Capítulo tres

Hacia las cinco y media recibió una llamada telefónica de Lucas.

—He pensado que le gustaría que le hiciese un primer informe, jefe… Me encuentro en un pequeño bar, situado justamente enfrente del taller del marquista… Por cierto que se llama Emile Branchu… Hace unos dos años que se instaló en el «faubourg» Saint-Antoine…

»Parece ser que procedía de Marsella, pero no es seguro… Se dice también que se casó allí, pero que está separado de su mujer o que se ha divorciado…

»Vive solo… Una vieja del barrio le arregla la casa y hace la mayoría de sus comidas en un restaurante de clientela fija…

»Posee un coche, un 6 caballos de color verde, que aparca siempre en la plaza más cerca de su casa… sale mucho por la noche y regresa de madrugada, algunas veces acompañado por alguna bonita chica, pero nunca con la misma… No el estilo de muchachas que se puede encontrar en el barrio o en las boîtes de la calle Lappe… Chicas del estilo de las maniquíes, vestidas con traje de noche y abrigos de pieles…

»¿Eso le interesa?

—Claro… Continúa…

De todos sus colaboradores, Lucas era el más antiguo y Maigret se había acostumbrado a tutearlo. Tuteaba a Lapointe también, porque había comenzado muy joven cuando no era casi más que un niño.

—No hubo más que tres clientes, dos hombres y una mujer. La mujer ha comprado un espejo con un lado de aumento, ya que el marquista vende también espejos… Uno de los hombres ha traído una ampliación fotográfica para poner en un marco y ha tardado bastante rato en escogerla…

»El tercero se ha marchado con una pintura enmarcada debajo de su brazo… He podido verla con claridad, ya que me acerqué a la puerta encristalada para verlo. Era un paisaje con un río, una obra de aficionados…

—¿No tienen teléfono?

—Desde donde yo estoy vigilando, veo perfectamente el aparato sobre el mostrador… Pero no ha llegado a utilizarlo… Pero cuando el chico que vende los periódicos pasó, salió a la puerta para comprar dos periódicos distintos…

—¿Lapointe sigue ahí?

—De momento está afuera… Una puerta de atrás da no solamente en el patio, sino que desemboca en unas cuantas callejuelas, como las de que está lleno todo el barrio… Contando que tiene un coche y que podría servirse de él, no estaría mal que Lourtie y Neveu, que tienen que venir a relevarnos, trajeran consigo otro…

—De acuerdo… Gracias, muchacho.

Janvier bajó trayendo consigo unas quince fotografías que representaban a hombres morenos, con espesas cejas y de unos treinta y cinco años.

—Es lo único que he encontrado, jefe… ¿No me necesita usted? Es que es el cumpleaños de uno de los críos y…

—Deséale un feliz cumpleaños de mi parte.

Entró en el despacho de los inspectores, vio a Lourtie y le aconsejó de coger un coche para dirigirse a la calle del faubourg Saint-Antoine…

—¿En dónde está Neveu?

—Está por algún despacho, pero tiene que regresar.

Maigret no tenía nada más que hacer en el Quai y con las fotos en su bolsillo, bajó hasta el patio, traspasó la puerta y saludó al portero con un gesto de la mano dirigiéndose hacia el bulevar del Palais, donde halló un taxi. No se encontraba de malhumor, pero tampoco estaba alegre. Se podría haber dicho que llevaba aquel asunto sin convicción, como si alguna cosa hubiera sido falseada desde el principio y sin cesar volvía a imaginar la escena que se había desarrollado bajo la lluvia intensa, en la oscuridad de la calle Popincourt.

El joven Batille, que salía del café mal alumbrado donde cuatro hombres jugaban a las cartas… Los Pagliati, bajo su paraguas, todavía un poco alejados en la calle… La señora Esparbés en su ventana…

Y alguien, un hombre de unos treinta años máximo, que aparecía de pronto en el lugar… Nadie podía asegurar si había estado esperando en un portal a que saliera Antoine Batille o que iba él también por la acera… Anduvo con rapidez algunos metros y asestaba un golpe, dos, cuatro veces por lo menos…

Oyó los pasos del fabricante de pastas y de su mujer, que no se encontraban más que a unos cincuenta metros… Se dirigió hacia la esquina de la calle del Chemin-Vert, y en el momento en que iba a dar la vuelta, volvió sobre sus pasos.

¿Por qué se agachó sobre su víctima y no se preocupó más que de levantar su cabeza? No le había tanteado el pulso, ni escuchado el pecho para saber si Antoine había muerto… Sólo miró su rostro…

¿Fue para asegurarse que aquél era el hombre a quien había decidido matar?… A partir de aquellos instantes había algo que no se explicaba… ¿Por qué dio tres cuchilladas más al hombre tendido en el suelo…?

Aquélla era una escena de película que Maigret iba pasando por su cabeza, como si esperase de pronto comprender algo.

