Capítulo dos

Maigret se iba dando cuenta de que el propio Janvier parecía algo sorprendido por la importancia concedida a aquel caso. Todas las noches se distribuían gran número de navajazos en bastantes lugares de París, sobre todo en los barrios abarrotados de gente, y normalmente los periódicos no habrían consagrado más que algunas líneas en la columna de sucesos a un hecho parecido al de la calle Popincourt.

«Heridas producidas por arma blanca»

«Un joven, llamado Antoine B…, de 21 años de edad, estudiante, fue herido por varios navajazos cuando pasaba durante la noche del martes hacia las diez horas y media por la calle de Popincourt. Al parecer, se trató de la acción de algún transeúnte, y al acercarse una pareja de comerciantes del barrio, impidieron que despojara a la víctima. Antoine B… sucumbió a su llegada al hospital de Saint-Antoine.»

La diferencia es que Antoine B… se llamaba Batille y vivía en el Quai d’Anjou. Su padre era un hombre conocido que pertenecía al «todo París», y casi nadie ignoraba la existencia de los perfumes Mylène.

El pequeño coche negro de la P. J. dejó atrás la plaza de la República y Maigret se encontró en su barrio, un conjunto de pequeñas calles estrechas y muy pobladas que delimitaban en el bulevar Voltaire por un lado y el bulevar Richard-Lenoir por el otro.

Recorrían a pie aquellas calles, tanto la señora Maigret y él, en cuantas ocasiones regresaban de cenar en casa de los Pardon y algunas veces, la señora Maigret efectuaba sus compras en la calle Chemin-Vert.

Era en casa de Gino, como se le llamaba familiarmente, en donde ella compraba, no solamente las pastas italianas sino la mortadela, el jamón de Milán y el aceite puro de oliva en grandes latas de color dorado. Las tiendas eran pequeñas, mal alumbradas. Por culpa del cielo cubierto, las luces estaban encendidas casi en todas partes, creando un falso resplandor diurno que daba a los rostros el aspecto de un muñeco de cera.

Algunas ancianas y algunos hombres de avanzada edad circulaban también, solitarios, con un cesto de la compra en la mano. Sus rostros aparecían resignados. En ocasiones se detenían y se llevaban la mano al corazón, esperando que les volviera el resuello.

Mujeres de todas las nacionalidades, con niños en brazos y un niño o una niña cogidos de sus faldas.

—Para y ven conmigo…

Comenzó por los Pagliati. En la tienda había tres clientes y Lucía estaba atareada.

—Mi marido está en la trastienda… Empuje un poco la puerta pequeña.

Gino estaba ocupado en preparar «raviolis» sobre un largo mármol enharinado.

—¡Vaya! Si es el comisario… Sabía que acabaría usted por venir.

Tenía una voz sonora y el rostro sonriente.

—¿Es cierto que el pobre joven ha muerto?

La noticia no había aparecido todavía en los diarios.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Un periodista que ha estado aquí hace unos diez minutos… Me ha hecho unas fotografías; creo que aparecerá mi retrato en el periódico.

—Me gustaría que me repitiese lo que me dijo ayer por la noche, pero con más detalles si es posible… Volvía de casa de su cuñado y de su cuñada…

—… Que está esperando un bebé, es cierto… Calle de Charrone… No habíamos cogido más que un paraguas para los dos, ya que cuando vamos por la calle, Lucía me coge casi siempre del brazo…

»Recordará que la lluvia caía cada vez con más fuerza. En alguna ocasión creí que el paraguas iba a volverse al revés y tuve que sostenerlo ante mí, como si fuera un escudo…

»Eso explica que no pudiera verle antes…

—¿A quién?

—Al asesino… Sin duda andaba ante nosotros, a cierta distancia, pero yo sólo estaba preocupado por protegernos de la lluvia y de no meternos en los charcos de agua… Quizás estuviera escondido en algún portal…

—Cuando le vio usted por primera vez…

—Habíamos pasado la puerta de «Chez Jules», el café que estaba todavía iluminado…

—¿Pudo ver cómo iba vestido?

—Hablé de ello anoche con mi mujer… Los dos creemos que llevaba un impermeable de color claro, ceñido con un cinturón… Sus pasos eran ligeros y muy apresurados…

—¿Daba la impresión de seguir al joven de la cazadora?

—Caminaba más de prisa que él, como si quisiera alcanzarle o dejarle atrás…

—¿A qué distancia estaban ustedes de los dos hombres?

—¿Tal vez a unos cien metros? Podría demostrárselo sobre el terreno…

—¿El que andaba delante no se volvió en ningún instante?

—No… El otro lo alcanzó… Vi su brazo levantarse y bajarse… No me fue posible distinguir el cuchillo… Asestó tres o cuatro golpes y el joven de la cazadora cayó hacia delante en la acera… El asesino dio algunos pasos hacia la calle del Chemin-Vert, y después volvió hacia atrás… Tuvo que vernos, ya que nos encontrábamos a unos sesenta metros de ellos… De todas maneras, se agachó de nuevo y volvió a dar dos o tres golpes más…

—¿No le persiguió usted?

—Se habrá usted dado cuenta de mi gordura. Además, sufro de enfisema… No resulta fácil correr para mí.

Se ruborizó y parecía algo cohibido.

