El reloj enmarcado de negro que los parroquianos habían conocido siempre en el mismo sitio, por encima del casillero de las servilletas, marcaba las nueve menos cuatro minutos. Un calendario de anuncio, detrás de la caja, un poco por encima de la cabeza de la señora Bouchet, la cajera, indicaba el 24 de diciembre.
Fuera, caía una lluvia fina. En el salón hacía calor. Una gran estufa, como las que se veían antiguamente en las estaciones, estaba colocada en el centro, y su tubo negro atravesaba el espacio antes de ir a meterse por la pared.
La señora Bouchet contaba los billetes, moviendo los labios. El dueño, sin impaciencia, la miraba hacer, ya con la bolsa de tela gris en la mano, para guardar en ella, como todas las noches, el contenido de la caja.
Alberto, el camarero, miró la hora, se acercó a ellos, hizo un guiño y señaló a una botella que se encontraba aparte de las otras del mostrador. El dueño miró a su vez la hora, se encogió de hombros y movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Porque sean los últimos, no hay razón para no invitarlos como a los demás —decía Alberto en voz baja llevando la bandeja.
Pues tenía la costumbre de hablarse a sí mismo mientras hacía su servicio.
El auto del dueño esperaba al borde de la acera. Habitaba lejos, en Joinville, donde se había hecho edificar un hotelito. Su mujer había sido cajera. Él había sido camarero. De esos tiempos le había quedado una molestia en los pies, como a todos los camareros y a los maîtres de hotel, y llevaba unos zapatos especiales. La parte trasera del coche la tenía llena de paquetes atados con cintas de seda, que llevaba para la cena de Nochebuena.
En cuanto a la cajera, ella tomaría el autobús para la calle Caulaincourt, donde celebraría la Nochebuena con su hija, casada con un empleado del Ayuntamiento.
Alberto tenía dos chicos y sus juguetes estaban escondidos, desde hacía varios días, encima del armario grande.
Comenzó por el hombre, puso una copa sobre la mesa y la llenó de armagnac.
—El dueño les desea felices Pascuas —dijo.
Pasó por delante de varias mesas vacías, llegó al rincón en donde Juana acababa de encender un cigarrillo, tomó la precaución de colocarse entre ella y la caja y murmuró:
—¡Bébetelo pronto, para llenártela otra vez! Invita el dueño.
Por fin, llegó al extremo de la fila de mesas. Una muchacha cogía de su bolso una barra de labios y se miraba en un espejito de mano.
—El dueño le desea felices Pascuas…
Ella le miró, sorprendida.
—Aquí es costumbre, en Nochebuena.
—Muchas gracias.
Le hubiera servido también a ella dos vasos, pero no la conocía lo suficiente y estaba demasiado cerca de la caja.
¡Se acabó! Una mirada más al dueño para saber si era ya la hora de ir a echar los cierres. Ya estaba bien haber esperado tanto por tres clientes. En la mayoría de los restaurantes parisinos, a estas horas, se preparaban febrilmente las mesas para las cenas de Nochebuena. Éste era un pequeño restaurante de habituales, tranquilo, a precio fijo, no lejos de la plaza de Ternes, en la parte menos frecuentada del faubourg Saint-Honoré.
Aquella noche había habido pocos a la hora corriente de cenar. Todo el mundo, más o menos, tenía familia y amigos. No quedaban más que aquellos tres, dos mujeres y un hombre, y el camarero no había tenido el valor de ponerlos en la puerta. Para quedarse así, tanto tiempo sentados a la mesa, no debían de tener a nadie que los esperase.
Bajó el cierre de la izquierda, luego el de la derecha, y estuvo dudando si bajar a medias el cierre de la puerta, que obligaría a los rezagados a agacharse para salir. Y sin embargo, eran las nueve. La caja estaba hecha. La señora Bouchet se ponía su sombrero negro y su abrigo, su cuello de piel de marta, buscaba sus guantes. El dueño daba paseítos separando la punta de los pies. Juana, la gorda, seguía fumando su cigarrillo y la joven había marcado exageradamente sus labios con la barra del rojo.
Iban a cerrar. Era la hora. Ya era tiempo. El dueño estaba a punto de pronunciar, lo más amablemente posible, su tradicional:
—Señoras, señores…
Pero antes de que hubiera articulado la primera sílaba, sonó un ruido seco y el único cliente varón, con los ojos desmesuradamente abiertos, hubiérase dicho que llenos de asombro sin límites, osciló antes de resbalar sobre la banqueta.
Sin más ni más, sin decir una palabra, sin llamar la atención de nadie, acababa de dispararse un tiro en la cabeza.
—Más valdría que esperasen ustedes unos minutos —dijo el dueño a las dos mujeres—. Hay un guardia en la esquina. Alberto ha ido a buscarlo.