—Plaza de la Bastilla —le dijo al chófer del taxi.

El dueño del «Café de los Amigos» estaba todavía en la caja, con los cabellos cuidadosamente peinados sobre su calvicie. Sus miradas se cruzaron y las del cafetero no tenían nada de tranquilizador. En vez de sentarse en la planta baja, Maigret bajó al sótano, donde se sentó ante una mesita. Había mucha más gente que por la mañana. Era la hora del aperitivo. Cuando el camarero vino a preguntarle qué deseaba, parecía mucho menos amable.

—Una cerveza…

Maigret le alargó el paquete de fotografías.

—Mire a ver si reconoce usted a alguno de estos hombres…

—Es que no dispongo de tiempo…

—Eso no le ocupará más que un instante…

El dueño del bar debía de haberle hablado el otro día, cuando vio al comisario salir del sótano después de haber estado allí mucho rato.

El camarero vaciló, cogiendo finalmente las fotografías.

—Será mejor que vaya a mirarlas allí en un rincón…

Volvió casi en seguida, alargando las fotografías a Maigret.

—No reconozco a nadie…

Parecía sincero y fue a buscar la cerveza que el comisario había pedido. A Maigret sólo le quedaba el remedio de ir a cenar a su casa. Se bebió su cerveza, tomándose tiempo, subió la escalera que conducía a la planta baja y justo enfrente de él, vio a Lapointe sentado solo ante una mesita.

Lapointe le vio también, pero hizo como si no le conociera. Emile Branchu debía de estar en algún lugar del café y el comisario prefirió no mirar demasiado a los clientes.

Le quedaban apenas unos doscientos metros que recorrer antes de llegar a su casa, en donde reinaba un aroma de pescado al horno. La señora Maigret los cocinaba con vino blanco, a poco fuego y con mucha mostaza.

Comprendió en seguida que éste no estaba contento de la investigación y no hizo pregunta alguna.

Durante la comida, dijo:

—¿No pones la televisión?

Aquello se había convertido en una costumbre, una manía.

—En las noticias de las siete han hablado durante largo rato de Antoine Batille. Han ido a la Sorbona para entrevistar a algunos de sus camaradas…

—¿Y qué dicen de él?

—Que era un buen chico, un poco tímido, molesto por pertenecer a una familia tan conocida… Tenía pasión por el magnetófono y estaba esperando que le trajeran del Japón un aparato en miniatura que cabe en el hueco de la mano…

—¿Eso es todo?…

—Han intentado interrogar a la hermana, que se limitó a contestar:

»—No tengo nada que decir…

»—¿En dónde estaba usted aquella noche?

»—En Saint-Germain-des-Prés…

»—¿Se llevaba usted bien con su hermano?

»—Él no se metía en mis cosas ni yo en las de él…

Los periodistas rebuscaban por todas partes, calle Popincourt, Quai d’Anjou, en la Sorbona. Habían encontrado ya titular para el caso: ¡El loco de la calle Popincourt!

Se insistía sobre el número de cuchilladas: ¡siete! ¡Y en dos veces! El asesino había retrocedido sobre sus pasos, como si no hubiera quedado satisfecho, para proseguir su agresión.

¿Acaso esto no sugiere la idea de una venganza?, insinuaba uno de los periodistas. Si las siete cuchilladas hubieran sido asestadas una tras la otra, podría creerse en una rabia loca más o menos inconsciente. Un gran número de cuchilladas que llegan a impresionar casi siempre a los jurados son, la mayoría de las veces, señal de que un asesino ha perdido el control de sí mismo. El asesino de Batille se interrumpió, se alejó, y volvió tranquilamente sobre sus pasos para asestar tres, los tres últimos golpes…

Uno de los periódicos acababa con:

«¿El magnetófono habrá desempeñado un importante papel en este asunto? Creemos saber que la policía le concede cierta importancia, pero nadie en Quai des Orfèvres quiere contestar pregunta alguna sobre este particular…».

Hacia las ocho y media, el teléfono sonó.

—Aquí Neveu, jefe… Lucas me ha rogado que le tuviera al corriente de todo…

—¿En dónde se encuentra usted?

—En el pequeño bar frente a la tienda del marquista… Antes de que llegásemos Lourtie y yo, Emile Branchu cerró su puerta y se dirigió hacia la plaza de la Bastilla, donde tomó el aperitivo… Cuando pasó ante la caja, saludó al dueño que le devolvió su saludo como a cualquier cliente…

»No habló con nadie, leyó los diarios que tenía en el bolsillo. Lapointe estaba…

—Ya le vi.

—Bueno… ¿Sabe usted también que fue a cenar en un restaurante modesto en donde tiene su servilleta en un pequeño cajetín y en donde se le llama «Monsieur» Emile?…

—Lo ignoraba…

—Lapointe pretende haber comido bien allí. Parece ser que las morcillas…

—¿Y después?

