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—¿Qué contestó? —preguntó la condesa.

—Pues dijo —las manos de la señora Herrmann estaban mojadas, acababa de trazar un primer círculo con el cuchillo alrededor de la patata— que con usted no estaba enfadado, pero que… —la patata, ya completamente pelada, fue a caer en un cubo, mientras que la mondadura se reunió con las otras en el regazo de la mujer— mientras esté aquí Nic…

Era asombroso. La señora Herrmann tenía un carácter tan marcado que, junto con cualquier accesorio, bastaba para transformar la atmósfera. ¿Seguían estando en un islote de las islas Galápagos? ¿Acaso no era la casa más que una cabaña de bambú?

Por la magia de una figura, de una voz, de unas manos regordetas pelando las patatas con el cuchillo, se hallaban en cualquier otro sitio menos allí, o, mejor dicho, se hallaban en una casita de Bonn, en una cocina cuya puerta abierta daba a un jardín y estaba rodeada de glicinas.

Desde su llegada a Floreana, la señora Herrmann no había modificado su indumentaria. Seguía llevando vestidos de cotonada clara y, casi invariablemente, un delantal a cuadritos azules con un pañuelo en el bolsillo.

¿Cómo había logrado crear un ambiente casero con tan pocos objetos? En casa de Müller, nada producía una impresión de confort, de hogar, y menos aún de familia.

Allí, por ejemplo, cubría la mesa un mantel traído de Alemania. Tanto daba ya que el suelo fuese de tierra batida. Aquel hule creaba una imagen de cocina y de buena ama de casa.

Sobre el estante que quedaba encima del fogón de petróleo, se alineaban las cacerolas por orden de tamaño.

Reinaba también un olor que la condesa respiraba con nostalgia, un olor a cocina, sí, pero no a una cocina cualquiera, sino a esos guisos que nos traen a la memoria recuerdos de infancia.

Por añadidura, la señora Herrmann siempre estaba tranquila y sonreía sin cesar. No le reprochaba nada a nadie. No odiaba a nadie.

—Es que, verá usted —explicaba ahora a la condesa—, le parece inconcebible que Nic le haya dejado a él todo el trabajo…

Hablaban de Kraus, claro está. Así como Herrmann había tomado la costumbre de ir a codearse cada día con el profesor, la condesa, por su parte, entraba muy digna en casa de la señora Herrmann.

Veinte veces llevaba por lo menos presentándose con esos aires a la misma hora. Cada vez, se quedaba cerca de dos horas sentada en el mismo sitio, conversando y fumando cigarrillos. Sin embargo, como se negaba a aceptar la tiranía de la costumbre, cada día hacía una «entrada» nueva.

—¿Tiene usted fuego, Maria?

O:

—Pasaba por aquí, y quería pedirle un consejo. ¿Cómo se cuecen las batatas?…

Deambulaba unos instantes por la habitación y acababa sentándose en el sillón de Herrmann, junto a la cortina que ocultaba las camas.

La cabaña no tenía ventanas. La luz se filtraba entre los bambúes y, más violentamente, en un rectángulo cegador, por la puerta siempre abierta.

—Si no vuelve, no sé qué haré. Sin él es imposible vivir aquí…

—Ayer volví a decírselo. Escucha, pero luego mueve la cabeza y repite: «Mientras siga Nic ahí…».

—Y eso que sabe que pertenecen a ambientes sociales distintos —replicó vivamente la condesa—. Nic es hijo de un importante armador de Lübeck. Tampoco puede ponerse a fregar mientras Kraus se va de paseo…

—Kraus dice que Nic era vendedor en una tienda…

La condesa no se inmutó.

—Usted no puede entenderlo. No es nada deshonroso ejercer durante un tiempo una profesión que desmerezca con respecto al propio nivel social. ¡Yo, condesa Von Kleber, cuya madre recibió al Káiser en su mansión, he vendido joyas! Nic fue dependiente porque rompió con sus padres, que querían obligarle a casarse con una prima judía. Es que Nic, aun siendo israelita, odia a los judíos…

Maria sacudió el delantal a cuadros y puso una cazuela en el infiernillo. Estaba acostumbrada a aquellas historias y a la compañía de la condesa, y era demasiado respetuosa para señalarle a la condesa sus contradicciones.

Porque, dos semanas atrás, Nic no era hijo de un armador, sino hijo natural del gran matemático Einstein.