—Apresuramos el paso, pero el asesino desapareció en la esquina de la calle…

—¿No oyeron ustedes el ruido de algún coche que se hubiera puesto en marcha?

—No lo creo… No creo haber oído nada…

Maquinalmente y sin que Maigret se lo hubiera mandado, Janvier tomaba notas de la conversación.

—¿Y cuando llegó usted junto al herido?

—Le vio usted tal y como yo le dejé. Su cazadora estaba rasgada en varios lugares y se podía ver correr la sangre. Pensé que lo mejor era llamar a un médico y me precipité a casa del señor Pardon, rogándole a Lucía que se quedara allí…

—¿Por qué?…

—No lo sé… Me pareció que no se podía dejarlo allí solo…

—¿Su esposa no le dijo nada cuando volvieron a casa?

—Como por casualidad, por allí no pasó nadie…

—¿El herido habló?

—No… Respiraba con dificultad, se le oían ciertos ruidos en el pecho… Lucía puede repetírselo si usted quiere… Pero ahora es el momento en que está más ocupada…

—¿Recuerda usted algún otro detalle?

—Ninguno… Le he dicho todo lo que sabía…

—Muchas gracias por todo, Gino…

—¿Cómo se encuentra la señora Maigret?

—Muy bien, gracias…

Un pequeño pasaje les llevó hasta un patio interior donde un fontanero trabajaba en su taller acristalado. Por doquier, en el barrio, había patios y callejones sin salida. Por todas partes estaban instalados pequeños artesanos.

Atravesaron la calle y, un poco más allá, Maigret empujó la puerta del bar «Chez Jules». El café, de día, estaba tan sombrío como durante la noche, y el globo lechoso estaba encendido. Un hombre macizo, con los faldones de la camisa fuera, estaba apoyado en el mostrador. Tenía la tez rojiza, la nuca gruesa y doble mentón.

—¿Qué puedo servirle, señor Maigret? ¿Un vinito blanco? Lo traigo de los viñedos de mi primo, que…

—Dos —dijo Maigret apoyándose a su vez en el mostrador.

—Hoy no es usted el primero…

—Sí, ya lo sé, un periodista…

—Me hizo una fotografía, tal como estoy ahora, con una botella en la mano. Conoce usted a Lebon… Tuvo un accidente de trabajo y ahora vive de su pensión y de una pequeña indemnización por su ojo… Estaba aquí anoche…

—Eran ustedes cuatro, ¿no es cierto?, jugando a las cartas…

—Somos siempre los mismos, durante todas las noches, menos los domingos. El domingo, cierro…

—¿Es usted casado?

—Sí, mi mujer está arriba, es inválida.

—¿A qué hora entró aquí el joven?

—Debían de ser las diez…

Maigret echó una mirada al reloj colgado de la pared.

—No haga caso de ese reloj… Adelanta unos veinte minutos… Empujó primeramente unos veinte centímetros la puerta, como si quisiera juzgar el aspecto del bar… La partida estaba muy animada… El carnicero ganaba, y cuando gana se vuelve agresivo como si fuera el único que supiese jugar…

—Entró… ¿Y después?…

—Le pedí, desde mi sitio, lo que deseaba beber, y después de dudar unos instantes, murmuró:

»—¿Tiene usted coñac?

»Jugué las cuatro cartas que tenía en la mano y me fui tras el mostrador. Mientras le servía observé la especie de caja negra y triangular que llevaba colgando de su cuello y me dije inmediatamente que debía de tratarse de un aparato fotográfico… Suele ocurrir que algunos turistas se dejan caer por aquí, pero en casos raros…

»Volví a sentarme en mi lugar de la mesa… Baboeuf distribuyó las cartas… El joven no parecía tener prisa… Tampoco parecía interesarle la partida de cartas…

—¿Parecía preocupado?

—No.

—¿No se volvió hacia la puerta como si esperase a alguien?

—No… Estaba de pie, con un codo apoyado en el zinc y de vez en cuando mojaba sus labios en su vaso…

—¿Qué impresión le produjo?

—Ya sabe usted, estaba empapado… Con su cazadora y sus cabellos largos, tenía el aspecto de esos jóvenes que acostumbramos a ver ahora con tanta frecuencia…

»Seguíamos jugando como si no hubiese estado allí. Baboeuf estaba cada vez más excitado, ya que las mejores cartas iban a parar a sus manos.

»—Lo mejor que podrías hacer, bromeó Lebon, es ir a tu casa para ver lo que está haciendo tu mujer.

»¡Ocúpate de la tuya, ya que la has escogido demasiado joven y…!

»Creí por un momento que iban a pegarse… Pero se calmaron, como de costumbre. Baboeuf hizo su jugada.

»—¿Qué me dices de ésta?…

»Seguidamente, Lebon, que se encontraba en la banqueta a mi lado, me dio un codazo en las costillas mientras me señalaba con la mirada al cliente que estaba de pie ante el bar. Le miré sin comprender. Tenía el aspecto de divertirse de lo lindo… ¿No es cierto, François? Entonces me pregunté qué es lo que querías enseñarme… Me lo dijiste en voz baja:

»—Después…

El hombre con el ojo inmóvil tomó la palabra.

