Capítulo cuatro

La noche debió de ser agitada en la calle des Saussaies, donde los periodistas y los fotógrafos, advertidos por Dios sabe quién, como de costumbre, no tardaron en acudir e invadir los corredores.

Mientras se afeitaba, a las siete y media, Maigret puso maquinalmente la radio. Era la hora de las noticias y parecía que esperase que se hablara de la mansión de Jouy-en-Josas y del famoso millonario Philippe Lherbier, el hombre de las seis esposas y las coronas de oro.

«Cuatro hombres están tras las rejas, pero el comisario Grosjean está persuadido que ninguno de entre ellos es el verdadero jefe de la banda, es decir, la cabeza pensante… Por otra parte, corre el rumor que el comisario Maigret podría llegar a intervenir, no en el asunto del robo de las pinturas, sino referente a otra actividad de los malhechores. Se guarda la más estricta discreción sobre ese punto…»

También por medio de la radio, supo un detalle: los tres bandidos y el que vigilaba la casa no iban armados.

A partir de las nueve, se encontraba ya en su despacho e inmediatamente después de hacer el informe, llamó a Grosjean por teléfono:

—¿Ha podido usted dormir algo?

—Sólo unas tres horas… He querido interrogarles en caliente… Ninguno quiere hablar… hay uno sobre todo, que llega a exasperarme… Se trata de Julien Mila, el barman, es el más inteligente de los tres… Cuando se le hace alguna pregunta, te mira con aire picaresco y suelta con voz melosa:

»—Por desgracia no tengo nada que decir…

—¿No han solicitado la presencia de un abogado?

—Claro que sí… El abogado Huet, como es natural… Le estoy esperando esta mañana…

—¿Cuándo podrá usted prestarme esos sujetos? El juez Poiret los está esperando también…

—En el transcurso de la tarde, así lo espero… Supongo que tendrán que devolvérmelos, ya que creo tener para rato con ellos… La lista de robos del mismo estilo cometidos desde hace dos años en las afueras de París es muy larga, doce por lo menos, y estoy persuadido que ellos son los responsables de la mayoría. ¿Y usted?… ¿Todavía la calle Popincourt?…

—Nada nuevo…

—¿Cree usted que mis pájaros están complicados en alguna cosa?

—No lo sé… Uno de los ladrones, el pequeño, de hombros anchos, con una cicatriz en la mejilla, llevaba un impermeable claro con cinturón… Y además, un sombrero oscuro…

—Se trata de Demarle… Estamos estudiando su ficha policial… Parece ser que es un duro y que la justicia se ha ocupado de él ya en varias ocasiones…

—¿Branchu, llamado Mimile?… ¿El marquista?…

—No tiene ficha policial… Ha vivido durante mucho tiempo en Marsella, pero es originario de Roubaix…

—Bueno, hasta luego…

Los periódicos publicaban en primera página las fotos de los delincuentes, con las esposas en las muñecas y al mismo tiempo una fotografía del marroquinero, en Longchamps, con chaqué y sombrero de copa de color gris claro.

Mila miraba al fotógrafo con una sonrisa irónica. Demarle, el marino de la cicatriz, parecía como sorprendido de lo que le estaba ocurriendo, mientras que el marquista tenía sus manos puestas sobre su rostro. El encargado de vigilar la villa, parecía puesto a la fuerza en un complot demasiado importante para él, y tenía el aspecto de un comparsa sin importancia.

«A consecuencia de un caso, el comisario divisionario Grosjean, de la Seguridad Nacional, llevaba organizando con paciencia, desde hace casi dos años, una redada…»

Maigret se encogió de hombros. En aquellos momentos no estaba pensando en los malhechores a pesar de él, sino en Antoine Batille. Se repetía con frecuencia que cuando llega uno a conocer bien la personalidad de la víctima, se llega a atrapar a su asesino.

Hacía un sol muy tenue. La temperatura era de dos o tres grados y helaba en casi toda Francia menos en la Costa Oeste.

Se puso su abrigo, cogió su sombrero, y se dirigió hacia el despacho de los inspectores.

—Voy a salir durante una hora más o menos…

Sólo por una vez, necesitaba dirigirse al Quai d’Anjou. Se fue andando, bordeando los muelles hasta el Pont-Marie, que atravesó. Fumaba lentamente su pipa y tenía las manos hundidas en sus bolsillos.

Volvía a su pensamiento el recorrido que el joven del magnetófono había efectuado aquella noche, la del 18 al 19 de marzo, y fue la última noche de su vida.

Todavía algo lejos, divisó las cortinas negras que enmarcaban la puerta de entrada, con una enorme «B» entre las franjas y adornos plateados. Cuando pasó delante de la portería, vio a la portera que vigilaba las entradas y salidas de la gente.

Era todavía joven y muy atractiva. Su vestido negro estaba rematado en el cuello y los puños por unos adornos blancos que le daban un aire de uniforme. Vaciló en atravesar la portería, sin razón alguna, ya que buscaba al azar.

