¿Merecía la pena tratar de demostrarle a Müller que el incidente no guardaba relación alguna, por lejana que fuese, con la gente de allá arriba? Sin duda, no lo hubiera creído. El propio asno había ido, tontamente, sin que le obligase nadie, al Hotel del Retorno a la Naturaleza, y eso le había costado la vida.
Ocurrió más de tres semanas después de que se marcharan los recién casados y, durante esas tres semanas, no se produjeron acontecimientos notables. Müller no vio a la condesa, ni tampoco a sus acompañantes, pero siguieron teniendo noticias de ellos a través de Herrmann, para quien la visita diaria a la cabaña se había convertido en una necesidad.
Incluso algunos días, si veía al profesor preocupado o, simplemente, absorto en sus pensamientos, se sentaba sin decir palabra y se quedaba esperando a que le preguntaran.
Le hacía feliz sentirse un poco como en casa, e incluso era posible que, en su propia casa, se sintiese cada vez menos a gusto.
—Hay cosas de las que no puedo hablar con mi mujer —confesó un día—. Es una persona excelente, eso sí…
Su mirada finalmente venía a decir que Maria no era capaz de situarse en su plano intelectual.
Cosa curiosa, la condesa la había engatusado. La señora Herrmann era una buena ama de casa, una abnegada madre de familia y, sin lugar a dudas, tenía todos los prejuicios de su clase. Sin embargo, precisamente ella era la que sentía más indulgencia, incluso más admiración, por la tempestuosa aventurera.
Al igual que Herrmann acudía a casa de los Müller, la condesa pasaba cada día un buen rato con Maria haciéndole confidencias.
—No se atrevería a contar todo eso estando nosotros —explicaba Herrmann en su intento, aunque sólo fuera en lo que respectaba al entendimiento, de elevarse al nivel del profesor—. ¿Saben lo último que se ha inventado? Jura que hace un año, en París, vio a Dios en sueños y que ese Dios le ordenó ir a las Galápagos, prometiéndole hacer brotar agua en abundancia para ella, sus acompañantes, sus animales y su jardín…
Tal vez la condesa hubiera tenido ese sueño, pero seguro que había sido la víspera, y revelaba en grado sumo sus inquietudes. Había comenzado la estación seca y, en unos días, el arroyo que pudo ilusionarla a su llegada era ya lo que seguiría siendo durante meses: un delgado hilillo de agua.
—Con respecto al asunto de los suecos, le ha jurado a mi mujer que no era responsable y que de niña, en la mansión de sus padres, habían tenido que tratarla por lo mismo. Achaca su enfermedad a un criado que, cuando ella tenía doce o trece años, la llamaba a su habitación y poseía a una criada delante de ella…
A falta de calendario, hubieran podido calcular el paso del tiempo por el número más o menos considerable de aquellas historias, que acabaron convirtiendo a la condesa en un ser legendario.
Müller, que al principio había prestado atención a los relatos de Herrmann, mostraba ahora cierta impaciencia, tal vez porque aquella mujer cobraba una importancia agobiante y, aun invisible, acababa dominando la isla con su personalidad.
Rita sabía cuándo estaba nervioso el profesor y, precisamente en ese momento, ella le hizo sufrir sin querer. La cosa en sí era tan nueva que, al principio, ni le concedió importancia. Müller podía estar sombrío, inquieto, agitado, pero ¿podía realmente sufrir?
Todavía la víspera, Rita, que lo conocía bien, hubiera contestado que no.
Era muy temprano. El profesor, como solía hacer, había salido hacia el bosque, donde el calor era menos sofocante, y Rita, que no tenía otra cosa que hacer, se había acurrucado en el suelo para reparar una estera.
De pronto oyó pasos y, al asomarse, divisó la alta figura de Larsen, que pasaba a toda prisa, como procurando que no le vieran.
—¡Jean!… —le gritó Rita al tiempo que se levantaba y corría hacia la entrada de la cabaña.
Larsen se volvió, dudó, esgrimió una leve sonrisa y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia ella.
—¿Qué va usted a hacer allá arriba?
Larsen le pasaba una cabeza y llevaba, atado a un palo, un magnífico pez espada que había pescado aquella misma noche. Lo señaló dando a entender que llevaba el pescado al Hotel del Retorno a la Naturaleza.
