Por primera vez, desde que iban a cenar una vez todos los meses a casa de los Pardon, Maigret conservaría durante tiempo un recuerdo bastante desagradable de aquella velada.
Todo comenzó en el bulevar Richard-Lenoir. Su mujer había pedido un taxi por teléfono, ya que llovía desde hacía tres días, como no había llovido, según la radio, desde hacía treinta y cinco años. El agua caía a raudales, helada, azotando el rostro y las manos, llegando a pegar la ropa empapada al cuerpo.
En las escaleras, los ascensores y los despachos se marcaban manchas oscuras al andar y el humor de la gente era pésimo.
Habían descendido, esperando durante casi media hora en el umbral, cada vez más transidos por el frío, deseando que el taxi llegase por fin. Tuvieron también que discutir con el taxista para convencerle de que aceptara una carrera tan corta.
—Le ruego nos disculpe… Llegamos algo retrasados…
—Todo el mundo llega con retraso estos días… ¿Les importa que nos sentemos en seguida a la mesa?
El apartamento estaba caliente, íntimo, y se encontraba uno todavía mejor en su interior oyendo cómo la tormenta de fuera sacudía las persianas. La señora Pardon había preparado buey a la «bourguignon» y nadie sabía mejor que ella preparar aquel plato, a la vez sólido y refinado, que había sido objeto de la conversación mientras comieron.
Se habló también de la cocina provenzal, del «cassoulet», del pote de Lorena, de los callos a la moda de Caen, de la bullabesa…
—A decir verdad, casi la mayoría de esos platos fueron consecuencias de la necesidad… Si los refrigeradores hubiesen existido durante la Edad Media…
¿De qué habían hablado después? Las dos mujeres, como de costumbre, acabaron por acomodarse en un rincón de la sala de estar, donde conversaron a media voz. Pardon llevó a Maigret hasta su despacho para enseñarle una edición rara que uno de sus pacientes le había regalado. Se sentaron de forma maquinal y la señora Pardon les llevó allá el café y el calvados.
Pardon estaba fatigado. Desde hacía algún tiempo su rostro aparecía demacrado y en determinados momentos parecía leerse en sus ojos una especie de resignación. Ello no le impedía trabajar durante quince horas por lo menos todos los días, sin lamentarse ni recriminar a nadie. Por la mañana, en su consultorio, una parte de la tarde arrastrando su pesado maletín de calle en calle y, finalmente, otra vez en su casa, donde encontraba generalmente la sala de espera abarrotada de pacientes.
—Si hubiese tenido un hijo y me hubiera dicho que quería ser médico, habría hecho los imposibles por disuadirle…
Maigret estuvo tentado de apartar la mirada por respeto. En boca de Pardon aquélla era la frase más inesperada, pues todos sabían que era un apasionado de su profesión y no era posible imaginarle ejerciendo cualquier otra.
Pero aquella vez lo encontró cansado, pesimista y, sobre todo, se dejó arrastrar también él por aquel pesimismo.
—Nos estamos convirtiendo en unos vulgares funcionarios y tratamos de transformar la medicina en un gran mecanismo que se encarga de aplicar unos remedios más o menos acertados e indicados.
Maigret le observó mientras encendía su pipa.
—No solamente somos funcionarios —prosiguió el médico—, sino malos funcionarios, puesto que no podemos dedicar a cada paciente un tiempo indispensable… Algunas veces me siento avergonzado mientras les acompaño a la puerta y casi les echo fuera… Veo sus miradas inquietas, casi implorantes… Noto que esperan de mí algo distinto; unas palabras, unas preguntas, unos minutos durante los cuales me habría podido ocupar de sus casos más intensamente…
Levantó su copa.
—A su salud…
Se esforzaba en sonreír, con una sonrisa maquinal que no le cuadraba.
—¿Sabe usted cuántos pacientes he tenido hoy?… Ochenta y dos… Y no resulta nada extraordinario… Después, nos obligan a rellenar unos formularios que nos ocupan parte de la noche… Le ruego me perdone por molestarle con todo esto… Usted también debe tener sus preocupaciones, usted también en Quai des Orfèvres…
No recordaba de qué habían hablado después. De asuntos triviales que se olvidan al día siguiente. Pardon estaba sentado ante su mesa de despacho, mientras fumaba un cigarrillo. Maigret ocupaba la butaca reservada a los pacientes. Se percibía en el aire un olor singular, que el comisario conocía perfectamente ya que lo encontraba en cada una de sus visitas. Un olor que recordaba también al de los puestos de policía. Olor a pobres.
Los clientes de Pardon eran en su mayoría vecinos del barrio, casi todos pertenecientes a un ambiente modesto.