—Me fijé en un movimiento de su mano sobre el aparato… Tengo un sobrino al que regalaron un trasto como ése por Navidad y que se divierte grabando todo lo que dicen sus padres… Tenía un aspecto muy tranquilo ante su vaso, pero escuchaba todo lo que estábamos diciendo, mientras que iba grabando con su aparato…

—Me pregunto —murmuró Jules— lo que pensaría hacer con todo eso…

—Nada… Igual que mi sobrino… Graba por el placer de grabar y no piensa más en ello. En una ocasión, me hizo escuchar lo que decían sus padres durante una de sus disputas y mi hermano por poco le rompe el aparato…

»—Si vuelves a hacerlo, mocoso…

»Baboeuf también pondría una cara muy divertida si se le hiciese escuchar todas las tonterías que dijo ayer…

—¿Cuánto tiempo estuvo aquí el joven?

—Una media hora…

—¿No bebió más que una copa?

—Incluso dejó un poco de coñac en el vaso…

—¿Salió, y no volvieron ustedes a oír nada más?

—Nada. Únicamente el viento y el agua que caía por el reguero del tejado sobre la acera…

—¿No vino ningún otro cliente antes que él?

—Ya sabe usted, de noche, no dejo abierto más que para los de la partida de cartas, ya que no vienen aquí más que esos clientes… Sólo hay gente durante la mañana para el desayuno, los «croissants», el vino blanco y el Vichy… Hacia las diez y media, los obreros para el almuerzo cuando hay algún trabajo de albañilería por el barrio… Trabajamos sobre todo desde el aperitivo del mediodía hasta el de la noche…

—Le estoy muy agradecido…

También Janvier había tomado nota de toda la conversación y el patrón del bar no había dejado en ningún momento de echarle algunas miradas.

—No me ha dicho nada que no supiera —suspiró Maigret—. No ha hecho más que confirmar los hechos.

Volvieron a meterse en el coche. Algunas mujeres les miraban, puesto que todos conocían su identidad.

—¿Dónde va, jefe?

—Al despacho, en seguida.

Sus dos visitas a la calle Popincourt no resultaron inútiles. Desde luego, él tenía el relato de la agresión por el napolitano. El agresor de Antonio Batille había lanzado numerosos golpes… Cuando ya empezaba a alejarse, por una misteriosa razón volvió sobre sus pasos, a pesar de la presencia de la pareja no muy lejana en la acera… ¿Fue para rematar a su víctima que el agresor volvió en lugar de alejarse rápidamente?

El agresor llevaba puesto un impermeable de tono claro con cinturón, y esto era todo lo que se sabía de él. Apenas llegado al Quai des Orfèvres, en su despacho, donde reinaba un dulce calor, Maigret llamó a la tienda de los Pagliati.

—Aquí, Maigret. ¿Puedo hablar con su marido?

—En seguida lo llamo, señor comisario.

Y la voz de Gino:

—Le escucho…

—Dígame usted… hay una pregunta que olvidé hacerle… ¿Recuerda usted si el asesino llevaba sombrero?…

—Precisamente un periodista acaba de hacerme la misma pregunta… Ha sido el tercero desde esta mañana… He tenido que preguntarle a la patrona… Pero es igual que yo… No se atreve a afirmarlo, pero está casi segura que llevaba un sombrero. Ya sabe usted que ocurrió tan de prisa…

El impermeable claro, con cinturón, parecía indicar que se trataba de un hombre bastante joven, mientras que el sombrero le añadía probablemente algunos años más. Había, en efecto, pocos jóvenes que llevasen sombrero.

—Dígame usted, Janvier, ¿entiende usted algo sobre estos cacharros?

Maigret, por su parte, no entendía nada de magnetófonos, lo mismo que en fotografía o en automóviles, por lo que era su esposa quien tenía que conducir. Por la noche, apenas si sabía hacer que la televisión pasara de una cadena a la otra.

—Mi hijo tiene uno igual…

—Cuidado, no borre usted la grabación…

—No tema usted, jefe.

Janvier sonreía mientras pulsaba los botones. Se oía un murmullo, ruidos de tenedores y de platos, algunas voces confusas y lejanas.

—Y usted, señora, ¿qué desea?…

—¿Tiene usted buey con sal gorda?

—Sí, señora…

—Añadirá usted muchas cebollitas y pepinillos…

—Sabes lo que te ha dicho el médico… nada de vinagre…

—Un bistec y buey con sal gorda con muchas cebollitas y pepinillos… ¿Desean la ensalada al mismo tiempo?…

La grabación distaba de ser perfecta y se oían casi siempre ruidos de fondo que impedían distinguir cada palabra.

Se hizo un silencio. Se oyó un suspiro.

—No serás jamás seria. Esta noche, vas a levantarte de nuevo para tomar bicarbonato de sosa…

—¿Soy yo o tú quien tiene que levantarse?… Tú sigues roncando sin darte cuenta de nada…

—Yo no ronco…

—Sí que roncas, sobre todo cuando has bebido demasiado «beaujolais» como vas a hacer esta noche…

—Un biftec a punto… En seguida le traigo el buey con sal gorda…

—En casa, no lo pruebas casi…

Se oyó un ruido confuso de voces. Una voz gritó:

—¡Camarero! ¡Camarero! A ver si se decide usted a ocuparse de…

De nuevo el silencio, igual que si se hubiera cortado la cinta magnética. Seguidamente una voz neutra pronunciaba muy claramente, ya que esta vez se estaba hablando ante el micro: Brasserie Lorraine, Boulevard Beaumarchais.