—Branchu volvió a su casa, cerró los postigos de la tienda y colocó el panel de madera en la puerta acristalada. Una débil luz sale por las hendiduras de las persianas… Lourtie se encuentra vigilando el patio…

—¿Tienen ustedes el coche?

—Sí, lo tenemos aparcado a algunos metros de aquí…

En la primera cadena, algunos cantantes interpretaban sus melodías. Maigret detestaba aquello. En la segunda cadena proyectaban una vieja película americana con Gary Cooper, que Maigret y su mujer se dispusieron a ver.

La película acababa a las once menos cuarto y Maigret estaba cepillándose los dientes, en mangas de camisa, cuando se oyó el teléfono de nuevo. Aquella vez se trataba de Lourtie.

—¿En dónde está usted? —le preguntó el comisario.

—Calle Fontaine. El marquista salió hacia las diez y media, y fue a buscar su coche que se encontraba en el patio. Nosotros hemos cogido el de la P. J. Neveu y yo…

—¿No ha advertido que le seguían ustedes?

—No lo creo. Vino directamente aquí, como si se tratara de una vieja costumbre y después fue a buscar un lugar de aparcamiento, y se metió en el «Lapin Rose»…

—¿Qué es el «Lapin Rose»?

—Una boîte de «strip-tease»… El conserje le saludó como si le conociera mucho… Entramos nosotros también, Neveu y yo, puesto que en esos lugares dos hombres se hacen notar menos que uno solo… Neveu ha aparentado inclusive que se encontraba algo mareado…

Aquello estaba dentro del estilo de Neveu, que adoraba añadir su toque personal. También gustaba de los disfraces, que cuidaba hasta en sus mínimos detalles.

—Nuestro hombre se encuentra en el bar… Dio un apretón de manos al barman… El dueño, un gordito vestido de smoking, acudió a darle la mano también y dos o tres chicas le besaron…

—¿El barman?

—Precisamente… Concuerda bastante con las señas que se nos proporcionaron… Entre los treinta y los cuarenta años… Un chico, de estilo meridional…

Cuando dejó el «Café de los Amigos», Maigret debió haber dejado el juego de fotografías a Lucas, que se encontraba en el faubourg Saint-Antoine, que se las había dejado a Lourtie. Lo había pensado al salir del Quai des Orfèvres, pero luego se le había olvidado por completo.

—Vuelve al «Lapin Rose». Dentro de unos veinte minutos estaré allí… ¿Cómo se llama el cafetucho desde donde me estás telefoneando?

—No puede usted equivocarse. Se trata del estanco que está en la esquina. No he querido telefonearle desde el bar por temor a que me escuchasen…

—Entonces, dentro de veinte minutos estate en el estanco…

La señora Maigret había comprendido y mientras suspiraba fue a descolgar el abrigo y el sombrero de su esposo.

—¿Quieres que llame un taxi?

—Sí… Gracias…

—¿Tardarás mucho rato?

—No, menos de una hora…

A pesar de tener un coche hacía un año —Maigret no lo había conducido jamás—, la señora Maigret prefería servirse del mismo lo menos posible en París. Lo utilizaban sobre todo los sábados por la noche o el domingo por la mañana para dirigirse a Meung-sur-Loire, donde tenían una casita…

—Cuando me jubile…

Algunas veces se podía creer que Maigret estaba ansioso por jubilarse, y contaba los días. Otras, se adivinaba en él cierto temor ante la perspectiva de dejar el Quai des Orfèvres.

Hasta hacía tres meses, la jubilación para los comisarios había sido a los sesenta y cinco años y él tenía sesenta y tres.

Pero un nuevo decreto acababa de variarlo todo y de aplazar el retiro hasta los sesenta y ocho…

En algunas calles, la niebla era más espesa que en otras y los coches circulaban lentamente, con una aureola alrededor de sus faros.

—Le he llevado en alguna otra ocasión, ¿verdad?

—Es muy posible…

—Resulta divertido, no acabo de poner un nombre a su cara… Sé que es usted muy conocido… ¿Tal vez un actor?…

—No…

—¿De verdad, no ha hecho usted nunca cine?…

—No…

—¿No le he visto tampoco por la televisión?…

Por suerte estaban llegando a la calle Fontaine.

—Intente encontrar un aparcamiento y espéreme.

—¿Tardará usted mucho rato?

—Algunos minutos…

—Entonces de acuerdo, porque es la hora de la salida de los teatros y…

Maigret empujó la puerta del bar-estanco y encontró a Lourtie apoyado en el mostrador. Pidió un coñac, puesto que habían hablado durante largo rato de los coñacs, y sacó las fotografías de su bolsillo, deslizándolas en la mano del inspector.

—Ve a mirarlas en los lavabos, será más prudente…

Algunos minutos más tarde, Lourtie volvió y devolvió las fotografías al comisario.

—Es el que está encima del paquete. He trazado una cruz en el dorso…

—¿Estás seguro?