La puerta se abrió. Eugénie, la criada, que prestaba sus servicios desde hacía tanto tiempo en el bulevar Voltaire y que formaba parte de la familia, les anunció:
—Es el italiano, señor…
—¿Qué italiano? ¿Pagliati?…
—Sí, señor… Está muy excitado… Parece que se trata de algo muy urgente…
Eran las diez y media. Pardon se levantó, abrió la puerta de la triste sala de espera en donde había unas cuantas mesitas recubiertas de revistas.
—¿Ocurre algo, Gino?
—No es a mí, doctor… Ni a mi mujer… Hay un herido, en la acera, que debe de estar muriéndose…
—¿Dónde?
—En la calle Popincourt, a unos cien metros de aquí…
—¿Ha sido usted quien lo ha descubierto?
Pardon se encontraba ya en la puerta de entrada, poniéndose su abrigo negro y buscando su maletín. Maigret, como era natural, se ponía también su abrigo. El médico entreabrió la puerta del salón.
—Regresaremos en seguida… Hay un herido en la calle Popincourt…
—Coge tu paraguas…
Pero él no lo cogió. Habría considerado impropio resguardarse bajo un paraguas mientras se inclinaba sobre un hombre que estaba muriéndose en la acera sobre la que caía la lluvia con fuerza.
Gino era napolitano. Era dueño, en la esquina de la calle de Chemin-Vert y de la calle Popincourt, de una tienda de comestibles. Mas para ser exactos, su mujer Lucía era quien cuidaba de la tienda mientras en la trastienda él preparaba tallarines frescos, raviolis y «tortellinis». La pareja gozaba de mucha popularidad en el barrio. Gino había sido paciente de Pardon a causa de su presión arterial.
El fabricante de tallarines era un hombre bajo, corpulento y de rostro congestionado.
—Volvíamos de casa de mi cuñado, calle de Charonne… Mi cuñada está esperando un bebé y tendremos que llevarla de un momento a otro a la maternidad… Andábamos debajo de la lluvia cuando vi…
La mitad de sus palabras se perdieron con el rumor de la tormenta. Los regueros que bordeaban las aceras parecían verdaderos torrentes que tenían que saltarse y los escasos coches que pasaban, levantaban trombas de agua sucia que alcanzaban varios metros.
El espectáculo que les aguardaba en la calle Popincourt era inesperado. No se veía un solo transeúnte en toda la calle y sólo algunas ventanas, además de las cristaleras de un pequeño café, aparecían todavía iluminadas.
A unos cincuenta metros de aquel café, una mujer con el cuerpo inclinado aparecía de pie, inmóvil bajo un paraguas que el viento movía. El resplandor de un farol iluminaba, tendida a sus pies, la forma de un cuerpo.
Aquello despertó en la memoria de Maigret viejos recuerdos. Mucho antes de que estuviera al mando de la brigada criminal, cuando no era más que inspector, le tocaba casi siempre llegar el primero al lugar de una riña, de un ajuste de cuentas, o un atraco a mano armada.
El hombre era joven. Aparentaba unos veinte años, vestía una cazadora de ante y sus cabellos caían largos sobre la nuca. Estaba tendido boca abajo y la espalda de su cazadora aparecía manchada de sangre…
—¿Han avisado a la policía?
Pardon, arrodillado, al lado del herido, ordenó:
—Digan a la policía que envíe una ambulancia…
Aquello significaba que el desconocido estaba todavía vivo. Maigret se dirigió hacia el resplandor que se percibía a unos cincuenta metros. En el rótulo, débilmente iluminado, se leían las palabras: «Chez Jules». Empujó la puerta encristalada y recubierta por una cortina de color claro y penetró en un ambiente tan reposado que parecía irreal.
Se trataba de un bar decorado a la antigua, con el suelo de madera y un fuerte olor a vino y alcohol. Cuatro hombres de alguna edad, tres de ellos gruesos y de rostros rojizos, jugaban a los naipes.
—¿Puedo llamar por teléfono?
Le observaron con estupor mientras se dirigía hacia el aparato, colocado en la pared, cerca del mostrador con paquetes de tabaco e hileras de botellas.
—¿La comisaría del distrito XI?…
Estaba situada a dos pasos, en la plaza de León Blum, la antigua plaza Voltaire.
—Aquí Maigret… Hay un herido en la calle Popincourt… Hacia la calle del Chemin-Vert… Se necesita una ambulancia…
Los cuatro hombres permanecían inmóviles como los personajes de un cuadro. Seguían con las cartas en la mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó el que estaba en mangas de camisa y que debía de ser el dueño del establecimiento—. ¿Quién está herido?
—Un joven…
Maigret dejó la moneda sobre el mostrador y se dirigió hacia la puerta.
—¿Un muchacho alto, delgado y con una cazadora de ante?
—Sí…
—Estaba aquí hace un cuarto de hora…
—¿Solo?
—Sí.
—¿Parecía nervioso?
El dueño, Jules, pareció inquirir con la mirada a los demás.
—No… No parecía nervioso.
—¿Estuvo aquí mucho rato?
