La isla parecía enfebrecida. Detrás de Kraus, Rita vio aparecer a Herrmann, que había apretado a correr con la esperanza de llegar a la playa al mismo tiempo que su protegido.
Luego vino lo más chusco: el ver a la condesa y a Nic presa de un auténtico delirio. La condesa bailaba y se reía a carcajadas. Al pasar le espetó a Rita unas frases, que debían de ser irónicas, pero que ésta no entendió.
Pese a lo que pudieran tener de ridículo o de exagerado tales demostraciones de júbilo, Rita no dejó de sentir la melancolía que le invade a uno cuando ve empezar la fiesta en la casa del vecino.
Aquel día flotaba algo milagroso en la atmósfera. Nunca habían visto tan diáfano el aire, hasta el punto de que, no obstante la distancia, podían apreciarse todos los detalles del yate, incluidos los marineros que fregaban la cubierta con abundante agua. Y aquella transparencia del aire, la fragilidad del cielo, la muda inmovilidad del océano, hacían del yate engastado en ellas una cosa única. ¡No había un solo elemento que no contribuyese a realzarlo! Sus contornos se dibujaban con la nitidez de una estampa japonesa, y su pabellón inglés introducía en aquella pálida sinfonía la mancha roja que le faltaba.
Hay objetos en los escaparates con los que ningún niño ha jugado y que, sin embargo, harían soñar a generaciones enteras.
Era imposible mirar aquel yate que reposaba en las mansas aguas de la bahía sin sentir deseos de embarcar en él, de vivir entre sus paredes barnizadas, entre sus maderas exóticas y sus cobres bruñidos, de ir limpio y pulcro, bien vestido como los marineros que se veían en la cubierta.
Rita se había puesto aquel día los pantalones cortos de tela azul. Quizá pensaba bajar a la playa a ver el barco de más cerca. De pronto oyó un ruido a su lado.
Era Müller. Pero cuando vio al profesor se quedó estupefacta, pues, por primera vez, había sacado los anteojos del baúl donde estaban desde su llegada.
Müller, que hacía siempre gala de una altiva indiferencia, ¡contemplando el navío inglés con un catalejo!
—Es más grande que el vapor que nos llevó de Panamá a Guayaquil —observó—. Por lo menos habrá treinta hombres a bordo.
La pareja se hallaba en el mismo lugar donde se encontraron Müller y Herrmann el día en que llegó la condesa. El suelo hacía pendiente. Podían sentarse cómodamente y ver cuanto sucedía abajo. Incluso divisaban la playa, donde al poco vieron agitarse una silueta negra.
Era Kraus, que llegó corriendo y se paró en seco, atónito, desconcertado al no ver la lancha del yate.
Lord Bambridge, a decir verdad, no parecía tener mucha prisa por descender a tierra. La lancha estaba debajo de la escala de portalón, y no había ningún marinero a bordo.
Por lo demás, en cubierta sólo se veían miembros de la tripulación, que por las mañanas se dedicaban a las faenas de limpieza habituales. Cuando oyeron el grito que lanzó Kraus en la playa, lo miraron sorprendidos y continuaron con su trabajo.
Kraus siguió gritando, rabioso, y, sólo entonces, uno de los marineros se metió en el puesto de mando. Apareció un oficial en el puente y, tras observar al exaltado con los gemelos, permaneció inmóvil.
A los ojos de Rita y Müller, aquello sucedía muy lejos, en el fondo de un cilindro lleno de aire transparente que respetaba el relieve de los objetos al tiempo que los reducía a proporciones mínimas.
Kraus se volvió. Resultaba imposible saber lo que él veía. En cualquier caso, a él lo vieron quitarse la camisa y avanzar hacia el agua. Cuando ésta le alcanzó la cintura, se puso a nadar torpemente, con movimientos demasiado rápidos.
—¡Los tiburones! —exclamó Rita tocando el brazo de Müller.
La bahía estaba llena de tiburones. Allí nunca se bañaba nadie. Los hombres del yate probablemente lo ignoraban, pues se acodaron en la borda para observar al obstinado visitante.
Herrmann había llegado a la playa a su vez, y se detuvo hecho una pieza.
Mediaban por lo menos quinientas brazas entre la orilla y el barco. Kraus había recorrido la mitad, y sus movimientos eran cada vez más entrecortados. De repente, los hombres se precipitaron hacia la lancha. Sin duda habían divisado la sombra de los escualos.
El tiempo se hizo muy largo, pero en realidad sólo transcurrieron unos segundos. El motor se puso en marcha; el agua se rizó en la popa, mientras se estiraba un hilo de humo azul por la superficie de la bahía. La embarcación describió una curva; dos hombres se inclinaron e izaron al nadador a bordo.