Juana, que era alta y corpulenta, se había levantado para mirar al muerto y, de pie, al lado de la estufa encendía otro cigarrillo. La joven, en su rincón, mordisqueaba su pañuelo y, a pesar del calor que allí hacía, le temblaban todos los miembros.
El agente entró, con la esclavina perlada de lluvia, esparciendo un olor a cuartel.
—¿Le conoce usted?
—Cena aquí todos los días desde hace años. Es un ruso.
—¿Está usted seguro de que está muerto? En ese caso vale más esperar a que llegue el inspector. Ya le he avisado.
No se hizo esperar mucho tiempo. La comisaría estaba cerca, en la calle de la Estrella. El inspector llevaba un abrigo mal cortado, o que se le había encogido con la lluvia, un sombrero incoloro, y parecía malhumorado.
—¡El primero de la serie! —gruñó, mientras se inclinaba—. Viene con adelanto. De costumbre, esto suele suceder hacia media noche, cuando la fiesta está en su apogeo.
Se irguió de nuevo, con una cartera en la mano. La abrió y sacó un carnet de identidad verde y grueso.
—Alexis Borine, cincuenta y seis años, nacido en Vilna…
Iba recitando a media voz, como un sacerdote que dice la misa, como Alberto cuando hablaba solo.
—… Hotel de Burdeos, calle Brey… ingeniero… ¿Era ingeniero? —preguntó el inspector al dueño.
—Lo habrá sido, tal vez, hace tiempo, pero desde que viene por aquí era peliculero. Lo he reconocido varias veces en el cine.
—¿Testigos? —preguntó el inspector volviéndose.
—Somos yo, mi cajera, el mozo, y luego esas dos señoras. Si usted quiere tomarles los nombres primero…
—¿Estás aquí tú? A ver, tus papeles…
Ella le tendió su carnet. El inspector lo miró y se puso a escribir.
—Juana Chartrain, veintiocho años, sin profesión… ¡Cómo! ¿Sin profesión?
—Lo que han puesto en la alcaldía.
—¿Tienes la cartilla?
Hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—¿En regla?
—¡Qué gracioso! —dijo ella sonriendo.
—¿Y usted?
Se dirigía a la muchacha mal maquillada, que balbució:
—No tengo mi carnet de identidad aquí. Me llamo Martina Cornu. Tengo diecinueve años y nací en Yport…
La mujerona se estremeció y la miró con más atención. Yport estaba muy cerca de su pueblo, apenas a cinco kilómetros. La región estaba llena de Cornu. Eran los Cornu los dueños del mejor café de Yport, en la playa.
—¿Domicilio? —refunfuñó el inspector Lognon, a quien en el barrio le conocían por el «inspector mala uva».
—Vivo en un hotel meublé, en el 17 de la calle Brey.
—Uno de estos días les citarán a ustedes en la comisaría, probablemente. Pueden retirarse.
Esperaba a la ambulancia municipal. La cajera preguntó:
—¿Puedo marcharme yo también?
—Cuando usted guste.
Luego, cuando Juana se disponía a salir, el inspector le preguntó:
—¿Le has conocido antes?
—Estuve con él hace tiempo, unos seis meses tal vez… Lo menos seis meses, puesto que fue al comienzo del verano… Era de esa clase de clientes que pagan a una mujer por hablar más que por otra cosa, que no hacen más que preguntas, que le creen a una desgraciada… Después, nunca me saludaba, pero me dirigía siempre un pequeño gesto al entrar.
La muchacha joven salía. Juana salió casi pisándole los talones. Llevaba un abrigo de piel mala, demasiado corto. Siempre se había vestido muy corta. Todo el mundo se lo decía, pero ella continuaba con esa manía sin saber por qué, y aquello le hacía parecer todavía más alta.
Su casa estaba a la derecha, a cincuenta metros, en el negro absoluto de la glorieta del Roule, donde no había más que estudios de artistas y casitas de una planta. Tenía un pequeño apartamento en el primer piso, con una escalera privada, una puerta a la calle de la que tenía la llave.
Se había prometido volver en seguida aquella noche. Nunca permanecía fuera la Nochebuena. Apenas se había maquillado, llevaba unos vestidos muy sencillos. Tanto que hace unos instantes, le había chocado ver a la jovencita pintarse con el lápiz de labios.
Dio algunos pasos hacia el callejón, empinada sobre sus altos tacones, de los que sentía las pisadas en el asfalto. Luego se dijo que estaba de mala sombra, a causa del ruso; sintió deseos de andar un poco a la luz, de oír ruido, y se dirigió hacia la plaza de Ternes, donde venía a terminar la amplia avenida brillante que descendía de la Estrella. Los cines, los teatros, los restaurantes estaban iluminados. Algunos dependientes, asomados a la puerta, anunciaban el menú y el precio de las cenas de Nochebuena, y en todas las puertas se leía la palabra «completo».