—Unos veinte minutos…
Cuando Maigret volvió a encontrarse fuera, distinguió a dos agentes de policía en bicicleta, con el impermeable chorreando y parados junto al herido. Pardon se había erguido.
—No puedo hacer nada… Le han dado varias cuchilladas… No han alcanzado el corazón… Ninguna arteria seccionada tampoco, por lo menos a primera vista, si no habría mucha más sangre…
—¿Recobrará el conocimiento?
—Lo ignoro… No me atrevo a moverle… Una vez en el hospital, se hará lo necesario…
Los dos coches llegaron casi al mismo tiempo, el de la policía y la ambulancia. Los jugadores de cartas, que no querían mojarse, permanecían en el umbral del café y miraban desde lejos. Sólo el dueño del bar se adelantó, con un saco echado sobre la cabeza y los hombros. Reconoció en seguida la cazadora.
—Es él…
—¿No le dijo nada?
—No… Sólo habló para pedirme un coñac…
Pardon daba instrucciones a los enfermeros que disponían la camilla.
—¿Qué es esto? —preguntó uno de los agentes mientras señalaba un objeto negro que parecía una cámara de fotografiar.
El herido lo llevaba en bandolera. No era una cámara, sino un magnetófono de «casette». La lluvia lo mojaba y cuando colocaron al hombre en la camilla, Maigret aprovechó para soltar la correa.
—Vamos a Saint-Antoine…
Pardon subió rápidamente en la ambulancia al lado de uno de los enfermeros, mientras el otro se sentó al volante.
—¿Y usted quién es? —le preguntó a Maigret.
—Policía…
El barrio estaba desierto y unos cinco minutos más tarde, la ambulancia, seguida por el coche de la comisaría, llegó al hospital de Saint-Antoine.
También allá Maigret volvió a evocar viejos recuerdos: el globo luminoso en el techo de la sala de espera, el largo pasillo mal alumbrado, donde dos o tres pacientes resignados esperaban en silencio sentados en unos bancos, y sobresaltándose cada vez que una puerta se abría y volvía a cerrarse o una mujer o un hombre vestidos de blanco pasaban de un sitio para otro.
—¿Tiene usted su nombre y dirección? —preguntó una enfermera gruesa, encerrada en su jaula de cristal con una ventanilla.
—Todavía no…
Un interno, que había sido avisado por un timbre, llegó del fondo del pasillo mientras apagaba disgustado su cigarrillo. Pardon hizo su presentación.
—¿Ha hecho usted algo?
Llevaron al herido, tendido sobre una camilla con ruedas, hacia un ascensor y Pardon le siguió, haciendo desde lejos una señal con la mano a Maigret, como diciéndole:
—Vuelvo en seguida…
—¿Sabe usted alguna cosa… señor comisario?
—No más que usted. Cenaba en casa de un amigo, en el barrio, cuando acudieron a advertir a mi amigo, que es médico, que un herido estaba tendido en la acera en la calle Popincourt…
El agente tomaba algunas notas en su libreta. Apenas habían transcurrido diez minutos de un silencio tenso cuando Pardon volvió a reaparecer desde el fondo del pasillo. Era mala señal. El rostro del médico aparecía preocupado.
—¿Muerto?
—Antes que tuviéramos tiempo de desvestirle… Hemorragia en la cavidad pleurítica… Lo temí cuando escuché su respiración.
—¿Muchas cuchilladas?
—Sí… Varias… Con una hoja muy delgada… Dentro de algunos minutos le traerán el contenido de sus bolsillos. Después, supongo que le enviarán al Instituto médico-legal.
Aquel París resultaba familiar a Maigret. Había vivido en él durante muchos años, sin llegar, empero, a acostumbrarse. ¿Qué hacía allá? Una cuchillada, varias cuchilladas, ¿qué le importaba todo aquello? Sucesos idénticos ocurrían todas las noches y acababan resumidos a la mañana siguiente en tres o cuatro líneas de los informes del día.
La casualidad había querido que aquella noche hubiese estado en primera fila y, de pronto, se sentía consternado por ello. El italiano que fabricaba pastas no había tenido tiempo de decirle todo lo que había visto. Sin duda, había vuelto a su casa, junto a su mujer. Dormían en el entresuelo situado encima de la tienda.
Una enfermera se dirigió hacia el grupo con un cesto en la mano.
—¿Quién de ustedes se ocupa de la investigación?
Los agentes de paisano miraron a Maigret y ella se dirigió a él.
—Esto es todo lo que se ha encontrado en sus bolsillos. Tendrá que firmar un acuse de recibo…
Había una cartera pequeña, parecida a las que se colocan en el bolsillo posterior del pantalón, un bolígrafo, una petaca que contenía tabaco holandés, un pañuelo, calderilla y dos «casette» con cintas magnéticas.
