11

El que fuera un alivio para todos ver agotarse el manantial demostraba hasta qué extremo se había vuelto desesperante el asunto del agua.

A propósito de eso, Rita se acordó de algo que sucedió durante la guerra que la había marcado especialmente. Era el momento en que Alemania sufría restricciones de comida. En las casas escaseaban cada vez más las provisiones y había que protegerlas de los vagabundos.

Una mañana, Rita sorprendió a un hombre que se había introducido por un estrecho tragaluz para robar unos terrones de azúcar. Aquel hombre era su abuelo, un ex capitán siempre erguido y digno, que cultivaba una imagen a lo Bismarck.

¡Bismarck robando terrones de azúcar! Esa imagen le había quedado grabada en la memoria.

Herrmann, por su parte, salía con andares indecisos y sus pasos le conducían siempre a las cercanías del arroyo. Allí se escondía, permanecía horas agazapado espiando la llegada de Nic o de la condesa.

—No los he pillado, pero he visto huellas de pasos —se apresuraba a anunciar.

Müller no se reía en absoluto. Lejos de eso, fruncía las enmarañadas cejas y, cuando salía a atender a Maria, aprovechaba para rondar él también por la fuente, donde colocaba señales con trocitos de madera.

Y eso que sólo quedaba un irrisorio hilillo de agua. Pero todos los miembros de la comunidad querían conservar ese hilillo hasta el final.

La condesa había ido una mañana a ver a Maria y al bebé y, al marcharse, había vuelto sobre sus pasos.

—Por cierto, Maria, bonita… —Se la veía vacilante. En cuanto se abordaba el asunto del agua, todo el mundo perdía la naturalidad y la franqueza—. Debería usted decirles a los hombres que se anden con ojo… Se pasan el tiempo espiándonos, y eso a Nic le pone nervioso. Tiene un carácter bastante violento y le advierto que lleva siempre un revólver.

Maria repitió esas palabras delante de Kraus, y éste, que estaba atravesando una de sus fases de irritabilidad, exclamó:

—¡Que me den un arma y me cargo a ese rufián!

Diez días después se había secado ya el lecho del arroyo, y el asunto cambió de cariz.

¿Por qué no era Müller más franco con Rita? ¿Y por qué disimulaba ella también? Tal vez porque mientras conservaran para sí ciertos pensamientos sin exteriorizarlos, estos pensamientos les parecerían menos graves, menos reales, menos oficiales.

Durante varios días, por ejemplo, Rita vio que el profesor se acercaba al calendario con la falsa desenvoltura con la que lo hiciera su abuelo a los terrones de azúcar. Como hacía tiempo que había dejado de marcar los días en el calendario, le resultaba imposible fijar la fecha, a no ser que hubiera reparado en las marcas que iba haciendo Rita con el alfiler.

Inmediatamente después de aquella visita al calendario, Müller había tomado la costumbre de dirigirse a pasitos hacia el lugar desde donde se divisaba la bahía.

Una mañana, cuando volvía con expresión seria, Rita le dijo, procurando adoptar un tono despreocupado:

—Ya lleva seis días de retraso.

—¿Quién?

—El San Cristóbal, ya lo sabe usted.

—¿Cómo ha podido contar los días si…?

Rita lo llevó ante el calendario y le mostró con el dedo las señales de alfiler. Dio la impresión de que el profesor no sabía si reírse o enfadarse. Se quedó parado delante de las cifras que se sucedían por series de siete, y delante de la imagen de la piragua.

—Entonces, no vendrá —acabó diciendo.

Lo dijo con un despego que no parecía fingido. Incluso puede que, como el asunto del agua, supusiera un alivio no tener que seguir aguardando.

En realidad, Rita y Müller no esperaban nada del San Cristóbal. Estaban acostumbrados a vivir de los recursos de la isla, o sea, del corral y del huerto, y su reserva de agua podía durarles todavía dos o tres meses.

Lo mismo debía de sucederles a los Herrmann, pues no era el primer año que pasaban en Floreana.

Pero ¿y los otros, los de allá arriba?

