10

Los días transcurrían lentamente. Desde hacía cinco años, el curso del tiempo venía regido por un gesto que hacía Müller cada mañana. De uno de los pilares de la cabaña colgaba un calendario que traía el San Cristóbal junto con los víveres, y, cada día, el profesor marcaba la fecha con un lápiz. ¿Quién hubiera contado, si no, los días e incluso las lunas?

Sin embargo, desde hacía algún tiempo Müller no tocaba el calendario, y aunque Rita comprendió que eso significaba algo, no se atrevió a hacer preguntas.

Tampoco se atrevía a marcar la fecha en el calendario y utilizaba la astucia, con un temor infantil de que la pillaran: cada día pinchaba con un alfiler una de las cifras, y la huella, casi invisible, le bastaba para medir el tiempo.

Por otro lado, ese gesto diario había creado entre ella y el calendario un vínculo más sutil. En el calendario, impreso en español por un tendero de Quito, aparecía una imagen que representaba unas piraguas indias navegando por un rápido.

Cada mañana, Rita veía de cerca aquel dibujo; acabó conociéndolo al detalle, y eso le recordó otra imagen que la había obsesionado de niña.

Fue poco antes de la guerra, en las afueras de Dantzig, donde había nacido. En la esquina de la calle había una tienda de comestibles, cuya puerta, al abrirse, hacía sonar un timbre que todavía le parecía oír.

«Un caramelo de dos Pfennigs», pedía apretando con fuerza la moneda.

Era un caramelo muy acidulado, verde y rojo, que luego chupaba durante una hora, ¡hasta que se le agrietaba la lengua!

La imagen estaba colgada en aquella tienda, a la derecha, y representaba dos cabezas de muchachas: «La morena y la rubia». Debía de ser un anuncio para una cervecería.

Aquello llevaba rondándole por la cabeza unas semanas. Le llegaban oleadas de recuerdos, y eso la inquietaba.

¿Dónde había leído que un hombre, poco antes de morir, vuelve a ver nítidamente los detalles de su primera infancia?

A ella le pasaba algo parecido. Le venían a la memoria pequeños hechos que creía olvidados, como el calendario, el olor a canela y a humo de vela que reinaba en la tienda, las zapatillas floreadas del viejo comerciante, que estaba con su mujer detrás del mostrador y que debía de vivir allí.

Rita quería pensar en otra cosa, pero de repente se le imprimía una imagen en la retina y ya no podía ahuyentarla, como la imagen de su padre, que era cajero, pero a quien veía con su uniforme verde de la Landsturm.

Su padre lucía unos gruesos mostachos pelirrojos y, durante la guerra, escribía cartas desde Lieja, donde montaba guardia en un hospital y donde murió de la gripe española.

Rita recordaba también una fotografía de Müller vestido de oficial del servicio de sanidad, con el gran dormán gris, el sable…

¿Qué necesidad tenía de remover aquellas cosas? ¿Y en qué pensaba él durante los largos días que pasaban juntos? Müller no lo decía nunca. Ya ni siquiera trabajaba en su libro, y Rita se preguntaba a ratos si sus pensamientos no seguían cursos paralelos.

Dado el carácter del profesor, esa situación podía prolongarse durante años sin que él dijera una palabra. Rita nunca sabría si él sentía alguna nostalgia de la vida en Alemania, o si le preocupaba vagamente el futuro.

Hacía ya cuatro meses que la condesa y sus acompañantes habían llegado a la isla, y más de una semana que había partido el último yate tras hacer una breve escala.

Kraus dormía de nuevo en casa de los Herrmann, pero algunos días aparecía, más nervioso que nunca, declarando que no volvería a poner los pies «allá arriba».

—La condesa se pasa la vida tanteando a Maria para que me convenza de que vuelva con ella. Maria no se atreve a negarse. Estoy harto de que me repita cada día lo mismo.

Lo cierto es que no era justo.

—La señora Herrmann tiene espíritu de criada.

Al poco, lloraba pidiendo perdón. Daba la impresión de que se le hubiese contagiado la versatilidad de la condesa. Cambiaba de humor sin cesar y ya no sabían cómo abordarlo.