—Seguro. Tal vez en la foto tiene tres o cuatro años de menos. Pero sigue tan guapo chico…

—Vuelve allí…

—El «strip-tease» va a comenzar… Ya sabe, nos hemos visto obligados a encargar champaña. Aquí no sirven otra cosa…

—Si ves… Si ocurriese algo importante, sobre todo si el marquista saliera de la ciudad, no dudes en telefonearme…

Una vez en el taxi, miró la fotografía marcada con una cruz: era el más guapo chico del paquete. Había algo de audaz y sarcástico en su mirada. Un «duro», como se suele encontrar en las pandillas de los corsos o en la de los marselleses.

Maigret durmió con un sueño bastante agitado y se encontró en el Quai antes de las nueve, enviando a Janvier a los ficheros.

—¿Todo ha funcionado a la perfección? No me atrevía a esperarlo. Los datos eran algo difusos…

Janvier volvió a bajar un cuarto de hora más tarde trayendo consigo una ficha.

«Mila, Julien Joseph François, nacido en Marsella, barman. Soltero. Estatura…»

Y seguía con las medidas del llamado Mila cuyo último domicilio conocido era un apartamento amueblado situado en la calle de Notre Dame de Lorette.

Había sido condenado, cuatro años antes, a dos de prisión por haber tomado parte en un atraco a mano armada. Aquello ocurrió a la entrada de una fábrica de Puteaux. El cajero había podido hacer funcionar la alarma de su maletín, del que salió un espeso humo. Un agente que se encontraba cerca se dio cuenta de ello. Hubo una persecución y el coche de los ladrones acabó por estrellarse contra un farol.

Mila salió de todo ello con suerte, primero porque pretendió no ser más que un comparsa, y después porque los malhechores se habían servido en el atraco de revólveres de juguete.

Maigret suspiró. Conocía perfectamente a los profesionales, pero no se había interesado jamás por ellos. Para él no era más que rutina, una especie de juego, que tenía sus reglas, y algunas veces, sus trucos y sus trampas.

¿Pero cabía suponer que un hombre que se había servido de una pistola infantil para efectuar un atraco se había encarnizado por dos veces consecutivas con un joven, simplemente porque éste había grabado tal vez algunos trozos de conversación comprometedores? ¿Por qué una vez asesinado el joven, el criminal no se preocupó de llevarse consigo la grabadora para destruirla?

—Póngame con el juez de instrucción Poiret, por favor… Sí… Gracias… ¿El juez Poiret?… Maigret al aparato, señor juez… Tengo algunos informes que me plantean una serie de preguntas que me gustaría hacerle… ¿Dentro de media hora?… De acuerdo, gracias… Estaré en su despacho dentro de media hora…

De pronto había salido el sol: Parecía que la primavera iba a acudir puntual a la cita del 21 de marzo. Maigret, con la foto de Mila en el bolsillo, se dirigió igual que todas las mañanas hacia el despacho del director para hacer su informe.

Fue un día de idas y venidas, de constantes llamadas telefónicas. La pequeña banda, de la que sólo se conocía a Mila y al marquista, además de una tercera persona no identificada todavía, proyectaban con toda apariencia un robo en una casa de campo situada en los alrededores de París.

Por lo tanto, una vez pasados los límites de París, la P. J. del Quai des Orfèvres resultaba impotente. Era entonces el dominio de la Seguridad Nacional, calle de Saussaies, y de acuerdo con el juez de instrucción, Maigret telefoneó a lo que se llamaba entonces su homólogo.

Se trataba del comisario Grosjean, un veterano de la edad de Maigret y que como él tenía siempre la pipa en la boca. Había nacido en el Cantal, de cuyo lugar seguía conservando un sabroso acento.

Se encontraron más tarde en los amplios edificios de la rue de Saussaies, que los de la P. J. denominaban la «fábrica».

Después de una hora de trabajos, Grosjean se levantó, murmurando:

—Tendré de todas formas que simular que pongo al corriente de todo ello a mi jefe…

Cuando Maigret regresó a su despacho, todo estaba en regla. No como él lo hubiera deseado, sino como la Seguridad tenía la costumbre de trabajar.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Janvier que seguía en contacto con los hombres que habían quedado de servicio en la calle del faubourg Saint-Antoine.

—¡Algo cinematográfico!

—Lucas y Marette se encuentran en el faubourg Saint-Antoine. Emile fue a tomar el aperitivo al bar donde se encontraban. Se fue seguidamente a comer en el mismo restaurante que anoche.

»No demasiado movimiento… Dos o tres clientes que tenían el aspecto de auténticos clientes… Existe un pequeño taller que comunica con la tienda y es allí donde él suele trabajar.

Hacia las cuatro, Maigret tuvo que subir para visitar al nuevo juez y tenerle al corriente del plano de acción que había sido suspendido. Cuando volvió a bajar, le entregaron una hoja en la que aparecía escrito simplemente un nombre, sin rellenar el espacio reservado al motivo de la visita: Monique Batille.