Las aceras parecían extrañas, sin público apenas en ellas.
La jovencita andaba a unos diez metros de ella, con aspecto de alguien que no sabe adónde ir, y se detenía de vez en cuando delante de un escaparate o en la esquina de una calle, titubeaba antes de atravesar, miraba atentamente las fotografías expuestas en el vestíbulo tibio de un cine.
—¡Cualquiera diría que es ella la que está haciendo la carrera!
Al ver al ruso, Lognon había gruñido:
—El primero de la serie… ¡Viene con adelanto!
Tal vez por no hacerlo en la calle, donde estaba aún más triste, o en la soledad de su cuarto de hotel. En el restaurante reinaba una atmósfera apacible, casi familiar. Allí estaban rodeados de rostros conocidos. Hacía calor. Y justamente el patrón acababa de ofrecer una copa con su felicitación de Pascuas.
Se encogió de hombros. No tenía nada que hacer. Ella también se paraba delante de los escaparates, delante de las fotografías, el neón de los anuncios luminosos la teñía tan pronto de rojo, tan pronto de verde o de violeta, y se daba cuenta de que la jovencita iba siempre delante de ella.
¿Quién sabe? ¿La habría conocido tal vez de pequeñita? Le llevaría unos diez años. Cuando trabajaba en las Pesquerías de Fecamp, ella era ya muy alta, pero muy delgada; iba con frecuencia a bailar a Yport con los chicos. Muchas veces había ido a bailar al salón de Cornu, y siempre se veían chiquillos de la casa arrastrándose por los suelos.
—¡Cuidado con las babosas! —decía ella a su pareja.
Llamaba «babosas» a los críos. Sus hermanos y sus hermanas también eran babosas. Por aquel tiempo tenía seis o siete, pero ya no debían de ser tantos.
Era curioso pensar que la jovencita era tal vez una babosa de casa de Cornu.
Por encima de las tiendas de la avenida, había apartamentos y casi todos estaban iluminados; ella los miraba a través de la llovizna refrescante, a veces veía pasar unas sombras detrás de los visillos y se preguntaba:
—¿Qué harán?
Debían de esperar las doce de la noche leyendo el periódico, o bien estar preparando los árboles de Navidad.
Miles de niños dormían, o hacían como que dormían. Y las gentes que se amontonaban en los cines y en los teatros, tenían casi todos su sitio reservado en el restaurante para la cena, o en las iglesias para la misa del gallo.
Pues también en las iglesias había que reservar los sitios. De lo contrario, ¿quién sabe si hubiera ido ella también?
Los transeúntes que se cruzaban iban en grupos, ya alegres, o por parejas, más estrechamente abrazados, si cabe, que de ordinario.
Y los que iban solos llevaban más prisa que los otros días también. Se veía que iban a algún sitio, que los estaban esperando.
¿Era por eso por lo que el ruso se había pegado un tiro en la cabeza? ¿Y por lo que el «inspector mala uva» anunciaba que no sería el único suicida?
¡Era día de eso, no cabía duda! La pequeña, delante de ella, se había parado en la esquina de la calle Brey. La tercera casa era un hotel, y había otros como ése, hoteles discretos, donde se podía estar un rato. Era precisamente allí donde Juana había tenido su primera cita. En el hotel de al lado, seguramente en el último piso, pues no alquilaban al mes o a la semana más que las peores habitaciones, el ruso había vivido hasta este día.
¿Qué es lo que miraba la joven Cornu? ¿A la gruesa Emilia? Ésta no tenía vergüenza, ni religión. Allí estaba, a pesar de ser Nochebuena, y ni siquiera se tomaba el trabajo de dar unos paseos para disimular. Allí estaba, plantada en la entrada, con las palabras chambres meublées que se veían justamente por encima de su sombrero violeta. Es verdad que era vieja, que tendría sus cuarenta años, que se había puesto enorme, que sus pies, tan sensibles a la larga como los del dueño del restaurante, se sentían fatigados de soportar toda aquella grasa.
—¡Hola, Juana! —gritó a través de la calle.
Juana no le respondió. ¿Por qué seguía a la jovencita? Por nada. Sencillamente, sin duda, porque no tenía nada que hacer y porque tenía miedo de volver a casa.
La joven Cornu tampoco sabía adónde iba. Había tomado la calle Brey maquinalmente y andaba con pasitos tranquilos, enfundada en su traje sastre azul, demasiado ligero para el invierno.
Era guapa. Más bien gordinfloncilla. Con un «pompi» gracioso que iba moviendo al andar. De frente, en el restaurante, se le veía el pecho, subido y abultado.
—¡Si alguien se te acerca, hija mía, te lo habrás ganado a pulso!
Sobre todo aquella noche, pues las gentes bien, los que tienen familia, amigos, simplemente conocimientos, no andan vagando por las calles.