A ratos la tomaba también con el profesor, sobre todo por los accesos de fiebre.

—¡Bonita ciencia la que no puede curar a un hombre! —ironizaba—. ¡Reconozca que los médicos no creen ni en sí mismos!

Podía ser malvado durante horas, para luego procurar, sin transición, que le perdonasen prodigando delicadas atenciones. Era raro que comiese o cenase en la cabaña sin prestar a cambio pequeños servicios. Por ejemplo, un día reparó una parte del tejado, que se venía abajo.

Los sentimientos de Müller hacia él eran difíciles de calibrar. Por otro lado, también Müller había cambiado gradualmente de carácter. Él, que tanto velaba antes por su personalidad, que se enorgullecía tanto de su aislamiento, buscaba ahora la compañía de Herrmann o de Kraus, con quien a veces charlaba largo y tendido.

Arriba hubo ataques de rabia cuando la condesa vio el contenido de las cajas, pero al día siguiente le contó a Maria que su amigo Bambridge volvería muy pronto con provisiones más abundantes. No le gustaba resignarse a una derrota.

—Quería llevarnos a las fiestas de Lima —aseguró—. Pero yo no quiero abandonar la isla. Para mí ya es mi verdadera patria. El gobierno de Ecuador la ha puesto a mi disposición y lo considero un depósito sagrado.

Cada vez mentía más. Conforme iba degradándose la vida, experimentaba más necesidad de soñar en voz alta.

—Cuando el Kronprinz esté en el poder, le conseguiré un título nobiliario. Quiero crear en Floreana una aristocracia que se perpetúe.

Maria no decía nada, pero, dada la cercanía del parto, tal vez la halagaba la idea de que su hijo fuese noble.

Continuaba la sequía. Contrariamente a los dos años anteriores, no había caído una sola tormenta que refrescase el suelo. Los toros con los que iban encontrándose estaban flacos y cansados. Cada mañana, Müller observaba con ojos angustiados el hilillo de agua que pasaba cerca de su casa. Un día, Rita lo oyó refunfuñar y, al acercarse, vio que ya no corría agua.

Era la hora de la visita de Herrmann y, cuando éste llegó, encontró al profesor agitado.

—¿Qué pasa allá arriba? —preguntó Müller de sopetón.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Quién ha tocado esta noche el agua? No me mienta. No puede haberse agotado de un día para otro.

—De eso precisamente quería hablarle… Esta noche he oído un ruido y me he levantado. No sé si sabe que a la condesa le quedaban muy pocas reservas de agua de lluvia. Mi mujer le dijo el otro día que el arroyo no tardaría en secarse. Esta noche, Nic ha estado llenando las barricas.

—Venga conmigo.

Ya no era Müller el filósofo. Tenía la misma cara de obcecación que ponen los campesinos cuando van a reclamarle algo al propietario rural del pueblo. Durante el trayecto no despegó los labios y pasó junto a Jef sin reparar en él.

No entró en casa de la condesa, sino que se dirigió hacia el manantial, del que apenas volvía a manar un hilillo de agua.

Probablemente le observaban desde la veranda. Herrmann le seguía, patoso. Müller iba y venía como un inspector, y entró en el jardín para cerciorarse del contenido de las cubas.

Sólo entonces subió los escalones de la casa, y se topó con la condesa, que se dirigía hacia él sonriente.

—¡Qué grata sorpresa, profesor! Disculpe que le reciba de trapillo.

Nic estaba afeitándose en la habitación de al lado. Se le veía de pie delante del espejo.

—Déjese de sorpresas y recibimientos. He venido por el agua.

—¿Qué agua?

—El agua que nos han quitado mientras dormíamos.

La condesa soltó una risita forzada.

—¿Me acusa de haberle robado el agua?

—Exactamente. El manantial nos pertenece a todos. El caudal está disminuyendo cada día y es injusto que una sola persona aproveche para hacer acopio de agua.

—¿Quién nos espía? ¿Herrmann?

