Se le trataba de igual a igual. Sabía que aquello no duraría, que mañana no sería ya más que un empleado bastante aburrido delante de su standard, un maniático que trazaba crucecitas en un carnet inútil.
Los otros no contaban. Ni siquiera se ocupaban de su hermano, que los miraba, uno tras otro, con ojos de conejo, y los escrutaba sin comprender; se preguntaba por qué, cuando se trataba de la vida de su hijo, se hablaba tanto en vez de actuar.
Dos veces había venido a tirarle de la manga a su hermano:
—Déjame ir a buscarlo… —suplicaba.
Buscar, ¿dónde? Buscar, ¿a quién? Las señas del ex brigadier Loubet habían sido ya transmitidas a todas las comisarías, a todas las estaciones, a todas las patrullas.
No sólo se buscaba a un niño, sino a un hombre de cincuenta y ocho años, probablemente borracho, que conocía bien París y a la policía parisina, que iba vestido con un abrigo negro con un cuello de terciopelo, e iba cubierto con un sombrero viejo de fieltro gris.
Janvier había vuelto, más espabilado que los demás. Todos los que llegaban continuaban por algún tiempo como rodeados de un aura de frescor traída de fuera. Luego, poco a poco, se envolvían en la atmósfera gris del ambiente, en el que parecía vivirse a un ritmo lento.
—Ha tratado de cerrarme la puerta en las narices, pero yo ya había tomado la precaución de meter el pie. Ella no sabe nada. Dice que le ha entregado su paga los últimos meses como de costumbre.
—Por eso es por lo que se veía obligado a robar. No necesitando grandes sumas, no habría sabido qué hacer con ellas. ¿Cómo es esa mujer?
—Menuda, morena, con unos ojos muy vivos y el pelo teñido, casi azul. Debe de tener un eczema o un salpullido, pues lleva en las manos unos mitones.
—¿Tienes alguna foto de él?
—La he cogido casi a la fuerza, sobre el aparador del comedor. La mujer no quería.
Era un hombre grueso y sanguíneo, con los ojos a flor de piel, que había debido de ser en su juventud el gallito del pueblo y que había conservado un estúpido aire de arrogancia. Además, la foto era ya de hacía varios años. Actualmente Loubet debía de estar acabado, con la carne fofa, con un gesto de sorna en lugar de su antiguo aplomo.
—¿Has podido enterarte de los sitios que frecuenta?
—Por lo que he podido comprender, ella lo tiene sujeto, excepto por la noche, cuando él está, o ella lo supone al menos, en su trabajo. He preguntado a la portera. Me ha dicho que tiene miedo de su mujer. Con frecuencia, por la mañana, la portera le ve llegar haciendo eses, pero se sobrepone en cuanto se agarra a la barandilla de la escalera. Va a la compra con su mujer, de día sólo sale en compañía de ella. Cuando duerme y la mujer tiene que salir, lo deja encerrado con llave.
—¿Qué piensa usted de todo esto, Lecoeur?
—Pienso si mi sobrino y él no estarán juntos.
—¿Qué quiere usted decir?
—No estaban juntos, al comienzo, sobre las seis y media de la mañana, pues Loubet hubiera impedido al chiquillo romper el cristal de los aparatos de alarma. Los separaba cierta distancia. Uno de ellos seguía al otro…
—A su parecer, ¿quién seguía a quién?
Era desconcertante sentirse escuchado de esta manera, como si de pronto se hubiera convertido en una especie de oráculo. Nunca se había sentido tan humilde en su vida, tal era el miedo que tenía a estar equivocado.
—Cuando el chico trepó por el canalón, creía a su padre culpable, puesto que por medio de la notita escrita y la fábula del tío Gedeón quería mandarlo a la Estación de Austerlitz, donde él esperaba sin duda verlo después de haber hecho desaparecer la caja de los bocadillos.
—Eso parece muy probable…
—Bib no ha podido creer… —trató de protestar Olivier.
—¡Cállate! En aquel momento acababa de cometerse el crimen. El niño no hubiera emprendido su escalada si no hubiese visto el cadáver…
—Lo ha visto —afirmó Janvier—. Desde su ventana, podía descubrir el cuerpo, desde los pies hasta la mitad de los muslos.