Se trataba con toda seguridad de la voz de Antoine Batille, que indicaba de esa forma dónde se había hecho la grabación. Sin duda alguna había cenado en el bulevar Beaumarchais y había utilizado discretamente su magnetófono. El camarero se acordaría con toda seguridad de él. Sería fácil averiguarlo.

—Dentro de un rato irás allí —ordenó Maigret—. Vuelve a hacer funcionar el aparato…

Algunos ruidos curiosos, al principio, en la calle, ya que se oían pasar los coches. Maigret se preguntó durante un buen rato lo que el joven intentaba grabar y hubo un momento en que creyó comprender que era el ruido del agua en los desagües de tejados y goteras. El sonido resultaba difícil de identificar, pero de pronto todo cambió y volvieron a hallarse de nuevo en un lugar público, un café o un bar en donde reinaba cierta animación.

—¿Qué es lo que te ha dicho?

—Que era O.K.

Eran voces veladas, pero que se escuchaban bastante bien.

—¿Has estado allí, Mimile?…

—Luden y Gouvion descansan… Y con un tiempo semejante…

—¿Por culpa del coche?…

—Como de costumbre…

—¿No encuentras que están demasiado cerca?

—¿Cerca de qué?

—De París…

—De momento no va allí más que los viernes…

Se oyeron ruidos de vasos y de otras voces. Después se hizo el silencio.

—Grabado en el café de los Amigos, plaza de la Bastilla.

Aquello no se encontraba muy lejos del Bulevar Beaumarchais, ni tampoco alejado de la calle Popincourt. Batille no se entretenía en los lugares demasiado, sin duda para no llamar la atención, y volvía a marcharse bajo la lluvia hacia otro nuevo.

¿Y tu mujer?… ¿Qué me dices de ella? Es muy fácil hablar de la de los demás, pero haríamos mejor en mirar lo que ocurre en nuestra casa…

Éste debía de ser el carnicero, durante la partida de cartas en el café de Jules.

—No te preocupes de mis asuntos, es un buen consejo que te estoy dando… No creas que porque estás ganando…

—Gano porque sé jugar y no como los imbéciles…

—Y si os callaseis los dos…

—Ha sido él quien ha empezado.

De haber sido las voces más agudas, se hubiera creído que se trataba de una disputa entre chiquillos.

—Vamos a jugar, ¿queréis?

—Yo no juego con un tipo que…

—Él hablaba sin señalar a nadie…

—Que lo reconozca entonces…

Hubo un silencio.

—¿Ves cómo se calla?…

—Me callo porque lo encuentro idiota… Además, enseño las cartas… ¿Te ha gustado esto y te cierra la boca?

El tono de voz era malhumorado. Los que estaban hablando se encontraban demasiado lejos del micro y Janvier tuvo que hacer pasar y retroceder el trozo de cinta. Cada vez, podían distinguirse una o dos palabras más.

Batille decía por fin:

«En el café Jules, un pequeño bar de clientela fija, en la calle de Popincourt…».

—¿Eso es todo?

—Eso es todo…

El resto de la cinta estaba virgen. Las últimas palabras de Batille debía haberlas pronunciado una vez en la calle, unos instantes antes de ser agredido por un desconocido.

—¿Y los otros dos «casette»?

—Son vírgenes. Tienen todavía su envoltorio original. Pensaría servirse de ellos más tarde, supongo…

—¿No te ha chocado nada?…

—¿Qué? ¿Los de la Bastilla?…

—Sí… Vuelve a poner ese trozo…

Janvier lo tomó taquigráficamente. Y repitió luego las respuestas, que a medida que se escuchaban parecían adquirir un sentido cada vez más preciso…

—Parece que eran por lo menos tres…

—Sí…

—Además de los otros dos que nombraron, Emile y Lucien… Poco más de media hora después de grabar la conversación, Antoine era agredido, calle Popincourt.

—Pero no se le robó su aparato…

—Tal vez a causa de los Pagliati, que iban acercándose…

—Me he olvidado de hacer una cosa en la calle de Popincourt. Ayer por la noche, vi a una anciana asomada en una ventana del segundo piso, casi enfrente del sitio donde tuvo efecto la agresión…

—Entendido, jefe… ¿Voy allí en seguida?…

Maigret, se quedó solo y fue a situarse delante de la ventana. Los Batille debían seguramente de haber ido al hospital Saint-Antoine y el forense no tardaría en tomar posesión del cuerpo.

Maigret no conocía todavía a la hermana del muerto, a la que llamaban en la familia Minou y que, según parecía, contaba con unas extrañas amistades.

Los barcos de pasajeros se deslizaban suavemente sobre el Sena gris y las gabarras bajaban sus chimeneas cuando pasaban por debajo del puente de Saint-Michel.

La terraza, durante la estación fría, estaba protegida por vidrieras y calentada por dos braseros. Alrededor del bar, en forma de herradura, la sala era bastante grande, las mesitas minúsculas, las sillas de estilo parecido a aquéllas que suelen ponerse una encima de la otra.