¡Hasta ese extremo habían llegado! ¡A hablar de robo, propiedad o espionaje por un simple hilillo de agua!

—¿Lo oye usted, Nic?

Nic asomó la cabeza restregándose el jabón de las mejillas con una toalla mugrienta.

—¿Qué ocurre?

—¡Pues que quieren prohibirnos coger agua!

—¡Perdón! Yo no he dicho eso. Cada cual tiene derecho a tomar cada día el agua que necesite, hasta el momento en que se agote.

—¿Y qué sucederá entonces?

Müller se encogió de hombros.

—No contesta, ¿verdad? —gritó fuera de sí la condesa—. Sabe perfectamente lo que sucederá. Ustedes y los Herrmann tienen reservas de agua de lluvia, porque vivían en la isla antes que nosotros, de modo que no tienen más que esperar a que caigan nuevas tormentas. Pero ¿y nosotros? Confiese que es eso exactamente lo que quiere. Le molestamos. Le gustaría que nos fuéramos y, para conseguirlo, no retrocede ante nada…

Herrmann miraba hacia fuera. Nic se sirvió whisky sin ofrecerle a nadie.

—Le repito, señora —dijo Müller sin arredrarse—, que no tomará usted más agua que la que necesite. Es un asunto de vida o muerte para todo el mundo. Allá ustedes si han malgastado sus reservas.

—¿Qué va a hacer? ¿Llamar a la policía?

—No, señora, yo mismo organizaré mi policía.

—Me gustaría verle montando guardia junto al arroyo.

—Me verá.

—¿Quiere guerra?

—Eso, ya, depende de usted.

Y se fue seguido de Herrmann, que esbozó un torpe saludo. Era la primera vez que veían al profesor así.

—Si es necesario, nos turnaremos para montar guardia. No tenemos por qué aguantar sus locuras.

Se le veía obsesionado por el asunto. Por la tarde regresó al arroyo y puso señales para comprobar si alguien cogía agua.

Se encontró con Kraus, que estaba como loco.

—¿Es cierto que podemos morirnos de sed?

—¿Quién ha dicho eso?

—La señora Herrmann se ha pasado la mañana llorando. Ha pasado a verla la condesa, y asegura que dentro de ocho días no quedará una gota de agua en la isla.

—Menuda exageración.

—¿Para cuánto tiempo tenemos?

Hablaban de ello como si hubiese ocurrido una catástrofe, lanzando miradas trágicas.

—No lo sé. Tal vez para unas semanas.

—El San Cristóbal llega dentro de cinco semanas, ¿verdad?

—Normalmente sí.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que, en cinco años, ha fallado dos veces… Tiene obligación de venir una vez al año, pero la segunda vez es facultativa y depende del trabajo en Guayaquil.

Kraus soltó una risa crispada.

—¡Magnífico! —gritó desesperado antes de tiempo—. ¡Así reventaremos todos, y, cuando aparezca, sólo encontrará esqueletos!

La desgarrada camisa dejaba a la vista el pecho, en estado esquelético, y tenía surcos tan profundos bajo los ojos que obligaban a apartar la vista. También le había cambiado la voz, se le había vuelto más grave, más profunda; desentonaba con su edad.

—A lo mejor cae una tormenta —dijo Müller sin convicción.

¿Por qué no procuraba tranquilizarlos? Aunque no existieran jerarquías en la isla, él era el personaje más destacado y todos creían en su palabra.

En vez de eso, parecía como si experimentase un maligno placer en acrecentar el pánico. Sus actitudes y sus silencios contribuían más a ello que sus palabras.

Mirando las cosas con serenidad, la situación tampoco era pavorosa. La estación seca parecía alargarse más que de costumbre, eso sí. Pero tanto Müller como los Herrmann disponían de reservas de agua de lluvia. Sin malgastarlas, podían vivir semanas, incluso meses.

Por otra parte, no había razón alguna para dudar que el San Cristóbal llegaría con víveres frescos.

Nadie hubiera podido decir, en definitiva, cómo había nacido aquella angustia que se reflejaba cada día más en los rostros. Todo había empezado con un vago malestar, que se había acentuado, notoriamente, al reunir el azar a todos los habitantes de la isla ante la puesta de sol.

