Capitulo cuatro

Acaso, después de todo, había llegado su día. André Lecoeur había leído en alguna parte que todo su ser, por insignificante que fuere, una vez en su vida, por lo menos, conoce una hora de fortuna, durante la cual le es dado realizarse.

Nunca había tenido una alta opinión de sí mismo, ni de sus posibilidades. Cuando se le preguntaba por qué había escogido un puesto sedentario y monótono, en lugar de inscribirse, por ejemplo, en la brigada de homicidios, respondía:

—¡Soy tan perezoso!

A veces, añadía:

—Probablemente, tengo también miedo a los golpes.

Eso no era verdad. Pero sabía que era lento en sus facultades mentales.

Todo cuanto había aprendido en la escuela le había costado un gran esfuerzo. Los exámenes de policía, que otros hacen sin preocupación, a él le habían costado un gran esfuerzo.

¿Era a causa de este conocimiento de sí mismo por lo que no se había casado? Tal vez. Le parecía que, con cualquier mujer que escogiese, se sentiría inferior a ella y se dejaría dominar.

No pensaba hoy en nada de eso. Ignoraba aún que su hora se estaba acercando, si es que llegaba.

Un nuevo equipo de refresco, endomingado, un equipo que había tenido tiempo de celebrar la Nochebuena en familia, acababa de sustituir al de la mañana, y había como un tufillo de pasteles y alcoholes finos en los alientos.

El viejo Bedeau se había sentado en su sitio, delante del standard, pero Lecoeur no se había marchado, había dicho simplemente:

—Me voy a quedar un poco todavía.

El comisario Saillard había ido a comer, a toda prisa, a la Brasserie Dauphine, a dos pasos, encargando que le llamaran si había algo nuevo. Janvier había vuelto al Quai des Orfèvres, donde estaba redactando su informe.

Lecoeur no tenía ganas de ir a acostarse. No tenía sueño. Ya le había sucedido tener que pasarse treinta y seis horas en su puesto, cuando los motines de la plaza de la Concordia, y otra vez, durante las huelgas generales, los hombres del Central habían vivido en la oficina durante cuatro días con sus noches.

Su hermano era el más impaciente.

—Quiero ir a buscar a Bib —había dicho.

—¿Adónde?

—No lo sé. Por la estación del Norte.

—¿Y si no es él el que ha robado las naranjas? ¿Si está en otro barrio distinto? ¿Si dentro de unos minutos o de dos horas tenemos noticias suyas?

—Querría hacer algo.

Le habían sentado en una silla, en un rincón, pues se negaba a tumbarse. Tenía los párpados enrojecidos de cansancio y de angustia, y comenzaba a tirarse de los dedos como cuando, de niño, le castigaban en un rincón.

André Lecoeur, por disciplina, había intentado descansar. Había, contiguo al salón, un cuarto de desahogo con un lavabo, dos catres y una percha, donde, a veces, los del turno de noche iban a echar un sueñecito durante una hora de tranquilidad.

Lecoeur había cerrado los ojos. Luego su mano había cogido del bolsillo el cuaderno de notas del que no se separaba nunca, y se había puesto a hojearlo.

No se veían en él más que cruces, columnas de minúsculas cruces que, durante años, se había obstinado en trazar sin saber para qué podrían servirle un día. Unos llevan su diario. Otros, la cuenta de sus menores gastos, o de lo que pierden al bridge.

Aquellas cruces, en estrechas columnas, representaban años de la vida nocturna de París.

—¿Quiere café, Lecoeur?

—Si hace el favor…

Pero como se sentía muy lejos en aquel aposento desde donde no veía el cuadro de las luces, sacó el catre a la oficina, se tomó su café y, desde entonces, empezó a pasar el tiempo consultando las cruces de su cuaderno y cerrando los ojos. A veces, entre sus pestañas entornadas, observaba a su hermano, desplomado en su silla, los hombros caídos, la cabeza inclinada, dejando ver solamente, como signo de su drama interior, las crispaciones convulsivas de sus largos dedos pálidos.

Podían contarse por cientos ahora, no sólo en París, sino en los alrededores, los que habían recibido las señas del niño. De cuando en cuando nacía una esperanza. Una comisaría llamaba, pero se trataba de una niña, o de un muchacho demasiado pequeño o demasiado mayor.

Lecoeur cerró de nuevo los ojos y de pronto los volvió a abrir. Como si hubiera llegado a adormilarse, miró la hora, buscó al comisario en torno suyo.

—¿No ha vuelto Saillard?

—Seguramente se ha pasado por el Quai des Orfèvres.

Olivier le miró, sorprendido de verle pasearse por la vasta pieza, y Lecoeur apenas se había dado cuenta de que el sol, fuera, había terminado por atravesar la cúpula blanca de las nubes; que París, aquella tarde de Navidad, estaba lleno de claridad, como un París primaveral.