Maigret se sentó cerca de una columna y, cuando uno de los camareros pasó cerca de él, pidió una cerveza. Con el aire ausente, miraba los rostros que se hallaban alrededor. El público era heterogéneo. En el bar, por ejemplo, se podían ver, sobre todo, hombres con mono de trabajo o a algunos ancianos del barrio que venían a beber su vasito de tinto.

En cuanto a los demás, aquéllos que estaban sentados, podía encontrarse de todo: una mujer de luto con sus dos niños y una gran maleta a su lado, como si estuviese en la sala de espera de una estación; una pareja cogida de la mano e intercambiando miradas lánguidas; algunos muchachos de cabellos muy largos, que se reían gastando bromas a la camarera y que le decían algo todas las veces que ella pasaba cerca.

Aparte de los dos camareros, estaba aquella camarera de rostro particularmente poco agraciado. Con su uniforme negro y su delantal blanco, delgada y encorvada por el cansancio, con cierta dificultad llegaba a sonreír a los clientes.

Había hombres y mujeres bastante bien vestidos y otros menos bien. Algunos comían un sandwich y bebían un café o una cerveza. Otros tomaban el aperitivo.

El dueño estaba sentado en la caja, vestido de negro, con camisa blanca y corbata negra, los cabellos oscuros pulcramente pegados en su calvicie y cubrían un espacio con mechones insuficientes que formaban líneas oscuras.

Aquél era su sitio, según podía comprobarse, y nada se le podía escapar de cuanto ocurría en su establecimiento. Seguía con la mirada las idas y venidas de los camareros y la camarera, vigilando al mismo tiempo al dependiente que ponía las botellas y los vasos sobre la bandeja. Cada vez que le entregaban una ficha, pulsaba el botón de la caja registradora y una cifra aparecía en el cuadro.

Era del oficio desde hacía mucho tiempo y seguramente había comenzado como camarero. Maigret lo sabría algo después, cuando bajó a los lavabos que estaban situados en una segunda sala más pequeña y baja de techo, donde había también algunos clientes.

Allí no se jugaba a las cartas ni al dominó. Era un lugar de paso y los clientes debían de ser poco frecuentes. Los pocos a quienes se veía sentados durante mucho tiempo en sus mesas, esperaban la hora de una cita.

Maigret se levantó y se dirigió a la caja, sin hacerse mucha ilusión sobre la acogida que le iban a dispensar.

—Perdone usted, señor…

Enseñó discretamente su insignia en el hueco de su mano.

—Comisario Maigret, de la P. J…

Los ojos del dueño seguían con su expresión de desconfianza, la misma que tenía para los camareros y para los clientes que entraban y salían.

—¿Y qué?

—¿Estaba usted aquí anoche hacia las nueve y media?

—Estaba en la cama. De noche es mi mujer la que está encargada de la caja.

—¿Los camareros eran los mismos?…

—Sí…

—Quisiera hacerles una o dos preguntas sobre los clientes que estuvieron aquí anoche…

Los ojos negros le miraban con recelo.

—No recibimos más que gente bien y los camareros están muy ocupados a esta hora…

—Sólo necesito conversar un minuto con cada uno… ¿La camarera estaba también aquí?…

—No… De noche tenemos menos gente… ¡Jerôme!…

Uno de los camareros se detuvo en seco ante la caja con la bandeja en la mano. El dueño se volvió hacia Maigret.

—¡Vamos!… Haga usted su pregunta…

—¿Se dio usted cuenta anoche, hacia las nueve y media, de un cliente bastante joven de unos veintiún años y vestido con una cazadora oscura y que llevaba un magnetófono colgado al cuello?

El camarero se volvió hacia el dueño y seguidamente hacia Maigret, moviendo la cabeza.

—¿Conoce usted un cliente llamado familiarmente Mimile?

—No.

Cuando le llegó el turno al segundo de los camareros, los resultados no fueron más brillantes. Dudaban al contestar, como si tuviesen miedo del dueño, y resultaba difícil adivinar si eran sinceros. Maigret, decepcionado, se volvió a su mesa y encargó otra cerveza. En aquel momento, decidió bajar a los lavabos y descubrió abajo a un tercer camarero, más joven que los otros dos de arriba.

Se decidió a sentarse y pedir una consumición.

—Dígame usted, ¿ha llegado usted a trabajar en la otra planta?

—Sí, tres días de cuatro… Éste es nuestro turno de cada uno para estar aquí…

—¿Y ayer por la noche?…

—Me encontraba arriba…

—¿Durante la noche también? ¿Hacia las nueve y media?

—Hasta que cerramos, hacia las once. Cerramos temprano por causa del mal tiempo y de que no había demasiada gente.

—¿No se fijó usted en un joven con los cabellos algo largos vestido con una cazadora de ante y que tenía un magnetófono colgado en su cuello?…

—¿Pero era un magnetófono?

—¿Se dio usted cuenta?

—Sí… No estamos todavía en la temporada de los turistas… Creí que se trataba de un aparato de fotografiar igual que los que llevan los americanos… Pero ocurrió el incidente con un cliente…

—¿Qué cliente?…

—Eran tres en la mesa vecina. Cuando el joven salió, uno de ellos le siguió con la mirada con aire desconfiado e inquieto. Me llamó: Óyeme, Totó…

»Como es natural yo no me llamo Totó, pero es algo que muchos suelen hacer, sobre todo en este barrio.