La pequeña imbécil lo ignoraba. Tal vez ni sabía siquiera lo que estaba haciendo la gruesa Emilia a la puerta del hotel. Al pasar por los bares, se empinaba a veces en la punta de los pies para mirar el interior.
¡Bueno! Entró en uno. Alberto había hecho mal en darle de beber. Juana también era así antes. En cuanto tenía la desgracia de beber una copa, necesitaba seguir bebiendo. En cuanto bebía tres copas, ya no sabía lo que se traía entre manos. Ahora ya no era así. ¡No faltaría más! ¡Podía tragarse una buena cantidad de vasos antes de que se le subieran a la cabeza!
El bar se llamaba Casa Fred. Había un largo mostrador de caoba, con esos taburetes sobre los que las mujeres no pueden encaramarse sin enseñar las piernas hacia arriba. Estaba vacío o poco menos. Sólo un tipo, al fondo, un músico o un bailarín, que debía de ir a trabajar dentro de un momento en algún cabaret de los alrededores. Estaba comiendo un emparedado y lo acompañaba de un vaso de cerveza.
Martina Cornu se sentó en un taburete, cerca de la entrada, contra la pared, y Juana fue a instalarse un poco más allá.
—Un armagnac —pidió, para no cambiar de bebida.
La joven miraba todas las botellas que, iluminadas desde abajo, formaban un arco iris de tonos suaves.
—Un benedictine…
El barman hizo girar el mando de un aparato de radio y una música dulzona invadió el bar.
¿Por qué no le preguntaba si era por casualidad una Cornu de Yport? Había también unos Cornu en Fecamp, primos de los otros, pero éstos tenían una carnicería en la calle de El Havre.
El músico (o el bailarín), en el fondo, había visto ya a Martina y le lanzaba miradas lánguidas.
—¿Tienen ustedes cigarrillos?
No tenía costumbre de fumar. Se notaba en la manera de abrir el paquete y de echar el humo cerrando los ojos.
Eran las diez. Dentro de dos horas sonarían las doce. Todo el mundo se besaría. La radio vertería en todas las casas las estrofas del Medianoche, cristianos, que todos repetirían a coro.
En el fondo, no dejaba de ser estúpido. Juana, que no tenía el menor reparo de dirigir la palabra a cualquiera, se sentía incapaz de abordar a aquella jovencita, que era de su tierra, a la que probablemente habría conocido cuando era una niña.
Sin embargo, no hubiera sido desagradable. Ella le habría dicho: «Puesto que está usted sola y yo también, y esta usted triste, ¿por qué no pasar la Nochebuena juntas?».
Ella sabía conducirse decentemente. No le hablaría de hombres ni del oficio. Debía de haber montones de personas conocidas de las dos, en Fecamp y en Yport, y de las que podrían hablar. ¿Y por qué no llevarla a su casa?
El apartamento era coquetón. Había rodado bastante tiempo por los hoteles para saber lo que vale un rinconcito propio. Podía llevar allí a la jovencita sin escrúpulos, pues jamás había recibido a un hombre en su casa. Otras lo hacían. Para Juana aquello era un principio de moral. Y pocos apartamentos tan limpios como el suyo. Había incluso, cerca de la puerta, zapatillas de fieltro para no manchar el suelo, pulido como una pista de patinaje.
Comprarían una botella o dos, algo bueno y no demasiado fuerte. Las tiendas de embutidos estaban aún abiertas, donde se vendían empanadas, conchas de langosta, platos sabrosos y muy ricos que no se comen todos los días.
Juana la observaba de reojo. Tal vez hubiera terminado por hablarle si no se hubiera abierto la puerta y no hubieran entrado dos hombres, de los que a ella no le gustaban, de los que, cuando llegan a un sitio, miran alrededor suyo como si fueran los amos.
—¡Hola, Fred! —gritó el más bajo, que era también el más gordo.
Habían hecho ya el inventario del bar. Una mirada indiferente al músico del fondo, una mirada a Juana que sentada parecía menos mujerona que de pie y por eso trabajaba casi siempre en los bares.
Bien seguro que ellos sabían lo que era. Por el contrario, miraban a Martina con insistencia y terminaron por sentarse a su lado.
—¿Permite usted?
Ella se pegaba un poco a la pared, con su cigarrillo torpemente sujeto entre los dedos.
—¿Qué vas a tomar, Willy?
—Lo de costumbre.
—Lo de costumbre, Fred.
De esos hombres que, a menudo, tienen acento extranjero, que oímos hablar de las carreras o discutir sobre automóviles. De esos hombres también que, en un momento dado, hacen un guiño a otro y se lo llevan al fondo del salón para cuchichearle algo al oído. Y que, dondequiera que estén, experimentan la necesidad de agarrarse al teléfono.
El barman les preparaba una complicada mixtura, que ellos miraban hacer atentamente.