En el interior de la cartera un carnet de identidad y un permiso de conducir con el nombre de Antoine Batille, de 21 años, domiciliado en el Quai d’Anjou, en París. Era en la isla de San Luis, no muy lejos del Puente Marie. También apareció una tarjeta de estudiante.
—Por favor, Pardon, ¿quiere usted decirle a mi mujer que vuelva a casa sin mí y se vaya a la cama?
—¿Va a ir usted allí?
—Habrá que hacerlo. Vivía, sin duda, con sus padres y tendré que ponerles al corriente…
Se volvió hacia los policías.
—Pueden ustedes interrogar a Pagliati, el tendero italiano de la calle Popincourt y los cuatro hombres que jugaban a las cartas en el café «Chez Jules», si es que los encuentran todavía allí…
Como de costumbre, lamentaba no poder hacerlo todo por sí mismo. Le habría gustado volver a la calle Popincourt, y empujar la puerta del pequeño café, donde flotaba una especie de niebla alrededor del globo eléctrico y en donde los jugadores de cartas habían vuelto con seguridad a su partida.
Le habría gustado también interrogar al italiano, a su mujer y tal vez a una viejecita que había aparecido en la ventana alumbrada de un primer piso.
¿Habría estado en el mismo lugar en el momento de la tragedia?
Ante todo, tenía que advertir a los padres. Llamó por teléfono al inspector de guardia del distrito XI y lo puso al corriente de lo ocurrido.
—¿Ha sufrido mucho? —preguntó a Pardon.
—No lo creo. Perdió en seguida el conocimiento… No pude hacer nada allá en la acera…
La cartera era de piel de cocodrilo, de excelente calidad; el bolígrafo de plata y el pañuelo tenía bordada a mano una letra «A».
—¿Tendría usted la amabilidad de pedirme un taxi, señorita?
La enfermera lo hizo, desde su jaula, sin ninguna amabilidad. La verdad era que no debía de ser muy agradable pasar las noches enteras en un lugar tan lúgubre, esperando que los dramas del barrio se solucionaran en el hospital.
Excepcionalmente, el taxi llegó tres minutos después.
—¿Quiere que le lleve, Pardon?
—No, no se retrase usted…
—¡Para la noticia que tengo que dar…!
Conocía perfectamente la isla de San Luis, puesto que había vivido en la plaza de los Vosgos y que durante aquella época solían pasear con cierta frecuencia y durante la noche cogidos del brazo, alrededor de la isla.
Llamó a una puerta pintada de verde. A lo largo de la acera estaban alineados los coches; la mayoría eran lujosos. Una puerta estrecha se abrió en la grande.
—¿El señor Batille, por favor? —preguntó acercándose a una mirilla.
Una voz adormilada de mujer se limitó a contestar:
—La segunda a la izquierda…
Tomó el ascensor y parte del agua que impregnaba su gabán y sus pantalones formó un charco a sus pies. El edificio, como la mayoría de los de la isla, había sido restaurado. Los muros eran de piedra blanca. El alumbrado surgía de unas antorchas de bronce repujado. En el descansillo de mármol, una esterilla tenía dibujada en color rojo una gran letra «B».
Llamó y oyó a lo lejos un timbre eléctrico. Pero transcurrió algún rato antes de que la puerta se abriese sin ruido.
Una joven camarera, de uniforme gracioso, le miró con curiosidad.
—Quisiera hablar con el señor Batille…
—¿El padre o el hijo?
—El padre…
—El señor y la señora no han regresado todavía e ignoro a qué hora lo harán…
Maigret le enseñó su insignia de la P. J. La joven preguntó:
—¿Qué quiere significar?
—Soy el comisario Maigret de la Policía Judicial…
—¿Viene usted a visitar al señor a esta hora? ¿Espera su visita?
—No…
—¿Es muy urgente?
—Sí; es importante…
—Es que casi es medianoche… El señor y la señora han ido al teatro…
—En este caso, hay probabilidades de que no tarden en regresar…
—A menos que, como ya ha ocurrido algunas veces, vayan a cenar con algunos amigos…
—¿El señor Batille hijo no les ha acompañado?…
—No los acompaña nunca…
Se le notaba cohibida. No sabía qué hacer con el visitante, que debía presentar un estado lamentable, chorreante de agua. Entrevió un amplio salón con el parquet recubierto con una moqueta azul claro de tonos ligeramente verdes.
—Si es tan urgente…
Por fin se decidió a dejarle entrar.
—Deme su abrigo y su sombrero.
Echó una mirada inquieta a sus zapatos. No se atrevió a rogarle que se los quitara.
—Pase por aquí…
Colgó el abrigo en un perchero, dudando en introducir a Maigret en el gran salón que se veía a la izquierda.
—¿No le molestará esperar aquí?
Él lo comprendió perfectamente. El apartamento era de un lujo casi demasiado refinado, más bien femenino. Los butacones del salón eran blancos y los cuadros de la pared, de la época azul de Picasso, Renoir y Marie Laurencin.
