El comisario Saillard se encontraba violento. Miró a Lecoeur y se extrañó de verle tan tranquilo. Tal vez tomó un poco a mal lo que él creía que era indiferencia. ¿Quizá Saillard no tenía hermanos? Lecoeur tenía la experiencia del suyo desde los primeros años de su infancia. Ya le había visto crisis semejantes, muchas veces desde pequeño, y ahora, estaba casi satisfecho de cómo se había producido, pues pudiera haber ocurrido algo peor: en lugar de lágrimas, de esta resignación amarga, de esta especie de delirio, hubiera podido tener que soportar las iras de un Olivier indignado, declamatorio, que les habría dicho a todos unas cuantas inconveniencias.
¿No era de ese modo como había perdido la mayor parte de sus empleos? Durante semanas, meses, inclinaba la cabeza, se tragaba su humillación, se mecía en su propio dolor; luego, de pronto, cuando menos se esperaba, casi siempre por una razón fútil, por una frase sin importancia, se acaloraba.
—¿Qué debo hacer? —preguntaba con la mirada el comisario.
Y los ojos de André Lecoeur respondían:
—Esperar…
No fue muy largo. Los sollozos, como los de un niño, perdían su fuerza, se apagaban casi, recobraban por un instante una creciente intensidad. Luego, Olivier resoplaba, parecía estar todavía resentido, ocultándose la cara.
Al fin se levantó, amargo, resignado, y dijo, no sin orgullo:
—Pregunte usted. Responderé.
—¿A qué hora ha ido usted, esta noche, a casa de la señora Fayet? Un instante. Dígame primero a qué hora ha salido usted de su casa.
—A las ocho, como de costumbre, después de haber acostado a mi hijo.
—¿No había ocurrido nada desacostumbrado?
—No. Hemos cenado juntos y luego me ha ayudado a fregar los platos.
—¿Había usted hablado de la Nochebuena?
—Sí. Le había dejado vislumbrar que tendría una sorpresa al despertarse.
—¿Esperaba recibir un aparato de radio?
—Lo deseaba desde hacía mucho tiempo. No juega en la calle, no tiene amigos, pasa todo el día libre en casa.
—¿No ha pensado usted que su hijo sabe, tal vez, que usted ha perdido su empleo en La Prensa? ¿No le ha telefoneado allí en alguna ocasión?
—Nunca. Cuando estoy trabajando, él está durmiendo.
—¿No ha podido decírselo alguien?
—Nadie lo sabe en el barrio.
—¿Es observador?
—No se le escapa nada de lo que ocurre alrededor nuestro.
—Lo ha dejado usted en la cama y se ha marchado. ¿Llevaba usted algún bocadillo para la noche?
El comisario acababa de pensar en eso al ver a Godin desenvolver un bocadillo de jamón. Entonces, Olivier Lecoeur miró de pronto sus manos vacías y murmuró:
—¡Mi caja!
—¿La caja donde tenía usted la costumbre de llevar la merienda?
—Sí. La tenía en las manos ayer por la noche. Estoy seguro. Sólo puedo haberla dejado en un sitio…
—¿En casa de la señora Fayet?
—Sí.
—Un momento… Lecoeur, póngame con Javel… ¡Oiga!… ¿Quién está al aparato?… ¿Está ahí Janvier?… Hágame el favor de llamarlo… ¿Eres tú, Janvier?… ¿Has registrado la habitación de la vieja? ¿Has visto una caja de lata conteniendo una merienda?… ¿Nada de eso?… ¿Estás seguro?… Sí, lo preferiría… Llámame después de comprobarlo… Es importante.
Y, volviéndose hacia Olivier:
—¿Dormía su hijo cuando ha salido usted?
—Estaba durmiéndose. Nos hemos besado. He comenzado a andar por el barrio. He ido hasta el Sena y me he sentado en el parapeto para aguardar.
—¿Aguardar a qué?
—A que el chico estuviese profundamente dormido. Desde casa se ven las ventanas de la señora Fayet.
—¿Tenía usted pensado visitarla?
—Era el único medio. No tenía ni para tomar el Metro.
—¿Y su hermano?
Los dos Lecoeur se miraron.
—Le he pedido tanto dinero desde hace algún tiempo que no debe de tener nada de sobra.
—Llamó usted a la puerta del inmueble. ¿Qué hora era?