«Necesita entretenerse», le decía Maria a su marido cuando, por las noches, le contaba aquellos relatos. «¿Qué pueden hacer allá arriba todo el santo día?»

Por otra parte, sólo Maria tenía elementos de juicio, porque de cuando en cuando acudía al Hotel del Retorno a la Naturaleza a echar una mano, y cada vez se quedaba espantada del desorden que reinaba allí.

Nic se pasaba días sin afeitarse ni cambiarse de ropa interior. Durante horas, permanecía tumbado en la misma hamaca de la terraza, fumando cigarrillos y releyendo novelas que había leído cinco o seis veces. O, si no, ponía discos que se remontaban a tres años atrás y que le recordaban los tiempos de Montparnasse.

Las colillas se amontonaban en el suelo. Las moscas formaban nubes en torno a las latas de conserva, que se extendían, abiertas, por todas partes, y se veían desfilar largas procesiones de hormigas directas a los mismos objetivos.

Nadie lavaba la ropa. Nadie limpiaba la casa. Un día, la señora Herrmann decidió hacerlo y, por la noche, su marido la riñó.

—No tienes por qué hacer eso. No eres su criada.

—Ya lo sé, pero ha sido superior a mis fuerzas. Me ponía enferma ver tanta porquería.

La condesa llevaba todo el día el mismo batín de seda rameado, que se desteñía bajo los brazos.

—Explíquele a Kraus que tiene que hacerlo por mí. Dígale que, cuando llegue el próximo barco, me las arreglaré para que Nic se vaya, y que entonces seremos felices los dos…

—No quiere quedarse en la isla.

—¿Y qué hará si deja esto? ¡Sabe perfectamente que no puede regresar a Europa!

Era imposible calibrar cuándo mentía y cuándo decía la verdad. En otras ocasiones había declarado que había abandonado Francia porque estaba cansada de las fiestas y recepciones que se celebraban en su honor.

—En el fondo, yo he nacido para llevar una vida sencilla —suspiraba con tono convincente—. ¡Yo hubiera necesitado tener hijos, como usted! El azar me hizo nacer en un ambiente demasiado brillante…

Algunos días aparecía con los párpados pesados, el habla estropajosa. Maria sabía que esos días, nada más levantarse, se había tomado varios vasos de whisky llenos hasta arriba. La condesa gemía:

—¡No he pegado ojo en toda la noche, Maria! ¡Siempre con mis insomnios! Es tremendo ser tan nerviosa. Así que me he tomado la medicación…

Se pasaba la visita lloriqueando, preguntaba solícita por el hijo de los Herrmann.

—¡Es más feliz que todos nosotros, porque no piensa!

Jef no solía estar presente. Aprovechaba las ausencias de la condesa para ir al Hotel del Retorno a la Naturaleza y vaciar las latas de conserva y las cervezas. Luego se lo encontraban durmiendo a la entrada de una cueva o en medio de unos matorrales.

—¿A qué día estamos? ¿A veinticinco? O sea, que hace tres meses que llegamos. Menos mal que la semana que viene veremos llegar el yate de un buen amigo inglés, un Lord que está dando la vuelta al mundo. Podremos renovar nuestra provisión de whisky y de conservas. Dígaselo a Kraus. Puede que vuelva expresamente…

Lo que no sabía era que, muchas veces, Kraus estaba allí, en el jardín, sentado contra la valla de bambú escuchando.

—Ya verá usted, Maria, cuando aparezcan en los periódicos americanos las fotos que tomó Paterson. Se acabarán nuestras dificultades. Conozco a los americanos, sobre todo a los que son muy ricos y se aburren. Vendrán aquí. Tendremos siempre a unas veinte personas de visita y contrataremos a los criados necesarios. ¡Entonces sí que nos daremos la gran vida! Nos divertiremos de la mañana a la noche. Haremos cosas de las que se hablará con estupor en el mundo entero. Si preguntara por mí en Montparnasse, le dirían que soy una auténtica experta en organizar fiestas. Mire, una vez…

La señora Herrmann, como se acercaba la hora de la comida, ponía los cubiertos tras pasarles un paño a cada uno. Los cuchillos y los tenedores debían de ser un regalo de boda, pues eran de plata y, aun pasados tantos años, seguían guardándolos en su estuche.

Había otro asunto, además, que obsesionaba a la condesa.

