Como sucede siempre que muere alguien en la burguesía, la emoción dio paso a preocupaciones materiales. Herrmann, que toda la vida había estado a favor del orden y de la policía, no podía evitar mirar a Kraus con recelo, y fue él quien decidió:
—Hay que llamar al profesor.
¿Por qué al profesor? No estaba más cualificado que cualquier otro para constatar la ausencia de la condesa y de su compañero. Por lo demás, no había nada que constatar. ¡Eran tres grupos de personas libres, en una tierra libre!
Con todo, sin darse cuenta, se comportaban como si constituyesen un pueblo, y todo el mundo bajó a casa de Müller, incluida la señora Herrmann, a quien le daba miedo quedarse en la suya. Bajaron todos la cuesta en fila india, como si corriese la policía pisándoles los talones.
El profesor los vio llegar con sus ojillos penetrantes, mientras se balanceaba en el sillón.
—Se han marchado —jadeó Herrmann, quien consideraba su deber tomar la palabra—. En fin, eso dice Kraus. Quizá convendría que usted se pasara a ver con nosotros…
—¿A ver el qué?
Herrmann no entendió la pregunta.
—A ver la casa. ¡A ver si se han ido de verdad! A lo mejor han dejado huellas…
—¿Y?
—Exijo que vayamos —exclamó Kraus excitado—. Noto que sospechan ustedes de mí. Es imprescindible que lo vean personalmente…
No hubo modo de convencer a Müller, quien había recobrado la calma de tiempo atrás. Apenas prestaba atención a lo que decían. Herrmann no sabía ya qué pensar, pues había imaginado que todo sucedería de otro modo, que habría una investigación, conversaciones, una especie de tribunal reducido.
Le hubiera gustado llevarse aparte al profesor, pero Müller no parecía enterarse de sus gestos y, sólo al marcharse, Herrmann volvió nervioso sobre sus pasos.
—¿Cree usted que Kraus los ha matado?
A lo que el profesor replicó:
—¿Y eso qué importa?
Hubiera podido acudir allá arriba por simple curiosidad, aunque fuera por ver al detalle la casa de la condesa. Hubiera podido conversar con Herrmann o con Rita, pues cabían varias hipótesis.
Daba la impresión, por el contrario, de que el acontecimiento le había devuelto su altiva serenidad. Pensaba solo, se paseaba solo y, para sí solo, esgrimía furtivas sonrisas cuyo secreto únicamente él poseía.
En la cuartilla que reposaba siempre bajo el tintero, Rita encontró la siguiente anotación:
«A veces me pregunto si la condesa y Nic han tenido realmente la suficiente nobleza como para lanzarse a su última aventura. Era el único modo de salvar su prestigio y de despertar un poco de admiración en el público, como así lo comprendió estoicamente Burns antes que ellos».
Así pues, Müller no creía que Kraus, llevado a una situación límite, hubiera matado a sus compañeros, ahora enemigos. Rita conocía la historia del sueco Burns, quien se había instalado en las Galápagos con gran despliegue de publicidad y, cinco años atrás, al darse cuenta de que era incapaz de seguir viviendo allí, había preferido ahogarse a confesar su fracaso.
Precisamente el mismo barco que había traído a Müller y a Rita había descubierto su cadáver apergaminado en la playa de un islote.
¿Había tenido la condesa Von Kleber el valor de dar ese paso, como se preguntaba Müller? Entonces, la noche en que bebieron y pusieron música en el fonógrafo, ¿se tomaron su última botella de whisky? Cuando la condesa anunció que iba a pasar un yate a recogerlos, ¿era una última bravata?
¿Se dirigieron ambos, en medio de la oscuridad, a algún punto de la costa y caminaron lentamente hacia las aguas profundas?
¿Por qué había añadido Müller en otra parte de la cuartilla?:
«Eso demuestra lo que yo siempre he sostenido, a saber, que lo que llaman islas encantadas no son lugar ni para la colonización ni para empresa de ninguna índole. La naturaleza se defiende por sí misma del orgullo de los hombres. Ayer encontré un toro muerto junto a la valla del jardín, y esta mañana he compartido un cubo de agua con dos asnos que no se aguantaban de pie. Si la providencia no se apiada de esas criaturas, todas ellas morirán…».
Müller había concluido, con letra todavía más menuda: «Y sin duda estará bien así».
A Rita le sorprendió el escaso efecto que le producían aquellas tétricas líneas. Los últimos sucesos parecían haber agotado la capacidad de reacción de todos ellos.
Nunca hubiera podido imaginar semejante giro de los acontecimientos. Tampoco ella subió allá arriba; y al día siguiente Herrmann acudió a sentarse tímidamente, como de costumbre.
—No les quedaba nada de comer ni de beber —anunció. Constataba un hecho, sin que ello le turbase—. No creo que Kraus sea capaz de matar a nadie. Además, ¿qué hubiera hecho con los cadáveres? No tuvo tiempo, él solo, de…
¿Le escuchaba Müller? ¿No estaba observando a su visitante más bien como quien observa un fenómeno? Ello hizo que a Herrmann se le fuese el santo al cielo; así pues, abandonó sus argumentos contra la culpabilidad de Kraus y, cabizbajo, fue directo al grano.