—Lo que no sabemos es si el hombre estaba todavía en la habitación.
—¡No! —dijo el comisario a su vez—. No, si hubiera estado allí aún, se habría mantenido oculto mientras el chico entraba por la ventana y habría suprimido a ese testigo peligroso como acababa de suprimir a la vieja.
Era preciso llegar a comprender, sin embargo, a reconstituir los menores detalles, si querían encontrar al joven Lecoeur, a quien como regalo de Navidad esperaban dos aparatos de radio, en lugar de uno.
—Dime, Olivier, cuando has vuelto a casa esta mañana, ¿estaba la luz encendida?
—Sí, estaba encendida.
—¿En la habitación del pequeño?
—Sí. Al verla me llevé un susto. Pensé que estaría enfermo.
—Entonces el criminal ha podido ver la luz. Ha temido la posibilidad de tener un testigo. No ha pensado seguramente que alguien iba a introducirse en la habitación trepando por el canalón. Entonces ha salido precipitadamente de la casa.
—¿Y ha estado esperando fuera para saber lo que iba a pasar?
Era todo lo que podía hacerse: suposiciones. Tratar de seguir la lógica humana todo lo posible. El resto, era asunto de las patrullas, de los centenares de agentes diseminados por París, del azar, en una palabra.
—Mejor que volver por el mismo camino, el niño ha salido de la casa de la vieja por la puerta…
—Un instante, señor comisario. En aquel momento, sabía probablemente que su padre no era el asesino.
—¿Por qué?
—He oído decir hace poco, creo que a Janvier, que la vieja Fayet había perdido mucha sangre. Si el crimen acababa de ser cometido, la sangre no estaba todavía seca, el cuerpo permanecía caliente. Ahora bien, cuando Bib había visto a su padre eran tan sólo alrededor de las nueve de la noche.
A cada nueva evidencia, se acariciaba una nueva esperanza. Se percibía claramente que se estaba adelantando terreno. El resto parecía más fácil. A veces los dos hombres abrían la boca al mismo tiempo, sorprendidos por un pensamiento idéntico.
—Al salir ha sido cuando el chiquillo ha descubierto al hombre, a Loubet, o al que sea, Loubet lo más probable. Y éste no podía saber si le habían visto la cara. El niño, presa del pánico, ha echado a correr delante de él…
Esta vez fue el padre el que intervino. Dijo que no y explicó con voz monótona:
—No, si Bib sabía que había una fuerte recompensa. No, si sabía que he perdido mi empleo. No, si me ha visto ir a buscar dinero a casa de mi suegra…
El comisario y André se miraron y, porque se daban cuenta de que Lecoeur tenía razón, tuvieron miedo al mismo tiempo.
Aquello era alucinante. Un trozo de calle desierta, en uno de los barrios más desolados de París, y era todavía de noche, y faltaban dos horas aproximadamente para que saliera el sol.
Por un lado, un hombre, un obseso, que acababa de matar por octava vez en unas semanas; por odio, por despecho, por necesidad también, tal vez para probarse Dios sabe qué a sí mismo, un hombre que ponía todo su orgullo en desafiar al universo entero a través de la policía.
¿Estaba embriagado como de costumbre? Sin duda, una Nochebuena, en que los bares estaban abiertos, habría bebido más que de ordinario, y miraría el mundo a través de sus hinchados ojos de borracho; vería en aquella calle, en aquel desierto de piedra, entre fachadas ciegas, a un niño que sabía que iba a llevarlo a la guillotina, a poner fin a sus delirantes hazañas.
—Me gustaría saber si tenía un revólver —suspiró el comisario.
La respuesta no se hizo esperar. Vino en el acto; fue Janvier el que contestó:
—Se lo he preguntado a su mujer. Llevaba siempre una pistola automática, pero descargada.
—¿Por qué?
—Su mujer le tenía miedo. Cuando estaba cargado de alcohol, en vez de bajar la cabeza, solía amenazarla. Ella le había escondido los cartuchos, diciéndole que, en caso necesario, bastaría mostrar el arma para intimidar a un individuo sin que fuera preciso disparar.
