7

—Ya verá usted cómo le recibe bien —salmodiaba Herrmann mientras caminaba, para animarse a sí mismo—. No habla mucho y eso puede desconcertar a quienes no lo conocen. Pero yo, que estoy acostumbrado a tratar con sabios…

Caminaban por el sendero. Herrmann precedía al joven Kraus, que no decía nada.

—Lo que más le sorprenderá es su ojo clínico. Parece que esté pensando en otra cosa. De repente, zas, le lanza una mirada a uno y es como quedarse desnudo delante de él. Lo ve todo, incluso cosas que uno ignora de sí mismo.

Herrmann se detuvo. Le cansaba caminar y hablar a la vez, y tenía la cara y el busto empapados en sudor.

Quería recobrar el aliento antes de llegar a casa de los Müller, desde donde ya les podían oír.

—Sobre todo, no se deje impresionar aunque él se muestre frío.

A Herrmann le daba miedo disgustar al profesor llevándole al joven alemán, y no podía imaginarse que, por el contrario, estaban esperando su llegada con impaciencia.

Cuando entró, caminando en diagonal, dirigió una mirada angustiada a Müller, que estaba intentando ponerle un asiento nuevo a una silla.

—Me he permitido traerle a mi nuevo inquilino.

El médico alzó la cabeza y divisó a Kraus, que no sabía cómo ponerse y apartó la mirada al reparar en la desnudez de Rita. La joven se dio cuenta y, en tales casos, siempre encontraba un trozo de tela para ceñírselo a la cintura.

—Siéntese.

—¿No le sorprende lo que acabo de decir, señor profesor?

—¿Kraus está en tu casa?

—¡Definitivamente! En fin, parece decidido a no volver a poner los pies en casa de la condesa. ¿Sabe lo que le hizo ayer? Le azotó con un látigo y tiene toda la espalda ensangrentada.

Kraus se ruborizó al convertirse en el centro de atención. Era un joven rubio, de rostro irregular y tez enfermiza. No se diferenciaba en nada de los miles de jóvenes alemanes que, los domingos, se van en fila a los bosques o a la montaña, en nada salvo, quizás, en su mirada sombría y huraña. Se le veía tan replegado en sí mismo que, sin conocerlo, podía parecer hipócrita.

Müller le dirigía, de cuando en cuando, breves miradas.

—¿Tiene usted veinte años, Kraus?

—Veinte años y dos meses.

—¿De qué región es?

—De Núremberg. Mis padres tienen allá una pequeña fábrica de juguetes, de la que yo debería haberme hecho cargo.

—¿No tiene hermanos?

—Una hermana, que está prometida. Cuando se case, su marido llevará el negocio, porque mi padre está enfermo.

Contestaba dócilmente, y Müller podía leer en su rostro y en sus gestos todo lo que no decía.

La familia de Kraus, que no debía de ser rica, llevaba en Núremberg una vida burguesa en la que no cabían imprevistos. ¡Quién iba a decirles que el único varón acabaría perdido en la isla más perdida del Pacífico!

—¿Dónde conoció a la condesa?

—En París. Me pusieron a trabajar de dependiente en un comercio para que aprendiera francés. ¿Conoce usted París? Yo trabajaba en la Rue du Sentier, donde las telas pintadas.

Herrmann estaba exultante. En ningún momento hubiese esperado que recibieran tan bien a su protegido, y lanzaba miradas al profesor, como diciendo: «¿A que es interesante?».

—Conocí a la condesa en un café de Montparnasse —prosiguió Kraus—. Oí que hablaban alemán en la mesa de al lado. Yo escuchaba sin querer. Entonces, una de las personas sentadas me señaló y dijo en voz alta:

»—¡Parece que a ese joven le interesa lo que decís!

»Yo quise irme, avergonzado, pero la señora me invitó a sentarme y me presentó a sus amigos.

Kraus enmudeció. Se adivinaba lo que ocurrió después.

—¿Se hizo usted socio suyo?

—Sí, unos seis meses más tarde. A la condesa se le había ocurrido una idea que parecía buena, y, además, yo no quería separarme de ella… —Miró apurado a Rita y prosiguió—: Fui a ver a mis padres a Núremberg y les convencí de que me prestaran cuarenta mil francos.

—¡Nada fácil! —masculló Müller entre dientes.

—No. Me peleé con mi padre. Me prohibió que volviera a poner los pies en su casa.

