Una de las impresiones más agudas que guardaba André Lecoeur de su infancia era una impresión de inmovilidad. Su universo, entonces, era una gran cocina, en Orleáns, en las afueras de la ciudad. Allí había pasado inviernos y veranos, pero la recordaba sobre todo inundada de sol, con la puerta abierta, con una cancela de tablas espaciadas que su padre había construido un domingo para impedirle salir solo al jardín, donde cacareaban las gallinas y donde los conejos se pasaban el día masticando dentro de sus jaulas.
A las ocho y media, su padre salía en bicicleta para la fábrica de gas donde trabajaba, al otro lado de la ciudad, Su madre arreglaba la casa siguiendo siempre el mismo orden, subía a las habitaciones y sacaba los colchones a airearse en las ventanas.
Y ya, casi a continuación, la campanilla del verdulero empujando su carretilla por la calle, anunciaba que eran las diez. A las once, dos veces por semana, el doctor barbudo venía a ver a su hermano, que estaba siempre enfermo, en el cuarto donde él no tenía derecho a entrar.
Eso era todo. No ocurría ninguna otra cosa. Apenas le quedaba tiempo para jugar, para beberse un vaso de leche, cuando el padre estaba de vuelta para comer.
Ahora bien, mientras aquí el tiempo había permanecido inmóvil, su padre había cobrado facturas en varios barrios, se había encontrado con una porción de gentes y ahora contaba todo eso en la mesa. Pero la tarde transcurría más de prisa todavía, tal vez a causa de la siesta.
—Casi no tengo tiempo de ponerme con la casa, cuando ya es hora de comer —suspiraba a menudo su madre.
Aquí venía a suceder lo mismo, en este gran aposento del Central donde hasta el aire estaba inmóvil, donde los empleados se entumecían, donde acababa uno por oír los timbrazos y las voces como a través de una delgada capa de sueño.
Algunas lucecitas se encendían sobre el mapa mural, algunas crucecitas (un auto acababa de chocar con un autobús en la calle de Clignancourt) y ya volvían a llamar desde la comisaría de Javel.
Ahora no era el gordinflón Julio. Era el inspector Gonesse, que se había personado en el lugar del suceso. Habían tenido tiempo de ir a su encuentro, de hablarle de la casa de la calle Vasco de Gama. Había ido allí y volvía muy excitado.
—¿Es usted, Lecoeur?
Había algo especial en su voz. Algo como malhumor o desconfianza.
—Dígame, ¿cómo es que se le ha ocurrido pensar en esa casa? ¿Conocía usted a la señora Fayet?
—No la he visto nunca, pero la conozco.
Lo que estaba sucediendo aquella mañana de Navidad lo había pensado André Lecoeur hacía lo menos diez años. Más exactamente, cuando dejaba errar su mirada sobre el plano de París donde se encendían las lamparitas, muchas veces se le ocurrió decir:
—Fatalmente, algún día se tratará de alguno de mis conocidos.
A veces, un acontecimiento se producía en su barrio, cerca de su calle, pero nunca totalmente dentro. Como una tormenta, los hechos se acercaban y se alejaban, sin caer en el sitio preciso donde él habitaba.
Ahora bien, esta vez el hecho acababa de producirse.
—¿Ha interrogado usted a la portera? —preguntó Lecoeur—. ¿Estaba levantada?
Se imaginaba, al teléfono, al inspector Gonesse, un poco desconcertado, y prosiguió:
—Y el chico, ¿estaba allí?
Gonesse refunfuñó:
—¿Lo conoce usted también?
—Es sobrino mío. ¿No le han dicho a usted que se llama Lecoeur, Francisco Lecoeur?
—Me lo han dicho.
—¿Entonces?
—No está en casa.
—¿Y su padre?
—Ha vuelto esta mañana un poco después de las siete.
—Como de costumbre, ya lo sé. Trabaja también por la noche.
—La portera lo ha oído subir a su cuarto, en el tercero interior.
—Lo conozco muy bien.
—Ha vuelto a bajar y ha llamado a la portería. Estaba muy agitado. Para emplear las mismas palabras de la portera, no estaba en lo que le decían.
—¿Ha desaparecido el muchacho?
—Sí. El padre ha preguntado si le habían visto salir y a qué hora. La portera no lo sabía. Entonces ha preguntado si le habían llevado algún telegrama durante la noche o de madrugada.