—Poco más de las nueve. La portera me vio pasar. No tenía por qué ocultarme de nadie, excepto de mi hijo.
—¿Estaba acostada ya su suegra?
—No. Me abrió y me dijo: «¿Ya estás aquí, crápula?».
—¿Sabía usted que, a pesar de eso, le prestaría dinero?
—Estaba casi seguro.
—¿Por qué razón?
—Me bastaba con proponerle un buen beneficio. No podía resistirse. Le firmé un papel reconociéndole una deuda por el doble de la cantidad que me daba.
—¿Para devolvérsela cuándo?
—A los quince días.
—¿Y cómo se la habría usted devuelto en ese plazo?
—No lo sé. Me las habría arreglado de cualquier modo. Yo quería que mi hijo tuviese su aguinaldo.
André Lecoeur sentía ganas de interrumpir al comisario para decirle:
«Siempre ha sido igual».
—¿Obtuvo usted fácilmente lo que quería?
—No. Discutimos bastante tiempo.
—¿Cuánto aproximadamente?
—Una media hora. Me recordó que yo era un inútil, que sólo había traído la miseria a su hija y que, si se había muerto, era por culpa mía. Ni le respondí. Yo quería el dinero por encima de todo.
—¿No la amenazó usted?
Se puso colorado, agachó la cabeza y balbució:
—Le dije que, si no obtenía el dinero, me suicidaría.
—¿Lo habría usted hecho?
—No lo creo. No sé. Estaba muy fatigado, muy descorazonado.
—¿Y cuando estuvo usted en posesión del dinero?
—Fui a pie hasta la estación de Beaugrenelle, donde tomé el Metro. Me apeé en Palais Royal y entré en los Almacenes del Louvre. Había mucha gente. En cada sección se formaban colas.
—¿Qué hora era?
—Quizá las once. No tenía prisa, sabía que los almacenes no cerrarían en toda la noche. Hacía calor. Había un tren eléctrico funcionando.
Su hermano, dirigió al comisario una ligera sonrisa.
—¿No se dio usted cuenta de perder la caja que contenía su piscolabis?
—Sólo pensaba en los regalos de Bib.
—En resumen, estaba usted muy excitado por contar con dinero en sus bolsillos.
El comisario lo entendía bastante bien. No había tenido necesidad de conocer a Olivier de niño. Ya podía estar deprimido, apagado, con los hombros encogidos, andar pegado a las paredes; en cuanto tenía dinero en el bolsillo, se convertía en un hombre lleno de confianza, incluso de inconsciencia.
—Me ha dicho usted que le firmó un recibo a su suegra. ¿Qué hizo ella con él?
—Lo metió en un viejo portamonedas que siempre ha llevado encima, en un bolsillo que se ataba a la cintura debajo de la falda.
—¿Conocía usted ese portamonedas?
—Sí. Todo el mundo lo conocía.
El comisario se volvió hacia André Lecoeur.
—No lo han encontrado.
Después hacia Olivier:
—Usted compró la radio, luego el pollo y el dulce. ¿Dónde?
—En la calle Montmartre, en una tienda que conozco, al lado de una zapatería.
—¿Qué ha hecho usted el resto de la noche? ¿Qué hora era cuando salió usted de la tienda de la calle Montmartre?
—Iban a dar las doce. La muchedumbre salía de los teatros y de los cines y se precipitaba en los restaurantes. Había grupos muy alegres, muchas parejas.
—Su hermano a esas horas estaba ya aquí, delante de su standard.
—Me encontraba en los Grandes Bulevares, a la altura del Crédit Lyonnais, con mis paquetes en la mano, cuando las campanas se pusieron a tocar. La gente se abrazaba en las calles…
¿Por qué Saillard experimentó la necesidad de hacer una pregunta inesperada, cruel?
—¿Nadie le ha besado a usted?
—No.
—¿Sabía usted a dónde iba?
—Sí. Existe en una esquina del bulevar de los Italianos un cine de sesión continua que permanece abierto toda la noche.
—¿Había ido usted ya otras veces?
Un poco azarado, respondió evitando mirar a su hermano:
—Dos o tres veces. No es más caro que una taza de café en un bar, y se puede estar dentro todo el tiempo que se quiera. Se está caliente. Muchos van allí a dormir.
—¿Cuándo decidió usted pasar la noche en el cine?
—Cuando recibí el dinero.