La condesa y Nic acababan de llegar a la playa. Desde arriba no podía oírseles, pero probablemente también gritaban. En cualquier caso, gesticulaban, como había hecho Kraus. Los marineros fingieron de nuevo no oír y regresaron al yate con el superviviente, a quien empujaron, chorreando agua, a lo largo de la escala.
—Ahí está el propietario —anunció Müller, que no soltaba los gemelos.
Un hombre de unos sesenta años, muy alto, flaco, tieso como un oficial, había aparecido en cubierta, vestido con un pantalón de franela blanca y guerrera de uniforme, gorra blanca y una pipa entre los dientes.
Le colgaban unos gemelos del pecho; los utilizó para observar la orilla, y gritó unas órdenes. Un instante después volvía a partir la lancha, aunque sin él, hacia el lugar donde se hallaban la condesa y Arenson.
Tal vez lo que apasionaba a Müller era tratar de entender aquellas sucesivas escenas sin oír una sola palabra. A veces también, según las idas y venidas, desaparecían personajes sin que se pudiera saber qué hacían.
En cubierta había una mesa con un mantel blanco. Bambridge se acomodó ante ella mientras Kraus le hablaba con vehemencia.
Tan sólo disponía de unos minutos. La condesa estaba ya a bordo de la lancha, que se alejaba de la playa de arena negra. Iba a subir a bordo del yate.
Kraus se volvía tan pronto hacia ella como hacia su interlocutor, que estaba untando una tostada con mantequilla.
¿Qué le decía? ¿Que quería marcharse de allí? ¿Le suplicaba que le dejase desembarcar en el primer puerto? ¿Acusaba a la condesa de malos tratos? ¿Le hablaba de su tuberculosis y de su muerte inminente?
Comoquiera que fuera, Lord Bambridge se levantó y se dirigió hacia la escala para recibir a la visitante, a quien besó la mano. La condesa, evidentemente, hablaba más fuerte y más rápido que Kraus.
Müller soltó una risa sarcástica y restregó los cristales de los gemelos para ver mejor. El grupo se acercó a la mesa y al desayuno servido sólo para una persona. El propietario se volvió hacia el chino vestido de blanco que le atendía, y éste trajo cubiertos suplementarios.
Kraus agachaba la cabeza.
¿Quién podría más? ¿Qué decidiría Bambridge? El Lord hizo otro gesto a dos marineros, y éstos se llevaron al joven hacia la popa. Allí lo dejaron de pie a pleno sol.
Los demás desayunaban. Se adivinaba el crujido de las tostadas, el olor de la mantequilla al fundirse, el del té humeando en las tazas.
La condesa no paraba de hablar y de gesticular, inclinándose y tocando a su anfitrión en el hombro o en la mano, como para convencerle.
A Herrmann lo habían dejado en la playa; se había sentado a la sombra de una roca y esperaba.
—¿Por qué no propondrá el dueño del yate llevárselos a todos? —bromeó Müller entre dientes.
Era más o menos la impresión que se desprendía de la escena. Bambridge parecía allí Dios Padre en persona, escuchando sin decir nada. Más adelante hablaría y su decisión sería inapelable.
El desayuno duró cerca de una hora, pues sirvieron huevos pasados por agua y diferentes tipos de confitura y fruta.
No corría la menor brisa ni el más ligero soplo de aire. Las palmas de los cocoteros pendían pesadamente. Rita callaba con una mueca de envidia, como cuando, de niña, veía de lejos una fiesta.
Sirvieron, entre otras cosas, manzanas, auténticas manzanas verdes y rojas, cuya pulpa debía de crujir al cortarlas…
Arriba, en el Hotel del Retorno a la Naturaleza, la señora Herrmann se afanaba a fin de que estuviese todo listo para recibir al famoso Lord.
Éste se levantó por fin, cargó la pipa y se dirigió hacia el puente, solo. Allí le dijo unas palabras a Kraus, que quiso replicar. No le dieron tiempo. El yatchman, habituado a mandar, se había dado ya media vuelta. Los dos marineros empujaron suavemente al joven hacia el portalón y luego a la lancha, que, una vez más, rizó el agua.
—¡Ha fracasado! —suspiró Rita.
Al llegar a la playa, Kraus recogió la camisa e hizo una bola con ella. Antes de desaparecer, alzó el puño hacia el yate y pasó delante de Herrmann sin dirigirle la palabra.