La doncella era joven y bonita, y se estaba preguntando si podía dejarlo solo o vigilarle como si aquella insignia no le hubiese inspirado demasiada confianza.
—¿El señor Batille tiene negocios?
—¿No le conoce usted?
—No.
—¿Ignora que es el propietario de los perfumes y de los productos de belleza Mylène?
Sabía muy poca cosa sobre productos de belleza. En cuanto a la señora Maigret, que no utilizaba más que un poco de polvos, tampoco habría podido decirle gran cosa.
—¿Qué edad tiene?
—¿Cuarenta y cuatro?… ¿Cuarenta y cinco años?… Parece más joven y…
Se ruborizó. Dio la impresión de que estaba más o menos enamorada de su señor.
—¿Y su esposa?
—Éste es el retrato de la señora. Puede verlo si se agacha un poco. Está encima de la chimenea…
Aparecía en el cuadro con un vestido de noche de color azul. El azul y el rosa pálido parecían ser los colores de aquella casa, igual que en las pinturas de Marie Laurencin…
—Me parece que oigo el ascensor…
La sirvienta lanzó a su pesar un ligero suspiro de desahogo.
Oyó que les hablaba en voz baja, junto a la puerta hacia la que se había precipitado. Era una pareja joven, elegante, aparentemente sin preocupaciones, que regresaba a su casa después de una velada pasada en el teatro. Miraron de lejos a aquel intruso con los pantalones y los zapatos mojados, que se había levantado torpemente de su silla.
El hombre se quitó el abrigo de color gris debajo del cual llevaba un smoking, y su mujer, debajo de su abrigo de leopardo, llevaba un vestido de noche de mallas plateadas.
Les separaban unos diez metros. Batille fue el primero en echar a andar con pasos rápidos y nerviosos. Su mujer le siguió.
—¿Me dicen que es usted el comisario Maigret? —murmuró con el entrecejo fruncido.
—Exacto.
—Si no me equivoco, ¿está al mando de la brigada criminal?
Hubo un corto silencio bastante desagradable durante el cual la señora Batille se esforzó en adivinar; ya no conservaba la desenvoltura que tenía al franquear la puerta, hacía unos instantes.
—Es extraño que a una hora como ésta… ¿No será por casualidad algo referente a mi hijo?…
—¿Acaso espera usted malas noticias?
—En absoluto… Pero no nos quedemos aquí… Entremos a mi despacho…
Se trataba de la primera estancia que daba al salón. Batille debía de tener su verdadero despacho en otro lugar, en el edificio de los Productos Mylène, que Maigret había visto con frecuencia en la avenida Matignon.
La madera de las librerías era muy clara y con seguridad de limonero. Los butacones de cuero eran de un color beige muy suave, igual que la carpeta de la mesa. Sobre ella aparecía una fotografía enmarcada de plata; era de la señora Batille y, a ambos lados, unas cabezas de niños, niño y niña.
—Siéntese… ¿Hace rato que espera?
—No, sólo unos diez minutos.
—¿Puedo servirle algo para beber?
—Gracias…
Parecía que el hombre quería retrasar el momento de escuchar lo que el comisario tenía que comunicarle.
—¿Estaban ustedes inquietos por su hijo?
Pareció reflexionar un instante.
—No… Se trata de un chico tranquilo y muy reservado, tal vez demasiado tranquilo y reservado…
—¿Qué opina usted de sus relaciones?…
—Me parece que no frecuenta prácticamente a nadie… Es todo lo contrario de su hermana, que no tiene más que dieciocho años y que intima con facilidad… No tiene amigos ni camaradas… ¿Le ha ocurrido algo?…
—Sí…
—¿Un accidente?…
—Si podemos llamarlo así… Ha sido objeto de un asalto, esta noche, en una acera oscura de la calle Popincourt…
—¿Está herido?
—Sí…
—¿Gravemente?
—Ha muerto…
Habría preferido no verles; no haber sido testigo de aquel brutal derrumbamiento. La pareja mundana, llena de seguridad y desenvoltura, desapareció. Los vestidos dejaron de ser elegantes. El apartamento, incluso, pareció perder su majestuosidad seductora.
Ante él no quedaron más que una mujer y un hombre derrumbados, que se rebelaban a aceptar la realidad de cuanto se les estaba comunicando.
—¿Está usted seguro que se trata de mi…?
—¿Antoine Batille, no es eso?
Maigret tendió la cartera todavía empapada de agua.
—Es la suya, ¿verdad?
Encendió maquinalmente un cigarrillo. Sus manos temblaban. Sus labios también.
—¿Cómo ocurrió?