Y al otro Lecoeur, el hombre tranquilo y minucioso del standard, le daban ganas de explicar al comisario:
—Ya ve usted. Los pobres tipos no son tan desgraciados como creemos. Si no, no podrían resistirlo. Ellos también tienen su universo, y en los recovecos de ese universo, cierto número de pequeñas satisfacciones.
Reconocía perfectamente a su hermano en el hombre que, porque había recibido en préstamo algunos billetes —¿y cómo podría devolverlos, Señor?— había olvidado todas sus penas, sólo había pensado en la alegría de su hijo al despertarse y, a pesar de todo, se había ofrecido a sí mismo una pequeña recompensa.
Había ido al cine solo, mientras las familias se reunían en torno a una mesa bien provista, mientras la gente bailaba en los cabarets, mientras otros, en fin, elevaban su espíritu en la penumbra de una iglesia donde danzaba la llamita de los cirios.
En suma, había tenido su Nochebuena peculiar, una Nochebuena a su imagen y semejanza.
—¿A qué hora salió usted del cine?
—Un poco antes de las seis, para tomar el Metro.
—¿Qué película vio usted?
—Corazones ardientes. Había también un documental sobre la vida de los esquimales.
—¿No vio usted el programa más que una vez?
—Dos veces, menos el No-Do, que empezaban a proyectar cuando salía.
André Lecoeur sabía que todo eso se comprobaría, aunque sólo fuera por rutina. Pero no era necesario, su hermano se registraba los bolsillos, y sacaba de ellos un pedazo de cartulina, su entrada del cine, y al mismo tiempo otro cartoncito rosa, el billete del Metro.
—¡Mire! Aquí tengo el billete del Metro.
Llevaba la hora, la fecha, el sello de la estación Ópera, donde lo había tomado.
Olivier no había mentido. No podía encontrarse entre las cinco y las seis y media de la mañana en la habitación de la señora Fayet.
Había ahora una llamita de desafío en su mirada, con una chispa de desprecio. Parecía estarles diciendo, al comisario y a su hermano:
«Porque soy un pobre tipo, habéis sospechado de mí. Es natural. No os guardo rencor».
Y, cosa curiosa, de pronto tuvo la impresión de que hacía más frío en la gran sala, donde uno de los empleados discutía por teléfono con una comisaría de las afueras, con motivo de un auto robado.
Eso era debido, probablemente, a que, una vez zanjada la cuestión Lecoeur, todos sus pensamientos se concentraban de nuevo sobre el niño. Todas las miradas se dirigían instintivamente al plano de París, donde, desde hacía un buen rato, las luces habían cesado de encenderse.
Era la hora tranquila. Otro día hubiera ocurrido de vez en cuando un accidente de circulación, sobre todo, ancianas derribadas en las encrucijadas llenas de animación de Montmartre y de los barrios superpoblados.
Hoy, las calles estaban casi vacías, como en el mes de agosto, cuando la mayor parte de los parisinos están en el campo o en el mar.
Eran las once y media. Hacía más de tres horas que no se sabía nada del chiquillo, que no había dado señales de vida.
—¡Diga!… Sí… Te escucho, Janvier… ¿Dices que no hay ninguna caja en todo el cuarto?… Bueno… ¿Eres tú el que ha registrado los vestidos de la muerta?… ¿Gonesse lo había hecho antes que tú?… ¿Estás seguro de que no tenía un viejo portamonedas debajo de la falda? ¿Ya te han hablado de ello?… ¿La portera vio subir a alguien ayer, hacia las nueve y media?… Ya sé de quién se trata… ¿Y después? Ha habido idas y venidas en la casa durante toda la noche… Naturalmente… ¿Quieres llegarte un momento a la casa?… La de detrás, sí… Querría saber si ha habido ruido durante la noche, particularmente en el tercer piso… Me llamarás, eso es…
Se volvió hacia el padre, que seguía inmóvil en su silla, tan humilde de nuevo como en la sala de espera de un médico.
—¿Comprende usted el porqué de mi pregunta…? ¿Tiene su hijo costumbre de despertarse durante la noche?
—A veces es sonámbulo.
—¿Se levanta, se pone a andar?
—No. Se sienta en la cama y grita. Siempre lo mismo. Cree que la casa se está quemando. Tiene los ojos abiertos, pero no ve nada. Luego, poco a poco, su mirada se vuelve normal y vuelve a acostarse con un profundo suspiro. Al día siguiente, no se acuerda de nada.