Lo que acechaba eran los pasos de la escalera.

—¿Quieres ir a comprar unos bocadillos, Olivier?

—¿De qué?

—De jamón. De lo que sea. Lo que encuentres.

Olivier abandonó la oficina tras una mirada al tablero de las luces, aliviado, a pesar de su angustia, por ir a respirar el aire un momento.

Los que habían relevado al equipo de la mañana no sabían casi nada, excepto que se trataba de un criminal y que, en algún sitio de París, había un niño en peligro. El suceso, para ellos que no habían pasado la noche aquí, no tenía el mismo colorido, estaba como esquematizado, reducido a unos cuantos datos exactos y fríos. El viejo Bedeau, en el sitio de Lecoeur, hacía crucigramas, con los auriculares encasquetados, interrumpiéndose apenas para pronunciar el tradicional:

—¡Diga! ¿Austerlitz? ¿Ha salido su coche?…

Una ahogada que acababan de sacar del agua del Sena. Eso también formaba parte de la tradición de Navidad.

—Querría hablarle un momento, señor comisario.

El catre había vuelto a su sitio en el cuarto contiguo, donde Lecoeur llevó al jefe de la brigada de homicidios. El comisario, que seguía fumando en su pipa, se quitó el abrigo, y miró a su interlocutor con cierta extrañeza.

—Le pido perdón por meterme en lo que no me compete, es algo concerniente al asesino…

Tenía su pequeño carnet en la mano, pero diríase que se lo sabía de memoria y que sólo lo consultaba por pura fórmula.

—Perdóneme si le expongo desordenadamente lo que tengo en la cabeza, pero es que estoy pensando en ello sin parar desde la mañana y…

Hace un poco, cuando estaba acostado, todo le parecía tan claro que era maravilloso. Ahora, buscaba las palabras y las ideas, que se habían vuelto menos precisas.

—Se trata de que he observado que los ocho crímenes han sido cometidos después de las dos de la madrugada y, la mayoría, después de las tres…

En el rostro del comisario comprendió que aquella observación no tenía para los demás nada particularmente extraño.

—He tenido la curiosidad de averiguar la hora de la mayor parte de los crímenes de este género, desde hace tres años. Casi siempre suceden entre las diez de la noche y las dos de la madrugada.

Debía de estar planteando mal su tesis, pues no lograba obtener ninguna reacción. ¿Por qué no decir francamente cómo se le había ocurrido la idea? No era el momento de detenerse a causa de una especie de pudor.

—Hace un momento, mirando a mi hermano, he pensado que el hombre que usted busca debe de ser como él. Por un instante incluso he llegado a preguntarme si no había sido él. Espere…

Ahora se sentía por el buen camino. Había visto los ojos del comisario expresar algo diferente a una atención cortés, un tanto distraída.

—Si hubiera tenido tiempo, hubiera puesto mis ideas en orden. Pero va usted a ver… Un hombre que mata ocho veces, casi sin interrupción, es un maniático, ¿no es eso?… Es un ser que, de la noche a la mañana, por cualquier razón, ha tenido el cerebro perturbado…

»Mi hermano ha perdido su empleo y, por no confesárselo a su hijo, para no perder prestigio a sus ojos, ha continuado durante semanas saliendo de su casa a la misma hora, comportándose exactamente como si siguiera trabajando…

La idea, traducida en palabras, en frases, perdía fuerza. Se daba perfecta cuenta de que, a pesar de un esfuerzo evidente, Saillard no lograba ver en todo aquello la menor aclaración.

—Un hombre a quien, de repente, se le quita todo lo que constituía su vida…

—¿Y que se vuelve loco?

—No sé si está loco. Acaso eso se llame así. Alguien que cree tener razones para odiar a todo el mundo, a tomar un desquite con los hombres.

»Sabe usted, señor comisario, que los otros, los verdaderos asesinos, matan siempre de la misma manera.

ȃste se ha servido de una navaja, de un martillo, de una llave inglesa. A una de las mujeres la ha estrangulado.

»No se ha dejado ver en ninguna parte. En ninguna parte ha dejado huellas. Dondequiera que habite, ha tenido que recorrer kilómetros por París a una hora en que no hay autobuses ni Metro. Ahora bien, aunque la policía esté alerta desde sus primeros crímenes, aunque observe a los transeúntes e interrogue a los sospechosos, no se ha dejado ver ni una sola vez.

Sentía ganas, pues se encontraba en el buen camino y tenía miedo de que se cansaran de escuchar su argumento, de murmurar:

—Escúcheme usted hasta el final, se lo suplico.

El aposento era reducido y andaba tres pasos en cada dirección, paseando por delante del comisario, sentado al borde del camastro.