—¿No ha venido el barón?
—Ha dicho que le llame uno de ustedes por teléfono. Está en casa de Francis.
El más gordo se metió en la cabina. El otro se acercó a la jovencita.
—Eso no es bueno para el estómago —afirmó, haciendo funcionar el resorte de una pitillera de oro.
Ella lo miró sorprendida, y Juana tuvo ganas de gritar: «¡No les des conversación, hija!».
Porque, una vez que hubiera hablado, le sería difícil desprenderse de ellos.
—¿Qué es lo que es malo para el estómago?
Caía en el lazo como una tonta. Incluso se esforzaba por sonreír, sin duda porque le habían enseñado a sonreír cuando se habla con la gente, o tal vez, porque creía que así se parecía más a la portada de una revista.
—¡Lo que bebe usted!
—Es benedictine.
No cabía duda de que era de los alrededores de Fecamp. Creía que con aquello ya lo había dicho todo.
—¡Precisamente! ¡No hay cosa más a propósito para que le haga daño! ¡Fred!
—¿Qué hay, señor Willy?
—Otro para la señorita. Seco.
—De acuerdo.
—Pero… —inició Martina con intención de protestar.
—Amistosamente, ¡no tenga usted miedo! ¿Estamos en Nochebuena, sí o no?
El gordo, que salía de la cabina y que se arreglaba la corbata delante del espejo, había comprendido ya.
—¿Vive usted en el barrio?
—Sí, no vivo muy lejos de aquí.
—¡Barman!, —llamó Juana—. Deme lo mismo.
—¿Armagnac?
—No. De eso que acaba usted de servir.
—¿Un side-car?
—Si le parece.
Estaba furiosa, sin razón.
«Así, pequeña, no tardarás mucho en terminar mal… ¡Vaya ideíta! Si tenías sed, podías haber entrado en otro sitio más decente. O irte a beber a casa.»
Es verdad que ella tampoco había vuelto a casa. Y sin embargo, tenía la costumbre de vivir sola. Pero ¿tiene alguien ganas de volver a casa la Nochebuena, cuando no hay nadie que nos espere y cuando, desde la cama, se están oyendo las músicas y la juerga de toda la vecindad?
Dentro de unos instantes, los cines, los teatros, iban a vomitar una multitud impaciente que se precipitaría hacia decenas de millares de mesas reservadas hasta en los barrios más apartados, en los restaurantes más modernos. ¡Cenas de Nochebuena, de todos los precios!
Pero, naturalmente, no puede reservarse una mesa para una persona sola. ¿No sería como una injuria a los demás, que están en grupo y se divierten, ir a sentarse en un rincón y estarse mirándolos? ¿Qué pensarían de uno? ¡Verían en su cara un gesto de reproche! Se acercarían unos a otros, y se dirían al oído, si no estaban obligados por lástima, a invitar al solitario.
Tampoco se puede estar andando por las calles, pues entonces los agentes le siguen a uno con una mirada de sospecha, pensando si no vais a aprovechar la oscuridad de un rincón para hacer como el ruso, o si terminaréis por arrojaros al Sena, a pesar del frío.
—¿Qué le parece a usted?
—No es demasiado fuerte.
Tratándose de una chica de cabaret podría haber sido un poco más entendida. Pero todas las mujeres dicen lo mismo. Por lo visto, siempre esperan tragarse una brasa. Entonces, como es menos fuerte de lo que creían, cesan de desconfiar.
—¿Vendedora?
—No.
—¿Mecanógrafa?
—Sí.
—¿Hace mucho que está en París?
Él tenía unos dientes de actor de cine y dos comitas invertidas a modo de bigote.
—¿Le gusta bailar?
—A veces.
¡Qué pillina! ¡Qué gusto en cambiar palabras tan estúpidas con unos individuos como aquellos! Después de todo, la pequeña quizá los tomaba por hombres de la buena sociedad… La pitillera de oro que le tendían, los cigarrillos egipcios también debían de deslumbrarla, como la sortija con un grueso diamante de su más próximo vecino.
—Vuelve a llenar las copas, Fred.
—No, a mí no, gracias. Además, ya es hora de que…
—¿Hora de qué?
—¿Cómo dice?
—¿Es hora de que haga usted… el qué? ¡No irá usted a acostarse a las diez y media en la Nochebuena!
¡Es curioso! Cuando se contempla una escena como ésta, sin participar en ella, se encuentra estúpida a rabiar. Pero cuando se participa en ella…
«¡Qué idiota!», gruñó Juana, y siguió fumando cigarrillo tras cigarrillo y sin quitarse a los tres personajes de los ojos.
Desde luego, Martina no se atrevía a confesar que, en efecto, iba a acostarse.
—¿Tiene usted una cita?
—¡Qué curioso es usted!
—¿Un novio?
—¿Qué puede importarle a usted eso?