Por supuesto, Rita no se dejaba engañar, y él lo sabía. Habitualmente, se pasaba meses sin pisar Floreana, y Rita observó que, para la ocasión, se había afeitado con esmero y se había cortado el pelo a ras de la nuca.
Estaban los dos de pie en el umbral de la cabaña y ambos sonreían vagamente, a un tiempo por la situación y por el placer de estar allí juntos.
—¡Hace usted mal, Jean! Piense en su mujer. Me dijo que espera un bebé…
Larsen dejó resbalar el palo y el pescado a lo largo de su hombro y, ya con las manos libres, permaneció un instante balanceándose.
—De sobra sabe que esa mujer no va a provocar más que desgracias…
¿Era consciente Rita de que sus miradas estaban cargadas de afecto? Siempre había tratado a Larsen como a un amigo. Cuando lo veía, alto, fuerte y sano, siempre alegre, saltar de su barco a la playa, era feliz, y ahora miraba de muy cerca su pecho desnudo, sus anchos hombros, sus ojos claros que dudaban.
—Puede que haga mal —suspiró.
—Desde luego que hace mal, Jean. Hágame caso. Vuelva al barco y regrese a su isla…
Larsen soltó una risita llena de franqueza. Era como un niño que no tiene valor para renunciar a un placer inmediato.
—¡Es usted una mujer curiosa! —Y su mirada descendió hacia los pechos desnudos de Rita. La sonrisa se hizo menos franca. Suspiró y plantó sus manazas en los hombros de la joven—. Una mujer curiosa… —repitió.
Rita notaba el calor de sus manos. Se preguntó si los dedos no le estrujarían la carne. Sin embargo, era inconsciente del peligro que corría, inconsciente incluso de su imprudencia.
—¿Prometido? ¿Se vuelve?
—Prometido…
Pero no se movía. Ahora la miraba a los ojos, y ya no era el ir a casa de la condesa de lo que dudaba. Probablemente nunca había pensado en Rita. A ella, por su parte, jamás se le había pasado por la cabeza la idea del posible pecado.
Y en ese momento, bajo el rayo de sol que los envolvía, permanecían inmóviles, como prisioneros, sin atreverse a resistirse.
Crujió una rama. Sonaron unos pasos. Müller entró en el calvero que se abría delante de la cabaña y dejó transcurrir un instante. Luego pasó delante de la pareja y fue a sentarse al sillón.
—Rita acaba de hacer una buena acción, profesor —dijo Larsen con tono excesivamente alto—. De no haber sido por ella, hubiera subido allá arriba y habrían empezado otra vez los líos…
—¡Ah!
Müller miró a Rita, luego al noruego, y fue la primera vez que la joven creyó advertir auténtica tristeza en sus ojos.
—Hacía semanas que me rondaba por la cabeza. Esta mañana lo tenía decidido, y, si no llega a ser por su mujer…
¿Por qué le chocó la palabra? El propio Larsen notó vagamente que era inoportuna.
—¡Bueno! Me voy… Adiós, profesor. Le dejo el pescado.
—Olvida que yo no como carne de ningún animal.
—Es verdad.
Volvió a reírse. Se movía con torpeza y salió patosamente.
Al quedarse a solas con Müller, Rita sintió la misma angustia que si fuera culpable. Sin embargo, no había pasado nada. Incluso de no haber aparecido el profesor, no hubiera habido otra cosa que aquel momento de emoción, aquel contacto de las manos de Larsen sobre los hombros de Rita.
—Es un buen chico —comentó.
—Sí.
Nunca lo había visto así, caviloso y triste. La miraba como si se fijase en ella por primera vez y, mientras ella fingía estar atareada, no se perdía uno solo de sus movimientos.
—Su mujer dará a luz en abril —dijo Rita.
Al decir eso se ruborizó. ¿Podía un incidente tan nimio provocar semejantes consecuencias? De golpe y porrazo se replanteaba toda su vida con el profesor.
¿Le inquietaban a Müller las mismas cosas? Se hallaban a tres metros el uno del otro, inmersos ambos en sus pensamientos, y esos pensamientos no tenían nada que ver con las palabras acabadas de pronunciar.
También Rita estaba triste, triste como para romper a llorar, máxime porque, un momento antes, la había invadido, sin querer, una gran oleada de felicidad.
Se arrepentía. Le hubiera gustado pedirle perdón a su compañero. Pero ¿no sería como confesar que tenía algo que reprocharse?