—No son razonamientos, créame. No soy capaz de razonamientos extraordinarios. Son mis crucecitas, son los hechos que he registrado…

»Esta mañana, por ejemplo, ha atravesado la mitad de París sin pasar por delante de un puesto de policía, sin atravesar por ningún cruce vigilado.

—¿Quiere usted decir que conoce el distrito XV a fondo?

—No sólo el XV, sino otros dos distritos por lo menos, a juzgar por los crímenes anteriores: el XX y el XII. No ha escogido sus víctimas al azar. De todas ellas sabía que se trataba de gentes solitarias, que vivían en condiciones tales que podía atacarlas sin grandes riesgos.

Estuvo a punto de desanimarse al oír la voz triste de su hermano.

—¡Los bocadillos, André!

—Sí, gracias. Espera, sentado ahí.

No se atrevía a cerrar la puerta por una especie de humildad. Él no era un personaje tan importante como para encerrarse con el comisario.

—Si todas las veces ha cambiado de arma es porque sabe que eso despistará a sus perseguidores, por consiguiente sabe que los asesinos, en general, se sujetan al mismo método siempre.

—Entonces, Lecoeur…

El comisario acababa de levantarse y miraba al inspector con ojos vagos, como si siguiese ahora su propio pensamiento.

—Quiere usted decir que…

—No sé. Pero se me ha ocurrido la idea de que quizá era uno de los nuestros, o en todo caso, uno que ha trabajado entre nosotros.

Bajó la voz.

—Alguno al que le hubiera ocurrido lo mismo que a mi hermano, ¿comprende usted? Un bombero despedido tendría de seguro la ocurrencia de provocar incendios. Ya ha sucedido así dos veces en tres años. Alguien de la policía…

—Pero ¿por qué robar?

—Mi hermano también tenía necesidad de dinero, para hacer creer a su hijo que continuaba ganándose la vida empleado en La Prensa. Si es uno del turno de noche y está haciendo creer a alguien que sigue trabajando, tiene que pasarse fatalmente las noches fuera y eso explica que cometa sus crímenes después de las tres de la mañana. Tiene que esperar a que sea de día para volver a su casa. Las primeras horas son fáciles. Hay cafés, bares abiertos. Luego, está solo por las calles…

Saillard gruñó para sus adentros:

—Hoy no hay nadie en la sección de personal.

—Tal vez encontremos al director en su casa. Puede que se acuerde…

Lecoeur no había acabado. Había aún muchas cosas que habría querido decir y que se le escapaban. ¿No era tal vez todo aquello más que un juego de imaginación? Por momentos le parecía así, pero después le parecía que había llegado a una luminosa evidencia.

—¡Oiga! ¿Podría hablar con el señor Guillaume, por favor? ¿No está en casa? ¿Sabe usted dónde podría encontrársele? ¿En casa de su hija, en Auteuil? ¿Sabe usted el número de su hija?

Ésos también debían de haber hecho una buena comida, en familia, y estarían saboreando el café con licores.

—¡Diga! ¿El señor Guillaume? Aquí, Saillard, sí. Espero que no le moleste demasiado. ¿No estaría usted comiendo? Es sobre el asesino. Hay algo nuevo. Nada preciso aún. Querría comprobar una hipótesis y es urgente. No se extrañe usted demasiado de mi pregunta. ¿Ha sido destituido algún miembro del personal de la policía, de cualquier categoría, en estos últimos meses? ¿Cómo dice? ¿Que ni uno solo en todo el año?

Lecoeur sentía oprimírsele el pecho como si se cerniese sobre él una catástrofe y lanzó una lamentable mirada al plano de París. Había perdido la partida. Desde este momento renunciaba, y le extrañaba ver insistir a su jefe:

—Tal vez es más antiguo, no lo sé. Podría tratarse de un hombre de los turnos de noche que hubiera trabajado en varios distritos, el XV, el XX y el XII. Alguien a quien el despido hubiera amargado considerablemente. ¿Cómo?

La voz de Saillard, al pronunciar esta última palabra, devolvió las esperanzas a Lecoeur, mientras que los otros que estaban en la sala no comprendían nada de esta conversación.

—¿El brigadier Loubet? En efecto, he oído hablar de él, pero yo no formaba parte del consejo de disciplina aún en esa época. Tres años, sí. ¿No sabe usted dónde vivía? ¿Por los alrededores del Mercado Central?

Pero tres años era demasiado tiempo transcurrido, y Lecoeur se había desanimado de nuevo. Era improbable que un hombre guardase tres años su humillación y su odio antes de actuar.

Saillard colgó el teléfono y miró a Lecoeur con atención, le habló como hubiera hablado a un compañero de su misma categoría.