—¿Cómo se las arreglaban con el agua, otros años? Pronto el arroyo se quedará seco. Voy a verlo todos los días. Sueño con él por las noches…

—Hay que economizar la reserva de agua de lluvia. Nosotros todavía no hemos tocado la nuestra…

—Pero ¿y los baños?

—No tomamos baños —replicó Maria.

La condesa notaba que se acercaba el momento en que Herrmann regresaría. No tenía ningún motivo para evitarlo. Se trataba más bien de una especie de pudor, que la movía a procurar que no la sorprendieran pegando la hebra con Maria.

—Me voy a hacer la comida —suspiró—. ¡Quién iba a decirme a mí que algún día tendría que preparar las comidas!

Herrmann no tardó en aparecer, sin aliento tras subir la cuesta. Se sentó en el sillón que la condesa acababa de abandonar y que estaba impregnado de su perfume.

—El profesor se muestra cada día más simpático conmigo. Hoy me ha insistido en que me quedara más tiempo.

»“Quédese, querido Herrmann”, me ha dicho.

—Acaba de irse la condesa.

—Ya.

—Por lo visto, espera un yate la semana que viene.

Kraus entró con aire sombrío, arrojó el sombrero a un rincón y se sentó, acodado en la mesa. Maria lo observó con inquietud, pues temía que se volviera neurasténico. Apenas se podía hablar con él. Por añadidura, seguía adelgazando, y tenía un aspecto horrible. Bajo los ojos se le dibujaban unos profundos cercos.

—Se está consumiendo —suspiró Maria—. La única posibilidad es que el yate consienta en llevarlo a América.

En cambio, comía mucho, sin fijarse en los platos.

—Si quieren —declaró de repente aquel día—, les construyo otra casa.

—¿Para qué?

—No lo sé. Para tener dos. Si no, ¿qué quieren que les haga?

—¿Por qué quiere hacernos algo?

—Porque me están manteniendo. Me como sus provisiones. Saben perfectamente que nunca podré pagarles una mensualidad, pues la condesa no me dará dinero.

—Calle —intervino Maria.

—¡No! Quiero hacer algo. Puedo partir la leña, y así tendrán una reserva para años. He visto buenos árboles a un kilómetro de aquí.

El gesto que le hizo Herrmann a su mujer significaba: «¡Déjale!».

Notaba que el joven se obstinaría. Era su manera de ser, y, si le contradecían, se obcecaría todavía más.

—Ya veremos cuando se encuentre mejor.

Kraus soltó una risita sarcástica. Apenas acabó de comer, salió sin decir nada y se detuvo un instante en el cobertizo de las herramientas.

—¿No ha vuelto Jef?

Era la mayor preocupación del matrimonio. No había modo de conseguir que el muchacho regresara a horas regulares, y todavía resultaba más difícil encontrarlo por la espesura.

Casi cada tarde su padre salía en su busca, y, cuando volvía, casi siempre se encontraba a Jef en casa.

Aquel día fue Kraus quien llegó tarde, no apareció hasta entrada la noche. Estaba muy colorado. Su camisa caqui tenía serrín por todas partes. Atravesó la habitación y fue directo a tumbarse en la cama.

—Venga a comer algo, Kraus.

—No.

—Tiene que comer. Luego se acostará.

—No.

A veces le daban esos prontos. No había modo de sacarle una palabra. No lo hacía por maldad, como decía Maria, sino porque algo le atormentaba.

—¿Qué ha hecho usted esta tarde?

—¡Nada!

No era cierto. Había estado talando árboles frenéticamente, y luego se había pasado horas cortándolos en leños, bajo un sol abrasador. Ahora tenía fiebre, y cuando Maria fue a acostarse y, al pasar, le tocó la mano, se llevó un susto.

—¡Herrmann! Tiene fiebre.

Creía que Kraus dormía, pues estaba inmóvil, con los ojos cerrados.

—Hay que hacer algo. Mírale las mejillas.

Sólo tenían una lamparita de petróleo para alumbrar. Jef dormía ya, inerte como un animal.

—Le habrá dado una insolación.

—¿Y si llamamos al doctor?

Herrmann sacudió la cabeza, imaginándose el malhumor de Müller si lo despertaban. No es que fuera un mal hombre. Pero era un sabio, y un sabio no tiene el mismo concepto que los demás sobre la vida y sobre la muerte.

—Le pondremos una compresa de agua fría.

—No hace falta —zanjó la voz de Kraus.