Finalmente, optó por no hacerlo y cogió el ascensor. La puerta de los Batille estaba entreabierta. La empujó y se dirigió hacia el saloncito transformado en capilla ardiente. Una anciana muy digna estaba situada junto a la puerta y le saludó con un gesto de la cabeza. ¿Se trataba tal vez de un familiar? ¿Una amiga, o una ama de llaves que representaba a la familia?

Un hombre de pie, con el sombrero cogido con las manos, movía los labios recitando una oración. Una mujer que debía de ser la dueña de un establecimiento del barrio, estaba arrodillada.

No habían colocado a Antoine todavía en su ataúd, pero estaba tendido sobre el lecho mortuorio, con las manos juntas y un rosario entre ellas.

Al resplandor tembloroso de las velas, su rostro aparecía muy joven. Podría habérsele dado igual quince que veintiún años. No solamente le habían afeitado, sino que le habían cortado los cabellos, sin duda para que los que desfilasen ante él no le tomaran por un «hippie».

Maquinalmente, Maigret movió los labios, sin convicción alguna, y se dirigió hasta la entrada para encontrar a alguien con quien hablar. Descubrió a un criado con chaleco rayado que pasaba el aspirador en el gran salón.

—Quisiera ver a la señorita Batille… —dijo—. Soy el comisario Maigret…

El criado vaciló unos instantes, y acabó por alejarse, mientras murmuraba:

—¡Si es que se ha levantado!…

Estaba levantada, pero sin duda no debía de hallarse a punto ya que tuvo que esperar unos diez minutos, y cuando apareció estaba con batín, los pies descalzos desnudos dentro de unas zapatillas.

—¿Ha descubierto usted algo?

—No… Quisiera solamente visitar la habitación de su hermano…

—Perdóneme que le reciba de esta forma, pero he dormido muy mal y, de todas formas, no estoy acostumbrada a levantarme muy temprano…

—¿Está su padre en casa?

—No… No ha tenido más remedio que dirigirse a su despacho. En cuanto a mamá, se encuentra en su apartamento, pero no la he visto todavía esta mañana… ¿Quiere seguirme…?

Atravesaron un largo pasillo y después otro… Pasaron ante una puerta abierta y dentro de la habitación Maigret advirtió una cama deshecha y una bandeja con el desayuno. La joven le explicó:

—Es mi dormitorio… No se fije usted mucho… Está en desorden…

Dos puertas se abrían un poco más lejos. La segunda era la de Antoine, que recaía sobre el patio interior y que a aquellas horas recibía los rayos oblicuos del sol. Los muebles de estilo escandinavo eran sencillos y armoniosos. En unas estanterías que cubrían toda una pared, había muchos libros y discos y en dos hileras estaban colocados los «casettes» grabados.

Sobre la mesa de despacho había libros, cuadernos, lápices de color y en un plato hondo de cristal, tres minúsculas tortugas que nadaban en dos centímetros de agua.

—¿A su hermano le gustaban los animales?

—Últimamente, no tanto… Pero durante una época volvía a casa con toda clase de animales, un cuervo con el ala rota por ejemplo, ratones blancos, una culebra de casi un metro… Pretendía domesticarlos sin conseguirlo jamás.

Aparecía un enorme mapamundi sobre un soporte, una flauta sobre el sofá, y varias partituras musicales.

—¿Tocaba la flauta?

—Sólo siguió unas seis lecciones… Debe de haber también por algún lugar una guitarra eléctrica… también siguió lecciones de piano…

Maigret sonrió.

—¿No durante mucho tiempo, supongo?

—Ninguna afición duraba mucho tiempo…

—Menos la de su magnetófono…

—Es cierto… Ya hace casi un año que insistía en esa manía…

—¿Había decidido algo sobre su porvenir?

—No… O por lo menos, no solía hablar de ello con nadie… A papá le hubiera gustado que se hubiese inscrito en la Facultad de Ciencias y siguiera la carrera de química para poder hacerse cargo más tarde de su negocio…

—¿Él no quiso?

—Odiaba el comercio… Creo que le daba vergüenza ser el hijo del dueño de los perfumes Mylène…

—¿Y usted?

—Me es exactamente igual…

Ciertamente, uno se sentía cómodo en aquella habitación, en medio de los objetos más dispares, pero sintiendo que se trataba de objetos familiares. Alguien había vivido intensamente en aquella habitación hasta hacerla su santuario.

Maigret cogió al azar uno de los «casettes» que estaban en una estantería, pero sobre la etiqueta no había más que un número.

—Su cuaderno le servía de catálogo. Debe de estar por ahí —dijo Minou—. Espere un momento…

Abría y volvía a cerrar los cajones, llenos la mayoría de ellos. En su interior aparecían algunos objetos y papeles que debían de datar de los primeros años del liceo.

—Mire… Supongo que lo llevaba al día, ya que se ocupaba con mucho interés…

Se trataba de un simple cuaderno escolar con las páginas cuadriculadas.

Sobre las cubiertas, Antoine había escrito con letras de fantasía y lápices de varios colores:

MIS EXPERIENCIAS

Comenzaba con:

Casette 1: Familia sentada en la mesa durante un domingo.

—¿Por qué un domingo? —preguntó Maigret.