—¡Es que me gustaría que esperase!
—¿Por qué?
Juana hubiera podido responder en lugar suyo. Se sabía todas las preguntas. Ella había sorprendido la mirada lanzada del barman y que significaba:
«¡Aumenta la dosis!».
Pero ya podían servir a la antigua babosa de Yport el cocktail más fuerte, pues al punto que había llegado lo hubiera encontrado suave. ¿No tenía ya bastante colorete en los labios? Experimentaba la necesidad de pintarse todavía más para abrir su bolso, para mostrar que era una barra de Houbigant, y también por hacer ese gesto, porque las mujeres se creen irresistibles cuando adelantan los labios con el lápiz rojo.
«¡Estás guapa, mujer! Si te mirases al espejo, verías que, de las dos, eres tú la que pareces una buscona.»
No completamente, porque eso no se marca con un poco más o menos de maquillaje. La prueba es que a los dos hombres les había bastado una simple ojeada al entrar para calar a Juana.
—¿Conoce usted el Monico?
—No. ¿Qué es eso?
—¡Escucha, Albert, no conoce el Monico!
—¡Cualquiera lo diría!
—¿Y le gusta a usted bailar? Pero, nena…
Juana estaba esperando esa palabra, pero un poco más tarde. Aquel hombre iba de prisa. Ya tenía una pierna arrimada a las de la joven, que no podía retirarlas, apoyada como estaba contra la pared.
—Es una de las mejores salas de fiestas de París. Tiene un público de habituales. El Jazz de Bob Alison. ¿No conoce tampoco a Bob?
—Salgo muy poco.
Los dos hombres cambiaron guiños. Fatal también.
Dentro de unos instantes el gordito recordaría que tenía una cita urgente para dejar el campo libre a su camarada.
«¡Nada de eso, hijitos!», decidió Juana.
Ella también acababa de beber tres copas una tras otra, sin contar las del dueño del restaurante. No estaba borracha, nunca lo había estado completamente, pero comenzaba a conceder importancia a ciertas ideas.
Por ejemplo, que aquella joven idiota era paisana suya, que era una babosa. Luego pensaba en la gruesa Emilia, plantada en la puerta del hotel. Y era a ese mismo hotel, aunque no fue en Nochebuena, al que ella había subido con un hombre por primera vez.
—¿Quiere usted darme fuego?
Se había dejado resbalar del taburete y se había acercado, con un cigarrillo en la boca, al más bajito de los dos hombres.
Él también sabía lo que aquello quería decir, y no sentía ningún entusiasmo, la miraba de pies a cabeza, con una mirada penetrante. Ella debía de llevarle, estando ambos de pie, por lo menos la cabeza; tenía, además, unos modales varoniles.
—¿No me invita usted a una copa?
—Si se empeña usted… ¡Fred!
—De acuerdo.
La otra tonta la miraba mientras, con un sentimiento de indignación, como si estuviesen tratando de robarle algo.
—¡Oíd, muchachos, sois poco divertidos!
Y Juana, con una mano encima del hombro de su vecino, se puso a canturrear el estribillo que la radio dejaba escuchar en sordina.
«¡Menuda zorra!», se repetía Juana cada diez minutos. «Cómo no se va a dar cuenta…»
Lo más curioso es que la pazguata continuaba mirándola con un soberano desprecio.
Entretanto, un brazo entero de Willy desaparecía por detrás de la espalda de Martina, y la mano de la sortija del diamante se aplastaba de lleno en su escote.
Estaba repantigada —sí, repantigada— en la banqueta carmesí del Monico, y no había necesidad de ponerle el vaso en la mano, era ella quien lo reclamaba más a menudo de lo que era razonable y la que bebía de un trago el champaña chispeante.
Después de cada copa, se echaba a reír, con una risa convulsiva y luego se apretaba todavía más contra su compañero.
Todavía no eran las doce. La mayor parte de las mesas estaban vacías. A veces la pareja era la única en la pista y Willy metía la nariz en los cabellos de la chica, le pasaba los labios por la piel de gallina de la nuca.
—Estás fastidiado, ¿eh? —decía Juana a su compañero.
—¿Por qué?
—Porque no te ha tocado a ti el premio. ¿Me encuentras demasiado alta?
—Un poco.
—En la cama eso no se nota.
Era una frase que había pronunciado millares de veces. Era casi un slogan, tan idiota como las memeces que los otros dos se decían, pero al menos no lo hacía por gusto suyo.
—¿Encuentras tú alegre una Nochebuena?
—No especialmente.
—¿Crees que hay alguien que se divierte de veras?
—Hay que creer…
—Hace un rato, en el restaurante donde yo estaba cenando, un tipo se ha suicidado discretamente, en su rincón, con aire de pedir perdón por molestarnos y manchar el suelo.
—¿No tienes otra cosa más divertida que contar?