—¿Está siempre dormido cuando usted regresa por la mañana?
—No siempre. Pero, incluso cuando no está dormido, hace como que duerme para que yo vaya a despertarlo, besándole y tirándole de las narices. Es un gesto afectuoso, ¿comprende usted?
—Es probable que los vecinos hayan hecho más ruido que de costumbre la pasada noche. ¿Quién vive en el mismo piso que usted?
—Un checo, que trabaja en una fábrica de automóviles.
—¿Está casado?
—No lo sé. Hay tanta gente en el inmueble y los vecinos cambian tan a menudo, que uno no les conoce bien. Los sábados, el checo acostumbra a reunir a una media docena de amigos para beber y cantar canciones de su tierra.
—Janvier va a telefonearnos si fue así ayer. Si, en efecto, hubo reunión, su hijo pudo despertarse con el ruido. De todas maneras, la espera de la sorpresa que usted le había prometido debió ponerle nervioso. Si se levantó, es posible que fuera maquinalmente hasta la ventana y le viera a usted en casa de la señora Fayet. ¿Sabía que ella era su abuela?
—No. No la quería. La llamaba la «chinche». Se cruzaba frecuentemente con ella por la calle y decía que olía a chinche aplastada.
El niño debía de conocer semejante olor, pues no faltarían sin duda los insectos en la gran barraca que habitaban.
—¿Le habría extrañado verle a usted en casa de la vieja?
—Con toda seguridad.
—¿Sabía que prestaba dinero a la semana?
—Todos lo sabían.
El comisario se volvió hacia el otro Lecoeur.
—¿Cree usted que habrá alguien en La Prensa hoy?
Fue el antiguo tipógrafo quien respondió:
—Siempre hay alguien.
—Telefonéeles entonces. Trate de averiguar si alguna vez han preguntado por Olivier Lecoeur.
Éste volvió la cabeza una vez más. Antes de que su hermano hubiera abierto la guía, dijo el número de la imprenta.
Durante la llamada, no podían hacer otra cosa más que mirarse, mirar luego las lamparitas, que se obstinaban en no encenderse.
—Es muy importante, señorita. Puede ser cuestión de vida o muerte… ¡Sí! ¡Sí!… Hágame el favor, se lo ruego, de preguntar a todos los que se encuentren ahí en este momento… ¿Cómo dice? ¡Qué le voy a hacer!… También es Navidad para mí y, sin embargo, le telefoneo…
Y murmuró entre dientes:
—¡Vaya niña!
Y esperaron de nuevo, mientras se oía en el aparato el teclear de las linotipias.
—¡Diga!… ¿Cómo?… ¿Hace tres semanas?… Un niño, sí, sí…
El padre se había puesto muy pálido y se miraba fijamente las manos.
—¿No telefoneó? ¿Fue él mismo? ¿Hacia qué hora? ¿Un jueves? ¿Y luego?… Preguntó si Olivier Lecoeur trabajaba en la imprenta… ¿Cómo?… ¿Qué le contestaron?…
Su hermano, al levantar los ojos, le vio enrojecer, colgando el aparato con un gesto rabioso.
—Tu hijo fue un jueves por la tarde… Debía de sospechar algo… Le dijeron que no trabajabas ya en La Prensa desde hacía unas semanas.
¿Para qué repetir los términos que acababa de oír? Lo que le habían dicho al pequeño, era «¡Ya hace bastante tiempo que pusimos en la puerta a ese idiota!».
Acaso no era por crueldad. Simplemente, no se les había pasado por la imaginación que el niño era su hijo.
—¿Empiezas a comprender, Olivier?
Éste se iba todas las noches, con sus bocadillos debajo del brazo, hablando del taller de la calle del Croissant, y el chico sabía que estaba mintiendo.
¿No había que deducir de ello que también sabía la verdad sobre el famoso Gedeón?
Había seguido la ficción.
—Y yo que le he prometido una radio…
No se atrevían ya casi a hablar, porque las palabras corrían el peligro de evocar imágenes terribles.
Incluso los que no habían ido nunca a la calle Vasco de Gama, imaginaban ahora el alojamiento pobre, al niño de diez años que se pasaba en él horas y horas, esa extraña convivencia de padre e hijo en que, por temor a causarse disgusto, se mentían mutuamente.