—Porque los demás días mi padre acude raramente a comer en casa. Y por las noches, mi madre y él cenan con frecuencia afuera, con invitados y amigos.

Al parecer había dedicado la primera grabación a su familia.

Casette 2: Autopista del Sur durante un sábado por la noche.

Casette 3: Bosque de Fontainebleau, de noche.

Casette 4: Metro a las ocho de la noche.

Casette 5: Mediodía en la plaza de la Ópera.

Seguía después un entreacto en el teatro del Gimnasio, los ruidos de fondo en un selfservice de la calle de Ponthieu, y el drugstore de los Campos Elíseos.

Casette 10: Café en Puteaux…

Su curiosidad iba en aumento y le hacía cambiar insensiblemente de capa social: salidas de fábricas, bailes populares de la calle de Lappe, bar de la calle de Gravilliers, otros situados por el canal Saint-Martin, el bar de las Flores en la Villette, un café de Saint-Denis…

Ya no era el centro de París lo que le interesaba, sino la periferia. Una de las direcciones correspondía a un lugar bordeado de barracas.

—¿Es cierto que resultaban peligrosas sus incursiones?…

—Más o menos… Pero es mejor decir que no eran muy recomendables y además tendría alguna razón para no llevarla consigo… A las personas que frecuentan esos lugares no les gusta que se acuda a meter las narices en sus asuntos y menos con un magnetófono…

—¿Cree usted que fue por causa de ello?…

—No lo sé… Lo dudo… Para ser más afirmativo tendría que haber oído todas estas cintas… Pero necesitaríamos horas enteras, tal vez varios días…

—¿No va usted a hacerlo?…

—Si pudiera llevármelas provisionalmente, encargaría a uno de mis inspectores…

—No me atrevo a tomar esa responsabilidad… Desde que murió mi hermano se ha convertido en algo sagrado y todo lo que le perteneció ha adquirido un valor nuevo, ¿comprende usted?… Antes, se le trataba un poco como a un chiquillo grande, cosa que le indignaba… La verdad es que en ciertos aspectos seguía siendo muy niño…

La mirada de Maigret se dirigió a las paredes, a las fotos de desnudos recortadas de una revista norteamericana.

—Incluso esto —intervino ella— resulta muy joven… Estoy segura que mi hermano no se había acostado jamás con una chica… Había flirteado dos o tres veces con mis amigas, pero sin llegar nunca al final…

—¿Tenía coche?

—Cuando cumplió sus veinte años, mis padres le regalaron un pequeño coche inglés… Durante dos meses pasó su tiempo libre en el campo y llegó a adornar ese coche con los accesorios más inimaginables… Después, dejó de interesarle y no lo cogía más que cuando tenía verdadera necesidad.

—¿Para sus expediciones nocturnas?

—Nunca… Voy a preguntarle a mamá si puedo dejarle los «casettes». Espero que se habrá levantado…

Eran las diez y media. La joven tardó un largo rato.

—Tiene confianza en usted —le dijo al volver—. Lo único que le pide es que capture al asesino. Dicho sea de paso, mi padre está todavía más afectado. Era su único hijo. Desde lo ocurrido no dirige la palabra a nadie y sale por la mañana hacia su despacho a hora muy temprana… ¿Cómo vamos a envolver todos estos «casettes»?… Necesitaríamos una maleta, o una gran caja de cartón… Una maleta iría mucho mejor… Espéreme un instante… Creo que sé dónde está lo que necesitamos…

La maleta que trajo un poco más tarde llevaba la corona dorada del marroquinero de la calle Royale.

—¿Conocen ustedes a Philippe Lherbier?

—Mis padres le conocen. Han ido alguna vez a cenar a su casa, pero no es lo que podemos llamar un amigo… Es un hombre que se pasa todo el tiempo divorciándose, ¿verdad?

—Su casa de campo estuvo a punto de ser desvalijada la noche pasada… ¿No escucha usted la radio?…

—Sólo cuando estoy en la playa para oír música…

Le ayudó a colocar los «casettes» en la maleta añadiendo el cuaderno que servía de catálogo.

—¿No tiene usted más preguntas que hacerme?… Puede usted venir cuando quiera para interrogarme y le prometo que le contestaré con la misma franqueza como lo he venido haciendo hasta ahora…

Ayudar a la policía parecía emocionarle.

—No le acompaño hasta la puerta, porque no estoy adecuadamente vestida para pasar ante la habitación mortuoria… La gente lo consideraría como una falta de respeto… ¿Por qué se está obligado a respetar a alguien cuando está muerto, mientras que cuando estaba vivo se le trataba a patadas?…

Maigret salió, un poco cohibido por causa de la maleta, sobre todo en el momento de pasar ante la portería. Tuvo la suerte de ver un taxi detenerse y descender una mujer. No precisó así buscarlo.

—Quai des Orfèvres…

Se iba preguntando a quién podría confiar las grabaciones de Antoine Batille. Tendría que ser alguien que conociese a la perfección los lugares en que se habían efectuado y estuviera familiarizado con las gentes que los frecuentaban.