¿Habían jugado al ratón y al gato, realmente, en las calles de París el viejo loco y el niño? El antiguo policía no podía esperar ganar por pies a un niño de diez años. El niño, por su parte, era incapaz de dominar a un hombre de aquella corpulencia.
Aquel hombre representaba una fortuna para él. Era el fin de la miseria. Su padre no tendría ya que errar por la noche por las calles de la ciudad para hacerle creer que seguía trabajando en la calle del Croissant, ni de acarrear hortalizas al mercado, ni venir, en suma, a humillarse delante de una vieja como la señora Fayet para obtener un préstamo de improbable devolución.
No era ya necesario seguir hablando mucho. Continuaban mirando el plano, el nombre de las calles. Sin duda el niño se mantenía por allí a prudente distancia.
En los alvéolos de todas las casas de la urbe había millares de personas que dormían, que no podían serles útiles, ni al uno ni al otro.
Loubet no podía permanecer eternamente en la calle, acechando al niño, que guardaba prudente distancia, y había echado a andar, evitando las calles peligrosas, el farol azul de las comisarías, los puntos vigilados.
Dentro de dos o tres horas habría transeúntes por las aceras y el chico se precipitaría sobre el primero que pasara pidiendo socorro.
—Es Loubet el que marchaba delante —dijo lentamente el comisario.
—Y mi sobrino, acordándose de mí, porque le he explicado el funcionamiento de los puestos de llamada de socorro, ha ido rompiendo cristales —añadió André Lecoeur.
Las crucecitas tomaban vida. Lo que al principio había sido un misterio, se convertía en una cosa simple, pero trágica.
Lo más trágico, acaso, era esa cuestión de dinero, era la prima por la cual un chiquillo de diez años se imponía esas angustias y arriesgaba su piel.
El padre se había echado a llorar calladamente, sin sacudidas, sin sollozos, y no se preocupaba de ocultar sus lágrimas. Tenía los nervios rotos, carecía de reacciones. Estaba rodeado de objetos extraños, de instrumentos bárbaros, de hombres que hablaban de él como si fuera otro, como si no estuviera allí presente, y su hermano estaba allí entre esos hombres, un hermano a quien apenas reconocía y al que miraba con un involuntario respeto.
Las frases se hacían más cortas, porque Lecoeur y el comisario se comprendían a medias palabras.
—Loubet no podía volver a su casa.
—Ni penetrar en un bar con el niño en los talones.
André Lecoeur, de pronto, sonrió a pesar suyo.
—El hombre no se ha imaginado que el chico no tenía un céntimo en el bolsillo y que habría podido escapar de él metiéndose en el Metro.
¡Pero no! Eso no bastaba. Bib lo había visto y daría de él una descripción minuciosa.
El Trocadero. El barrio de la Estrella. Había pasado el tiempo. Era casi de día. Las gentes salían de sus casas. Se oían pasos en las aceras.
No era posible, sin armas, matar a un niño en la calle sin llamar la atención.
—De un modo o de otro, ahora están juntos —decidió el comisario como quien se sacude después de una pesadilla.
En el mismo momento se iluminó una lamparita. Como si supiera que aquello concernía a su asunto, Lecoeur respondía en lugar de su colega.
—Sí… Me lo figuraba… Gracias…
Y explicó:
—Es referente a las dos naranjas. Acaban de encontrar a un joven norteafricano dormido en la sala de espera de tercera de la Estación del Norte. Todavía tenía una de las naranjas en el bolsillo. Se ha escapado esta mañana de su casa, en el distrito XVIII, porque le habían pegado.
—¿Crees que habrán matado a Bib?
Olivier Lecoeur se tiraba de los dedos y parecía que se los iba a arrancar.
—Si lo hubiera matado, Loubet habría vuelto a su casa, pues entonces nada tendría que temer.
Por consiguiente, continuaba la lucha, en un París en el que lucía por fin el sol, en que las familias paseaban a sus niños endomingados.
—Sin duda, en el bullicio, Bib, temeroso de perder la pista, se habrá acercado.
—Puede que Loubet haya podido hablarle, amenazarlo con su arma.