—Salía de un pequeño bar de clientela asidua… Recorrió unos cincuenta metros envuelto por ráfagas de lluvia y alguien, por detrás, le asestó varias cuchilladas…
La mujer hizo unos gestos como si la hubieran acuchillado a ella y su marido le rodeó los hombros con su brazo. Intentó decir algo, pero no lo consiguió en seguida. ¿Qué podía decir? Dijo lo que le pasó por la cabeza aunque no fuera su preocupación en aquel momento.
—Se ha detenido al…
—No…
—¿Murió en seguida?
—A su llegada al hospital de Saint-Antoine…
—¿Podemos ir a verle?…
—No les aconsejo que vayan a verle esta noche, sino que esperen a mañana…
—¿Ha sufrido?…
—El médico asegura que no…
—Ve a acostarte, Martine… Échate por lo menos en tu cama…
La arrastró con dulzura, pero con firmeza.
—Vuelvo dentro de unos instantes, señor comisario…
La ausencia de Batille duró casi un cuarto de hora y cuando volvió, estaba muy pálido, demacrado, y su mirada carecía de expresión.
—Siéntese, por favor…
Era de estatura baja, delgado y muy nervioso. Parecía que la alta y maciza silueta de Maigret le impresionaba.
—¿No quiere usted beber nada?
Abrió un pequeño mueble bar, cogió una botella y dos vasos.
—No quiero ocultarle que lo necesito…
Se sirvió un whisky y echó un chorro en el segundo vaso.
—¿Con mucha soda?
Añadió en seguida.
—No lo comprendo… No acabo de comprender… Antoine era un muchacho que no me ocultaba nada. Además, no tenía nada que esconder en su vida… Era… Me cuesta tener que hablar de él en pasado, pero deberé acostumbrarme… Era estudiante… Seguía curso de letras en la Sorbona… No pertenecía a ningún grupo… No se interesaba, de cerca o de lejos, por la política…
Miraba fijamente la alfombra, con los brazos caídos y diciendo para sí mismo:
—Me lo han matado… ¿Por qué? ¿Pero por qué lo habrán hecho?
—Para intentar descubrirlo me encuentro aquí…
Miró a Maigret como si fuera la primera vez que le veía.
—¿Por qué razón se ocupa usted personalmente? Para la policía no es más que un caso corriente, ¿no?
—La casualidad ha querido que me encontrase casi en el lugar del crimen…
—¿No vio usted nada?…
—No…
—¿Nadie ha visto nada?
—Sólo un tendero italiano que volvía a su casa con su mujer… Le he traído los objetos hallados en los bolsillos de su hijo, pero he olvidado su magnetófono…
El padre no pareció comprender en seguida, y murmuró seguidamente:
—¡Ah, sí!…
Esbozó una sonrisa.
—Era su pasión… Va usted sin duda a reírse de ello… Su hermana y yo le gastábamos bromas también… Algunos enloquecen por la fotografía y van a cazar rostros pintorescos hasta debajo de los puentes…
»Antoine recogía voces humanas. Algunas veces dedicaba a ello noches enteras… Entraba en los cafés, en las estaciones, en cualquier lugar público y ponía su magnetófono en funcionamiento…
»Lo llevaba en bandolera y muchos creían que se trataba de una máquina de retratar. En la mano escondía un micrófono de modelo reducido…
Maigret encontró por fin algo en que fundarse.
—¿No había tenido jamás complicación alguna?
—Solamente una vez… Fue en un bar de los alrededores de Ternes… Dos hombres se hallaban ante el mostrador de zinc… Antoine, a su lado, grababa discretamente…
»—Oye, pequeño… dijo de pronto uno de los hombres… Le cogió el aparato sacando de él el “casette”.
»—No sé si te estás divirtiendo, pero, si vuelvo a encontrarte aquí, procura no llevar contigo el trasto este…».
Gerard Batille bebió un sorbo y prosiguió:
—¿Usted cree que…?
—Todo es posible… No podemos arriesgarnos en ninguna hipótesis… ¿Iba con frecuencia a la caza de voces?…
—Dos o tres noches por semana…
—¿Iba siempre solo?
—Ya le he dicho que no tenía un solo amigo… Denominaba estas grabaciones, documentos humanos…
—¿Tiene muchos?
—Tal vez un centenar, tal vez más… De vez en cuando, los escuchaba, borraba los peores… ¿A qué hora cree usted que podremos, mañana…?
—Avisaré al hospital… En todo caso, después de las ocho de la mañana…
—¿Podría hacer que trajeran el cuerpo aquí?
—Inmediatamente no…
El padre comprendió y su rostro palideció con mayor intensidad como si se imaginara ya la autopsia.
—Perdone usted, señor comisario, pero es que yo…
Acabó de derrumbarse. Necesitaba sin duda quedarse solo o tal vez reunirse con su mujer, para llorar o gritar palabras sin sentido.
Añadió como para sus adentros.