Acabó por dirigirse al fondo del corredor hacia el despacho de su colega «la Mondaine», eufemismo por el que se conocía a la policía de costumbres.

Seguía con la maleta en la mano y su colega le preguntó con ironía:

—¿Viene a despedirse antes de mudarse de casa?

—Llevo en esta maleta algunas grabaciones, tomadas sobre todo en la periferia de París, en los bailes, los cafés y los bares.

—¿Y eso puede interesarme?

—Tal vez no, pero me interesa a mí. Tal vez esté ligado a un caso que llevo entre manos.

—¿El de la calle Popincourt?

—En confianza, sí. Preferiría que no se supiera. Entre sus hombres debe haber alguno que conozca esos medios y a quien estas grabaciones podrían sugerir alguna cosa…

—Ya entiendo… Olfatear a un individuo peligroso, por ejemplo… Un individuo que por temor a estar comprometido…

—Eso, exactamente…

—El viejo Mangeot… Tiene unos cuarenta años de oficio… Conoce toda la fauna de esos lugares mejor que nadie…

Aquel hombre no resultaba desconocido para Maigret.

—¿Tiene tiempo libre?

—Ya lo arreglaría para que lo tuviera…

—¿Sabe utilizar estos aparatos?… Voy a buscar el magnetófono que está en mi despacho…

Cuando volvió, un hombre triste, de rasgos caídos y mirada sin brillo, estaba en el despacho del jefe de «la Mondaine».

Era un hombre de poca importancia perteneciente a la P. J., uno de esos que faltos de una cierta instrucción de base, siguen sin graduación durante toda su vida. A fuerza de caminar por París, adquieren la manera de andar de los maîtres de hoteles o los camareros de café, que tienen que estar de pie durante todo el día. Incluso parece contagiárseles el mismo tono pálido de los barrios pobres que frecuentan.

—Conozco muy bien estos aparatos —dijo en seguida—. ¿Hay muchos «casettes»?

—Unos cincuenta… Tal vez algunos más…

—Hay que contar media hora para cada «casette». ¿Se trata de algo urgente?…

—Bastante…

—Voy a darle un despacho donde no le molestarán —intervino el jefe de la exbrigada de las costumbres.

Se le explicó minuciosamente a Mangeot lo que se esperaba de él y asintió con la cabeza para demostrar que había comprendido. Se alejó con la maleta mientras que el colega de Maigret decía a media voz:

—No tema usted… Tiene el aspecto acabado y es cierto que no conserva ilusión alguna, pero no deja por ello de ser uno de mis más preciosos colaboradores… Es una especie de perro cazador… se le hace olfatear una pista y parte hacia ella con la cabeza gacha…

Maigret volvió a su despacho y cuando sólo habían transcurrido diez minutos, el juez de instrucción le llamó por teléfono.

—He intentado en varias ocasiones ponerme en contacto con usted. Ante todo, quiero felicitarle por la redada de la noche pasada…

—Han sido los de la calle des Saussaies quienes lo han hecho todo…

—He ido a ver al fiscal, que está encantado… A las tres de esta tarde me traerán a esos tres individuos… Me gustaría que estuviera usted en mi despacho ya que conoce usted el caso mejor que yo… Cuando terminemos con esos robos, podrá, si así lo desea, hacerles bajar hasta su despacho… Sé que tiene usted una forma muy particular de hacer sus interrogatorios…

—Le estoy muy agradecido… Estaré en su despacho hacia las tres…

Empujó la puerta de los inspectores.

—¿Estás libre para el almuerzo, Janvier?

—Sí, jefe… Acabo con mi informe y…

Siempre con informes y papeleos.

—¿Y tú, Lapointe?

—Sabe muy bien que siempre estoy libre…

Aquello significaba que iban los tres a comer al restaurante «Dauphine».

—Entonces, cita a las doce y media…

Maigret no dejó de telefonear a su mujer y ésta no olvidó tampoco de preguntar como de costumbre:

—¿Crees que estarás de vuelta para la hora de la cena? Lástima que no estés para la del almuerzo; te había preparado unos caracoles…

Como de costumbre, todas las veces que no volvía a su casa para una comida, había un plato que le gustaba de forma particular.

Después de todo, tal vez también encontraría caracoles en el restaurante «Dauphine»…

Cuando Maigret, hacia las tres, se metió en el largo corredor en donde se abrían por los dos lados los despachos de los jueces de instrucción, los «flashes» de los fotógrafos estallaron, mientras una docena de periodistas se precipitaban hacia él.

—¿Acaba usted de asistir al interrogatorio de los gangsters?

Intentó pasar de largo, sin contestar sí o no.

—¿Por qué está usted aquí y no el comisario Grosjean?…

—Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Hagan la pregunta al juez de instrucción…

—Es usted el encargado del caso de la calle de Popincourt, ¿no es cierto?

No encontró motivo alguno para negarlo.

—¿Por casualidad existe alguna conexión entre los dos casos?

—Señores, no tengo ninguna declaración para hacer en estos momentos.

—¿Pero tampoco contesta no?

—Harían ustedes muy mal en sacar conclusiones…

—Se encontraba usted la noche pasada en Jouy-en-Josas, ¿no es cierto?