Pero aquella misma puesta de sol no tenía nada de especial. Cien veces las había habido igual de solemnes y de impresionantes.

¿Había influido entonces el hecho de contemplarla todos juntos, sobre todo de ver alejarse el yate como un símbolo?

Kraus estaba enfermo, pero Müller tenía el convencimiento de que viviría hasta la llegada de la goleta.

Sin embargo, no se lo decía claramente. Se encogía de hombros. Observaba aquellos terrores sin hacer nada por disiparlos.

Allá arriba, la condesa se reconcomía, sumida en una soledad cada vez más desesperante, pero ¿le habían dado alguna vez consejos? ¿Habían procurado ayudarla o disuadirla de su proyecto?

¿Había que concluir que todos ellos estaban volviéndose perversos? A ratos, Müller miraba a Rita con impaciencia, y entre ambos estalló una escena ridícula porque ella había cocido mal dos huevos, una auténtica pelea de matrimonio, mezclada de reproches.

«¡Nunca has sido capaz de aprender las pocas cosas que cualquier mujer sabe hacer habitualmente!»

Rita se había echado a llorar. Habían llegado a ese grado de nerviosismo, de inquietud inconfesada. En el papel donde a veces tomaba notas sobre la condesa, Müller había escrito: «Toda empresa de ese tipo está abocada al fracaso».

¿Creía aún en su propia empresa, en su sueño de soledad y de pureza filosófica? Un detalle sorprendió profundamente a Rita y contribuyó a desalentarla más que lo demás. Una noche estaban cenando en casa de los Herrmann, pues cabía la posibilidad de que el parto se produjera de forma inminente. Jef había matado unas palomas, y Maria, animosa pese a su estado, había servido, como de costumbre, la comida en los platos.

Olvidaba que el profesor se había impuesto no comer carne. Rita estuvo a punto de intervenir, pero, en ese mismo momento, vio que Müller empezaba a comer como si tal cosa.

Se quedó tan pasmada que él se dio cuenta, la miró fríamente y esbozó una sonrisa tan cínica que a la joven no se le borraría de la memoria.

¿Qué había querido decir? ¿Que se resignaba? ¿Que todo había sido un engaño? ¿Que se habían engañado el uno al otro? ¿O simplemente se saltaba la norma en atención a los Herrmann?

Sus anfitriones no repararon en nada, y, como todos pensaban, los dolores del parto comenzaron a eso de las diez. Mandaron a Jef y a Kraus a que se acostaran en la cabaña de los Müller. Desde allí se veía luz en casa de la condesa y se oía el eco del fonógrafo.

Tanto la condesa como Nic sabían que el profesor estaba en casa de los Herrmann. Probablemente por eso ponían música, cosa que no hacían desde hacía varias semanas. Rita percibió el ruido de una botella de champán al destaparse y reconoció la voz de la condesa, que cantaba.

Era una noche serena. Una leve brisa mecía unas con otras las palmas de los cocoteros. Maria gemía en la cama de modo tan extraño que daba la impresión de que no sufría, de que gemía por costumbre. Su marido se había sentado fuera con Müller.

Se había producido otro detalle sorprendente. Desde su llegada a la isla, Herrmann había dejado de fumar, tanto por motivos de salud como por compromiso personal. Y ahora, de repente, había exhumado una vieja pipa y, desmenuzando las colillas que dejaba la condesa, la había cargado y fumaba.

Los discos iban sucediéndose, todos igual de ruidosos, evocando un París y un Berlín lejanos. La condesa voceaba las letras y Nic rasgueaba la guitarra.

—Me pregunto si será normal —murmuró muy quedo Herrmann, entre dos bocanadas de tabaco. Pensaba en el niño que iba a nacer, y que podía parecerse a su hermano—. La madre es sana y fuerte. Yo no he estado nunca enfermo…

A Müller le hubiera gustado mandarle callar. Resultaba tan irritante como la música, o como los gemidos de la parturienta. La lámpara de petróleo iluminaba mal y producía una impresión de penuria, traía a la mente un parto en una sórdida casucha rural. Una vieja jarra de agua, una palangana y unos paños rotos terminaban de evocar la miseria del mundo.