—¿Y no había telegrama?
—No. ¿Entiende usted algo de todo esto? ¿No cree usted que, puesto que es de la familia y está al corriente de todo, lo mejor que podía hacer era venir?
—No se adelantaría nada. ¿Dónde está Janvier?
—En la habitación de la señora Fayet. Los hombres de la Identidad judicial acaban de llegar y se han puesto a trabajar. Han encontrado en seguida huellas de dedos de niño en el tirador de la puerta. ¿Por qué no se llega usted un momento?
Lecoeur respondió despreocupadamente:
—No tengo sustituto.
Era verdad; pero, en rigor, telefoneando aquí o allá, siempre hubiera encontrado un colega dispuesto a venir a pasar una o dos horas en el Central. Lo cierto es que no tenía ningún deseo de ir, pues con ello no hubiera adelantado nada.
—Escuche, Gonesse, es necesario que yo encuentre al chiquillo, ¿comprende usted? Hace media hora debía de andar por el lado de la plaza de la Estrella. Dígale a Janvier que me quedo aquí. Que la señora Fayet tenía mucho dinero, sin duda, oculto en casa.
—Busquen a un muchachito de diez a once años, modestamente vestido y vigilen en particular los postes de llamada de socorro.
Sus dos colegas lo miraban con curiosidad.
—¿Crees que es el chiquillo el autor del crimen?
No se tomó el trabajo de contestarles. Llamó a la central telefónica, allá arriba.
—¡Justin! ¿Estás de servicio? ¿Quieres pedir a los coches-radio que busquen a un muchachito de unos diez años que anda por algún sitio por los alrededores de la Estrella? No, no sé hacia dónde se dirige. Parece que va evitando las calles donde hay comisarías y los cruces importantes donde puede encontrar algún agente de la policía urbana.
André conocía el apartamento de su hermano, en la calle Vasco de Gama: dos habitaciones sombrías y una cocina diminuta, donde el chiquillo pasaba las noches solo, mientras el padre iba a su trabajo. Desde las ventanas se veía la parte de atrás de la casa de la calle Michat, con la ropa colgada, tiestos de geranios y, detrás de los cristales, que aparecían muchas veces sin visillos, toda una humanidad heteróclita.
De hecho, allí también los cristales debían de estar cubiertos de escarcha. El detalle le sorprendía, y lo archivaba en un rinconcito de su memoria, pues le parecía que también debía de tener su importancia.
—¿Crees que es un niño el que rompe los cristales de los postes de llamada?
—Han encontrado un pañuelo de niño —dijo brevemente.
Y permaneció allí, en suspenso, preguntándose en qué agujero debería meter la clavija.
Fuera, la gente parecía actuar a una velocidad vertiginosa. En el tiempo en que Lecoeur respondió a una llamada, había llegado el médico al lugar del crimen, luego el sustituto y un juez de instrucción, a quien habían tenido que sacar de la cama.
¿Para qué ir allí, si desde aquí veía las calles, las casas tan nítidamente como los que se encontraban en ellas, con el viaducto del ferrocarril, que trazaba una gran línea negra a través del paisaje?
Nada más que pobres en ese barrio, jóvenes que esperaban salir de la miseria un día, otros menos jóvenes empezaban a perder la esperanza y otros menos jóvenes aún, viejos casi, verdaderos viejos, en fin, que se esforzaban por conformarse con su destino.
Llamó a Javel una vez más.
—¿Sigue ahí el inspector Gonesse?
—Está haciendo su informe. ¿Lo llamo?
—Sí, por favor… ¡Oiga! ¿Gonesse?… Aquí Lecoeur… Perdone que le moleste… ¿Ha subido usted al apartamento de mi hermano?… ¡Bueno!… ¿La cama del niño estaba deshecha? Eso me tranquiliza un poco… Espere… ¿Había paquetes?… Eso es… ¿Cómo? Un pollo, embutidos, una tarta, y… No entiendo lo demás… ¿Un aparato de radio?… ¿Sin desenvolver?… ¡Evidentemente!… ¿No está por ahí Janvier?… ¿Ha telefoneado ya a la Policía Judicial?… Gracias…
Se sorprendió al ver que eran ya las nueve y media. No merecía ahora la pena mirar el plano de París por la parte de la Estrella. Si el chico había continuado andando a la misma marcha, había tenido ya tiempo de llegar a las afueras de la capital.