—No lo niego.

—¿A título de qué?

—Mi colega Grosjean les contestará con más autoridad que yo…

—¿Ha sido su información la que ha permitido descubrir en París la pista de los ladrones?

Los cuatro hombres arrestados la noche anterior estaban sentados en dos bancos, colocados a cada lado de la puerta del juez, con las manos esposadas, entre dos gendarmes y asistían regocijados a aquella escena.

De pronto, llegó un abogado algo corto de piernas, pero de aspecto voluminoso, que llegaba de la otra punta del pasillo, con la toga y su aspecto de revolotear unas alas. Cuando vio al comisario, se dirigió hacia él, dándole un apretón de manos.

—¿Cómo está usted, Maigret?

Restalló un «flash». El apretón de manos fue fotografiado como si toda aquella escena hubiera sido preparada de antemano.

—De verdad, ¿cómo se encuentra usted aquí?

Esta pregunta el abogado Huet la hacía ante los periodistas, y no por casualidad. Era un hombre hábil, que estaba acostumbrado a defender al hampa de grandes robos. Muy culto, aficionado a la música y teatro, asistía a todos los conciertos y acontecimientos artísticos en general, cosa que le había valido poder pertenecer al «todo París».

—¿Qué esperamos para entrar?

—No lo sé… —respondió Maigret, no sin cierta ironía.

Entonces el hombrecito de anchas espaldas llamó a la puerta del juez, la empujó e hizo señal al comisario para que le siguiera.

—Buenos días, querido juez… ¿No le causará molestia verme aquí en estos instantes?… Es que mis clientes…

El magistrado le dio un apretón de manos y repitió el saludo a Maigret.

—Siéntense, señores: Voy a ordenar que pasen los detenidos… ¿Supongo que no les causará temor alguno y puedo dejar a los gendarmes afuera?…

Ordenó que quitaran las esposas a los detenidos. El despacho, que era poco espacioso, se llenó en unos instantes. En el extremo de la mesa estaba sentado el agente judicial. Tuvo que ir a buscar una silla suplementaria a un cuarto de trastos. Los cuatro hombres estaban sentados al lado de sus abogados correspondientes, y Maigret, un poco apartado, casi en segundo plano.

—Antes que otra cosa, señor abogado, tengo que proceder al interrogatorio de la identidad de los detenidos… Ustedes contestarán a la llamada de sus nombres… Julien Mila.

—Presente…

—Sus nombres, apellidos, direcciones actuales y lugares de nacimiento y profesión…

—¿Mila con «t» final? —preguntó el agente judicial que escribía.

—No, con una «a» solamente.

Se prolongó aquello durante un buen rato. Demarle, el hombre de la cicatriz y los músculos de luchador de feria, había nacido en Quimper. Había sido marinero y de momento aparecía inscrito como sin trabajo.

—¿Dirección?

—Unas veces en casa de uno y otras en casa de otro… Encuentro siempre un amigo para albergarme…

—¿Entonces no tiene usted un domicilio fijo?

—Con lo que nos dan a los sin trabajo, ya sabe…

El cuarto, el que había vigilado la finca, era un pobre hombre con mala facha que se decía representante y que vivía en la calle del Mont-Cenis en Montmartre.

—¿Desde cuándo pertenece usted a la banda?

—Perdón, señor juez —interrumpió Huet—. Debería establecerse en primer lugar que había una banda que…

—Iba precisamente a hacerle una pregunta. ¿A cuál de estos hombres representa usted?

—A los cuatro.

—¿Y no cree que en el transcurso de una instrucción podría haber algún conflicto entre ellos como consecuencia de una discrepancia de intereses?

—Lo dudo y si llegara a ocurrir, acudiría a pedir ayuda a mis colegas… ¿Están ustedes de acuerdo, señores?

Los cuatro hombres asintieron con la cabeza.

—Ya que nos encontramos con las preguntas preliminares, iba a decir, las preguntas de ética —proseguía Huet con una sonrisa de mal augurio—, deberá usted saber que este caso ha despertado desde esta mañana mucho interés en la prensa… He recibido un gran número de llamadas telefónicas y he recogido así informaciones que me han sorprendido, por no decir chocado bastante…

Se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo. El juez, ante aquella celebridad del colegio de abogados, no pudo impedir cierto nerviosismo.

—Le escucho.

—La detención, en efecto, no se ha hecho en la forma que se acostumbra en las detenciones de ese estilo… Tres coches patrulla y uno lleno de inspectores de paisano llegaron al lugar de autos casi al mismo tiempo que mis clientes, como si la policía estuviera al corriente de lo que iba a ocurrir… Además, en cabeza del cortejo se encontraba el comisario Maigret, aquí presente, y dos de sus colaboradores… ¿Es cierto, señor comisario?

—Sí, es cierto…

—Veo que la persona que me ha informado no se ha equivocado…

¿Alguien de la calle des Saussaies, seguramente, un empleado o una mecanógrafa?