«Si llamas, disparo…»
Y así cada uno de ellos perseguía su objetivo: desembarazarse del chico, para el uno, arrastrándolo hacia un sitio desierto donde el crimen se hiciera posible; dar la alarma, para el otro, sin que su compañero tuviese tiempo de disparar.
Cada uno desconfiaba del otro. Cada uno se jugaba la vida.
—Loubet no se ha dirigido seguramente hacia el centro de la ciudad, donde los agentes son numerosos. Y con mayor razón porque la mayoría de ellos le conocen.
—Desde la Estrella, han debido de remontar hasta Montmartre, no el de las salas de fiestas, sino el de los humildes, hacia las calles tristes: un día como éste, tendrán un aspecto más provinciano.
Eran las dos y media. ¿Habrían comido? ¿Habría podido Loubet, a pesar de la amenaza que pesaba sobre él, permanecer todo el tiempo sin beber?
—Dígame, señor comisario…
Por mucho que hiciera, André Lecoeur no llegaba a hablar con aplomo, tenía la impresión de estar usurpando una función que no le pertenecía.
—Hay centenares de pequeños bares en París, ya lo sé. Pero, comenzando por los barrios más probables, poniendo en ellos mucha gente…
No sólo los que estaban allí se pusieron manos a la obra, sino que Saillard dio el alerta al Quai des Orfèvres, donde seis inspectores de servicio se instalaron cada uno delante de un teléfono.
—¡Oiga! ¿El Bar de los Amigos? ¿No han visto ustedes desde esta mañana, a un hombre de cierta edad, con abrigo negro, acompañado de un chico de unos diez años?
Lecoeur trazaba de nuevo cruces, no ya en su carnet, sino en la guía. Los bares ocupaban diez páginas con nombres más o menos pintorescos. Algunos estaban cerrados. En otros se oía música.
En un plano que habían desplegado sobre la mesa, se iban marcando las calles con lápiz azul, a medida que se hacían llamadas. Fue detrás de la plaza de Clichy, en una especie de pasaje de mala nota, donde se pudo inscribir la primera señal roja.
—Ha habido un tipo así hacia mediodía. Ha bebido tres calvados, y ha pedido un chato de blanco para el pequeño. Éste no quería beberlo. Sin embargo, lo ha bebido y ha comido dos huevos duros.
Al ver la cara de Olivier Lecoeur hubiérase dicho que acababa de oír la voz de su propio hijo.
—¿No sabe usted adónde han ido?
—Hacia Batignolles… El hombre iba ya cargadito.
El padre hubiera querido tener, él también, un teléfono, pero no había más disponibles e iba de uno a otro con el entrecejo fruncido.
—¡Oiga! ¿El Zanzi Bar?… ¿Han visto ustedes desde esta mañana…?
Era un ritornelo y cuando uno de los hombres acababa de pronunciarlo, ya había otro que lo recogía en la otra punta de la sala.
Calle Danremont. En lo más alto de Montmartre. A la una y media; sus movimientos se hacían cada vez más torpes, el hombre había roto un vaso. El chico había hecho intención de dirigirse al urinario y su compañero le había seguido. Entonces el chico había renunciado a ello, como si tuviera miedo.
—Un tipo raro. Todo el tiempo estaba riéndose como quien está gastando un buen bromazo al otro.
—Ya oyes, Olivier, Bib estaba allí hace una hora y cuarenta minutos…
André Lecoeur ahora tenía miedo de decir lo que pensaba. La lucha tocaba a su fin. Desde el momento en que Loubet había comenzado a beber, continuaría ya hasta el fin. ¿Era conveniente eso para el niño?
En cierto modo, sí, si éste tenía la paciencia de esperar y no se arriesgaba en una acción inútil.
Pero si se engañaba, si creía a su compañero más borracho de lo que en realidad estaba, si…
La mirada de André Lecoeur cayó sobre su hermano y tuvo la visión de lo que Olivier podía haber sido si, por milagro, su asma no le hubiera impedido beber.
—Sí… ¿Cómo dice?… ¿Bulevar Ney?
Llegaban a los límites de París y eso indicaba que el viejo policía no estaba tan embriagado como parecía. Iba avanzando poco a poco por el camino que se había propuesto. Paulatinamente iba llevando al niño, de modo casi insensible, hacia afuera de la ciudad, hacia los terrenos vagos de los alrededores.