»—¿Qué ha bebido el tipo?

»—Un coñac…

»—¿No te has fijado si se ha servido de su aparato?

»—No le he visto sacar fotografías…

»—Fotos, ¡un cuerno!… Era un magnetófono, idiota… ¿Habías visto antes a ese tipejo?…

»—Era la primera vez…

»—¿Y a mí?

»—Creo que le he visto unas tres o cuatro veces…

»—Está bien… Sírvenos lo mismo…

El camarero se alejó. Un cliente le llamaba golpeando con una moneda sobre la mesa para llamar su atención. El cliente pagó. El camarero le devolvió el cambio y le ayudó a ponerse su abrigo.

Volvió seguidamente junto a Maigret.

—¿Dijo usted que eran tres?

—Sí. El que me interpeló y que tenía aspecto de ser el más importante, parecía de unos treinta y cinco años, macizo como un profesor de cultura física, con el pelo oscuro, los ojos negros y espesas cejas.

—¿Es cierto que no vino por aquí más que dos o tres veces?

—Yo por lo menos no me fijé en él más que esas veces…

—¿Y los demás?

—El pelirrojo con la cicatriz se pasea con frecuencia por el barrio y entra a beber un ron en el mostrador…

—¿Y el tercero?

—Le oí llamar Mimile por sus compañeros… A ése le conozco de vista y sé dónde vive… Es un marquista que tiene el taller en el faubourg Saint-Antoine, casi en la esquina de la calle Trousseau… La calle Trousseau es la calle donde vivo…

—¿Suele venir aquí con frecuencia?…

—Le he visto algunas veces, no se puede decir que muchas…

—¿Junto con los otros dos?

—No… Venía con una rubia que parecía también del barrio, creo que es una dependienta o algo por el estilo…

—Le doy las gracias por todo. ¿No le queda a usted nada que decirme?

—No… Si recordase algo, o si volviese a verles de nuevo…

—En ese caso, telefonéeme en la P. J. A mí mismo, y si no estoy, hable con uno de mis colaboradores… ¿Cómo se llama usted?

—Julien… Julien Blond… Mis camaradas me llaman Blondinet porque soy el más joven de todos… Cuando tenga su edad, quiero hacer otra cosa que no sea este oficio…

Maigret se encontraba demasiado cerca de su casa para ir a comer al restaurante Dauphine. Casi lo lamentó. Habría deseado llevarse consigo a Janvier y ponerle al corriente de los descubrimientos que acababa de hacer.

—¿Has podido encontrar algo? —le preguntó su mujer.

—No puedo saber todavía si es interesante. Hay que buscar por todos los sentidos.

A las dos, reunía en su despacho a tres de sus inspectores preferidos, Janvier, Lucas y el joven Lapointe, a quien seguramente le seguirían llamando de aquella forma pasados cincuenta años.

—Vuelvan a poner en marcha la cinta magnetofónica, por favor. Y escuchen bien…

Lucas y Lapointe tendieron el oído, como es natural, en cuanto comenzó la grabación efectuada en el «Café de los Amigos».

—Estuve allí hace una hora. Conozco la profesión y la dirección de uno de los tres hombres reunidos alrededor de una mesa y que hablaban en voz baja. El llamado Mimile… Es un marquista cuyo taller se encuentra en el faubourg Saint-Antoine, dos o tres casas antes de llegar a la calle Trousseau…

Maigret no se atrevió a alegrarse demasiado pronto. Aquello iba demasiado de prisa para su gusto.

—Los dos vais a establecer un turno de vigilancia cerca del taller del marquista… Que os releven durante la noche… Si le vieseis salir, uno de vosotros tiene que seguirle, o mejor los dos… Si se encuentra con alguien, uno de vosotros se pega a él… Igualmente, si entra en el taller alguien que no tenga aspecto de ser un cliente… Dicho en otras palabras: quiero conocer todas las gentes con quien pueda entrar en contacto…

—Entendido, jefe…

—Tú, Janvier, vas a buscarme en los archivos de hombres de unos treinta y cinco años, bien parecidos, de cabellos oscuros, cejas también oscuras y espesas y ojos negros… Debe de haber bastantes, pero se trata de alguien que no se esconde, que no ha sido jamás condenado a nada o que no ha llegado a pagar su pena…

Llamó, cuando se quedó solo en su despacho, al Instituto médico-legal. El doctor Desalle se puso al aparato.

—Aquí, Maigret. ¿Ha terminado usted la autopsia, doctor?

—Hace media hora. ¿Sabe cuántas cuchilladas ha recibido ese joven?… ¡Siete!… Todas en la espalda… Todas más o menos a la altura del corazón y, sin embargo, el corazón no fue alcanzado…

—¿Qué clase de cuchillo?…

—Ahora iba a decírselo… La hoja no es ancha, pero sí muy larga y afilada… En mi opinión, se trata de uno de esos cuchillos suecos cuya hoja salta cuando se aprieta un botón…

»Una sola de las heridas ha sido mortal. La que perforó el pulmón derecho y causó una hemorragia fatal…

—¿No se ha fijado en cualquier otra cosa?