—Yo creía, he creído siempre, que la zona dependiente de los Orfèvres se limitaba a París… Digamos el gran París al cual no pertenece siquiera Jouy-en-Josas…

Había conseguido lo que deseaba. Había tomado nota de las operaciones y el juez no sabía cómo reducirle al silencio.

—¿No sería porque los informes referentes a… digamos de aquella tentativa de robo, procedieron de la P. J…? ¿Contesta usted, Maigret?

—No tengo nada que decir.

—¿Estaba en aquellos lugares?

—No he venido aquí para que me interroguen.

—Voy a hacerle, sin embargo, otra pregunta más importante. ¿No es cierto que está ocupado usted de un caso diferente, reciente también, y que por casualidad dio usted con el que nos ocupa?

Maigret seguía en silencio.

—Por favor, señor abogado —intervino el juez.

—Un instante todavía. Inspectores de la P. J. fueron vistos vigilando la tienda de Emile Branchu… Al comisario Maigret, en persona, le vieron en dos ocasiones, en un café de la Bastilla donde mis clientes se habían reunido casualmente anteayer e interrogó a los camareros intentando hacer hablar al dueño… ¿Es esto exacto?… Le pido disculpas, señor juez, pero tengo interés en situar este caso dentro de su verdadera perspectiva, que no es tal vez la que usted conoce.

—¿Ha terminado, abogado?

—De momento.

—¿Puedo entonces interrogar al primero? Julien Mila, ¿quiere usted decirme quién le dio la dirección de la casa de Philippe Lherbier y quién le habló de los cuadros de valor que había en ella?

—Aconsejo a mi cliente que no conteste.

—No respondo.

—Se sospecha su participación en los veintiún robos de las casas y las mansiones efectuados estos dos últimos años con iguales características…

—No tengo nada que decir…

—Además —intervino el abogado—, no posee usted prueba alguna de ello.

—Repito, generalizándola, mi primera pregunta. ¿Quién le daba la dirección de esas casas y esas mansiones?… Seguramente era la misma persona que se encargaba de la venta de las telas robadas y los objetos de arte, ¿verdad?

—No sé nada sobre todo eso.

Ahogando un suspiro, el juez pasó a interrogar al marquista, que no se mostró tampoco muy locuaz. En cuanto a Demarle el Marinero, su diversión fue interpretar el papel de gracioso.

El único que adoptó una actitud diferente fue aquél que había vigilado la mansión, al que llamaban Gouvion y no tenía domicilio fijo.

—No sé por qué estoy aquí. No conozco a estos señores. Estaba en el barrio, a la búsqueda de un sitio no demasiado frío para poder dormir…

—¿Éste es también su punto de vista, abogado?

—Estoy totalmente de acuerdo con él y le recuerdo que este hombre no tiene antecedentes penales…

—¿Desea añadir algo otra persona?

—Quiero hacer una pregunta que he formulado antes. ¿Qué está haciendo aquí el comisario Maigret? ¿Qué ocurrirá en cuanto salgamos de este despacho?

—No tengo por qué contestarle.

—¿Significa que va a haber otro interrogatorio, no en el Palacio de Justicia, sino en los despachos de la P. J., en donde no tengo acceso?… Dicho de otra forma, ¿que no se trata del robo, sino de otro asunto completamente distinto?

—Lo siento, abogado, pero no tengo nada que decirle. Quiero que solicite de sus clientes que firmen la denuncia provisional, que se escribirá mañana con cuatro copias.

—Pueden firmar, señores.

—Gracias, abogado.

El juez de instrucción se levantó, dirigiéndose hacia la puerta seguido con disgusto por el abogado.

—Me reservo algunas impresiones…

—Ya las he grabado…

Y dirigiéndose a los gendarmes:

—¿Quieren ustedes volver a esposar a los prisioneros y conducirlos a la P. J.? Pueden utilizar la puerta de comunicación. Quédese un momento, comisario…

Maigret volvió a sentarse.

—¿Qué piensa de todo esto?

—Pienso que en este mismo momento el abogado Huet se ha encargado de poner al corriente de todo a la prensa y de montar a su manera este caso, de forma que a partir de mañana, o tal vez de esta noche, se hablará de él a dos columnas…

—¿Esto le preocupa?

—Me lo estoy preguntando… Hace unos instantes le hubiera contestado que sí… Mi intención era la de mantener estos casos separados uno del otro y evitar que los periódicos los confundieran… Ahora…

Se detuvo para sopesar las consecuencias.

—Tal vez sea mejor así. Creando remolinos, existe alguna posibilidad para que…

—¿Cree usted que alguno de esos cuatro hombres?…

—No quiero afirmar nada… Pero parece ser que se ha encontrado en el bolsillo del marinero un cuchillo sueco parecido al que fue utilizado en la calle Popincourt… El hombre lleva un impermeable de color claro, con cinturón y sombrero marrón… Como por casualidad, esta noche le pondré en presencia de los Pagliati, en la misma calle, con el mismo alumbrado, aunque quizá la prueba no resulte demasiado concluyente… La anciana del primer piso también comparecerá para identificarle…

—¿Qué espera usted de ello?