—¡Oiga! ¿La Policía Judicial? ¿Está en su despacho el comisario Saillard?
También a éste le habían sacado de la cama por la llamada de Janvier. ¿A cuántas personas le estaba estropeando la Navidad esta historia?
—Perdóneme que le llame, señor comisario. Es sobre el joven Lecoeur.
—¿Sabe usted algo? ¿Es de su familia?
—Es el hijo de mi hermano. Probablemente es el que ha roto el cristal de los siete postes de llamada de socorro. No sé si habrán tenido tiempo de decirle que, a partir de la Estrella, hemos perdido su rastro. Querría su permiso para lanzar una llamada general.
—¿No puede usted venir a verme?
—No tengo a nadie a mano para sustituirme.
—Haga usted la llamada. Voy ahora mismo.
Lecoeur continuaba sereno, pero su mano temblaba un poco sobre las clavijas.
—¿Eres tú, Justin? Llamada general. Da las señas del chico. No sé cómo irá vestido, pero, probablemente, lleva un blusón caqui, cortado de uno del ejército americano. Es alto para su edad, bastante delgado. No, sin gorra. Va siempre a pelo, con el flequillo cayéndole por la frente. Tal vez estaría bien que dieses las señas de su padre también. Esto es más difícil. Tú me conoces, ¿verdad? Pues bien, se parece bastante a mí, pero más pálido. Tiene aspecto tímido, enfermizo. Es uno de esos hombres que no se atreven a andar por en medio de una acera y va pegado a las paredes. Cojea un poco, pues recibió un tiro en el pie en la última guerra. ¡No! No tengo la menor idea del sitio adonde se dirigen. No creo que estén juntos. Lo más probable es que el chico esté en peligro. ¿Por qué? Eso sería muy largo de explicar. Lanza tu llamada. Que me tenga al corriente si hay novedades.
El tiempo de sostener esta conferencia y ya estaba allí el comisario Saillard. Había tenido tiempo para salir del Quai des Orfèvres, atravesar la calle y luego los edificios vacíos de la Prefectura de Policía. Tenía un aspecto imponente con su enorme abrigo. Para dar los buenos días a todos, se contentó con llevarse la mano al sombrero. Agarró una silla, como quien levanta una paja, y se sentó en ella a horcajadas.
—¿Y el chico? —preguntó al fin mirando fijamente a Lecoeur.
—Me pregunto por qué no sigue llamando.
—¿Llamando?
—¿Para qué si no es para señalar su presencia, es por lo que rompe el cristal de los aparatos de alarma?
—¿Y por qué, si se toma el trabajo de romper el cristal, no habla luego por el aparato?
—Supongamos que le van siguiendo, o que él va siguiendo a alguien.
—Ya lo he pensado. Dígame, Lecoeur, ¿es cierto que su hermano no está en una situación financiera muy brillante?
—Es pobre, sí.
—¿Pobre solamente?
—Perdió su empleo hace tres meses.
—¿Qué empleo?
—Era linotipista en La Presse, calle del Croissant, donde trabajaba por la noche. Siempre ha trabajado por la noche. Diríase que es una particularidad de la familia.
—¿Por qué perdió su empleo?
—Probablemente porque regañó con alguien.
—¿Acostumbraba a hacerlo?
Les interrumpió una llamada. Venía del XVIII, donde acababan de recoger a un chiquillo en la calle, en la esquina de la calle Lepic. Vendía ramitos de acebo. Era un pequeño polaco que no sabía una palabra de francés.
—¿Me preguntaba usted si acostumbraba a reñir? No sé cómo responderle. Mi hermano ha estado enfermo la mayor parte de su vida. Cuando éramos jóvenes, se pasaba casi todo el tiempo en la habitación, solo, leyendo. Ha leído toneladas de libros. Pero no ha ido nunca seguidamente a la escuela.
—¿Está casado?
—Su mujer murió a los dos años de matrimonio y él se quedó solo con un niño de diez meses.
—¿Lo ha criado él?
—Sí. Me parece que le estoy viendo aún bañarlo, cambiarle las braguitas, prepararle los biberones.
—Eso no viene a explicar por qué discutía.
Evidentemente, las palabras no tenían la misma significación en la cabezota del comisario que en la de Lecoeur.
—¿Agriado?