—El chico estaba sano, pero no muy atlético… El aspecto del intelectual que no hace demasiado ejercicio… Todos los demás órganos están en un estado excelente… Su sangre contenía cierta cantidad de alcohol, pero no por ello estaba borracho… Debió de beber dos o tres copas de lo que, según creo, debió de ser coñac…

—Le doy las gracias, doctor…

—Recibirá usted mi informe completo mañana por la mañana.

Quedaba por hacer un trabajo de rutina. El procurador había designado a un juez de instrucción, el juez Poiret, con quien, Maigret no había trabajado nunca. Era un joven, de nuevo. Al comisario le parecía que el personal judicial, desde hacía unos años iba renovándose con una rapidez desconcertante. Acaso le daba aquella impresión su propia edad.

Llamó por teléfono al juez, quien le dijo que subiera en seguida a su despacho en caso de que estuviera libre. Recogió las notas escritas a máquina por Janvier de todas las conversaciones grabadas en el magnetófono.

A Poiret sólo le había correspondido un pequeño y viejo despacho. Maigret se sentó en una de las sillas.

—Estoy contento de conocerle —le dijo con amabilidad el magistrado, que era alto, rubio y con los cabellos cortados al cepillo.

—Yo también, señor juez… Como es lógico, he venido para hablarle del joven Batille…

El juez desplegó un diario de la tarde en donde en primera página se leía un gran título con tres columnas. Se veía la fotografía de un joven que no llevaba todavía los cabellos largos y que daba la impresión de chico «de buena familia».

—Parece ser que conoce usted al padre y a la madre…

—Fui yo quien les anunció la triste nueva… Volvían del teatro, los dos vestidos de noche. Creo incluso que tarareaban una canción mientras traspasaban el umbral de su casa… He visto raramente a dos seres descomponerse tan rápidamente…

—¿Era hijo único?

—No. Hay una hermana, una joven de dieciocho años, pero que parece algo difícil de manejar…

—¿La ha visto usted?

—Todavía no…

—¿Cómo es su piso?

—Muy amplio y elegante, pero al mismo tiempo muy alegre. Algunos muebles antiguos, según me pareció, pero no demasiados… El conjunto es moderno, pero sin agresividad…

—Deben de ser extremadamente ricos —suspiró el juez de instrucción.

—Lo supongo…

—El periódico publica un relato que considero demasiado novelesco de lo ocurrido…

—¿Dice algo sobre el magnetófono?

—No. ¿Por qué? ¿Hay algún magnetófono que tenga un papel importante?

—Tal vez… Todavía no estoy muy seguro… Antoine Batille sentía pasión por grabar las conversaciones de la calle, de los restaurantes y los cafés… Eran para él documentos humanos… Llevaba una vida bastante solitaria, y llegaba a salir de noche sólo para cazar conversaciones por los barrios populares…

»Comenzó ayer por la noche, por un restaurante del bulevar Beaumarchais, donde grabó trozos de conversación de una escena de matrimonio…

»Seguidamente se dirigió a un café de la Bastilla y he aquí el texto de su grabación…

Tendió la hoja al magistrado, que frunció las cejas.

—Esto parece bastante comprometedor, ¿verdad?

—Se trata evidentemente de una cita para el jueves por la noche, en algún lugar ante una casa de los alrededores de París… Sin duda alguna, una segunda residencia, ya que el propietario no va a ella más que el viernes y vuelve a marcharse el lunes por la mañana.

—Es lo que parece deducirse del texto, claro…

—Para estar segura que la villa estará vacía, la banda la hace vigilar por dos de sus hombres que descansan… Sé, por otra parte, quién es Mimile y tengo su dirección…

—En ese caso…

El juez parecía decir que todo estaba ya concluido, pero el comisario se mostró menos optimista.

—Si es la banda en la cual estoy pensando… —comenzó a decir—. Desde hace dos años, cierto número de residencias importantes han sido visitadas por los ladrones mientras sus propietarios se encontraban en París… Casi todas las pinturas y cosas de valor fueron robadas… En Tessancourt se olvidaron dos pinturas que no eran más que dos copias, lo que indica…

—Que son entendidos…

—Un entendido en todo caso…

—¿Qué le preocupa?

—Que esas personas todavía no han matado a nadie… Que ése no es su estilo…

—Puede ocurrir, sin embargo, como fue el caso de ayer por la noche…

—Supongamos que hayan sospechado de pronto que el aparato grabador funcionaba… Les fue fácil seguir a Antoine Batille, dos de los tres, por ejemplo… Una vez éste en una calle desierta, parecida a la calle Popincourt, sólo les quedaba saltar sobre él y arrancarle su aparato…

El juez suspiró con pesar:

—Es evidente…

—Estos ladrones matan raramente, y cuando lo hacen, es en casos desesperados… Han estado trabajando durante dos años sin dejarse coger… No tenemos ni tan siquiera una idea de la forma en que llegan a vender las telas y los objetos de arte… Eso exige por lo menos una mente inteligente que entienda de pintura, que posea muchas relaciones y que indique los golpes, participando incluso en ellos después de haber designado a cada uno su trabajo…

»Ese hombre, que existe fatalmente, no dejaría que sus cómplices mataran…

—En ese caso, ¿qué es lo que piensa usted?