¿Qué es lo que ocurría con Monique, cuyo nombre se había transformado en Minou? Se dirigió hacia la sala de espera y vislumbró a una joven delgada y esbelta, que llevaba pantalones negros y una gabardina sobre una blusa bastante transparente.

—Es usted el comisario Maigret, ¿no es cierto?

Parecía que lo observaba de los pies a la cabeza para asegurarse que aquél era merecedor de su reputación.

—¿Quiere usted seguirme?

Ella entró sin titubear en aquel despacho en donde se habían jugado tantos destinos. Conservaba su aire desenvuelto, y sacando de su bolsillo un paquete de «Gitanes», preguntó:

—¿Se puede fumar aquí?

Siguió una pequeña sonrisa.

—Olvidaba que fumaba en pipa durante todo el día.

Se dirigió hacia la ventana.

—Esto es como nuestra casa… Se puede divisar el Sena… ¿No encuentra usted que resulta aburrido?…

Demostraba tener ansias de cambiar de panorama.

Finalmente se dejó caer en una butaca mientras Maigret seguía todavía de pie, junto a su mesa de despacho.

—Estará usted preguntándose qué es lo que he venido a hacer aquí… No tema: no ha sido la curiosidad la que me ha impulsado a ello… Si bien estoy acostumbrada a frecuentar a toda clase de celebridades, no tenía el gusto de conocer todavía a policías…

No valía la pena impedir que hablase. ¿Acaso lo hacía para disimular una timidez profunda?

—Ayer, esperé que acudiera usted a interrogar de nuevo a mis padres y a mí misma, además de los criados, no sé… ¿No es ésa la costumbre?… Esta mañana decidí que vendría a verle durante la tarde… He pensado mucho desde entonces…

Observó la ligera sonrisa dibujada en los labios de Maigret y adivinó.

—Suelo pensar de vez en cuando, créame… No hago, más que hablar a tontas y a locas… Se ha encontrado el cuerpo de mi hermano en la calle Popincourt… Es una calle horrible, ¿verdad?

—Depende de lo que llame usted una calle horrible.

—Una calle en donde los golfos se reúnen en los bares, preparan sus golpes de mano, qué sé yo…

—No… Se trata simplemente de una calle de gentes humildes…

—Así lo pensé yo… Pues bien, mi hermano iba a grabar en muchas ocasiones en otros lugares, en sitios verdaderamente peligrosos… Una vez insistí para que me llevase con él y me contestó:

»—Imposible, chiquilla… Ahí donde voy yo no estarías segura… No lo estoy tampoco yo…

»Yo le pregunté:

»—¿Quieres decir que hay muchos criminales?

»—Claro… ¿Sabes acaso tú, cuántos cuerpos se pescan todos los años en el canal Saint-Martin?…

»No creo que tratara de atemorizarme o librarse de mí. Insistí. Volví a insistir en varias ocasiones, pero no quiso jamás llevarme a las que él llamaba sus expediciones.

Maigret la observaba, sorprendido por el frescor que conservaba bajo un aspecto voluntariamente sofisticado. Y en el fondo, su hermano no debía de haber sido más que un niño grande, como ella.

Bajo el pretexto de investigaciones psicológicas a la caza de documentos humanos, buscaba hasta cierto punto inspirarse temor a sí mismo.

—¿Conservó sus grabaciones?

—Están en su habitación, centenares de «casettes» numerados cuidadosamente, que corresponden a un catálogo que llevaba al día.

—¿Nadie ha tocado nada desde… desde su muerte?

—No…

—¿El cuerpo está en casa de ustedes?

—Hemos transformado el pequeño salón, que denominamos el salón de mamá, en una capilla ardiente. El otro salón era demasiado grande. También han colocado unas cortinas negras en la puerta de entrada del inmueble. Todo esto resulta lúgubre. En nuestra época no deberían hacerse esas cosas, ¿no encuentra usted?

—¿Quería usted decirme algo más?

—Nada… Que corría siempre muchos peligros… Que se encontraba con toda clase de gentes… Ignoro si llegaba a hablarles, si mantenía relaciones en esos lugares…

—¿No iba nunca armado?

—Resulta curioso que me pregunte usted eso.

—¿Por qué?

—Porque consiguió de papá un revólver que guardaba en su habitación. No hace mucho tiempo que me dijo:

»—Me alegro de tener veintiún años cumplidos… Voy a solicitar un permiso de armas… En vista del carácter de las investigaciones a que me dedico…

Aquello prestaba a la escena de la calle Popincourt un patetismo nuevo, al mismo tiempo que un carácter casi irreal. Un niño grande. Estaba persuadido que estudiaba al hombre, a lo vivo, ya que era en los cafés y los restaurantes donde grababa aquellos fragmentos de conversaciones. Aquellos descubrimientos los archivaba con mucho cuidado, llevando un catálogo al día.