—No especialmente. Tenía la costumbre…
—¿La costumbre de qué?
—De no vivir como los demás. Puede ser que Olivier, es el nombre de mi hermano, no sea muy inteligente. Puede ser que, por sus lecturas, sepa mucho de ciertas cosas, y demasiado poco de otras.
—¿Cree usted que habría sido capaz de matar a la anciana Fayet?
El comisario fumaba en su pipa. Se oía al telegrafista andar, allá arriba, y a los otros, en la habitación haciendo como si no oyeran nada.
—Era su suegra —suspiró Lecoeur—. De todas formas, se hubiera usted enterado más pronto o más tarde.
—¿No se entendía con ella?
—Ella le odiaba.
—¿Por qué?
—Porque le acusaba de haber originado la desgracia de su hija. Se trata de una historia de cierta operación que no fue practicada a tiempo. No tuvo la culpa mi hermano, fue cosa del hospital, que se negaba a admitirla porque no tenía los papeles en regla. A pesar de todo, la vieja le ha echado siempre la culpa a mi hermano.
—¿Se veían alguna vez?
—Debían de encontrarse en la calle de cuando en cuando, puesto que vivían en el mismo barrio.
—¿Y el chico sabía…?
—¿Que la señora Fayet era su abuela? No creo.
—¿No se lo ha dicho nunca su padre?
La mirada de Lecoeur no se apartaba del plano de las lucecitas, pero era la hora tranquila, se encendían rara vez, y casi siempre, ahora, por accidentes de circulación. Hubo también un ratero detenido en el Metro y un robo de maletas en la Estación del Este.
Sin noticias del chico. Y sin embargo las calles de París estaban medio desiertas. Algunos niños, en los barrios populosos, probaban sus nuevos juguetes en las aceras, pero la mayoría de las casas permanecían cerradas y el calor de los interiores cubría de vaho los cristales, las tiendas tenían sus cierres echados y, en los bares, sólo se veían algunos clientes habituales.
Las campanas, tocando a rebato por doquier, dominando con sus tañidos la ciudad, y las familias endomingadas penetraban en las iglesias, de donde se escapaban, por momentos, oleadas de rumores de órgano.
—Permita usted un instante, señor comisario. Sigo pensando en el niño. Es evidente que ahora le es más difícil seguir rompiendo los cristales sin llamar la atención, pero ¿no se podría echar una ojeada en las iglesias? En un bar o en un café no pasaría inadvertido. En una iglesia, al contrario…
Llamó de nuevo a Justin.
—¡Las iglesias, amigo! Pide que vigilen las iglesias. Y las estaciones. Yo no había pensado en las estaciones tampoco.
Se quitó las gafas y pudieron vérsele los párpados enrojecidos, tal vez por no haber dormido en toda la noche.
—¡Diga! La Central, sí. ¿Cómo? Sí, el comisario está aquí.
Pasó el auricular a Saillard.
—Es Janvier, que quiere hablarle.
El viento seguía soplando afuera y la luz del día continuaba siendo fría y dura, aunque, sin embargo, detrás de las nubes uniformes se veía un amarillear prometedor.
Cuando el comisario volvió a colgar, fue para refunfuñar.
—El doctor Paul pretende que el crimen se ha cometido entre las cinco y las seis y media de la mañana. La vieja no ha muerto del primer golpe. Debía de hallarse acostada cuando ha oído ruido. Se ha levantado y ha hecho frente a su agresor, al que es casi indudable que ha golpeado valiéndose de un zapato.
—¿No se ha encontrado el arma?
—No. Se supone que se trata de un tubo de plomo, o de una herramienta redondeada, acaso un martillo.
—¿Han encontrado el dinero?
—El portamonedas, con algunos billetes pequeños y con el carnet de identidad. Diga, Lecoeur, ¿sabía usted que esta mujer prestaba a la semana?
—Lo sabía.
—¿No me acaba usted de decir que su hermano perdió el empleo hace unos tres meses?
—Exacto.
—La portera lo ignoraba.
—Su hijo también. Es por su hijo, por lo que no ha dicho nada.
El comisario cruzó las piernas y volvió a estirarlas, incómodo, miró a los otros dos, que tenían que estar escuchando. Terminó por encararse con Lecoeur con el gesto de quien no comprende lo más mínimo.
—¿Se da usted cuenta, amigo mío, de que…?
—Sí, me doy cuenta.