Habría sido preciso evocar las cosas con un espíritu infantil: su padre se iba después de haberse inclinado sobre la cama para besarle en la frente, y era Nochebuena en todas partes, los vecinos bebían y cantaban sus canciones a voz en grito.
«Mañana por la mañana, tendrás una sorpresa.»
Sólo podía ser la soñada radio y Bib sabía lo que eso costaba.
¿Sabía también, aquella noche, que la cartera de su padre estaba vacía?
El hombre salía como si fuera a su trabajo, y tal trabajo no existía.
¿Había intentado siquiera la criatura dormirse? Frente a su habitación, al otro lado del patio, se alzaba una inmensa pared maestra con los agujeros claros de sus ventanas y una vida abigarrada detrás de esas ventanas.
¿No se había quedado mirando por detrás de los cristales, en mangas de camisa?
«Su padre, que no tenía dinero, iba a comprarle una radio.»
El comisario suspiró, sacudiendo su pipa en el tacón y vaciándola en el mismo suelo.
—Es más que probable que le viera a usted en casa de la vieja.
—Sí.
—Lo comprobaré todo ahora mismo. Usted habita en el tercer piso y ella en el entresuelo. Lo más probable es que sólo una parte de la habitación es lo que se ve desde sus ventanas.
—Así es.
—¿Su hijo habría podido verle salir?
—No, la puerta está al fondo de la habitación.
—¿Se ha acercado usted a la ventana?
—Precisamente me he sentado al lado.
—Un detalle que puede tener importancia. ¿Estaba la ventana entreabierta?
—Sí, lo estaba. Me acuerdo que me daba la sensación de tener una barra fría pegada a la espalda. Mi suegra ha dormido siempre con la ventana abierta, en invierno como en verano. Era una mujer del campo. Vivió algún tiempo con nosotros, inmediatamente después de nuestro matrimonio.
El comisario se volvió hacia el hombre del standard.
—¿Había usted pensado en eso, Lecoeur?
—¿En la escarcha de los cristales? Pienso en eso desde esta mañana. Si la ventana estaba entreabierta, la diferencia entre la temperatura exterior y la interior no era bastante fuerte para producir una capa de escarcha.
Una llamada… La clavija se hundió en uno de los agujeros.
—Sí… ¿Cómo dice?… ¿Un niño?…
Todos, alrededor de él, estaban pendientes de lo que iba a explicar, mirándole.
—Sí… Sí… ¿Cómo?… Sí, envíe a todos los agentes ciclistas a recorrer el barrio… Yo me ocupo de la estación… ¿Cuánto tiempo hace de eso?… ¿Media hora?… ¿No habrá podido avisar antes?…
Sin preocuparse de dar explicaciones en torno suyo, Lecoeur plantaba su clavija en otro agujero.
—¿Estación del Norte?… ¿Quién está al aparato?… ¿Eres tú, Lambert?… Escucha, es muy urgente… Registra minuciosamente la estación… Que vigilen todos los locales, todas las vías… Pregunta a todos los empleados si han visto a un chiquillo de unos diez años, andar alrededor de las taquillas, en cualquiera… ¿Cómo?… ¿Que si está acompañado?… No importa… Es muy posible… ¡Pronto! Tenme al corriente… Desde luego, detenlo…
—¿Acompañado? —repitió su hermano con temor.
—¿Por qué no? Todo es posible. Tal vez no se trate de él; pero si es él tenemos media hora de retraso… Es un tendero de la calle Maubège, a la altura de la Estación del Norte, que tiene un mostrador afuera… Ha visto a un muchachito coger dos naranjas de una cesta y echar a correr… No ha ido tras él… Sólo, un momento más tarde, ha visto a un guardia y se lo ha dicho, por si podía ser de algún interés…
—¿Llevaba su hijo dinero en el bolsillo? —preguntó el comisario—. ¿No? ¿Nada en absoluto? ¿No tenía hucha?
—Tenía una, pero hace un par de días, le cogí lo poco que tenía, bajo pretexto de que no quería cambiar un billete grande.
¡Qué importancia cobraban ahora esos detalles!
—¿No creen ustedes que lo mejor es que fuese yo mismo a la Estación del Norte?
—Creo que sería inútil y, por el contrario, podemos necesitarle a usted aquí.