—Tendré que ir a escuchar aquellas grabaciones… ¿No las ha escuchado usted nunca?…

—No permitía que nadie lo hiciera… Sólo un día creí oír a una mujer sollozar en su habitación… Fui a ver lo que ocurría… estaba solo y escuchaba sus cintas… ¿No tiene usted más preguntas que hacerme?…

—De momento no. Pasaré probablemente por su casa mañana a cualquier hora. ¿Supongo que debe de haber cantidades de gente desfilando por ella?…

—No se interrumpen durante todo el día… Bien, me marcho… Creí que le sería útil…

—Tal vez lo ha sido usted más de lo que parece… Gracias por haber venido…

La acompañó hasta la puerta y le tendió la mano. Aquello pareció agradar a la muchacha.

—Buenas tardes, señor Maigret… No olvide usted que me ha prometido que escucharía con usted esas grabaciones…

Él no había prometido nada, pero prefirió no discutir.

No recordaba ya en lo que estaba pensando cuando encontró la ficha en su despacho. Bajó al despacho del juez de instrucción.

«Puro teatro…», se dijo, malhumorado.

Siguió de malhumor más o menos durante toda la tarde y buena parte de la noche. Ya que había sido teatro de verdad, como sólo saben organizarlo en la calle des Saussaies.

A las siete y media, Lucas le llamó para decirle que el marquista había bajado la puerta y las persianas de la puerta encristalada. Más tarde se había dirigido a su restaurante habitual para cenar. Anduvo seguidamente alrededor del grupo de casas como para respirar el aire, fue hasta la Bastilla en donde compró varios periódicos en el quiosco, y regresó a su casa.

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperar.

Maigret y Janvier fueron a cenar al restaurante «Dauphine». No había casi nadie. Sobre todo, era el mediodía y a la hora del aperitivo de la tarde cuando se llenaban los dos salones.

Maigret telefoneó a su mujer para darle las buenas noches.

—No tengo ninguna idea sobre la hora en que volveré a casa… Será sin duda alguna muy tarde, durante la noche… A menos que haya jaleo… Yo no soy quien dirige las operaciones…

Él sólo las dirigía en París y por ello, a las nueve, el coche donde estaba Janvier al volante y el gordo Lourtie detrás, se situaba justo enfrente, o casi, de la tienda del marquista.

Era un coche negro, sin ninguna señal distintiva, pero equipado con una emisora y receptor de radio. Otro coche, del mismo estilo, y equipado igualmente, estaba estacionado a unos cincuenta metros. El comisario Grosjean y tres de sus inspectores lo ocupaban.

Finalmente, en una calle transversal, había un coche de policías de la calle de Saussaies, con una decena de agentes de paisano en su interior.

Lucas, a su vez, montaba guardia, también en coche, no muy lejos del apartamento de Mila, en la calle de Notre Dame-de-Lorette.

Fue él quien se movió primero.

—¿El número 287?… ¿Es usted, jefe?…

—Sí, aquí Maigret…

—Lucas… Mila acaba de irse en taxi… Estamos atravesando el centro de ciudad y parece que nos dirigimos hacia la Rive Gauche.

En ese mismo instante, la puerta de la tienda se abrió y el marquista, que llevaba un abrigo de color «beige», la cerró con llave, y se dirigió a grandes pasos hacia la plaza de la Bastilla.

—El 215… —llamó Maigret—. ¿Es usted, Grosjean?… ¿Me oye usted?… El 215…

—Sí; el 215 al habla…

—Vamos a dirigirnos lentamente hacia la Bastilla… Él va a pie…

—¿Ha terminado?

—Sí; he terminado…

Maigret encogió sus pesados hombros.

—¡Y decir que me encuentro ahora jugando a los soldaditos!…

En la plaza de la Bastilla, Emile Branchi se dirigía hacia el bulevar Beaumarchais, abrió la puerta de un DS negro aparcado, que arrancó inmediatamente.

Maigret no pudo distinguir al hombre que conducía, sin duda se trataba del tercer hombre del «Café de los Amigos», aquél que había bebido el ron y cuyo rostro aparecía marcado por una cicatriz.

Grosjean seguía a corta distancia. De vez en cuando, llamaba a Maigret que estaba de malhumor y que le contestaba. El coche de policías también se mantenía en contacto con ellos.

La circulación era ligera. El DS circulaba a gran velocidad y su conductor no parecía haberse dado cuenta de que le seguían. Tampoco se daba cuenta que iba en cabeza de una caravana.

A la entrada de Châtillon, se detuvo durante un largo rato, y un hombre alto y moreno, que estaba esperando en la acera, subió a su vez en el coche.

Ahora ya estaban reunidos los tres. Ellos también estaban organizados casi militarmente. Circulaban cada vez más veloces y Janvier se las arreglaba para no perderles de vista, pero sin dejarse ver al mismo tiempo.

Tomaron la carretera de Versalles y atravesaron el Petit-Clamart sin casi aminorar.