—Todavía no he pensado nada. Tanteo. Me encuentro sobre la pista, como es natural. Dos de mis inspectores vigilan el taller de marquista del nombrado Mimile. Otro busca en los archivos a la espera de hallar un individuo de unos treinta y cinco años y cejas espesas…

—¿Me tendrá usted al corriente de todo?

—En cuanto sepa alguna cosa más…

¿Podía uno fiarse de todo lo que decía Gino Pagliati? El napolitano había asegurado que el asesino asestó varios golpes, que dio unos pasos hacia la esquina de la calle y que retrocedió para agredir de nuevo.

Aquello no cuadraba tampoco con la hipótesis de un semiprofesional, que a fin de cuentas no se había llevado el magnetófono.

Janvier le había entregado un informe sobre su visita a la anciana que había visto asomada a una ventana del primer piso.

—Viuda Esparbés, de setenta y dos años. Vive sola en un apartamento de tres habitaciones y cocina que ocupa desde hace diez años. Su marido era oficial. Percibe una pensión y vive bastante confortablemente, pero sin lujo.

»De temperamento muy nervioso, pretende que casi no duerme, y que cada vez que se despierta, tiene la costumbre de ir a apoyar su frente contra el cristal de la ventana.

»—Es una manía de anciana, señor inspector…

»—¿Qué vio usted anoche? No tema entrar en detalles, incluso si le parecen sin interés…

»—Todavía no había comenzado a asearme para la noche… A las diez, como de costumbre, escuché las noticias por radio… Después, cerré la radio y me instalé en la ventana… Hace tiempo que no había visto llover de aquella forma y aquello trajo a mi memoria viejos recuerdos… Pero eso poco importa…

»Hacia las diez y media, un poco antes, un joven que llevaba una cazadora salió del pequeño bar de enfrente, y vi que tenía sobre el pecho lo que me pareció ser un aparato fotográfico bastante grande. Me extrañé un poco por su tamaño…

»Casi en seguida, vi a otro joven…

»—¿Dice usted otro joven?

»—Sí, me pareció joven también, sí… Más bajo que el primero, un poco más corpulento, pero no demasiado. No me fijé de dónde salía. Con algunos pasos rápidos y sin duda silenciosos, llegó detrás del otro y comenzó a asestarle varios golpes… Estuve tentada de abrir la ventana y de gritarle que cesara, pero eso no habría servido de nada… La víctima estaba ya en el suelo… El asesino, entonces, se agachó sobre él y le levantó la cabeza cogiéndola por los cabellos y le miró…

»—¿Está usted segura de ello?

»—Claro que lo estoy… La luz del farol no está lejos e incluso yo distinguí vagamente los rasgos…

»—¿Y después…?

»—Se alejó… Después volvió sobre sus pasos como si hubiera olvidado alguna cosa… Los Pagliati venían por la acera debajo de su paraguas, a unos cincuenta metros… El hombre no dejó por ello de volver a asestar tres nuevos golpes al que se encontraba tendido y se alejó corriendo…

»—¿Se marchó por la esquina de la calle del Chemin-Vert?

»—Sí… Los Pagliati llegaron, y… Pero ya conoce usted el resto… Reconocí al doctor Pardon; pero no al que le acompañaba…

»—¿Reconocería usted al agresor?

»—Con exactitud, no. No su rostro… Pero sí su silueta…

»—¿Y está usted segura de que era joven…?

»—A mi entender, no tiene más de treinta años…

»—¿Pelo largo?

»—No.

»—¿Bigotes, patillas?

»—No; me habría fijado en ello.

»—Estaba empapado como si hubiera caminado debajo de la lluvia o como si saliese de una casa…

»—Estaban los dos empapados… Con sólo haber estado aquella noche unos minutos en la calle se empapaba la ropa.

»—¿Sombrero?

»—Sí… Un sombrero oscuro, seguramente castaño…

»—Le doy las gracias por todo.

»—Ya le he dicho todo lo que sabía, pero le ruego que no deje que aparezca mi nombre en la prensa. Tengo algunos sobrinos que gozan de buena situación y eso les disgustaría, sobre todo saber que vivo aquí…

El teléfono sonó. Reconoció la voz de Pardon.

—¿Es usted, Maigret?… No le molesto, ¿verdad?… No esperaba encontrarle en su despacho… Me he permitido telefonearle para preguntarle si tiene usted alguna noticia…

—Seguimos una pista, pero nada me asegura que sea la buena… En cuanto a la autopsia, nos ha confirmado su diagnóstico… Un solo golpe ha sido mortal, el que rasgó el pulmón derecho…

—¿Cree usted que se trata de un crimen crapuloso?

—No lo sé… Había sólo hombres y gente extraña en las calles, con aquel tiempo… pero no ha habido pelea… En los dos lugares donde se paró antes de entrar en «Chez Jules», el joven Batille no se peleó con nadie…

—¡Gracias!… Pero comprenderá usted que me encuentro algo mezclado en el asunto… Y ahora, al trabajo… Tengo once pacientes en la sala de espera…

—¡Ánimo!

Maigret fue a sentarse en su butaca, escogió una pipa en un cajón de su mesa, la llenó de tabaco con la mirada perdida, igual que el paisaje que más allá de la ventana aparecía un poco envuelto por la niebla.