—Otra cosa tenía que consultarle, profesor. Ya sabe que Kraus, legalmente, era socio de la condesa. Así pues, los materiales que han quedado le pertenecen, cuando menos una tercera parte. Como no tiene dinero para regresar a Europa, quiere vendernos las cosas que nos interesen. Le he dicho que lo hablaría con usted.
—¿Qué quiere comprarle usted?
—¡La casa! —confesó Herrmann, mirando hacia otro lado—. Ahora que tenemos un hijo más, sería práctico… Le he ofrecido todo lo que poseo aquí, cuarenta dólares, y si está dispuesto a aceptar… —¡Era una auténtica herencia! Herrmann prosiguió, tentador—: Propone pasarle a usted las herramientas…
—¿Qué herramientas?
—Hay de todo, sierras, limas, cepillos de carpintero, y, además, clavos, pernos, tuercas…
—¿Cuánto?
—Lo que usted pueda darle.
Müller se levantó, abrió un cofrecillo de hierro y hurgó en una cartera, de la que extrajo dos billetes de diez dólares.
—Aquí tienes —decidió—. Siempre y cuando me traiga las herramientas aquí.
Dos días antes, la condesa y Nic todavía ponían música en el fonógrafo, y ahora ya estaban desmontando su casa.
Aparte de Kraus, que había corrido hasta la playa, aparte de las veleidades de Herrmann, a quien no hubiera disgustado que todo aquello concluyese con una investigación y con firma de papeles, nadie había intentado averiguar de verdad qué había sido de la pareja.
Incluso puede que prefiriesen ignorarlo. Se limitaban a plantear problemas materiales, y Kraus, olvidando su piragua, se pasaba los días desmontando y trasladando cosas en aquella casa que había construido con sus propias manos.
Aceptaba como algo natural el haber dejado de ser el centro de las sospechas, e incluso daba la impresión de que su mirada se había tornado más franca y más límpida.
Una mañana lo vieron llegar a casa de Müller con una primera carga de herramientas, seguido de Jef, que acarreaba otras.
—Tendré que hacer dos o tres viajes, porque esto pesa mucho —anunció.
Y realmente se movía con mucha más desenvoltura que antes.
—Cuando llegue el barco, me llevaré algunos objetos y los venderé en tierra para pagarme el pasaje.
Se le veía tranquilo. Todos estaban tranquilos, y esa tranquilidad era lo más impresionante. Ya no se hablaba de la condesa. Sólo Herrmann había rondado de forma subrepticia por los alrededores de la casa para tranquilizar su conciencia y cerciorarse de que no había tierra removida.
Müller, por su parte, examinaba sus nuevas herramientas con satisfacción y, al día siguiente, se puso a construir un armario.
¿Qué pensaba meter allí? Es probable que ni él mismo lo supiera.
Los acontecimientos parecieron abonar el reciente optimismo de Kraus, que renacía literalmente a la vida. Una mañana, al salir de la choza, Rita divisó la alta figura de Larsen por el sendero.
Casi en el mismo momento, Kraus, que había visto atracar al pequeño barco desde arriba, llegó corriendo, gritando, gesticulando.
—¿Qué les había dicho? ¡Estoy salvado! ¡No moriré aquí!
—¿Es suyo el letrero? —se informó Larsen.
—¡Sí, mío! Nos marcharemos. Me dejará usted en el continente y le daré cuarenta dólares…
Müller, sentado en su sillón, no decía nada. Larsen meneó la cabeza.
—Imposible llevarle a América con mi barco. Lo único que puedo hacer es dejarle en la isla Chatam, a treinta o treinta y cinco horas de aquí.
—¿Allí encontraré barcos?
—A veces pasan. Mi mujer está allí ahora. La he llevado allí para que dé a luz. En estos momentos, quizá tengo un hijo…
Sin querer, buscaba la mirada de Rita, y, cuando la encontró, volvió la cabeza.
—¿Qué opina usted, profesor? ¿Cree que estaré a salvo en Chatam?
—Tiene cerca de cuatrocientos habitantes —contestó Müller—, y hay agua todo el año.
—¡Pues entonces, nos vamos ahora mismo! —exclamó Kraus—. Subo a recoger mis cosas…
—¡No tan rápido! Hasta mañana no podemos salir.
—¿Por qué?
Larsen le mostró el calendario.
—No entiendo…
—¡Viernes trece de junio! —leyó Larsen, cuyo saludable rostro parecía descartar toda idea de superstición—. Saldremos mañana.
Pero Kraus no quería esperar más. Su impaciencia había alcanzado ese grado extremo en que cada segundo de espera se convierte en sufrimiento. Aquel aplazamiento suponía una nueva amenaza que se cernía sobre él, y rechazaba la idea con todas sus fuerzas.