—¿Está en la zona alta de la ciudad?

—Cerca del mercado.

Casas con frontones recortados, como las viejas mansiones holandesas. A Müller le parecía estar viendo la calle, el umbral, las ventanas.

—¿Arenson trabajaba en la joyería?

—En principio, no era más que el cajero. Pero en realidad todo lo hacía él. Yo nunca abrí los libros. Nunca veía clientes y me preguntaba cómo se podía ganar dinero en esas condiciones. Todavía no lo entiendo. Lo que sí sé es que hubo letras impagadas y que se compraron mercancías a cuenta que luego se revendieron con pérdidas para sacar dinero. Y muchas más irregularidades. El juez de instrucción me llamó a declarar, y fue entonces cuando la condesa decidió trasladarse a Bélgica. Pasamos dos meses en Bruselas, donde ella conocía a mucha gente.

—¿Arenson era amante de la condesa?

Kraus miró hacia el suelo sin contestar. Se advertía que aún estaba celoso. Tuvo un ataque de tos que le duró varios minutos.

—¿Vino usted aquí como socio?

—Sí, pero ya no me quedaba dinero. No quería separarme de ella. La condesa me aconsejó que volviese a Núremberg y le suplicase a mi padre, pero era inútil. Decidí escribirle a mi hermana, que me mandó dinero para pagar el pasaje hasta Panamá.

Chorreaba sudor. Ya no era necesario preguntarle. Con expresión obcecada, iba desgranando sus rencores.

—Debería haberlo entendido en el barco. La condesa y Nic viajaban en primera, mientras que yo, con mi dinero, sólo podía permitirme un billete de tercera. Sabía que ocupaban el mismo camarote. La condesa venía a verme de vez en cuando, pero éramos seis en el camarote… —Esbozó un gesto de cansancio—. Desde entonces, ya lo han visto ustedes. Todo ha ido de mal en peor. Arenson no pega golpe. Ni siquiera echó una mano para montar la casa. De la mañana a la noche se oye gritar: «Kraus, haz eso», «Kraus, haz lo otro», y Kraus se ha convertido en el criado de todo el mundo.

Hablaba con tal lástima de sí mismo que Rita no pudo reprimir una sonrisa.

—Ella sabe que estoy enfermo, pero, cuando toso, me lanza miradas furibundas, ¡como si tuviese yo la culpa! Ahora, eso sí, me viene detrás por el bosque, y siempre es ella la que… —Una vez más, enmudeció mirando a la joven—. Estoy harto, cansado, enfermo. No quiero seguir en la isla y, en cuanto venga el barco, regresaré a Europa. Allí me dedicaré a lo que sea. Si hace falta, mendigaré. Además, cuando vinimos, la condesa me prometió pagarme el billete de regreso si, algún día, decidía marcharme. Ayer me golpeó con el látigo porque se lo mencioné. Lo hizo delante de Nic…

¡No hacía falta decir que a ése lo odiaba!

—La señora Herrmann lo sabe todo, porque ha presenciado muchas peleas. Yo le he contado otras. Ella me ha dicho que, si no puedo vivir con mis compañeros, me refugie en su casa. ¿He hecho bien?

Rita asintió, compadecida de aquel desdichado muchacho que acudía a confesarse sin el menor sentido del ridículo. Müller se limitó a preguntar:

—¿Le ha dejado marcharse la condesa?

Porque, en realidad, la pareja había vivido hasta entonces gracias al trabajo de Kraus. ¿Se pondría Nic a cortar leña, a sembrar patatas, a subir agua a la casa, a guisar y a limpiar?

—Me ha dicho que volvería, que no podría vivir sin ella. —El joven se enardeció, se puso a hablar más deprisa—: ¡No es cierto! Me he curado. Ahora lo entiendo todo. Sé que me ha estado tomando el pelo siempre. ¿Sabe usted que, por las noches, se acuesta expresamente con Nic en mi presencia? Cuando vino el sueco… No quiero hablar de eso. ¡Se acabó! Si me quedo mucho más tiempo en la isla, me volveré loco. Me siento tan aprisionado como si estuviera en un sótano y, cuando veo el mar, me entran ganas de gritar de angustia. —Luego añadió, con inesperada ingenuidad—: ¿No les pasa a ustedes lo mismo? Es igual que el clima. En Francia, la condesa aseguraba que el clima de aquí me curaría. Mentira. ¡Al revés! Ahora, al venir, he estado a punto de que me diera un síncope y he tenido que apoyarme en un árbol.