—¿Qué nota usted? ¿Dónde le duele?

—No me pasa nada. Quiero que me dejen…

Los Herrmann dudaron largo rato y se resignaron a irse a la cama al ver que su huésped iba a enfadarse.

Maria tardó en dormirse. Durante mucho tiempo oyó un ruido muy suave, ahogado, que venía de la cama del joven.

Prestó más atención, y el ruido se repetía, volvía a repetirse, a intervalos regulares.

Kraus lloraba, la cabeza hundida en la almohada empapada en sudor.

—La semana que viene…

Ahora la condesa decía:

—Dentro de dos o tres días.

Se la veía agitada, no paraba de dar vueltas en torno a Maria, a quien prodigaba muestras de afecto.

—¡La admiro, Maria! ¡Es tan bonito saber hacerlo todo! Cuando me quede tiempo, vendré a su casa a tomar lecciones. Pero tendrá que tener otra casa…

—¿Otra casa?

—¡Claro! No quería comentárselo todavía, porque estaba empeñada en darle una sorpresa. Dentro de un tiempo, cuando el proyecto de la isla esté en marcha, tengo pensado traer materiales para construir bungalows de cemento. Cada inquilino tendrá su bungalow, de modo que esto parecerá la ciudad ideal. Entonces, la casa noruega en la que vivimos será para usted.

—Qué amable es usted.

—¡Qué va! ¡Qué va! ¡Con la de favores que nos ha hecho! De no ser por usted, no sé cómo me habría organizado.

Entretanto, el pobre Kraus se mataba aserrando madera, solo en la espesura.

—Eso sí, le pediré una cosa, Maria, bonita. Lord Bambridge, el que va a llegar, es un gran señor inglés, que tiene cubierto en la mesa del rey. Me conoció de pequeña. Sabe que tengo ideas originales, y él mismo vive la mayor parte del año en su yate. Me gustaría que, al llegar aquí, se llevara una buena impresión…

Maria estaba de espaldas, y la condesa no la vio sonreír cuando dijo:

—¡Iré a arreglar la casa!

—Es urgente, porque un yate no es como un transatlántico. Lo mismo puede llegar dos días antes que dos días después. Mientras esté trabajando usted en casa, su marido y su hijo pueden comer allí, no sea que le hagan perder tiempo.

—¿Y Kraus?

—¡Ya verá como también va!

—Me acercaré esta misma tarde —prometió Maria.

Pero la condesa no se conformaba con eso, y se las arregló para que Maria la siguiera al instante y dejara una nota que decía:

«Estoy en el hotel y os espero allí a comer.

»Madre».

Desde que tuvo el hijo, firmaba siempre «Madre»; por su parte, Herrmann firmaba «Padre».

Nic tenía una compresa en torno al cuello y se quejaba de dolor de garganta, pero eso no le impedía fumar.

—Nuestros últimos cigarrillos —refunfuñó—. ¡Diez paquetes y se acabó!

—Para entonces habrá llegado ya el yate.

Maria se había llevado los zuecos y se los puso para empezar la faena. Media hora después, reinaba un áspero olor a jabón y a lejía.

—Tengo una idea —dijo de pronto la condesa—. Cuando llegue su marido, se la comentaré.

Cuando llegó Herrmann, se encontró a su mujer sudando a mares en medio de cubos y cepillos.

—Es para cuando llegue el yate —explicó—. No me he atrevido a decir que no, sobre todo porque nos quiere regalar la casa.

—¿Qué casa?

—Ésta… ¡Calla! Esta noche te lo cuento…

—Herrmann… Herrmann… —llamó la condesa, desde la veranda—. Venga aquí, que tengo que contarle mi idea. Seguro que Lord Bambridge se interesará por usted, porque todo lo relacionado con la ciencia le apasiona. He pensado que podríamos decorar la casa con plantas y con flores. Recuerdo haberlo visto en una fotografía… Se toman palmeras y…

¡De nuevo había triunfado! A las tres de la tarde, la casa estaba patas arriba. Herrmann, ayudado por su hijo, trenzaba palmas de cocotero en torno a los montantes de la veranda. Maria restregaba cazuelas oxidadas en la cocina y la condesa iba y venía, excitada. Entretanto, Nic se cambiaba la compresa cada diez minutos gimoteando.

Se había pasado una hora fabricando hielo con un aparatito que se habían traído de Europa y que nunca había funcionado.

