…
—Puede sacar una fotocopia en caso de que tenga intención de publicarla, pero desearía que pasase por las menores manos posibles…
—¿Espera usted encontrar huellas digitales?
—Estoy casi seguro de ello…
—¿Las había en el recorte de diario en donde alguien escribió la palabra «No» con tinta verde?
—Sí…
—He leído su llamamiento… ¿Espera que el asesino le llame por teléfono?
—Si se trata de una persona como creo, lo hará…
—Resultará inútil, supongo, preguntarle de qué clase de hombre se trata…
—De momento, estoy obligado a guardar silencio. Voy a enviarle a alguien para que me preste esa carta, que le devolveré una vez el caso esté concluido…
—De acuerdo… Buena suerte…
Se volvió hacia la puerta, extrañado. Joseph, el viejo ujier, se encontraba en el marco y tras él había un hombre, con un uniforme claro y franja de color marrón en su pantalón claro. Su gorra era también de color claro y llevaba un escudo con una corona dorada.
—Este señor insiste en entregarle en persona un paquete y no he logrado deshacerme de él.
—¿De qué se trata? —le preguntó el comisario al recién llegado.
—Un recado de parte de M. Lherbier…
—¿El marroquinero?
—Sí…
—¿Espera usted una respuesta?
—No me lo han dicho, pero me dieron orden de entregarle en mano este paquete. El señor Lherbier personalmente me encargó al terminar la tarde este recado…
Maigret abrió una caja de cartón beige, marcada con la eterna corona y dentro de la caja había una cartera de bolsillo de piel de cocodrilo negro, cuyos cuatro cantos estaban reforzados con oro. La corona era también de oro.
Una tarjeta de visita llevaba estas sencillas palabras:
«En testimonio de gratitud».
El comisario volvió a colocar la cartera en su caja.
—Espere un instante —le dijo al empleado—. Estoy seguro que será usted más hábil que yo para rehacer el paquete.
El hombre le miró, sorprendido.
—¿No le ha gustado?
—Dígale a su jefe que no estoy acostumbrado a recibir regalos… Añada, si quiere, que de todas formas agradezco su gesto…
—¿No quiere usted escribírselo?
—No…
El teléfono llamó con insistencia.
—¡Tenga!… Vaya a terminar usted su paquete en el otro despacho. Estoy muy ocupado en estos instantes…
Cuando estuvo solo, descolgó el auricular.