—No sé a qué hora regresará Minou…
—¿Quién es?…
—Su hermana… No tiene más que dieciocho años, pero vive a su manera… Supongo que ha venido usted con abrigo…
La sirvienta apareció cuando iban a alcanzar el vestíbulo y ayudó a Maigret a ponerse su abrigo mojado, tendiéndole su sombrero.
Se encontró en la escalera, tras haber traspuesto la puerta. Al llegar al portal se quedó allí un buen rato, mirando cómo caía la lluvia. El viento parecía menos fuerte, los ramalazos de lluvia menos intensos. No se atrevió a pedir que le dejaran telefonear para pedir un taxi.
Con los hombros encogidos, traspasó el Puente Marie, tomó la estrecha calle Saint-Paul y cerca de la estación del metro encontró por fin un taxi estacionado.
—Bulevar Richard-Lenoir…
—De acuerdo, jefe…
Era uno que le conocía y no protestaba porque la carrera era demasiado corta. Cuando levantó la cabeza una vez que hubo bajado del taxi, vio luz en las ventanas de su piso. Cuando alcanzó el último peldaño de la escalera, la puerta se abrió.
—¿No has cogido frío?
—No creo…
—Tengo agua hirviendo para prepararte un grog… Siéntate… Déjame que te quite los zapatos…
Los zapatos estaban empapados. Su mujer fue a buscarle unas zapatillas.
—Pardon nos ha puesto al corriente de todo, a su mujer y a mí… ¿Cómo han reaccionado los padres?… ¿Por qué has tenido que ser tú quien…?
—No lo sé.
Se había ocupado de aquel caso de una forma maquinal. Había caído sobre él sin darse cuenta. Quizá le recordaba los muchos años transcurridos en las calles del París nocturno.
—No reaccionaron en seguida… Sin duda, deben de haberse derrumbado ahora los dos.
—¿Son jóvenes?
—El hombre debe de tener un poco más de cuarenta y cinco, pero, en mi opinión, menos de cincuenta… En cuanto a su esposa, apenas si aparenta cuarenta años y además es muy bonita… ¿Has oído hablar de los perfumes Mylène?
—Claro que sí… todo el mundo…
—Pues bien… Son ellos…
—Entonces son muy ricos… Son dueños de un castillo en Sologne, tienen un yate en Cannes y además suelen dar unas fiestas deslumbrantes…
—¿Cómo sabes todo eso?
—Olvidas que me paso algunas veces horas enteras esperándote y leo entonces todos los chismes de los periódicos.
Echó ron en un vaso, azúcar en polvo y dejó dentro la cucharilla para que el vaso no estallase cuando añadiera el agua hirviendo.
—¿Te pongo una rodaja de limón?
—No…
Miró a su alrededor y lo encontró todo pequeño y estrecho. Miraba aquello como alguien que volviera de un largo viaje.
—¿En qué piensas?
—Como tú acabas de decir, son muy ricos… Tienen uno de los pisos más suntuosos que he visto en mi vida… Volvían del teatro, todavía llenos de entusiasmo… Me vieron sentado en el fondo del recibidor… La sirvienta les dijo en voz baja quién era yo…
—Vamos, desvístete…
Después de todo, se encontraba mejor en su casa. Se puso el pijama, fue a cepillarse los dientes y un cuarto de hora después, algo congestionado por causa del grog, se encontró acostado al lado de la señora Maigret.
—Buenas noches —le dijo ésta acercando su rostro al suyo.
La besó como acostumbraba a hacerlo desde hacía tantos años y murmuró:
—Buenas noches…
—¿Entonces, igual que siempre?
Aquello significaba:
—¿Te despierto a las siete y media como de costumbre, sirviéndote el café?
Él murmuró un sí casi imperceptible, puesto que estaba ya casi dormido. No llegó a soñar aquella noche y si lo hizo no lo recordó. Amaneció en seguida.
Mientras bebía el café, sentado en su cama y su mujer abría las cortinas, intentó ver a través de los visillos.…
—¿Sigue lloviendo?
—No. Pero por la manera que la gente anda con las manos hundidas en los bolsillos, no creo que haga todavía una temperatura de primavera, a pesar de lo que diga el calendario…
Estaban en el 19 de marzo. Era miércoles. Lo primero que hizo, una vez se hubo puesto el batín, fue telefonear al hospital Saint-Antoine. Tuvo algunas dificultades para que le pusieran en comunicación con alguien de la administración.
—Sí. Quisiera que se le instalase en una habitación particular… Ya lo sé que está muerto… Pero eso no es un motivo para que los padres vayan a verlo al depósito… Llegarán dentro de una hora o dos… Después de su visita trasladen el cuerpo al Instituto médico-legal… Sí… no teman. La familia lo pagará todo… Claro que sí… rellenarán todas las fichas que ustedes deseen…
Se sentó enfrente de su mujer y comió dos «croissants» mientras bebía una nueva taza de café y miraba maquinalmente hacia fuera. Las nubes seguían muy bajas, pero no tenían el mismo color oscuro que la víspera. El viento, muy fuerte todavía, sacudía las ramas de los árboles.