—¿Ha oído usted? Ha habido el brigadier Loubet, que después de una serie de amonestaciones y de haber sido trasladado dos o tres veces de comisaría, fue separado del servicio. Lo ha llevado muy mal. Bebía. Guillaume cree que ahora está empleado en una agencia de policía privada. Si quiere usted probar…

Lecoeur lo hizo sin convicción, pero, por lo menos, era hacer algo en vez de estar esperando delante del famoso plano. Comenzó por las agencias más sospechosas, dudando de que un hombre como Loubet hubiera sido contratado por una empresa seria. La mayor parte de las oficinas estaban cerradas. Llamaba a la gente a su misma casa…

Con frecuencia oía voces de niños.

—No, no lo conozco. Mire usted a ver en Tisserand, bulevar San Martin. Ahí suelen recoger a toda la escoria.

Pero no era en casa de Tisserand tampoco, que estaba especializado en seguir los pasos de los que se trataba de obtener datos. Durante tres cuartos de hora, Lecoeur estuvo utilizando el mismo aparato, para escuchar finalmente a alguien que gruñó furioso:

—No me hable usted de semejante individuo. Hace más de dos meses que lo puse en la calle y, aunque me amenazó, no se atrevió a mover ni un dedo. El día que me lo encuentre, se va a llevar un puñetazo en las narices.

—¿De qué se ocupaba en su casa?

—Vigilancia de inmuebles por la noche.

André Lecoeur se transfiguraba nuevamente.

—¿Bebía mucho?

—Estaba borracho nada más entrar de servicio. No sé cómo se las arreglaba para que lo invitaran en todas las tabernas.

—¿Tiene usted su dirección exacta?

—Calle del Pas-de-la-Mule, 27 bis.

—¿Tiene teléfono?

—Es posible. No se me ha pasado por la imaginación telefonearle. ¿Es eso todo? ¿Puedo continuar jugando?

Se oyó al hombre, que mientras colgaba explicaba algo a sus amigos.

El comisario ya había cogido una guía y había buscado el número de Loubet. Ahora estaba llamando. Entre él y Lecoeur había una entente tácita. Compartían la misma esperanza. En el momento de llegar al final, tenían el mismo temblor en la punta de los dedos, mientras el otro Lecoeur, Olivier, se daba cuenta indudablemente de que algo importante ocurría, pues se había levantado y no hacía más que mirarlos uno tras otro.

Sin que le invitara a ello, André Lecoeur tuvo un gesto que, por la mañana, no habría creído poder permitirse: cogió el segundo auricular. Se oyó el timbre allá en el piso de la calle del Pas-de-la-Mule; sonó mucho tiempo, como en el vacío, y Lecoeur comenzaba a sentir una opresión en el pecho cuando descolgaron.

¡Alabado sea Dios! Era una voz de mujer, de mujer de edad, que pronunciaba:

—¿Por fin eres tú? ¿Dónde estás?

—¡Oiga! Señora, no es su marido el que habla.

—¿Le ha sucedido algo malo?

Hubiérase dicho, al oírla, que le gustaba esa idea, que esperaba desde hace tiempo esa noticia.

—¿Es la señora Loubet la que está al aparato?

—¿Quién va a ser?

—¿No está su marido en casa?

—En primer lugar, ¿quién está hablando?

—El comisario Saillard…

—¿Por qué? ¿Necesita usted de él?

El comisario puso un momento la mano sobre el micro y dijo por lo bajo a Lecoeur:

—Telefonee a Janvier que se plante inmediatamente allí.

Un comisario llamó al mismo tiempo, de suerte que había a la vez tres aparatos funcionando en la misma sala.

—¿No ha vuelto su marido esta mañana?

—Si la policía estuviera bien organizada, usted debería saberlo.

—¿Le sucede eso a menudo?

—Es una cosa que no le importa a nadie. ¿No es eso?

Probablemente detestaba al borracho de su marido, pero en cuanto le atacaban, se ponía de su parte.

—Usted sabe que ya no forma parte de la administración.

—¡Seguramente no es bastante sinvergüenza para eso!

—¿Cuándo dejó de trabajar para la agencia Argus?

—¿Eh?… Un momento, por favor… ¿Qué dice usted?… ¿Quiere sacarme la verdad de una mentira, no es así?

—Lo siento, señora. Hace más de dos meses que su marido fue despedido de la agencia.

—¡Mentira!

—¿Quiere decir que para usted sigue yéndose todas las noches a su trabajo?

—¿Y dónde iba a ir? ¿Al Folies-Bergére?

—¿Por qué no ha vuelto esta mañana? ¿No le ha telefoneado a usted?

Seguramente tuvo miedo de que la cogieran en alguna trampa, pues tomó la determinación de colgar.

Cuando el comisario colgó a su vez vio a André Lecoeur, de pie tras él, que pronunciaba, volviendo la cabeza:

—Janvier ha salido para allá…

Y, con el dedo, enjugaba en sus ojos una pizca de humedad.