—No lo sé… Los robos van enfocados hacia la calle des Saussaies… Lo que más me interesa son las siete cuchilladas que costaron la vida a un joven…

Cuando salió del despacho del juez, los periodistas habían desaparecido, pero volvió a encontrarlos y en mayor número, en los pasillos de la P. J. Los cuatro sospechosos no estaban a la vista, puesto que habían sido conducidos a un despacho donde estaban vigilados.

—¿Qué ocurre comisario?

—Nada que no sea normal…

—¿Se está usted ocupando del caso de Jouy-en-Josas?

—Ustedes saben bien que ese caso no me concierne.

—¿Por qué esos cuatro hombres se encuentran aquí en vez de haber sido conducidos de nuevo a la calle des Saussaies?…

—Bueno; voy a decírselo…

Había tomado de pronto una decisión. Sin duda, Huet les había hablado de una conexión entre los dos casos. Antes de que se publicaran informaciones más o menos exactas y tendenciosas, sería preferible decir la verdad.

—Antoine Batille tenía una pasión: grabar lo que él llamaba documentos vivos. Con un magnetófono en bandolera, se iba a los lugares públicos, a los cafés, los bares, los bailes, los restaurantes, incluso al metro y ponía discretamente su aparato en funcionamiento…

»El martes por la noche, hacia las nueve y media, estaba en un café de la plaza de la Bastilla y, como de costumbre, había puesto en marcha su aparato. Sus vecinos de mesa eran…

—¿Los ladrones?

—Tres de ellos… El que vigilaba la villa no estaba allí… La grabación no es de primera calidad… Se puede entender, sin embargo, que se había concertado una cita para el día siguiente y que una mansión estaba ya puesta en vigilancia…

»Sin embargo, menos de una hora más tarde, en la calle Popincourt, el joven fue agredido por la espalda y acuchillado siete veces, muriendo a consecuencia de las heridas.

—¿Cree, señor comisario, que uno de esos hombres…?

—Yo no creo nada, señores… Mi oficio no es creer, sino descubrir las pruebas y obtener confesiones…

—¿Alguien vio al agresor?

—Dos transeúntes desde una cierta distancia y una señora anciana que vive justamente ante el lugar donde el crimen fue cometido…

—¿Cree usted que los ladrones se dieron cuenta que sus proyectos habían sido grabados?

—De nuevo, repito que no creo nada… Es una posible hipótesis…

—¿Tal vez siguió a Batille uno de ellos hasta hallarse en un lugar bastante desierto y entonces el asesino recuperó el magnetófono?

—No.

—¿Cómo puede usted explicar eso?

—No intento explicarlo…

—Los transeúntes que ha nombrado usted… Supongo que se trata del matrimonio Pagliati. Ya ve que sabemos más de lo que parece… Los Pagliati, por lo tanto, al precipitarse no impidieron tal vez al hombre que…

—No. No había asestado más que cuatro golpes… Después de haberse alejado, volvió sobre sus pasos para asestar de nuevo tres más… Por lo tanto, habría podido arrancar el magnetófono del cuello de la víctima…

—¿De manera que no ha llegado usted a ninguna parte?

—Voy a interrogar a esos señores…

—¿A los cuatro juntos?

—Uno por uno…

—¿Por cuál comenzará?

—Por Yvon Demarle, el marino…

—¿Cuánto tiempo necesitará para terminar?

—Lo ignoro… Puede quedarse uno de ustedes aquí…

—Podemos ir a bebernos una cerveza. ¡Es una buena idea! Gracias, comisario…

A Maigret también le hubiera gustado beber una cerveza. Entró en su despacho y llamó a Lapointe, que sabía taquigrafía.

—Siéntate ahí… quiero que tomes nota…

Y siguió hablando con Janvier:

—¿Quieres traerme a uno de ellos llamado Demarle?

El antiguo marino se presentó con las manos juntas por delante.

—Quítale las esposas… Y usted, Demarle, siéntese…

—¿Qué quiere hacerme? ¿La cantilena? Prefiero anticiparle que soy duro y no me dejaré coger en la trampa…

—¿Eso es todo?

—Me pregunto la razón de que allí arriba, tuviera derecho a la presencia de un abogado y aquí estoy solo…

—El abogado Huet se lo explicará cuando vuelva a verle. Entre los objetos que usted llevaba hay un cuchillo sueco…

—¿Por eso me ha hecho usted venir aquí? Hace veinte años que lo llevo en el bolsillo… Es un regalo de mi hermano, cuando era todavía pescador en Quimper, antes de ingresar en la Transat…

—¿Hace ya tiempo que no se ha servido de ese cuchillo?

—Lo utilizo todos los días para cortar la carne, como se hace en el campo… No resulta muy elegante, pero…

—El martes por la noche, estaba usted con sus dos compañeros en el «Café de los Amigos» de la plaza de la Bastilla…

—Usted es quien lo dice… La verdad es que nunca me acuerdo al día siguiente de lo que he hecho la víspera… Al parecer, no tengo demasiada memoria…

—Estaban también Mila y el marquista. Hablaron de una manera encubierta sobre el robo y de que estaban encargados de procurarse un coche. ¿Dónde lo robaron?