Era el único medio que quedaba. Emborrachar a la babosa a fondo, puesto que se empeñaba en no comprender nada. Que se ponga bien mala, que vomite, que no haya otra solución que llevarla a la cama.
—¡A su salud, joven! Y a la de todos los Cornu de Yport y de la región.
—¿Es usted de allí?
—De Fecamp. Durante una temporada iba a bailar a Yport todos los domingos.
—¡Ya está bien! —interrumpió Willy—. No hemos venido aquí para contar historias de familia…
Hace poco, en el bar de la calle Brey, hubiera podido creerse que una copa de más habría dado al traste con la pequeña. Era todo lo contrario lo que se estaba produciendo. ¿Tal vez por haber tomado el aire unos minutos la chica había recobrado su aplomo? ¿Era, si no, el champaña? Cuanto más bebía más se espabilaba. Pero ya no se parecía en nada a la muchachita del restaurante.
Willy, ahora, le metía todos sus cigarrillos encendidos en la boca y ella bebía en su mismo vaso. ¡Daba asco! ¡Y luego, aquella mano que se paseaba por su escote y por encima de la falda!
Dentro de pocos minutos todo el mundo iba a besarse, aquel sucio individuo pegaría sus labios a los labios de la joven, que sería bastante tonta para desmayarse en sus brazos.
«¡Así es como somos a esa edad! Deberían prohibir la fiesta de Nochebuena…»
¡Todas las demás fiestas también!… Juana era la que empezaba a ver doble.
—¿Y si cambiásemos de escenario?
Tal vez el aire de fuera, esta vez, produciría el efecto contrario y Martina terminaría, por fin, por no tenerse sobre sus piernas. ¡Pero, sobre todo, si llegaba a suceder así, que no fuera a intentar ese tipo acompañarla y subir a su casa!
—Estamos bien aquí…
Y Martina, mirando a su compañera con desconfianza, hablaba de ella en voz baja con su acompañante. Debía de estarle diciendo:
—¡Qué le importa a ella! ¿Quién es? Tiene el aspecto de una…
El jazz se paró de pronto. Hubo unos segundos de silencio. La gente se ponía en pie.
Medianoche, cristianos…, entonaba la música.
Entonces los dos se levantaron, ella quedó apretada contra el pecho de Willy, sus cuerpos estaban soldados uno con otro desde los pies hasta la frente, sus bocas escandalosamente juntas.
—¡Qué es eso, cochinos!
Juana avanzaba hacia ellos, con una voz chillona y vulgar, con ademanes de marioneta dislocada.
—¿Dejaréis algo para los demás, no?
Y luego, levantando la voz:
—¡Tú, pequeña, podías dejarme un poco de sitio!
La pareja seguía sin moverse y ella cogió a Martina por el brazo y la empujó hacia atrás.
—¿No has comprendido, tía zorra? ¿Crees que es para ti sola tu Willy? ¿Y si yo fuera celosa?
Desde las otras mesas les escuchaban, los miraban.
—No he dicho nada hasta ahora, me he aguantado, porque soy una buena persona. Pero este hombre es mío…
—¿Qué dice? —preguntaba con asombro la joven.
Willy trataba en vano de separarla.
—¿Lo que digo? ¿Lo que digo? Digo que eres una zorra asquerosa y que me lo has quitado. Digo que esto no se va a quedar así y que voy a ponerte la cara como un pimiento. Digo… ¡Toma! ¡Toma otra a cuenta! ¡Y otra! ¡Y otra más!…
Pegaba con toda su alma, arañaba, le tiraba del pelo a puñados, mientras que trataban en vano de separarlas.
Juana era fuerte como un hombre.
—¡Ah! ¡Me has tratado de lo que yo me sé!… ¡Ah! ¡Me estás buscado las cosquillas!…
Martina se defendía como podía, arañaba a su vez, incluso clavó sus dientecillos en la mano de la otra, que le estaba pellizcando una oreja.
—¡Vamos, señoras!… ¡Vamos, caballeros!…
Y siempre la voz aguda de Juana, que se las compuso para derribar la mesa. Los vasos, las botellas se hacían añicos. Las mujeres se alejaban gritando del campo de batalla, mientras que la mujerona lograba por fin, gracias a una zancadilla, tirar al suelo a la joven.
—¡Me estás buscando!… ¡Pues ya me has encontrado!…
Estaban en el suelo, agarradas, con gotas de sangre que habían hecho brotar los pedazos de cristal.
La música tocaba lo más fuerte posible su Medianoche, cristianos, para ahogar los gritos. La gente continuaba cantando. La puerta terminó por abrirse. Dos agentes ciclistas entraron y fueron derechos hacia las combatientes.
Sin muchos miramientos, las empujaron un poco con la punta del pie.
—¡Arriba!
—¡Es esta sinvergüenza, que…!