Debió de caminar rápido, sin detenerse un instante, pues no habían transcurrido tres cuartos de hora cuando apareció frente a Rita, terriblemente agitado, temblando de arriba abajo.
—¡No quieren saber nada de mí! —gritó—. ¡Me condenan a que reviente aquí! ¡Así es esa gente! Y eso que he prometido trabajar para pagarme el pasaje. ¿Qué puede importarles un hombre más o menos?
—¿Qué ha dicho el dueño del yate?
—Que las leyes marítimas internacionales no le permiten embarcar a un pasajero sin autorización del gobierno. Daba la impresión de que estuviera enumerando las normas de un concurso. En cuanto a la condesa, la he oído perfectamente. No estaba muy lejos. Ha dicho que yo era un criado suyo y que quería marcharme sin respetar el contrato. ¡Eso ha dicho! ¡Lo juro! ¡No quiere que me marche! Tiene miedo de que cuente lo que sé de ella…
No paraba de jadear, se volvía hacia la bahía y contemplaba el yate, silencioso e inmóvil.
—Quiero pedirle una cosa, doctor. Me da miedo ir a dormir esta noche allá arriba. La señora Herrmann es buena mujer, pero basta que la condesa diga algo… ¿Me entiende? Sólo quiero que me deje tumbarme en su casa, en cualquier rincón. A cambio le haré algún trabajo…
Era una idea fija. En casa de Herrmann había aserrado madera para semanas, y en el yate hubiera hecho cualquier faena para no deberle nada a nadie.
—Siéntate —dijo Müller.
—No puedo. Necesito moverme… Me duelen los nervios.
Cansaba verlo gesticular tanto.
—Vaya a buscarle algo de beber, Rita.
—¡Ya voy yo!
—¡Tú quédate aquí! ¿Por qué quieres volver a Europa?
—¡Porque no quiero morir en esta isla!
Müller no podía despegar los ojos de aquel rostro atormentado, sobre todo de aquellas pupilas despavoridas, que parecían tener miedo de posarse en los objetos.
—¡No puede imaginarse cómo me duelen! Es como si tuviese dentro un motor que da vueltas cada vez más deprisa. Apenas puedo respirar.
Rita volvió con unos limones y los exprimió en un tazón.
—¡Creo que la condesa también se ha quedado con tres palmos de narices! —exclamó Kraus con trivial tono de triunfo—. No estoy seguro, porque no lo oía todo y se me escapaban cosas en inglés. En cualquier caso, le ha dicho que no podía bajar a tierra porque no ha tenido tiempo de pedir autorización en Guayaquil o en Chatam. Ese hombre no habla más que de reglamentos. Es más frío que un témpano…
Se sentó con la mirada perdida, y luego se tumbó cuan largo era en el suelo exhalando un gemido de cansancio.
—¿Me dejará que me quede esta noche, por favor?
—Si quieres.
Aquella promesa le calmó y cerró los ojos como si fuera a dormirse. Entonces fue Rita quien alcanzó los gemelos para observar el yate. No sucedía nada de lo que ella esperaba. Por ejemplo, en ese momento los marineros estaban embarcando en la lancha dos pequeñas cajas del tamaño de las cajas de whisky. A los pocos minutos, la motora atracaba junto a donde se hallaba Herrmann.
Éste se levantó cuando se dirigieron a él, pareció pasmado de lo que le decían, y acabó cargando con una de las cajas a hombros mientras los marineros se sentaban en la arena.
Estaban preparando la mesa para el lunch. La condesa, Nic y Bambridge, sentados en sillones, conversaban tomando cócteles que había preparado el chino.
Entretanto, el pobre Herrmann acarreaba la caja por el sendero. Al llegar a casa de Müller, divisó a éste y a sus dos acompañantes en el montículo.
—¿Qué hace usted? —preguntó el profesor, cuyos ojos chispeaban maliciosos.
—No lo sé. Ya no entiendo nada. Esos tipos se han acercado a decirme que lleve las cajas al hotel.
»“¿De parte de quién?”, he preguntado.
»“De su ama…”. —Herrmann se enjugó la frente—. No he querido montar un escándalo hoy, precisamente. Supongo que habrá algo detrás de esto…
—Sí —rugió Kraus, que no dormía—. ¡Lo que hay es que va diciendo por ahí que todos nosotros somos criados suyos! He leído la carta que le ha escrito a la casa Camel para encargar veinte mil cigarrillos. ¿Saben cómo ha firmado?: «Condesa Von Kleber, emperatriz de las Galápagos».
Müller no se rió; al contrario, prestó más atención.