—¿El qué?

—El coche…

—¿Qué coche?…

—Supongo que tampoco sabe usted en dónde está la calle de Popincourt.

—No soy de París…

—¿Ninguno de los tres se dio cuenta que un joven sentado en la mesa vacía ponía un magnetófono en marcha?

—¿Un qué?

—¿No siguió usted a aquel joven?

—¿Para qué? Le ruego que me crea: ése no es mi estilo…

—¿No le encargaron sus cómplices que recuperara el «casette»?

—¡Eso sí que es bueno! Ahora se trata de un «casette». ¿Sólo eso?…

—Eso es todo…

Y dirigiéndose a Janvier, añadió:

—Llévatelo a un despacho que esté disponible. Lo mismo…

Janvier repetiría las mismas preguntas, más o menos con idénticos términos y siguiendo el mismo orden. Cuando acabara, un tercer inspector le relevaría.

Maigret no tenía demasiada confianza en el método, pero aquél no dejaba de ser el procedimiento más eficaz. Podía durar horas y horas. Un interrogatorio mediante el procedimiento de la cantilena había durado en una ocasión treinta y dos horas antes que el interesado, citado como testigo, se confesase autor de su crimen. En tres o cuatro ocasiones, durante el interrogatorio, los policías habían estado a punto de soltarle, tan perfecta era su interpretación del papel de inocente.

—Vaya a buscarme usted a Mila —le dijo a Lourtie, que se encontraba en el despacho de los inspectores.

El barman se sabía más inteligente y más listo que sus cómplices. Podía asegurarse que disfrutaba con la interpretación de su papel.

—¡Vaya! ¿El charlatán ya no está aquí?

Simuló buscar con la mirada a su abogado.

—¿Cree usted que es legal interrogarme sin su presencia?

—Eso no te importa.

—Lo he dicho porque no deseo que por culpa de un detalle, todo el procedimiento se declare luego irregular.

—¿Cuál fue el motivo de su primera condena?

—No lo recuerdo. Además, fue en la calle Sommiers… Aunque no haya tenido nunca algo personalmente con usted, conozco algo la casa…

—¿Cuándo se dio cuenta que se estaba grabando su conversación?

—¿De qué conversación me habla y de qué grabación?

Maigret tuvo la paciencia de hacer sus preguntas hasta el final, consciente de que sería inútil. Luego, Lourtie, igual que lo estaba haciendo Janvier con el marinero, las repetiría incansablemente.

Llegó después el turno del marquista. A primera vista, parecía tímido, pero tenía idéntico aplomo que los demás.

—¿Cuánto tiempo hace que roban ustedes las casas deshabitadas?

—¿Cómo dice?

—Le pregunto si…

Maigret tenía calor y el sudor le resbalaba por la espalda. Los cuatro hombres se habían dado una consigna. Cada uno interpretaba su papel, sin dejarse sorprender por las preguntas más o menos inesperadas.

El marino vagabundo insistió en sus explicaciones. Primero, que no estaba en la reunión de la plaza de la Bastilla. Después, que el martes por la noche buscaba «un albergue nocturno» como había dicho anteriormente.

—¿Una casa deshabitada?

—Con la condición que la puerta estuviera abierta… En la casa o el garaje…

A las seis de la tarde, los cuatro hombres regresaban en un coche celular a la calle des Saussaies, donde pasarían la noche.

—¿Es usted, Grosjean?… Gracias por habérmelos prestado… No he sacado nada en claro, no… No son principiantes.

—¿A quién se lo dice usted?… Por el robo del martes, todo irá bien, pues se les cogió en flagrante delito. En cuanto a los robos precedentes, si no encontramos pruebas o testigos…

—Verá usted cómo en cuanto los diarios expliquen la cosa, comenzarán a presentarse testigos…

—¿Sigue usted creyendo que el golpe de la calle Popincourt fue cometido por uno de los cuatro…?

—A decir verdad, no…

—¿Sospecha de alguien?…

—No…

—¿Qué piensa usted hacer?

—Esperar…

Y era cierto. En los periódicos de la tarde aparecía publicada en su última edición un relato de cuanto había ocurrido en los pasillos de los jueces de instrucción y también aparecían las declaraciones que Maigret había hecho en la P. J.

«¿Será éste el asesino de la calle de Popincourt?»

Debajo de la pregunta podía verse la fotografía de Yvon Demarle, con las manos esposadas y colocado junto a la puerta del juez Poiret.

Maigret buscó en el listín el número de teléfono del apartamento del Quai d’Anjou y lo marcó.

—¿Quién está al aparato?

—Soy el ayuda de cámara del señor Batille…

—¿El señor Batille está en casa?

—Todavía no ha regresado. Creo que tenía hora convenida con su médico…

—Soy el comisario Maigret… ¿Cuándo se celebrará el entierro?

—Mañana a las diez…

—Le estoy muy agradecido…

¡Uf! Para Maigret, la jornada había terminado. Llamó por teléfono a su mujer para comunicarle que llegaría a la hora de cenar.

—Después de cenar, nos iremos al cine —añadió.

Quería cambiar de ideas.