—Es cierto —confirmó Herrmann—. Lo que no entiendo es que mi hijo esté mucho mejor…

Müller, acuclillado delante de la silla que estaba arreglando, meditó un instante, se levantó y se acercó a Kraus.

—Quítese la camisa.

Lo dijo con total naturalidad y, durante unos minutos, la habitación se transformó en la consulta de un médico. Müller auscultó cuidadosamente el escuálido pecho del joven golpeándolo con los dedos, examinó la lengua y los ojos y regresó a su sitio.

—¿Qué opina?

Müller se encogió de hombros como dando a entender que no lo sabía.

—No veo que su tuberculosis esté tan avanzada —masculló con franqueza—. Ni siquiera entiendo que le ponga en ese estado. Debe de haber otra cosa. Pero ¿qué?

—Sí, ¿qué? —jadeó Kraus, temblando todavía por la auscultación.

—No lo sé. Lo cierto es que nunca he tratado este tipo de enfermedades.

—¿Cree usted que viviré hasta que llegue el barco?

—Es probable… ¿Por qué no?

Rita le reprochó que no se mostrara más alentador, y no sabía qué hacer para disipar el terror del joven, que apenas podía recobrar el aliento.

—Yo creo que no debería usted cansarse —dijo por decir algo—. En estos climas, el menor movimiento fatiga. Yo también, cuando he caminado una hora, me siento más cansada que si me hubiera pasado el día andando en Alemania.

¿Por qué asomó una chispa de ironía en los ojos de Müller? ¿Tan ridículo era lo que había dicho? ¿No era humano intentar levantarle la moral al joven?

Se ruborizó ante la idea de que Müller pudiera imaginar que se sentía atraída por el joven, como le había sucedido con Larsen. A partir de ese momento no abrió la boca y evitó participar en la conversación.

Era la nueva situación que se había creado entre ellos. Se producían estúpidos malentendidos que los catapultaban lejos al uno del otro, cuando, en realidad, no les separaba nada.

A Kraus le hubiera gustado seguir hablando de su enfermedad. Era lo que más le interesaba en el mundo.

—El barco pasará dentro de tres meses —aventuró para volver a su idea—. La estación seca debe de ser más sana para mí que la estación de las lluvias…

—No veo por qué —gruñó Müller.

—¿Qué tanto por ciento de posibilidades me da usted de que viva estos tres meses? —Exigía precisiones, se aferraba a una cifra—. ¿Un veinte por ciento? —inquirió, angustiado.

—¡Un cincuenta!

El joven palideció. Había dicho un veinte, porque esperaba que Müller contestase un ochenta. La mirada que dirigió al huerto bañado por el sol dejó traslucir su angustia. Una angustia tan grande que le resultaba imposible quedarse sentado. Se levantó, retorciéndose las manos, y se acercó a la ventana.

—Gracias, doctor. Y, claro, no va a recomendarme ningún tratamiento. No me aconseja que haga nada en concreto.

—¡Tiene tan poca importancia!

Kraus se esforzó en sonreír, incluso en bromear.

—¡Para usted!

—Para ninguno —contestó Müller, a quien Rita nunca había visto adoptar esa actitud.

Daba la impresión de que le rondaba una idea por la cabeza, de que hablaba un lenguaje que los demás no podían entender.

—¿Usted nunca ha pensado en regresar a Alemania?

Kraus le hacía la pregunta al profesor, pero miraba a Rita, como sorprendido de que pudiera vivir eternamente en aquella isla.

—Nunca.

—¡Claro, que usted es un sabio!

Una sonrisa furtiva brotó en los labios de Müller, que había reanudado su trabajo con el asiento de la silla. Resultaba exasperante verle empecinarse durante horas en una ocupación carente de interés, con la misma seriedad que si de ello dependiese el destino del mundo. Estaba rodeado de briznas de pandano que propagaban un olor dulzón, y las había hasta en sus largos cabellos grises.

—¿Nos vamos? —propuso Kraus.