¡No había nada! ¡Absolutamente nada! Durante un minuto había sido mujer, pero ¿tenía ella la culpa?
Müller se levantó lanzando un suspiro y se metió en el huerto.
Cuando llegó Herrmann, al poco rato, el profesor no salió, y Rita se quedó sola para escuchar sus historias.
O, mejor dicho, no las escuchó. Estaba inquieta. Se puso a evocar recuerdos lejanos.
«—Mi marido nunca podrá reprocharme…»
Era lo que decía Liesbeth, tiempo atrás, en Berlín, en el salón verde pálido; Liesbeth, que, ella sí, era mujer de los pies a la cabeza y cuyos labios estaban siempre golosamente húmedos.
«—Muy bonita, la filosofía, pero hay otras cosas en la vida…»
Müller, por aquella época, no tenía más que cuarenta años. Rita, sedienta de ciencia, echaba en cara a su mujer que sólo pensase en satisfacciones materiales. Pero nunca se le ocurrió pensar que…
¿Por qué le venía a la cabeza esa idea por primera vez? Cuando Müller decidió que no habría nunca nada entre ellos, lo admiró, sin saber muy bien por qué. Atribuía esa decisión a un sentimiento muy noble. Pero ¿cuál?
Varias veces, acostada en su mitad de la cama, había esperado que…
Y, de pronto, la mirada que había sorprendido esa mañana era para ella como una revelación. Estaba segura de no equivocarse. Tenía ganas de que Herrmann se marchase para pensar a sus anchas y tal vez para llorar.
Porque, de ser así, Müller había sufrido. Sin contar que muchas cosas habían cambiado de repente.
—Lo siento, Herrmann, pero necesito estar sola…
Éste se marchó tras disculparse.
Sí, ¿y si Müller era, había sido siempre, impotente? El mero hecho de pensarlo le hacía arder la cabeza y la llenaba de una impaciencia febril.
Ante todo, había que lograr que olvidara el incidente de la mañana. Debía de pensar que también a ella la trastornaba la atmósfera de erotismo que creaba la condesa.
Se ruborizó de vergüenza. ¡Era falso! Ella no era Liesbeth. La prueba era que, durante años, no había dicho nada, y que ni siquiera había pensado en esa explicación que ahora le venía a la mente.
No quería que Müller creyese que se apartaba de él, que la menor parcela de sí misma se sentía atraída por otro. ¡Sobre todo en aquel momento, en que lo sentía desconcertado por la intrusión de los forasteros!
Cuando Müller regresó, un poco más tarde, ella no dijo nada, pero le sirvió la comida con más solicitud que de costumbre. Contrariamente a lo que se esperaba, daba la impresión de estar alegre y empezó a bromear.
—¿Qué? ¿Qué dice la gaceta de hoy?
Rita se hallaba mentalmente tan lejos de aquello que no relacionó de inmediato la pregunta con Herrmann. Müller se rió de su desconcierto.
—¿Qué cuenta nuestro ayudante de laboratorio?
—¡Ah! Casi nada… Creo que el agua les preocupa cada vez más.
—¡Más les preocupará dentro de tres meses! —contestó Müller.
Rita se estremeció. Lo había dicho con voz mordaz, como una amenaza.
—¿Cree que la estación será muy seca?
—Creo que pasarán un montón de cosas. ¿No come usted, Rita?
—No tengo hambre.
—¡Y me mira como una niñita infeliz que teme que la riñan!
Al pronunciar las últimas palabras se le quebró un poco la voz y se le enturbió la vista. Por fortuna, Rita no reparó en ello.
Müller la miró y, por primera vez, la vio muy joven, frágil, atractiva. Se la imaginaba con un vestido blanco, tocada con un sombrero de paja de ala ancha…
Quizás era eso lo que le había impresionado por la mañana. Antes de que Rita advirtiera su presencia, él la vio transfigurada, y tuvo que hacer un esfuerzo para recordar su edad. ¿Treinta años? ¡Treinta y dos! Pero ¿cómo se puede parecer joven viviendo desnuda, durante cinco años, en una isla desierta?
Ella volvió la cabeza incómoda. Le hubiera gustado decirle algo que le tranquilizara.
—Larsen es como un hermano mayor —murmuró.