—¿Había usted pensado en ello?
—No.
—¿Por tratarse de su hermano?
—No.
—¿Cuánto tiempo hace que el asesino opera? Nueve semanas, ¿no es eso?
Lecoeur consultó sin prisa su cuaderno, buscó una cruz en una columna.
—Nueve semanas y media. El primer crimen tuvo lugar en el barrio de las Epinettes, en la otra punta de París.
—Acaba usted de decir que su hermano no ha confesado a su hijo que estaba sin trabajo. Así que continuaba saliendo de casa y volviendo a la misma hora. ¿Por qué?
—Para no perder la consideración.
—¿Cómo?
—Es difícil de explicar. No es un padre como los demás. Ha criado al niño enteramente. Viven juntos. Es como una pequeña familia. ¿Comprende usted? Mi hermano, durante el día, prepara las comidas, arregla la casa. Acuesta a su hijo antes de salir, lo despierta cuando vuelve por la mañana…
—Eso no explica…
—¿Cree usted que ese hombre aceptaría el pasar, ante su hijo, por un desgraciado al que se le cierran todas las puertas porque es incapaz de adaptarse?
—¿Y qué hacía de sus noches en los últimos tiempos?
—Durante dos semanas tuvo una plaza de guarda nocturno en una fábrica de Billancourt. Pero no era más que para sustituir a otro durante un permiso. Lo más a menudo lavaba coches en los garajes. Cuando no encontraba faena, acarreaba hortalizas en el Mercado Central. Cuando le daba un acceso…
—¿Un acceso de qué?
—De asma… Le sucedía de vez en cuando… Iba a acostarse en una sala de espera de la estación… Una vez vino a pasar la noche aquí, charlando conmigo…
—Supongamos que el muchachito, esta mañana temprano, haya visto a su padre en la casa de la vieja Fayet…
—Había escarcha en los cristales.
—No, si la ventana estaba entreabierta. Mucha gente, incluso en invierno, duerme con la ventana abierta.
—No es el caso de mi hermano. Es friolero, y son pobres para desperdiciar el calor.
—El niño ha podido rascar la escarcha con las uñas. Cuando yo era pequeño…
—Yo también. Habría que saber si han encontrado la ventana abierta en casa de la vieja Fayet.
—La ventana estaba abierta y la luz encendida.
—Me pregunto dónde puede estar Francisco.
—¿El chiquillo?
Causaba extrañeza, era hasta molesto, no verlo pensar más que en el niño. Era casi más molesto aún que oírle decir sobre su hermano cosas que lo abrumaban de culpabilidad.
—Cuando ha vuelto esta mañana, tenía los brazos cargados de paquetes. ¿Ha pensado usted en ello?
—Es Navidad.
—Le ha hecho falta dinero para comprar un pollo, unos pasteles, un aparato de radio… ¿No le ha pedido algo prestado recientemente?
—No, desde hace un mes. Lo siento, pues le hubiera dicho que no comprara la radio para Francisco. Tengo una aquí, en el guardarropas, que pensaba llevarle yo luego, al acabar mi servicio.
—La señora Fayet, ¿habría accedido a prestar dinero a su yerno?
—No lo creo. Era una mujer rara. Debe de tener bastante dinero para vivir, y continúa asistiendo por las casas de la mañana a la noche. Es ella misma la que, con frecuencia, presta dinero, a un interés tremendo, a las gentes para quienes trabaja. Todo el barrio lo sabe. Acuden a ella cuando el final del mes es difícil.
El comisario se levantó, siempre con muestras de sentirse a disgusto.
—Voy a dar una vuelta por allí —anunció.
—¿Por casa de la vieja?
—Por casa de la vieja y por la calle Vasco de Gama. Si sabe usted algo nuevo, llámeme.
—Ninguno de los dos edificios tiene teléfono. Encargaré a la comisaría que le manden un aviso.
El comisario estaba ya en la escalera y la puerta cerrada cuando sonó el timbre. No se había encendido ninguna luz.
Era la estación de Austerlitz la que llamaba.
—¿Lecoeur? Aquí el comisario especial. Ya tenemos al individuo.
—¿Qué individuo?
—El individuo del que usted nos ha dado sus señas. Se llama Lecoeur, como usted, Olivier Lecoeur. He comprobado su identidad.
—Un instante.