Un día después de que Müller dijera que la goleta ya no llegaría, vio aparecer a Kraus muy excitado.

—Tiene que redactarme una nota en inglés para que pueda ponerla en la bahía de los Correos. Escriba que un joven alemán suplica al primer barco que pase que le permita embarcar y le deje donde sea.

Müller se sentó dócilmente a su mesa de trabajo y escribió sin convicción. En la playa había, en efecto, un poste junto a la cabaña abandonada. Allí se fijaban anuncios de forma ocasional con la esperanza de que desembarcaran pescadores o atracase un yate. Pero no era temporada de yates, y sólo un pescador de una de las islas, un hombre como Larsen, podía hacer escala en Floreana.

—¿Qué cree usted que va a ser de nosotros? —preguntó Kraus agitando el papel para que se secase la tinta.

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Me refiero a que nada ha cambiado.

—Se nota que no sabe cómo están allá arriba. La condesa ha conseguido reunirse conmigo en el bosque. Ha llorado. Me ha suplicado que vuelva con ella. Dice que, si no, se va a morir. Por lo visto ya no les quedan víveres, o casi; y se dedican a beber ávidamente las últimas botellas de whisky… En un momento dado se ha arrojado al suelo y ha querido besarme las rodillas… ¡Ya le digo que de aquí no va a salir vivo nadie!

Kraus corrió a la playa a colgar el cartel.

A decir verdad, la vida se había vuelto difícil, pues, con la larga sequía, padecían todos una anemia que les hacía moverse con dificultad.

La comida fresca escaseaba. Aparte de las nueces de coco, sólo contaban con las provisiones que habían reunido a fines de primavera. Las gallinas, que se habían quedado raquíticas, no ponían, y había que escatimar incluso un vaso de agua, y asearse sucintamente.

Por la mañana, se levantaban con el cuerpo dolorido, más cansados que la víspera. El calor era tan agobiante que, algunos días, Kraus no se atrevía a caminar una hora para ir a ver al profesor.

Maria, más pálida y un poco desmejorada, se mantenía en pie, y era la única que seguía dedicándose a sus quehaceres habituales. Sólo que cada visita de la condesa la dejaba menos optimista.

—Antes de quince días se habrá vuelto loca de remate —le confió a su marido, quien se lo repitió a Müller.

¡Tenía ya un tic nervioso! Como no le quedaban cigarrillos, se pasaba a cada instante la lengua por los labios y se los mordía.

Su mirada se había vuelto ausente y huidiza, pues vivía en un perpetuo estado de semiembriaguez. Así y todo, no adelgazaba. Su rostro, por el contrario, tenía tendencia a engordar, pero había cobrado un color macilento.

—¡Yo que había venido aquí para hacer el amor! —dijo un día con una sonrisa siniestra—. ¿Te imaginas, Maria? Nic ya ni me dirige la palabra, como no sea para hacerme reproches y acusarme de haberlo arrastrado a este infierno…

Todavía disponían de unas garrafas de agua, las que habían robado estando a punto de provocar un drama. Pero ¿qué víveres les quedaban? La condesa nunca hablaba de eso. Sin embargo, en varias ocasiones, Maria creyó sorprender un destello en su mirada mientras, por ejemplo, pelaba patatas.

A la espera de que contestaran a su llamada, Kraus, quien necesitaba la actividad como se necesita comida, andaba empeñado en construir una piragua, para gran alegría de Jef, que le ayudaba en dicha labor. Había pelado un árbol de cinco metros de largo y estaba vaciándolo, utilizando toda clase de sistemas, entre ellos quemando la madera del interior como había visto en grabados antiguos.

Pero tal vez lo que necesitaba Kraus era evitar pensar. Cuando estaba solo, volvía a caer en sus ataques de ansiedad o de ira, de los que no había modo alguno de sacarle.

Herrmann era el más tranquilo de todos. Había vuelto a fumar en pipa y, dada la falta de tabaco, se distrajo durante unos días probando distintas clases de plantas que pudieran fumarse. Se había decidido al final por la fibra de coco, y, cuando su mujer se quejaba del olor, le contestaba que así se le iban el hambre y la sed.