—¡Creo que ya viene! —exclamó Herrmann sobresaltándose—. Me acuerdo de la primera vez. Tenía al mejor médico de la ciudad, porque era profesor nuestro, y consintió en asistir gratuitamente en el parto a mi mujer.

Prestaba atención y a continuación hablaba para disimular su impaciencia. Se oían los pasos de Rita, que iba y venía en torno a la cama. Habían encendido un buen fuego para disponer de abundante agua hirviendo, y el olor de la leña ardiendo se mezclaba con el de la noche.

Mientras contemplaba el cielo, Herrmann dijo algo tan extravagante que el profesor permaneció un instante pensativo.

—¿Sabe que desde que estoy aquí no he visto la Cruz del Sur? Quería pedirle que me la señalase, pero no me atrevía…

Todavía no había salido y no aparecería en el horizonte hasta las dos de la mañana. En cambio, un polvo de estrellas cruzaba el horizonte con un rastro luminoso. Daba la impresión de que nunca se habían visto tantos astros.

—Me hubiera gustado tener un libro de astronomía para aprender a reconocer los astros por la noche. Encargaré uno al San Cristóbal en el próximo viaje.

Le interrumpió un grito desgarrador, e instantes después volvió a sonar el fonógrafo. Müller entró en la cabaña y cerró la puerta.

Herrmann se quedó solo. Estaba angustiado. No cesaba de levantarse y de volver a sentarse. Se le apagó la pipa y la encendió con un tizón.

Se filtraban rayas luminosas por entre los bambúes de las paredes; bajo la puerta se dibujaba un trazo más espeso.

Y, en lo alto, aquellos astros inmóviles.

¿Cómo podía Herrmann percibirlo todo de ese modo? Sintió un crujido y escuchó, adivinó que procedía del manantial, oyó el ruido del agua en un recipiente de metal.

Entonces, por un instante, olvidó lo demás, frunció el ceño, se precipitó en aquella dirección.

Tenía que pasar delante de la casa de la condesa. La veranda estaba iluminada. Había puesto un disco. Pero, más allá, se oían pasos. Nic volvía de la fuente con dos grandes garrafones de agua.

Tenía que pasar al lado de Herrmann. El judío lo miró a los ojos y siguió su camino hacia la casa sin inmutarse. De pronto, a Herrmann le asombró encontrarse allí y, al oír un nuevo grito, corrió hacia la cabaña.

¡Se lo contaría a Müller al día siguiente! No urgía. Sólo tenía que pensar en el parto de su mujer.

—¿Aún no está? —gritó a través de la puerta.

No recibió respuesta, y transcurrió una media hora que se hizo larguísima, siempre con aquel molesto fondo musical que los otros mantenían para ponerlos nerviosos.

Eran las dos de la mañana cuando se abrió la puerta. Apareció Müller, tranquilo, con expresión indiferente.

—¿Cómo ha ido, profesor?

—Una niña… Rita pasará la noche aquí, por si la necesitan.

Luego se alejó, a pasitos, hacia su cabaña, donde Jef y Kraus dormían uno junto al otro. Casualmente, a lo largo del trayecto tuvo ante los ojos la famosa Cruz del Sur que Herrmann no había visto nunca, y, quizás a causa de eso, esbozó varias veces una sonrisa enigmática.

Le perseguía un olor dulzón a parto. Ni siquiera había mirado a la criatura. Rita se había encargado de lavarla, y él la había visto vagamente, informe y fea.

Al entrar, Kraus se incorporó en la cama y jadeó, para recobrar después el aliento.

—¡Me ha asustado!

—Acuéstate.

—Estaba soñando algo, no sé el qué… Ah, sí, ¿ha dado a luz la señora Herrmann?

—Una niña. Ya está. Duerme.

Müller se sentó en su sillón y allí se adormeció antes de que amaneciera.