Estaban un poco como prisioneros de aquella sala, del gran cuadro de luces, del standard que los comunicaba con todos los puntos de París. Cualquier cosa que ocurriera, aquí sería donde llegaría la primera noticia. El comisario lo sabía tan bien, que no se iba a su despacho y se había decidido por fin a quitarse su grueso abrigo, como si ahora formase parte del equipo del Central.
—No ha podido, por consiguiente, tomar el Metro ni un autobús. No ha podido tampoco entrar en un café o en una cabina pública para telefonear. No ha comido nada desde las seis de la mañana.
—¿Pero qué está haciendo? —exclamó el padre poniéndose de nuevo en un estado febril—. ¿Y por qué me ha mandado a la Estación de Austerlitz?
—Seguramente para ayudarle a usted a huir —dijo Saillard a media voz.
—¿A huir, a mí?
—Escuche, amigo mío…
El comisario se olvidaba de que era el hermano del inspector Lecoeur y le hablaba como a un «cliente».
—El chico sabe que está usted sin empleo, sin un céntimo, y sin embargo usted le promete un suntuoso regalo de Navidad.
—Mi madre se privaba también durante meses para poder comprar los regalos de Navidad.
—No le hago reproches. Señalo un hecho. El chico se asoma a la ventana y le ve en casa de una vieja arpía que presta dinero a la semana. ¿Qué piensa entonces?
—Ya lo comprendo.
—Se habrá dicho que usted ha ido a pedir un préstamo. Bueno. Puede ser que eso le haya enternecido o le haya puesto triste, no lo sé. Después se vuelve a acostar y se duerme.
—¿Usted cree?
—Es casi seguro. Si hubiera descubierto a las nueve y media de la noche lo que ha descubierto a las seis de la mañana, no habría permanecido tranquilamente en su habitación.
—Ya lo comprendo.
—Se vuelve a dormir. Tal vez piensa más en la radio que en los pasos que ha tenido usted que dar para procurarse el dinero. ¿No se ha ido usted también al cine? Luego, tiene un sueño febril, como todos los niños en la noche de Navidad. Se despierta más pronto que de costumbre, cuando todavía no ha amanecido, y lo primero que descubre es que hay estrellitas de escarcha en la ventana. No olvide usted que es la primera escarcha del invierno. Ha querido verla más cerca, tocarla…
El otro Lecoeur, el de las clavijas, el de las crucecitas en el cuaderno, sonrió ligeramente al ver que el grueso comisario no estaba tan lejos de su infancia como hubiera podido creerse.
—Ha raspado el cristal con las uñas…
—Como he visto a Biguet hacerlo aquí mismo esta mañana —intervino André Lecoeur.
—Tendremos la prueba de ello, si es necesario, por la identidad judicial, pues una vez derretida la escarcha, se encontrarán las huellas de los dedos. ¿Qué es lo que sorprende entonces al niño? Cuando todo está a oscuras en el barrio, una ventana queda iluminada, y es precisamente la de la habitación donde ha visto a su padre por última vez. Comprobaré todos estos detalles. Juraría, sin embargo, que él ha visto el cuerpo total o parcialmente. Y aunque sólo hubiera visto los pies tendidos en el suelo, junto con la observación de que la ventana estaba iluminada, le hubiera bastado…
—¿Ha creído…? —comenzó a preguntar Olivier, con los ojos llenos de asombro.
—Ha creído que la había matado usted, sí, como yo tampoco he estado lejos de creer. Reflexione usted, Lecoeur. El hombre que mata, desde hace unas semanas, en los barrios más apartados de París, es un hombre que vive, por la noche, como usted. Es, sin duda, alguien que ha sufrido un choque grave, como usted, pues nadie se pone a matar sin razón, de la noche a la mañana. ¿Acaso sabe el niño lo que hacía usted, todas las noches, desde que se quedó sin empleo?
»Nos ha dicho usted ahora mismo que estaba sentado en el alféizar de la ventana. ¿Dónde ha dejado usted su caja de bocadillos?
—En el alféizar mismo, estoy casi seguro.
—Entonces, la habrá visto… Ignoraba la hora en que usted había dejado a su suegra… No sabía si después de su salida ella estaba viva todavía… En su cabeza, la luz de la ventana no se ha apagado en toda la noche…
—La caja…
—Exactamente la caja que permitiría a la policía identificarle a usted. ¿Tiene su nombre grabado?
—Lo escribí con la navaja.