—¡Eso no es todo! Le ha obligado a Nic a firmar: «Arenson, primer chambelán». Los del yate se encargarán de mandar la carta.
Se volvió hacia el otro lado y ya no abrió la boca. Herrmann siguió su camino suspirando.
El día entero fue como un largo domingo, radiante y ocioso. Casi hubiera resultado normal oír repicar campanas, y, en un momento dado, Rita dio un respingo, pues oyó cantar a su gallo por la zona de la casa y, como estaba medio adormilada, creyó por un instante que se encontraba en un pueblo de Alemania.
Herrmann, un tanto avergonzado, acarreó la segunda caja mientras servían el lunch en la cubierta del barco, el cual se hallaba tan cerca que con los gemelos podían distinguirse al detalle todos los platos.
Müller no trabajó ni puso los pies en el huerto. Por su parte, Kraus, tras tomar unos huevos batidos, se sumergió en un sueño profundo de enfermo.
Para acrecentar esa impresión dominical, vieron en la cubierta del yate, protegida del sol con unas lonas, que los marineros traían atriles de música, partituras, asientos e instrumentos.
Mientras la condesa y Nic se arrellanaban en sus sillones, diez marinos vestidos de blanco se acomodaron formando un semicírculo en torno al piano, y Lord Bambridge, sentándose entre ellos, se hizo cargo del violoncelo.
Les habría resultado imposible decir lo que tocaron, pues los sonidos no llegaban hasta la colina. A juzgar por la duración y el movimiento era una sonata, tal vez una sonata de Beethoven.
No faltó nada, ni siquiera los aplausos del auditorio, de diez personas, ni el entreacto salpicado de conversaciones.
Herrmann, que iba por su segundo viaje, se sentó junto a Müller.
—No bajarán a tierra —confirmó—. Uno de los marineros habla alemán. Le he preguntado.
—¿Cuestión de autorización?
—También me ha dicho otra cosa. Más que nada, parece ser que Lord Bambridge no es muy sociable. No le importa invitar a quien sea, ¡pero en su barco! Quiere ser en todo momento amo de la situación. Cuando su barco cruzó el canal de Panamá, estuvo a punto de darle un patatús porque le obligaron a utilizar los tractores del canal. No visita ninguna ciudad y casi siempre permanece a bordo en los puertos. —Herrmann traía otras novedades, que no sabía si transmitir por temor a que le tildaran de mala lengua—. Ya ha visto que las cajas no están cerradas. Mi mujer y yo, lo confieso, hemos mirado qué había dentro. Nada más diez botellas de whisky, diez botellas de oporto, veinte paquetes de cigarrillos Camel, un mechero y unas latas de conserva. Si hubiera usted visto la lista que hicieron ayer la condesa y Nic…
También él estaba rabioso, y no sólo porque le hubieran hecho trabajar como a un criado. La presencia del yate resultaba irritante. Así que fue casi un alivio cuando, tras la segunda pieza, el Lord acompañó a sus huéspedes hasta el portalón.
—¿Qué acabo de decirles? Quieren levar anclas para llegar, dentro de cuatro días, a las fiestas de Lima.
La condesa y Nic se acomodaron en la embarcación y, a los pocos instantes, saltaban ambos a la arena. Durante un buen rato agitaron los brazos hacia el barco, pero Lord Bambridge se había metido ya en sus habitaciones.
Entonces comenzó un atardecer único en la isla. Cual aldeanos un domingo de canícula, Müller, Rita, Kraus y Herrmann permanecieron tumbados en la colina, contemplando vagamente el espectáculo de la bahía.
Hablaban poco. El yate se había convertido en el centro del mundo y ni uno solo de sus movimientos pasaba inadvertido a los espectadores.
No había transcurrido un cuarto de hora cuando la motora tornó a su lugar entre las dos chimeneas, en la cubierta superior.
Un humo denso y negro manchó poco después un pequeño retazo de cielo. Pasados unos minutos izaron lentamente el ancla, y de repente el barco pareció volver a flotar.
En ese momento, el sol estaba ya bajo en la línea del horizonte, y la mitad del cielo se tornó rosada como los rostros de quienes miraban.
Entonces se hizo el silencio, un silencio tal que Herrmann olvidó entrecortarlo con sus tímidas reflexiones. Un chorro de vapor anunció el toque de sirena, que sonó segundos más tarde; primero vieron al yate de flanco, luego de frente, y de nuevo de flanco, hasta que sólo se avistó la popa y el pabellón.
Tras él, el agua ya no era blanca, sino de un rosa artificial de sorbete.