Habían salido ya para ese barrio tres coches de la policía. Se enviaban allí a todos los agentes ciclistas disponibles.
Janvier mismo se lanzó en el pequeño auto del comisario y costó todo el trabajo del mundo impedir al padre que lo acompañase.
—¿No te digo que es aquí donde tendrás las primeras noticias?…
Nadie tenía tiempo de preparar café. Todos se sentían sobreexcitados aun a pesar suyo. Se terminó por hablar nerviosamente entre dientes.
—¡Oiga! ¿El Oriente Bar? ¡Oiga! ¿Quién está al aparato?
Era André Lecoeur quien hablaba, que se levantaba, con el auricular al oído, que hacía gestos extraños y que poco le faltaba para patalear.
—¿Cómo?… No tan cerca del aparato…
Entonces los otros oían resonar una voz aguda, como una voz de mujer.
—Quien quiera que sea, avise a la policía que… ¡Oiga! Avise a la policía que ya lo tengo… el asesino… ¡Oiga!… ¿Cómo?… ¿El tío André?
La voz bajaba el diapasón, se hacía angustiosa.
—Le digo que disparo… ¡Tío André!…
Lecoeur no supo quién cogía el receptor en lugar suyo. Había saltado a la escalera. Casi hace pedazos la puerta del telegrafista:
—¡Pronto!… El Oriente Bar, puerta de Clignancourt… Todos los hombres disponibles…
No esperó a oír la llamada, descendió saltando los escalones de cuatro en cuatro, se detuvo en el umbral del gran despacho, estupefacto de ver a todo el mundo inmóvil como después de haber dado un suspiro de alivio.
Era Saillard quien tenía el receptor, en el cual una voz pastosa y arrabalera, decía:
—¡Ya está!… No se quemen la sangre… Le he atizado un botellazo en la cabeza… Tiene lo suyo… No sé lo que le quería al muchacho, pero… ¿Cómo?… ¿Quiere usted hablarle?… Ven, pequeño… Dame ese chisme… No me gustan nada esos juguetes… ¡Pero, anda, si no está cargado!…
Otra voz:
—¿Eres tú, tío André?
El comisario, con el auricular en la mano, miró alrededor suyo y no fue a André Lecoeur, sino a Olivier al que se lo entregó.
—¿Tío André?… ¡Ya lo tengo!… ¡Al asesino!…
—¡Oye, Bib!…
—¿Eh?
—¡Oye, Bib! Es…
—¿Qué haces ahí, papá?
—Nada… Estaba esperando… Estaba…
—Estoy contento, sabes… Espera… Ahora llegan unos agentes ciclistas… Quieren hablarme… Un auto acaba de pararse…
Ruidos confusos, voces que se cruzan, vasos que chocan. Olivier Lecoeur sostenía torpemente el auricular, mirando el mapa, tal vez sin verlo. Era muy lejos, allá arriba, completamente al norte de la ciudad, una vasta plaza barrida por el viento.
—Voy con ellos…
Otra voz:
—¿Es usted, jefe? Aquí, Janvier…
Hubiera podido creerse que era Olivier Lecoeur quien había recibido el botellazo en la cabeza, por el modo que tuvo de entregar el aparato.
—Está completamente sin sentido, jefe. Cuando el chico ha oído el timbre del teléfono ha comprendido que era su oportunidad: ha logrado coger el revólver del bolsillo de Loubet y ha pegado un brinco… Gracias al patrón, un hombre decidido, que le ha dado al hombre un buen golpe, sin vacilar un instante…
Una lucecita se encendía en el cuadro, la del barrio de Clignancourt. Pasando el brazo por encima del hombro de su colega, André Lecoeur metía la clavija en un agujero.
—¡Diga!… ¿Su coche acaba de salir?…
—Alguien ha roto el cristal del aparato de alarma de la plaza de Clignancourt para anunciarnos que sucede algo sospechoso en un bar… ¡Diga!… ¿Le vuelvo a llamar?
Inútil, esta vez.
Tampoco era necesario trazar una crucecita en el carnet.
Un chiquillo, lleno de orgullo, atravesaba París en un coche de la policía.
FIN