—¡Le daré todo lo que tengo, sesenta dólares, si zarpamos hoy! Doctor, dígale que ya me he consumido suficiente aquí. Dígale que estoy enfermo, que puedo morirme… —La calma de Larsen contrastaba con aquella efervescencia—. ¡Se lo suplico por su mujer! Dése cuenta, si nos vamos hoy, la verá antes y podrá besar a su hijo…
Larsen se levantó y, tras lanzar una nueva mirada al calendario, suspiró:
—¡Está bien!
—¿Nos vamos? Espéreme aquí. Dentro de una hora estoy de vuelta.
Nunca había corrido tan deprisa.
—¿Nadie más viene conmigo? —preguntó el noruego mirando a Rita y luego a Müller. A continuación agregó—: ¿Tienen agua?
—La suficiente para un mes.
—¿Y la…, la condesa?
—Se marchó.
—¿En qué barco?
—En ningún barco.
Müller esgrimía su sonrisa más sucinta.
—Oiga —exclamó Larsen asustado—, no la habrá matado mi cliente, espero.
—No lo creo.
El tiempo era más gris que en días anteriores, más caluroso también. Mientras esperaba a Kraus, Larsen conversó con Müller y con Rita, pero se le veía preocupado y, a ratos, como ausente.
—Es una historia extraña —murmuró varias veces. ¿Por qué le dijo Müller, sin insistir, con tono despreocupado?:
—Quizá sería mejor que se pasara por aquí dentro de unas semanas…
Entre ellos y la vida se alzaba como un velo. Daba la impresión de que se movían en un mundo sin sombras y sin reflejos, sin espesor, en un mundo neutro, como el limbo de la fe católica.
Llegó Kraus, seguido de los Herrmann al completo, incluida la recién nacida, a quien Maria llevaba en brazos. El padre y Jef iban cargados de maletas.
—¡Por fin! ¡Nos vamos!
—Nos vamos —repitió Larsen con voz nada alegre.
Müller se levantó y, con toda naturalidad, bajó tras ellos, con Rita, hasta la playa. No hablaron. No sabían qué decir. El propio Kraus iba más serio, con un asomo de inquietud en la mirada.
Cuando divisaron el arrecife, donde el mar estaba bastante agitado, preguntó:
—¿Tendremos buen tiempo?
—Buen tiempo, no. Pero puede que no demasiado malo.
Cargaron las maletas en la barca, y nadie sabía cómo despedirse. Al final, cuando Larsen se disponía a darle a la manivela del motor, Kraus se acercó torpemente y estampó a cada uno dos besos en la mejilla.
—¡Adiós!
—Buena suerte —dijo Rita.
—Buena suerte —repitió Maria, que lloraba sin convicción, como se llora en las estaciones de tren.
—¡En marcha! —gritó Larsen.
Tenía el ceño fruncido cuando buscó por última vez a Rita en el pequeño grupo.
—Adiós —dijo Müller, el último.
Larsen empujó la barca con el bichero y el motor sonó con fuerza. Luego la embarcación describió un semicírculo. Kraus se había sentado para no perder el equilibrio. Agitó la mano. Los demás, de pie en la playa de arena negra, alzaban a ratos el brazo con un gesto vago.
Había que esperar, por cortesía, a que la barca hubiese salido de la laguna, y fue un rato largo y tétrico.
El agua tenía un color verde grisáceo desagradable a la vista y, pese a la ausencia de sol, la reverberación obligaba a entornar los párpados.
Los Herrmann fueron los primeros en dirigirse hacia el sendero. Müller y Rita caminaban a diez metros de ellos.
—Debía haberle dicho a usted que se marchase con ellos —murmuró el profesor.
—¿Por qué? —preguntó ella sorprendida.
Pero Müller no abrió la boca. Tal vez se había dejado llevar por un momento de emoción, por un arranque de desánimo.
Los Herrmann se detuvieron delante de la casa.
—¡Adiós!
Hacía tiempo que no se estrechaban la mano y, sin embargo, Herrmann tendió la suya sin darse cuenta. El profesor la rozó.
—¿Tienen suficiente agua? —se informó.
—Nos arreglamos.
—Lloverá antes de un mes —predijo Müller, mirando el cielo cargado.
El barco de Larsen estaba ya lejos, invisible en la plata glauca del océano.
Fue una noche de derrengamiento y de pensamientos lúgubres, y ninguno de los dos pensó en comer. Con todo, antes de irse a la cama, Müller ordenó las herramientas, con gestos precisos de maniático, mientras Rita miraba al suelo.
¿Por qué le había aconsejado a Larsen que pasase unas semanas más tarde?
¿Y por qué, sí, por qué no se habían marchado todos?
A Rita le parecía oír el timbre del tenducho al que iba a comprar los Pfennigs de caramelos; luego creyó sentir, posada en ella, la mirada del noruego.
—¡Buenas noches, Frantz!
—Buenas noches…