—¿Dónde se encuentran ustedes? —preguntaba con frecuencia Grosjean—. ¿No les habrán ustedes perdido de vista?

—Abandonamos ya el territorio —murmuró Maigret—. Ahora le corresponde a usted actuar…

—Cuando lleguemos al lugar de destino…

Giraron hacia la izquierda en dirección a Châtenay-Malabry y después a la derecha, hacia Jouy-en-Josas. Se veían gruesas nubes, algunas bastante bajas, pero buena parte del cielo estaba claro y de vez en cuando aparecía la luna.

El DS iba aminorando. Giró otra vez hacia la izquierda y se le oyó de pronto frenar.

—¿Paro aquí? —preguntó Janvier—. Tengo la impresión que acaban de pararse… Sí… están parados…

Lourtie salió del coche para observar. Cuando regresó, anunció:

—Han encontrado a alguien que les estaba esperando. Han entrado en un gran jardín o un parque, no lo sé exactamente, pero se puede divisar el tejado de una mansión…

Grosjean, perdido entre la naturaleza, preguntó cómo andaban las cosas y Maigret le puso al corriente.

—¿Dónde dice usted que están?

Lourtie le contestó:

—En el Camino de las Acacias… Lo he visto en la placa…

—Camino de las Acacias…

Lourtie fue a tomar su puesto situado en el rincón del camino donde Mila y sus compañeros habían bajado de su coche. Habían dejado el DS al borde de la acera. El vigilante seguía allí, mientras que los otros tres parecían haber penetrado en la casa.

El coche de la calle des Saussaies se situó tras el de Maigret, y algunos instantes más tarde el impresionante automóvil lleno hasta los topes de policías.

—Ahora le toca su turno —suspiró Maigret.

—¿En dónde están?

—Con seguridad, dentro de la casa situada en la esquina, puede usted divisar la verja… El hombre que está en la acera es el encargado de vigilar…

—¿No me acompaña usted?…

—No, me quedo aquí…

Algunos instantes más tarde, el coche de Grosjean arrancó tan impetuosamente metiéndose por el camino de la izquierda, que el hombre que vigilaba, sorprendido, no tuvo tiempo de dar la alarma. Antes de saber lo que le ocurría, los hombres se abalanzaron sobre él colocándole las esposas.

Desde el coche, los policías se precipitaron en el parque de la casa y se apresuraron a acordonarla, controlando de esa forma todas las salidas. Se trataba de un edificio moderno, muy amplio, y el agua que se veía reflejar detrás de los árboles era de una piscina.

Todas las ventanas estaban a oscuras, y las persianas echadas. Se escuchaban, sin embargo, ruido de pasos y cuando, Grosjean en cabeza, los hombres de la calle des Saussaies abrieron la puerta, se encontraron ante tres personajes con guantes de goma que asustados por ruidos sospechosos intentaban huir.

No opusieron resistencia y levantaron los brazos, sin decir palabra y algunos instantes más tarde, tenían a su vez las esposas colocadas en las muñecas.

—Llévenlos en el coche. Les interrogaré en cuanto regrese a mi despacho.

Maigret se desentumecía las piernas, dando cien pasos. Miró a lo lejos a los hombres que eran introducidos en el coche policial y vio a Grosjean que se dirigía hacia él.

—¿No quiere venir conmigo para echar una mirada en el interior?

Lo primero que advirtieron a la derecha de la verja, fue una placa de mármol rosa con el siguiente título en letras doradas: «La Corona de Oro». Una corona estaba grabada en la piedra y recordó algo a Maigret. ¿Pero qué? No acertaba a precisarlo.

No había pasillos. Se entraba en seguida en un inmenso vestíbulo en donde sobre las paredes de piedra blanca aparecían colgados trofeos de caza y cuadros. Uno de ellos estaba descolgado y estaba al revés sobre una mesa de roble.

—Un Cézanne —murmuró Grosjean, que volvió a colocarlo en su sitio.

En un rincón había una mesa despacho estilo Luis XV. En la carpeta de cuero de sobremesa aparecía grabada la misma corona que la que se encontraba en la placa de la entrada. En un cajón, había papel de cartas y sobres y ostentaban también la misma corona con debajo el nombre de Philippe Lherbier.

—Venga un momento, Grosjean…

Le enseñó la corona sobre la carpeta y seguidamente el papel de cartas.

—¿Sabe usted quién es? El famoso marroquinero de la calle Royale…

Se trataba de un hombre de cabellera espesa y de un blanco inmaculado que hacía que su cara apareciera más joven.

No solamente su casa era una de las más elegantes de París, sino que poseía sucursales en Cannes, Deauville, Londres, Nueva York y Miami.

—¿Qué hacemos? ¿Le llamamos por teléfono?

—Eso es asunto suyo, querido amigo…

Descolgó el aparato, marcó el número inscrito sobre el papel de cartas.