—¿Lo ve usted? Su hijo supuso que iba usted a volver a la hora de costumbre, es decir, de siete a ocho. No sabía si triunfaría con sus proyectos. Prefería, de todos modos, no volver a casa. Se trataba de alejarle a usted del peligro.
—¿Y por eso me dejó una nota escrita?
—Se acordó del tío Gedeón. Le escribió que éste llegaba a la Estación de Austerlitz. Sabía que iría usted, aun cuando el tío Gedeón no existiese. El texto no podía comprometerle de ningún modo…
—¡Tiene diez años y medio! —protestó el padre.
—¿Y cree usted que un muchachito de diez años y medio sabe menos que usted sobre estas cuestiones? ¿No lee novelas policíacas?
—Sí…
—Tal vez, si tiene tantos deseos de una radio, no es tanto por la música o las emisiones teatrales como por escuchar los folletines policíacos…
—Es verdad.
—Era preciso, ante todo, recoger la caja comprometedora. Conocía bien el patio. Ha debido de jugar en él a menudo.
—Ha pasado en él días y días, con la hija de la portera.
—Sabía, por lo tanto, que podía utilizar el tubo de los canalones. Tal vez ya había trepado por él otras veces.
—¿Y ahora? —preguntó Olivier, con una calma impresionante—. Recogió la caja, de acuerdo. Salió de la casa de mi suegra sin dificultad, pues el portal se abre desde dentro sin necesidad de llamar a la portera. Dice usted que debía de ser un poco más de las seis.
—Entendido —musitó el comisario—. Incluso sin darse prisa, le hubieran bastado menos de dos horas para ir a la Estación de Austerlitz, donde le dio a usted cita. Por consiguiente, no ha ido allí.
Indiferente a estas asertaciones, el otro Lecoeur encajaba su clavija y suspiraba:
—¿Nada aún, compañero?
Y desde la Estación del Norte le respondían:
—Ya hemos interrogado a más de veinte personas que llevaban niños, pero ninguno coincide con las señas indicadas.
Evidentemente, cualquier chiquillo podía haber robado naranjas de una frutería. Pero cualquier chiquillo no hubiera roto uno tras otro siete cristales de los aparatos de llamada a la policía. Lecoeur seguía con sus crucecitas. Nunca se había creído más listo que su hermano, pero tenía, en favor suyo, la paciencia y la obstinación.
—Estoy seguro de que encontrarán la caja de los bocadillos en el Sena, cerca del puente Mirabeau.
Se oyeron pasos en la escalera. Un día corriente no se hubiera prestado atención a eso. Una semana de Navidad, aun a pesar de uno, se aguzaban los oídos.
Era un agente ciclista, que traía el pañuelo manchado de sangre encontrado junto al séptimo aparato de llamada. Se lo mostraron al padre.
—Sí, es el de Bib.
—Entonces es que lo van siguiendo —afirmó el comisario—. Si no fuera así, si tuviera tiempo, no se contentaría con romper los cristales. Hablaría.
—Perdón —interrumpió Olivier, que era el único que no había comprendido aún—. ¿Seguido de quién? ¿Y por qué llamaba a la policía?
Vacilaban en ponerle al corriente, en abrirle los ojos. Fue su hermano quien se encargó de ello.
—Porque, si al ir a casa de la vieja Fayet, estaba persuadido de que eras tú el asesino, al salir de allí, ya no lo creía. Entonces sabía…
—Sabía, ¿qué?
—Sabía quién. ¿Comprendes ahora? Ha descubierto algo que nosotros ignoramos y que es lo que estamos buscando desde hace horas. Solamente que no le dejan la posibilidad de hacérnoslo saber.
—¿Quieres decir?…
—Quiero decir que tu hijo está detrás del asesino o que el asesino está detrás de él. Hay uno que sigue al otro, no sé cuál, y que no se aviene a dejarlo escapar. Dígame, señor comisario, ¿no hay anunciada una prima para el que lo descubra?
—Una importante prima, después del tercer asesinato. La semana pasada la han hecho ascender al doble. Todos los periódicos han hablado de eso.
—Entonces —dijo André Lecoeur—, no es necesariamente Bib el perseguido. Tal vez es él quien está persiguiendo al criminal. Sólo que entonces…
Era mediodía y hacía cuatro horas que el niño no había dado señales de vida, excepto si era él el ladronzuelo de las naranjas en la calle Maubeuge.