—¡Silencio! ¡Ya se lo explicará usted al inspector!
Los caballeros, Willy y su compinche, habían desaparecido como por ensalmo.
—¡Vamos, adelante!
—Pero… —protestaba Martina.
—¡Está bien! ¡Basta de explicaciones!
Juana se volvió para buscar su sombrero, que había perdido en la refriega. Desde la acera gritó al botones:
—Guárdame el sombrero, Juan. Vendré a buscarlo mañana.
—Si no se están calladas… —dijo uno de los agentes, agitando las esposas.
—¡Bueno, hombre! ¡Seremos buenecitas, como unas santas!
La joven iba tropezando. Ahora era cuando, de repente, se encontraba mareada. Hubo que pararse en un rincón de sombra para dejarla vomitar junto a la pared sobre la que se veía escrito con letras blancas: «Prohibido hacer aguas».
Ella lloraba, mezclando los sollozos con el hipo.
—No sé lo que le ha entrado. Nos estábamos divirtiendo agradablemente…
—¡Te parece!
—Querría un vaso de agua.
—Ya se lo darán en la comisaría.
No estaba lejos, en la calle de la Estrella. Y precisamente Lognon, el «inspector mala uva», estaba todavía de servicio. Tenía las gafas puestas. Debía de estar ocupado en redactar su informe sobre la muerte del ruso. Reconoció a Juana y luego a la otra y las miró alternativamente sin comprender nada.
—¿Os conocíais?
—Así parece…
—Tú estás borracha como una vaca —lanzó dirigiéndose a Juana—. En cuanto a la otra…
Uno de los agentes explicaba:
—Estaban las dos en el suelo, en el Monico, tirándose del moño.
Estaban los hombres a un lado, no muchos, viejos vagabundos en su mayor parte, y las mujeres a otro, en el fondo, separadas por una claraboya. Unos bancos a lo largo de las paredes. Una pequeña vendedora de flores que lloraba.
—¿Tú qué has hecho?
—Han encontrado cocaína en mis ramilletes. Yo no sabía nada…
—¿De veras?
—¿Quién es aquella de allí?
—Una babosa.
—¿Una qué?
—No te esfuerces en comprender. ¡Anda! Mírala cómo está vomitando. ¡Se va a poner aquí un buen olorcito si el coche celular pasa con retraso!
Había un centenar largo, a las tres de la madrugada, en el muelle del Reloj, en el depósito; siempre los hombres a un lado y las mujeres al otro.
Sin duda, en miles de casas se bailaba todavía delante de los árboles de Navidad. Habría indigestiones de pavo, de foie-gras y de embuchado. Los restaurantes y los cafés no cerrarían hasta el amanecer.
—¿Has comprendido, idiota?
Martina estaba acostada, encogida sobre un banco tan pulimentado por el uso como un banco de iglesia. Se encontraba aún mal, las facciones apagadas, los ojos vagos, los labios fruncidos.
—No sé lo que le he hecho a usted.
—No me has hecho nada, babosa.
—Usted es una…
—¡A callar! No pronuncies esa palabra, porque aquí hay algunas que podrían darte que sentir.
—La detesto a usted.
—Tal vez tengas razón. Pero eso no impide que, si no fuera por mí, a estas horas estarías abandonada en una habitación de hotel de la calle Brey.
Se veía que la joven hacía un esfuerzo para comprender.
—¡No te esfuerces! Créeme, cuando yo te digo que estás mejor aquí, aun cuando no sea confortable ni huela muy bien… A las ocho, el comisario te echará un pequeño sermón y podrás marcharte y tomar el Metro para la plaza de Ternes. A mí, seguramente me harán pasar visita y me retirarán la cartilla durante una semana.
—No comprendo nada.
—¡Déjalo! ¿Crees que hubiera sido agradable, con ese tipo, y en Nochebuena, además? ¿Eh? ¡Hubieras estado bien orgullosa de tu Willy, mañana por la mañana! ¿Y crees que no dabas asco a la gente cuando suspirabas sobre el pecho de ese granuja? Ahora, al menos, sigues igual que antes. ¡Puedes dar gracias al ruso!
—¿Por qué?
—No sé. Es una idea que se me ha ocurrido. Primero porque es por culpa suya por lo que no me he ido a casa en seguida. Luego, porque, tal vez ha sido él el que me ha dado deseos de hacer de Papá Noel una vez en la vida… Échate un poco hacia allá, que pueda yo tener un poco de sitio…
Luego, ya medio dormida…
—Suponte que cada uno hiciese de Papá Noel una vez…
Su voz se hacía más suave, mientras iba abandonándose al sueño.
—Suponte, te digo… Nada más que una vez… Con todos los habitantes que hay sobre la tierra…
Luego, en tono gruñón:
—¡Bueno, procura no estar dándome patadas todo el tiempo!
FIN