Corrió a la puerta, se lanzó escaleras abajo y sólo en el patio logró dar alcance a Saillard, en el momento en que subía a un pequeño coche de la Prefectura.
—La estación de Austerlitz al habla. Han encontrado a mi hermano.
El comisario, que estaba muy grueso, subió la escalera jadeando, y él mismo cogió el teléfono.
—¡Diga! Sí… ¿Dónde estaba?… ¿Cómo?… No, no vale la pena que le interrogue usted ahora… ¿Está seguro de que no sabe nada?… Continúe vigilando la estación… Es muy posible… En cuanto a él, envíemelo en seguida…
Vaciló, mirando a Lecoeur.
—Acompañado, sí, es más seguro.
Se tomó el tiempo de cargar la pipa y de encenderla antes de explicar, como si no se dirigiera a nadie en particular:
—Lo han prendido cuando hacía más de una hora que estaba vagando por las salas de espera y por los andenes. Parece muy excitado. Habla de un mensaje de su hijo. Le estaba esperando allí precisamente.
—¿Le han dicho que la vieja está muerta?
—Sí. Esto parece que le ha aterrorizado. Ya lo traen.
Luego añadió, dudando:
—He preferido hacerle venir aquí. Tratándose de su hermano, no quería que pensase usted…
—Se lo agradezco.
Lecoeur estaba en la misma mesa, en la misma silla, desde la noche anterior a las once, y era como cuando, de niño, permanecía en la cocina de su madre. Nada se movía en torno suyo. Las lucecitas se encendían, él metía las clavijas en los agujeros, el tiempo corría sin sacudidas, sin dejarse sentir, y sin embargo, afuera, París había vivido una Nochebuena, millares de personas habían asistido a la misa del gallo; otras habían cenado en los restaurantes, ruidosamente; algunos borrachos habían pasado la noche en el calabozo y se despertaban ahora delante de un comisario; más tarde, muchos niños se habrían precipitado hacia el árbol iluminado.
¿Qué había hecho Olivier, su hermano, durante todo ese tiempo? Una vieja había sido asesinada, un niño, antes del amanecer, había andado sin descanso por las calles desiertas y con el puño envuelto en un pañuelo había roto los cristales de varios puntos de llamada de socorro.
¿Qué es lo que Olivier esperaba, nervioso, crispado, en las salas caldeadas y en los andenes helados de la Estación de Austerlitz?
Pasaron menos de diez minutos, el tiempo para que Godin, cuya nariz moqueaba constantemente, se preparase un nuevo ponche.
—¿Quiere usted uno, señor comisario?
—Gracias.
En voz baja, Saillard, violento, murmuraba a Lecoeur:
—¿Quiere usted que vayamos a interrogarle a otro sitio?
Pero Lecoeur no pensaba abandonar sus lucecitas, ni sus clavijas, que lo ponían en comunicación con todos los puntos de París. Se oyeron pisadas que subían. Olivier venía conducido por dos agentes, aun cuando no se le habían puesto las esposas.
Era como una mala fotografía de André, desvanecida por el tiempo. Su mirada se dirigió al instante hacia su hermano.
¿François?
—No sabemos aún. Estamos buscándolo.
—¿Dónde?
Lecoeur no podía hacer otra cosa más que señalar su plano de los mil agujeros.
—Por todas partes.
Ya habían salido los dos inspectores y el comisario pronunciaba:
—Siéntese. Le han dicho a usted que la vieja Fayet ha sido asesinada, ¿no es eso?
Olivier no llevaba gafas, pero tenía los mismos ojos pálidos y huidizos de su hermano cuando se quitaba las suyas, de modo que daba siempre la impresión de haber llorado. Miró un instante al comisario, sin atribuirle importancia.
—Me ha dejado unas líneas… —dijo, rebuscando en los bolsillos de su vieja gabardina—. ¿Comprendes?
Terminó por sacar un pedazo de papel arrancado de un cuaderno de colegio. La letra no era muy regular. Probablemente, el chico no era uno de los mejores alumnos de su clase. Se había servido de un lápiz violeta, del que había mojado la punta, de modo que debía de tener manchado el labio.
«El tío Gedeón llega esta mañana a la Estación de Austerlitz. Ven pronto a nuestro encuentro allí. Besos. Bib.»
Sin decir palabra, André Lecoeur tendió el papel al comisario, que le dio varias vueltas entre sus dedos.