—¿Es la casa del señor Lherbier?… El señor Philippe Lherbier, sí… ¿que no está en su casa?… ¿No sabría usted dónde podría encontrarle?… ¿Cómo?… En casa del notario Legendre, bulevar Saint-Germain… ¿Podría darme el número?…

Sacó un lápiz de su bolsillo y trazó los números sobre un bonito papel marcado con una corona.

—Muchas gracias…

Maigret miraba las pinturas; vio otros dos Cézanne, un Derain y un Sisley. Empujó una puerta y descubrió un salón más pequeño, más femenino, con las paredes forradas de seda color de oro. Aquello le recordó el Quai d’Anjou. Volvía a penetrar en el mismo mundo y, sin duda, los dos hombres se conocían, aunque no fuera más que por encontrarse en los lugares frecuentados por uno y otro.

Philippe Lherbier aparecía en varias ocasiones en las notas de sociedad de los diarios, particularmente por sus bodas y sus divorcios. Se le llamaba el hombre más divorciado de Francia. ¿Cinco veces? ¿Seis tal vez?

Lo más curioso era que, tras cada divorcio, no esperaba siquiera seis meses para volverse a casar de nuevo. ¡Siempre con el mismo estilo de mujer! Todas, salvo una que era actriz de teatro, eran modelos de cuerpo largo y esbelto, con la sonrisa más o menos de esfinge. Parecía que se casara con ellas sólo para vestirlas con lujo y para convertirlas en objetos puramente de adorno.

—Sí… Le doy las gracias… Quiere ponerme con él… ¿Señor Lherbier?… Aquí, el comisario Grosjean de la Seguridad Nacional… Me encuentro en estos instantes en su mansión de Jouy-en-Josas… ¿Que qué hago aquí?… Acabo de detener a tres ladrones que intentaban robar sus cuadros…

Grosjean puso la mano sobre el teléfono, y susurró a Maigret:

—Se está riendo…

Y siguió en voz alta:

—¿Qué dice usted? ¿Que está asegurado? Muy bien. ¿Que no puede usted venir esta noche? En cuanto a mí, no puedo dejar la puerta abierta y no tengo medios para cerrarla. Esto significa que tendré que dejar a uno de mis hombres en la casa hasta que usted envíe a alguien y con él a un cerrajero… Yo…

Se quedó inmóvil, escuchando con las mejillas congestionadas.

—Ha colgado —murmuró finalmente.

Estaba furioso.

—Y ésta es la gente por la cual… por las cuales…

Hubiera querido, sin duda, añadir:

«Por las cuales arriesgamos el pellejo…».

Pero se dio cuenta que aquello podría parecer más o menos redundante.

—Ignoro si estaba algo bebido, pero me pareció que todo esto le hacía mucha gracia, como si se tratara de una alegre broma…

Dio la consigna a uno de sus hombres para que se quedase en la casa hasta nueva orden.

—¿Viene usted, Maigret?…

No acababa de creer lo que le había ocurrido.

—Cézannes… Otros… Qué importa… Por unos centenares de millares de francos en cuadros puestos en una casa en donde no se iba más que a pasar el fin de semana…

—Posee una mansión mucho más importante en Cap d’Antibes. Se llama también la «Corona de Oro»… Si recuerdo bien, he leído en los periódicos que se hace marcar sus cigarrillos con la misma corona dorada… Su yate se llama también la «Corona de Oro».

—¿Es cierto eso? —suspiró Grosjean, incrédulo.

—Parece ser que es verdad…

—¿Y nadie se ríe de él?…

—No, todos luchan para obtener una invitación en una de sus mansiones.

Volvieron a encontrarse afuera y se detuvieron unos instantes para mirar la piscina, cuya agua debía ser caliente, ya que salía de ella un ligero vapor.

—¿Viene usted a la calle des Saussaies?

—No… El robo no me importa, ya que ha tenido lugar fuera de mi jurisdicción… Me gustaría, sin embargo, mañana si fuera posible, hacerles unas cuantas preguntas sobre otro asunto… Creo que el juez Poiret querrá oírlos también…

—¿Sobre el asunto de la calle de Popincourt?

—Es por causa del mismo que nos pusimos sobre las huellas de estos sujetos…

—Es cierto, sin embargo…

Una vez junto a los coches, los dos hombres se dieron un apretón de manos. Los dos tenían más o menos la misma corpulencia y, tras ellos, idéntica carrera, las mismas experiencias.

—Voy a estar ocupado el resto de la noche… En fin…

Maigret se instaló al lado de Janvier. Lourtie, detrás, fumaba su cigarrillo que marcaba un punto rojo.

—¡Y ya está, hijos míos!… Hasta el momento, no hemos trabajado más que para los de la calle des Saussaies… Mañana intentaremos trabajar para nosotros…

Y Janvier hizo preguntas, haciendo alusión a los lazos poco cordiales que existían desde siempre entre las dos centrales policiales.

—¿Cree usted que nos los prestarán?