Pasó tres días sin bajar a casa de Müller por pereza, y, cuando volvió, le dio la impresión de que el profesor estaba cada vez más nervioso.

A la vuelta, no se lo ocultó a su mujer.

—Al profesor lo veo cada día más cambiado. No me extrañaría nada que estuviera enfermo. Si no, será que algo le atormenta. Me ha preguntado por todo el mundo como si estuviese haciendo un inventario.

Era cierto. Müller preguntaba, sardónico.

—¿Y Nic?

—No se le ve. Por lo visto, tiene el cuello lleno de forúnculos.

—¿Y la condesa?

—Viene por las mañanas, cuando yo no estoy, para lamentarse.

—¿Y Maria?

—Va tirando. La pequeña está estupenda.

Tal vez fuera ése el secreto del sosiego de Herrmann. Tenía una niña normal, que no parecía amenazada por ninguna tara.

—¿Y Jef?

—Se pasa el día trabajando en la piragua. Por las noches está menos cansado que Kraus. ¿Cree usted que Kraus podrá irse en semejante embarcación?

El profesor contestó con un gesto evasivo y esbozando una sonrisa. Últimamente ésa era su actitud. Daba la impresión de que lo sabía todo, pero de que había jurado callarse. Resultaba crispante, y hasta el tímido Herrmann empezaba a cansarse.

Por su parte, Rita había tenido mala suerte. Se había torcido una pierna subiendo el repecho y, tras pasar tres días sin moverse, se veía obligada a caminar con dos bastones. Le había pedido a Müller que le diera un masaje, a lo que éste había contestado:

—No sirve de nada.

Sin embargo, ella notaba que le sentaría bien. ¿Se negaba por desidia? ¿Por indiferencia? ¿Por fatalismo?

Un día hizo caer con un gesto desafortunado los papeles de su libro y, cuando Rita se precipitó a recogerlos, se lo impidió.

—Déjelo, el azar es más listo que nosotros.

Tampoco él los recogió. Exigió que los papeles se quedaran en la cabaña, y Rita hacía lo imposible para no pisarlos.

Müller dormía cada vez menos. Rita lo sabía, pues el dolor que le producía el esguince le impedía dormir. Oía su respiración, que no era regular, y se daba cuenta de que estaba pensando.

Pero ¿en qué pensaba? ¿Y por qué no le decía nada? Ella también creyó que estaba enfermo y lo espió, observando hasta el más leve movimiento, sin descubrir nada anormal.

A veces acudían animales a merodear cerca de la casa, como si sintiesen que allí había agua. Estaban flacos y ofrecían un aspecto lamentable. Vieron, entre otros, un asno con las costillas como aros y con una mirada tan angustiada que le arrancó lágrimas a Rita.

—¿Y si le doy de beber? —propuso tímidamente.

Para su sorpresa, Müller consintió. Era una locura. Si se ponían a dar de beber a los animales de la isla, quienes se morirían de sed serían ellos.

Por otra parte, estaban los sueños en los que Rita no quería pensar durante el día. ¿Les torturaban a los demás las mismas pesadillas? Por la noche dudaba en cerrar los ojos. Ya al empezar a conciliar el sueño la asaltaban fantasmas, y siempre se mezclaban personajes de su infancia con su vida actual.

Por ejemplo, su abuelo y Müller se confundían, pese a no parecerse en absoluto. Les veía la misma mirada maliciosa, diabólica, y sobre todo veía la expresión del abuelo cuando lo sorprendió robando azúcar.

Müller no robaba nada. Por el contrario, era el que bebía menos agua y el que menos comía. Sin duda para evitar tener hambre y sed, apenas se movía y se pasaba horas enteras en su sillón.

Todos pensaban: «Un mes…».

Era lo máximo que podía durar la estación seca, y un buen día el cielo se cubriría de nubes que descargarían aquella preciada y exquisita agua fresca.

Una noche, muy tarde, cuando Müller y Rita se disponían a acostarse, vieron llegar a Kraus más extraño que de costumbre.