—¿Por qué Bib?
—Yo le llamaba así en la intimidad. No delante de la gente, porque le habría azarado. Eso se remonta al biberón, a la época en que le daba biberones.
Hablaba con voz neutra, sin acento, probablemente sin ver nada en torno suyo, excepto una especie de niebla, donde se movían las siluetas.
—¿Quién es el tío Gedeón?
—No existe.
¿Sabía siquiera que estaba hablando con el jefe de la brigada de homicidios, encargado de una investigación criminal?
Su hermano explicó:
—Más exactamente, no existe ya. Un hermano de nuestra madre que se llamaba Gedeón marchó de joven a América.
Olivier le miraba como quien dice:
—¿A qué viene contar todo eso?
—Habíamos tomado la costumbre en la familia de decir en broma: «Un día heredaremos del tío Gedeón».
—¿Era rico?
—No sabíamos nada de él. Nunca daba noticias suyas. Sólo, una tarjeta postal, por Año Nuevo, firmada «Gedeón».
—¿Ha muerto?
—Cuando Bib tenía cuatro años.
—¿Crees que sirve para algo todo eso, André?
—Estamos haciendo averiguaciones. Déjame hacer. Mi hermano ha continuado la tradición de la familia hablando a su hijo del tío Gedeón. Se había convertido en una especie de personaje de leyenda. Todas las noches, antes de dormirse, el niño pedía que le contasen una historia del tío Gedeón, a quien se le atribuían una porción de aventuras. Naturalmente, era fabulosamente rico, y cuando volviese…
—Creo comprender. ¿Dónde ha muerto?
—En el hospital. En Cleveland, donde lavaba platos en un restaurante. Nunca se le ha dicho al chiquillo. Se ha continuado la ficción.
—¿Y él lo creía?
El padre intervino tímidamente, poco le faltaba para levantar el dedo como en la escuela:
—Mi hermano pretende que no, que el pequeño había adivinado, y que todo para él no era más que un juego. Yo, por el contrario, estoy casi seguro de que seguía creyéndoselo. Cuando sus compañeros le han dicho que Papá Noel no existía, ha continuado contradiciéndoles, dos años más…
Al hablar de su hijo cobraba vida, se transfiguraba.
—No logro comprender por qué me ha escrito esto. He preguntado a la portera si había llegado algún telegrama. Por un momento, he creído que se trataba de una broma de André. ¿Por qué, a las seis de la mañana, François ha salido de casa escribiéndome que fuese a la Estación de Austerlitz? Me he trasladado allí a toda marcha. He buscado por todos los sitios. Esperaba verlo llegar a cada momento. Di, André, ¿estás seguro de que…?
André estaba mirando el plano mural, el standard telefónico. Sabía que todas las catástrofes, todos los accidentes de París, terminaban, fatalmente, allí.
—No lo han encontrado —dijo Lecoeur—, siguen buscándolo. Hacia las ocho estaba en el barrio de la Estrella.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo han visto?
—Es difícil explicártelo. Todo a lo largo del camino desde tu casa al Arco del Triunfo, alguien ha roto los cristales de los postes de llamada a la policía. Al lado del último, han encontrado un pañuelo de niño de cuadritos azules.
—Sí, tenía pañuelos de cuadritos azules.
—A partir de las ocho, nada.
—Entonces tengo que volver inmediatamente a la estación. No dejará de ir allí, puesto que es allí donde me ha citado.
Se extrañó del silencio que se cernió de pronto en torno suyo, los miró uno tras otro, sorprendido y luego inquieto.
—¿Qué es lo que…?
Su hermano bajó la cabeza, mientras el comisario tosía, pronunciaba, al fin, con voz vacilante:
—¿Ha ido usted a visitar a su suegra esta noche?
¿Tal vez, como su hermano había dejado entender, no tenía una inteligencia normal? Las palabras tardaron bastante en llegar hasta su cerebro. Y sobre su rostro pudo seguirse, en cierto modo, los lentos progresos de su pensamiento.
Cesó de mirar al comisario y, con los ojos brillantes, se volvió hacia su hermano, gritando:
—¡André! ¿Eres tú el que has llegado a pensar…?
Sin transición, su fiebre dejó de sostenerle, se inclinó hacia delante en su silla, se cogió la cabeza entre las manos y comenzó a llorar con grandes y roncos sollozos.