—¡A ver si Lord Bambridge nos regala una máquina de hacer hielo! —gruñó.

—¡Vasos, se me ocurre también! Están casi todos rotos.

—Lo mejor será hacer una lista.

Se oía el crujido de las palmeras y la voz de Herrmann, que, de cuando en cuando, daba indicaciones a su hijo. Jef, feliz con aquel trajín, se sumergía en él entusiasmado.

—Primero, cigarrillos… —dictó la condesa a Nic, que tomaba nota—. Si le sobra algún molinillo de café, se lo pedimos, porque el nuestro no muele suficientemente fino.

»Whisky, por supuesto, y la máquina de hacer hielo. En un yate como ése, tendrán varias…

»Que lleve también nuestra carta para la casa Camel… ¡Ah!, se me olvidaba: que encargue en el continente papel con membrete a nombre del Hotel del Retorno a la Naturaleza.

Herrmann escuchaba sin querer, y ya no sabía qué pensar.

—Sal y pimienta… Que no encuentro nuestra reserva.

»Si tuvieran algún mechero para sustituir los nuestros, que están oxidados… Con las lluvias se oxida todo en este maldito país.

Por la noche continuaban los trabajos. Los Herrmann no quisieron compartir las conservas que quedaban y se fueron a cenar a su casa. Kraus se había acostado sin tomar nada.

La pareja se puso a cuchichear.

—He visto sus provisiones —susurró la señora Herrmann—. Lo han malgastado todo en tres meses. No les queda casi nada. El saco de arroz se les mojó y se ha echado a perder. Han tirado la harina, porque estaba llena de gusanos.

—¿Qué van a comer?

—Tienen cajas de conserva de sepia, pero no las han tocado. No les gustarán. Les quedan unas veinte latas de sardinas, y unas cuantas de anchoas y de guisantes.

Kraus respiraba agitadamente. No cabía duda de que seguía teniendo fiebre.

—Mañana —prometió Herrmann— me lo llevaré a ver al profesor como quien no quiere la cosa. Si los del yate consienten…

Empezaban ya a hablar como la condesa: «… El yate», «Cuando llegue el yate…», «Si los del yate consienten», «Los del yate nos darán…».

Al día siguiente, Herrmann no pudo ir a ver al profesor, pues se vio obligado a seguir trabajando en la casa, que, por la noche, estaba engalanada como para celebrar el 14 de Julio.

La condesa parecía muy ufana.

—¡Ojalá venga pronto! —murmuró extasiada.

Al menos a Herrmann le pareció oír la palabra «pronto».

Pero Maria, que presumía de tener el oído fino, decía que ella sólo había oído: «¡Ojalá venga!». Eso provocó una discusión en el matrimonio.

—¿Crees que nos hubiera embarcado en todo este trabajo sin estar segura?

—La creo capaz de haberse inventado lo del yate.

—Entonces, ¿por qué aceptaste?

—Porque tú habías aceptado antes.

—Eso no era motivo…

A la mañana siguiente, Herrmann, que se mostraba cada vez más paternal con Kraus, se dirigió con él hacia la cabaña del profesor. Nunca había estado el cielo tan puro y de un azul tan sereno. En un tramo de unos cincuenta metros, alfombraban el camino grandes flores amarillas caídas de los árboles.

Kraus, que estaba muy abatido, evitaba hablar, como si profesase rencor a todo el mundo.

—El doctor le quiere a usted mucho. Ayer volvió a decirme…

—Que me voy al otro barrio. Es su trabajo. ¡Hasta casi disfruta diciéndolo!

Pero de pronto, al salir del sotobosque, se les apareció la bahía entera, y Herrmann lanzó una exclamación. El yate, el famoso yate, estaba allí, un yate inmenso, más grande y más bonito que el de Paterson, con las chimeneas pintadas de rojo. Acababa de echar el ancla, pues vieron brotar un chorro de vapor, y a los pocos instantes se oyó el eco de la sirena.

Herrmann se volvió hacia Kraus y lo vio transfigurado. Una expresión estática de esperanza le iluminaba el rostro. Le brillaban los ojos y, de repente, apretó a correr hacia allá sin prestar atención a su acompañante.

Rita, que se había subido a un montículo para ver el barco, lo vio pasar.

—¡Kraus! —gritó.

Pero Kraus no la oyó. Corría desesperadamente hacia la salvación.