—¿Me hacen un sitio? —preguntó señalando el rincón en el que había dormido ya alguna vez—. Pero antes tengo que hablar con ustedes. No sé lo que está pasando.

Parecía bastante tranquilo, pero le costaba concentrarse en lo que decía.

Por no malgastar, habían apagado la lámpara, y la conversación prosiguió bajo el pálido reflejo de la noche. Muy cerca se oía el jadeo de un toro salvaje, que llevaba tres días merodeando por la casa y que, a veces, como para llamar la atención sobre su miseria, golpeaba con los cuernos en la valla.

—Esta tarde estaba trabajando en mi piragua, a quinientos metros de casa de los Herrmann. Herrmann padre se había acercado a ver mi trabajo y Jef estaba echándome una mano. —Rita, a quien le dolía la espalda de tanto caminar con los bastones, se tumbó en la cama—. La condesa llegó canturreando a casa de Maria y exclamó nada más entrar: «¿No está Kraus?».

»Sabía perfectamente que yo no estaba, porque oía el ruido que hacíamos al trabajar en la piragua.

»“Maria, bonita”, prosiguió la condesa, que intentaba parecer alegre, “quería darle una buena noticia. Mañana viene a recogernos el yate de mi amigo Paterson. Nos vamos Nic y yo. Vamos a hacer un largo crucero por los mares del Sur. Quiero que le diga a Kraus que no le olvido y que, cuando vuelva, todo se habrá arreglado para que llevemos una vida feliz…”.

Rita se llevó tal sorpresa que se levantó de la cama e intentó distinguir los rasgos de Kraus en la penumbra. Müller, por su parte, no dijo nada y se hizo un largo silencio.

—Por eso he venido a verlos —prosiguió al final el joven—. La condesa quiere marcharse y dejarme solo aquí. Estoy seguro de que no volverá. ¿Qué debo hacer? A no ser, también lo he pensado, que lo que quiera es atraerme a la casa… ¿Entienden?

Müller se levantó y empezó a pasearse con el torso desnudo, vestido con el pantalón de pijama. Cada vez que pasaba delante de la bahía, su figura aureolada de largos cabellos se recortaba sobre un fondo plateado.

—La condesa me debe el dinero del regreso y ya sabe que se niega a dármelo. Me gustaría que me aconsejara. Aquí todo el trabajo lo he hecho yo…

En dos o tres ocasiones, Müller se plantó ante él y se lo quedó mirando a los ojos.

—¿Cómo puede saber la condesa que mañana llegará un yate? —preguntó.

En la isla no había telégrafo. La condesa sólo hubiera podido recibir un mensaje a través de una embarcación y, de ser así, alguien la hubiera visto.

—¿Estás seguro de que le ha contado eso a Maria?

—Lo juro por mi hermana.

A juzgar por el tono de su voz y por la cara de perplejidad, era sincero.

—Cuando Paterson se marchó, ¿anunció que regresaría y fijó una fecha?

—No habló de eso. Se dirigía hacia el sur y se proponía cruzar el estrecho de Magallanes y subir por el Atlántico.

—Es curioso… —suspiró Müller.

—Puede que tenga razón Kraus —aventuró Rita—. La condesa habrá querido atraerlo para intentar que se quede, y se ha inventado esa historia pensando que picaría en el anzuelo.

—Me he guardado muy mucho de ir —replicó Kraus sumamente nervioso—. ¡Sé que Nic es capaz de matarme!

Todo aquello le volvería a la memoria palabra por palabra, al igual que la frase de Kraus cuando declaró diez días atrás: «¡Que me den un arma y me cargo a ese rufián!».

¿Por qué de repente la palabra «matar» surgía con tanta frecuencia? ¿Qué era esa enajenación, o ese presentimiento?

También en casa de Herrmann hablaban de la visita de la condesa y lo que había dicho. Pero allí estaban más inquietos, pues Kraus se había marchado sin decir adónde iba y cabía suponer que estuviese en casa de la condesa.