Y la poco profunda laguna se irisó con todas las tonalidades del coral, desde el rojo intenso hasta el verde esmeralda.
Nunca había parecido tan lejano el horizonte. Era como estar en otro mundo, un mundo que ignoraba a la tierra, sepultada por aquel sol incandescente.
Rita volvió la cabeza y sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pues todo un retazo de cielo ya estaba muerto. La tonalidad púrpura y la luz no llegaban ya hasta allí, donde reinaba una claridad verdosa, implacablemente nítida.
Mientras en otras partes los árboles se teñían de rojo con el crepúsculo, por aquella zona los objetos cobraban actitudes humanas, en apariencia paralizados, perfilados, afilados por una luz que venía de fuera del sol, como si la tierra se hubiese enfriado de repente, como si, escabulléndose de su orbe tranquilizador, hubiese penetrado en un nuevo ciclo de planetas.
Y, sin embargo, el yate avanzaba despacio por el agua reluciente y lisa; tras él, lejos ya, seguían vibrando las ondulaciones que había creado.
Rita miró durante un instante a Müller, bañado en rojo, como iluminado por una luz de Bengala, y, cuando se volvió hacia el mar, lanzó una exclamación.
Todo cambiaba de nuevo. Todo había cambiado ya. Durante un segundo, uno sólo, había notado que un agudo rayo de luz verde le traspasaba las pupilas, y ahora la tonalidad púrpura se borraba para dar paso al verde, que invadía el cielo de una punta a otra.
En ese mismo segundo, el follaje, hasta entonces inmóvil, comenzó a estremecerse, las briznas de hierba a curvarse, mecidas por una brisa que brotaba de la noche.
Pero la noche todavía no había caído. El verde lo devoraba todo salvo unas nubes minúsculas que conservaban su blanco de nácar, perdidas lejos unas de otras en un cielo demasiado vasto en el que nunca podrían juntarse.
De ese mismo blanco puro y aterrador era el yate, que arrastraba hacia el infinito su rojo pabellón.
El joven Kraus se movió incómodo. Herrmann tosió. Müller contemplaba fijamente el crepúsculo, con ojos de ave de presa, como si quisiese desafiar al universo.
El verde se tornaba amarillo. El amarillo, en ciertos lugares, se teñía de violeta.
Y de pronto volvió el rojo, un rojo nuevo, un rojo de mica que parecía reflejar las llamas quietas de una estufa. El aire temblaba a ratos. La tierra exhalaba nuevos efluvios. Árboles y hojas formaban un todo negro, pero era un negro finamente recortado, dibujado con punta seca sobre un fondo apenas más claro.
—Aquí llega —suspiró Rita.
Apareció una forma blanca, un vestido. Era la condesa, que subía por el repecho agarrada del brazo de Nic. Probablemente también ellos se habían vuelto sin cesar a contemplar el apabullante crepúsculo.
Se volvieron una vez más. Los otros no hablaron para no delatar su presencia.
Era la primera vez que formaban un grupo tan numeroso, y sin duda eso los abrumaba a todos.
Nadie podía escapar a aquello. Era excesivo para los nervios, para las arterias de un hombre. En el cielo estaba librándose una lucha gigantesca, una lucha de astros, de estrellas, de prismas, y ellos sólo veían halos cuyos juegos no podían comprender.
¿No parecía como si el yate huyera? Todavía se veía el humo que despedía. Se adivinaba su estela, mientras la fría claridad de la noche acababa de invadir el islote perdido en el océano.
Rita se agitó. Le hubiera gustado que alguien hablase, siquiera para escapar de aquel hechizo.
No pensaba en nada. No la amenazaba peligro alguno, y, sin embargo, nunca la había embargado tal desesperación, una desesperación sin causa, sin forma, una desesperación semejante a aquella luz verde que había traspasado el cielo.
La condesa emprendió de nuevo el camino. Pasó a diez metros del grupo, se detuvo un instante y arrancó a andar diciendo en voz alta:
—Cuando nuestro amigo Bambridge vuelva la semana que viene…
¿Por qué levantó aquella frase un eco siniestro? ¿Por qué comprendieron todos que el yate nunca volvería y que, tal vez por eso, la isla estaba anclada en la soledad?
La voz había sonado falsa. Y no fue más tranquilizadora la de Müller cuando dijo al levantarse:
—¡No se olvide los gemelos, Rita!
Ésta se asustó al ver pasar un cerdo por la maleza. Ver aparecer de pronto a un ser apocalíptico de entre los extraños árboles no la hubiera sorprendido nada.
Tuvo que pasar la noche velando a Kraus, que deliraba.