—¿Tienes alguna idea de cómo?…
—Sabes muy bien que yo no tengo nunca idea de nada…
—O si la tienes, no dices nunca nada. ¿No te fijaste en el mal aspecto que tenía Pardon?
—¿Tú también te diste cuenta? No solamente le encuentro cansado, sino que se está convirtiendo en un pesimista… Me habló ayer de su profesión como nunca lo había hecho.
A las nueve, estaba ya en su despacho y llamó al comisario del distrito XI.
—Aquí Maigret… ¿Es usted, Louvelle?…
Acababa de reconocer su voz.
—Supongo que me llama usted por causa del magnetófono.
—Sí. ¿Lo tiene usted?
—En efecto; Demarie lo recogió y lo trajo aquí. Temía que la lluvia lo hubiera estropeado, pero he logrado hacerlo funcionar… Me pregunto por qué el muchacho grabó esas conversaciones…
—¿Puede usted enviarme el aparato esta mañana?
—Sí, también le remitiré el informe, que estará terminado dentro de algunos minutos…
Correspondencia. Papeleo. Recordó que él también le había dicho la víspera a Pardon que estaba hundido por el papeleo.
Se dirigió a dar a su vez un informe al director. Explicó detalladamente lo que había ocurrido la víspera, puesto que por razón de la personalidad de Gerard Batille, el asunto podría llegar a tener mucha publicidad.
En efecto, cuando se dirigió hacia su despacho se encontró un grupo de periodistas y fotógrafos.
—¿Es cierto que ha presenciado casi un asesinato?
—Lo único que hice es llegar en seguida al lugar de los hechos, puesto que me encontraba muy cerca.
—Ese muchacho, Antoine Batille, ¿es verdad que es hijo del Batille de los perfumes?
¿Cómo estaba tan pronto la prensa al corriente de todo? ¿Acaso el aviso provenía de la comisaría?
—La portera pretende…
—¿Qué portera?
—La del Quai d’Anjou…
Ni siquiera la había visto. No le había dado su nombre ni su profesión. La camarera de los Batille debía de haber suministrado todos los informes.
—Fue usted quien comunicó la triste nueva a los parientes, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Cuál fue su reacción?
—La de cualquier hombre y mujer a quienes se les comunica que su hijo acaba de morir…
—¿No sospechaban de nadie?
—No.
—¿Cree usted que el caso tiene relación con algún asunto político?
—No.
—¿Un asunto amoroso, entonces?
—Tampoco lo creo.
—¿No le robaron nada a la víctima?
—No…
—¿Entonces?
—Entonces, nada, señores. La investigación acaba de comenzar y en cuanto dé algunos resultados ya se los comunicaré.
—¿Ha visto usted a la hija?
—¿Quién?
—Minou… La hija de los Batille… Parece muy conocida en algunos medios refinados…
—No, no la he visto…
—Suele frecuentar a una clase de gente un poco extraña.
—Me estoy enterando gracias a ustedes, pero no trato de informarme sobre ella…
—No se puede saber nunca, ¿no cree?
Se libró de ellos y cerró la puerta de su despacho. Tuvo tiempo para rellenar su pipa, de pie, ante la ventana. Abrió luego la puerta de los inspectores. No estaban todos todavía. Algunos de ellos telefoneaban otros escribían sus informes a máquina.
—¿Estás ocupado, Janvier?
—Me quedan unas diez líneas que escribir, jefe, y acabo con mi historia…
—Ven a verme después…
Entretanto, llamó por teléfono al médico legal que había ocupado el puesto de su viejo amigo, el doctor Paul.
—Irá a verle al terminar la mañana… Es urgente, sí, menos por lo que espero de los resultados de la autopsia que por la razón de la impaciencia de los padres… Procuren desfigurarlo lo menos posible… Sí… Eso es… Veo que me comprende usted… Una buena parte de París desfilará ante el cuerpo… Tengo ya a los periodistas esperando delante de mi puerta…
La primera cosa que debía de hacer era dirigirse hacia la calle Popincourt. Gino Pagliati, la víspera, no había tenido tiempo de decirle gran cosa. En cuanto a su mujer; no había podido abrir siquiera la boca. Quedaba, además, el llamado Jules y los otros tres jugadores de cartas. Finalmente recordaba la silueta de aquella anciana que había entrevisto en una ventana.
—¿Qué hacemos, jefe? —preguntó Janvier mientras entraba en su despacho.
—¿Tenemos algún coche libre abajo?
—Así lo espero…
—Vas a llevarme a la calle Popincourt… No está lejos de la calle del Chemin-Vert… Ya te avisaré…
Su mujer tenía razón, se dio cuenta mientras esperaba el coche en medio del patio: hacía un frío tremendo, más propio del mes de diciembre.