Casualmente, aquella noche volvió a empezar la fiesta al lado, como el día del parto. El fonógrafo sonaba sin parar. A media noche vieron sucederse luces de Bengala y fuegos artificiales, y se percibía el entrechocar de vasos y botellas, y la voz achispada de la condesa.

—¿Crees que ha vuelto con ellos? —susurró Maria medio dormida—. ¿De verdad piensas que vendrá el yate?

Herrmann no entendía ya nada, ni lograba conciliar el sueño. Al final anunció:

—Echaré un vistazo…

—Ni hablar —intervino su mujer, y lo obligó a acostarse.

A Müller debió de asaltarle un pensamiento extraño tras echarse en la cama, pues se levantó sin hacer ruido y fue a sentarse a su sillón, frente a Kraus dormido.

¿Temía verlo escabullirse? En cualquier caso, evitó cerrar los ojos y, en varias ocasiones, la mirada de Rita se cruzó con la suya, que a ella seguía pareciéndole vigilante y cavilosa.

Herrmann declararía después que la música, en la casa de enfrente, duró hasta eso de las dos de la mañana, momento en que la voz de la condesa, que había bajado a cantar al pie de las ventanas, revelaba un avanzado estado de ebriedad.

Kraus, por su parte, se despertó sobre las cinco y sufrió un sobresalto al encontrarse al profesor sentado frente a él, completamente despierto.

—¿No ha dormido usted? —preguntó.

—Era preferible —replicó Müller, más enigmático que nunca.

¿Por qué era preferible? ¿Qué idea le rondaba por la cabeza? Kraus se quedó avergonzado y balbució:

—Voy a ver si ha llegado el yate.

El profesor salió tras él, mientras Rita permanecía en la cama, y, cuando llegaron al lugar desde donde se veía la bahía, divisaron el agua lisa e irisada, pero sin rastro alguno de barco o de bote.

A Kraus se le escapó una risa nerviosa.

—¡Ha mentido! —exclamó—. Ya sabía yo que mentía. ¡Siempre miente! Cada palabra que dice es una mentira.

Sin prestar atención a su acompañante, se alejó a zancadas hacia la montaña. Müller estuvo a punto de seguirle, pero al final se encogió de hombros y se sentó en el repecho, al lado de un cerdito muerto cuyo cadáver se quedó mirando.

Herrmann estaba ante la puerta de su casa cuando pasó Kraus con actitud de persona que sabe adónde va y que se niega a que le detenga obstáculo alguno.

Kraus le gritó desde lejos haciendo un gesto con la mano:

—¡No ha llegado ningún yate!

Un instante después desaparecía tras los árboles que ocultaban la casa de la condesa. Maria se acercó hasta el umbral de la puerta y preguntó a su marido:

—¿Dónde está?

—Allá.

—¡Qué criatura!

Jef, que sentía auténtica pasión por aquel trabajo, se dedicaba a tallar la madera de la piragua.

Era una mañana calurosa. Hubiera dado la impresión de que se acercaba una tormenta, de no haber sabido que era imposible en aquella estación. Herrmann seguía fumando su fibra de coco, pendiente de todos los ruidos que se oían en la isla. A la sombra de la cabaña, Maria daba el pecho a su hija, a quien había bautizado con el nombre de Floreana.

—¿Aún no vuelve? —preguntó.

—No veo nada.

—Lleva allá por lo menos una hora.

Pasaron dos e incluso tres horas más. A eso del mediodía apareció Rita para preguntar si la señora Herrmann no la necesitaba.

—¿No está aquí Kraus? —preguntó a continuación.

—Sigue allá enfrente.

—¿Lleva mucho tiempo?

—Desde esta mañana.

Herrmann se levantó inquieto cuando vieron aparecer junto a ellos a Kraus con el rostro congestionado, los ojos brillantes y sin resuello.

—Se han marchado —vociferó—. La casa está vacía. He corrido hasta la playa para ver si había alguna huella, pero no he encontrado nada…

Le acometió un violento ataque de tos, como sólo los tenía, según la señora Herrmann, que lo conocía bien, después de haber hecho violentos esfuerzos.

En torno a él, todo el mundo callaba.