—Sí, va siendo hora —suspiró Herrmann, cuyo papel había consistido en permanecer mudo. También él era de la misma opinión que Müller, pues añadió, como para sí—: Creo que el profesor tiene razón. Estoy pensando en mi hijo. Sus ataques no se parecen en nada a los suyos. No me extrañaría nada que usted no estuviese tuberculoso…

Los dos hombres se marcharon. Kraus estaba defraudado. No se había imaginado así la entrevista. Había hablado todo el mundo, sobre todo él, pero no se había producido conversación alguna, como si todos hubieran hablado para sí mismos.

Algo parecido ocurrió al marcharse. No se despidieron. Ni se estrecharon la mano. Unos se iban; otros se quedaban, y ahí quedaba todo.

Aquello producía una sensación de vacío, de inutilidad. No se sabía qué pintaban allí ni unos ni otros, ni por qué se molestaban en respirar.

Por fortuna, Herrmann reanudó sus letanías durante el trayecto.

—No haga mucho caso. Si conociera a los sabios como los conozco yo, lo entendería. Mire, vi uno, en Bonn, famoso en todo el mundo que, mientras daba a luz su mujer, experimentaba con ella como lo hubiera hecho con cualquier enfermo del hospital. No es que sean malos. Pero tienen demasiadas ideas en la cabeza. ¡Si lo sabré yo!

¿Pretendía insinuar que, en cierto modo, era su caso?

—Si me muero aquí —dijo Kraus y se paró de repente—, no quiero que me entierren en la isla, ni que me arrojen al mar. Quiero que trasladen mi cuerpo a Alemania, a mi casa…

—¿Cómo van a hacerlo? —replicó cándidamente su acompañante—. ¡Con este calor!

No lo había dicho con mala intención, pero a Kraus se le desencajaron los ojos y miró, aterrado, a su alrededor. Le silbaba la respiración. Se retorcía violentamente las manos.

—¡Es verdad!

Zumbaban moscas en el aire abrasador; en las hierbas resecas crepitaban unos insectos.

—¡No quiero! ¡No quiero! —exclamó el joven, que se echó a temblar—. ¿Me oye? ¡No quiero morir aquí!

—Que no…, que no…

—Le digo que no quiero… —Se había arrojado al suelo, cuan largo era, y lloraba—. ¡No quiero, mamá! ¡Aquí no!

Afortunadamente, el arrebato fue breve. Brotaron abundantes lágrimas y luego sobrevino el ataque de tos liberador. Kraus se vio obligado a levantarse y a toser desaforadamente, doblado en dos, con el rostro purpúreo.

Cuando se le pasó la tos, se apoyó un momento en el hombro de Herrmann.

—Me dejará quedarme en su casa hasta que llegue el barco, ¿verdad? Si no, son capaces de acabar conmigo… ¿Sabe lo que he pensado más de una vez? Que Nic quiere envenenarme. Me odia. Sabe que, en el fondo, la condesa me quiere más a mí. Sólo que él es un hombre de mundo. ¿Se ha fijado en que viste aquí como en una playa elegante? ¡Y yo tenía que lavarle los pantalones blancos!

»La mujer del médico es buena. He notado que, si pudiera ayudarme, lo haría. ¿Cree usted que es feliz?

—¿Por qué no?

Pasaba de uno a otro tema, sin darse cuenta.

El paisaje había cambiado en pocas semanas. Ya escaseaban las manchas de vegetación; por el contrario, la maleza tenía un tono dorado, casi rojizo. Desde el sendero, apenas se oía el murmullo del arroyo, que estaba casi seco.

El aire era pesado, sobre todo a esa hora del día. Kraus sudaba tanto que la camisa caqui se le pegaba al cuerpo. Como Herrmann caminaba delante, no quería hacerle parar continuamente para recobrar el aliento y, a ratos, le zumbaban los oídos.

—¿Cree que ni siquiera vivirá tres meses? —preguntaba entretanto Rita a Müller.

Como ya había hecho antes, éste se encogió de hombros.

—¿Qué más da eso?

—¿Y si pudiera regresar a Alemania?

—¡Claro! —suspiró el profesor.

¿Qué quería decir con eso? ¿Por qué hablaba de modo tan enigmático? Era como si hubiera descubierto la clave del futuro y aludiera a acontecimientos que sólo él podía prever.

—¿Está tuberculoso?

—Sí. Tiene algo más, no sé el qué, pero tanto da, porque el resultado será idéntico.

—Le ha asustado —se atrevió a murmurar Rita a modo de reproche.

—¿Usted cree?

Y continuó reparando la silla, con expresión obstinada.