Exacto… Era precisamente lo que no había que decir. ¡Larsen tenía un aspecto magnífico, todo vitalidad y fuerza, de pie ante ella, con las dos manos plantadas en sus hombros!
Nunca había visto que los rasgos de Müller sufrieran tantas transformaciones. En una parte de la cara se le formaban finas arrugas, que luego se le borraban y se desplazaban hacia la otra. Y, cada vez, su fisonomía cobraba una expresión distinta. Sus ojillos, que parecían temer el sol, se abrían y cerraban una y otra vez.
—He pensado en muchas cosas esta mañana.
Rita se estremeció. No se había equivocado. Para ambos, el incidente había sido el punto de partida de una especie de examen de conciencia.
Y aquella conversación se desarrollaba con la sencillez de un final de cena improvisada. Müller había comido huevos fritos y patatas. Rita, un trocito de piña. Los platos estaban sobre la mesa, la misma que, en el otro extremo, servía de banco de carpintero.
El profesor estaba un poco reclinado en su asiento.
—¡Qué extraño ser es el hombre! —exclamó recobrando la ironía—. Puede vivir años sin pensar en lo único que importa. Creo que es lo que llamamos comúnmente egoísmo. Y, sin embargo, juraría que es una necesidad de la condición humana. Sin ello, nada sería posible, ningún esfuerzo, ninguna decisión, ningún acto, ya que cada acto… —Se interrumpió y se encogió de hombros—. Apuesto a que ya no me escucha.
Rita escuchaba, pero percibía mejor la verdad sin que mediasen las palabras. Sobre todo tenía miedo de lo que vendría después. Prefería que no hubiera conclusión.
Müller recobró el tono guasón, pero su mirada seguía siendo triste, y era el mismo tipo de tristeza que le había visto por la mañana.
—Cuando pienso en lo que dirán de ese sabio carcamal que…
Esta vez se levantó y cambió de tono, por más que éste siguiera siendo desenfadado. También él posó una mano, pero una sola, sobre el hombro de su compañera.
—Escuche, Rita. Es inútil y un poco odioso ponerse aquí a hacer literatura. A partir de ahora no volveremos a hablar de todo esto. No sé por qué no se me ha ocurrido nunca. Es justo que una mujer de su edad disfrute de ciertas satisfacciones físicas. Ya me entiende. Nunca más volveremos a tocar este tema, pero que quede claro que, en lo sucesivo, gozará usted de entera libertad…
Se alejó de inmediato y se dirigió hacia el huerto abrasado por el sol. No quería que se le viera la cara. Había hablado muy rápido y, ahora, le extrañaba no oír ningún eco a sus palabras.
Transcurrieron unos segundos, un minuto que se hizo eterno. Se volvió y vio a Rita, que se había desplomado sobre la mesa y lloraba en silencio, con la cabeza hundida entre los brazos.
—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Müller con impaciencia. Fluctuaba entre el deseo de irse y el de acercarse a ella.
—Compórtese, Rita… Ya no somos ni niños ni jovenzuelos. Sólo he hablado de cosas naturales. Ahora que mi decisión ya es definitiva…
Rita negó convulsivamente con la cabeza.
—Sólo le pido que se deje de sentimentalismos. He dicho lo que tenía que decir. Cuando vuelva Larsen…
Esta vez se alejó a zancadas y, al pasar, descolgó un sombrero de paja que había trenzado él mismo. Eso significaba que iba lejos, probablemente hasta la playa, desde donde aún se vería el barco del pescador.
¿Era consciente de que, nunca hasta entonces, Rita había sido hasta tal punto su esclava? Se hubiera arrastrado a sus pies para que él borrase de su recuerdo la escena de la mañana. Hubiera…, hubiera…
Rita sólo sabía una cosa, y era que él sufría, que siempre había sufrido.
Todo debió de empezar en Berlín, con Liesbeth, cuando ésta, más cínica, le engañó por primera vez. ¿No le cobró afecto el profesor a Rita precisamente por esa impotencia? Por aquella época, ella tenía muy poco de mujer. Salía de la universidad y el profesor era para ella un semidiós.
Ni siquiera le extrañó que él no la tocara. «Viviremos como harían un hermano y una hermana…»
Tras aquellos pensamientos subyacía otro, agudo, obsesivo, que ella no quería afrontar, que enterraba obstinadamente en la bruma de su cerebro. Era demasiado grave. Entrañaba demasiadas consecuencias.
¿Y si…?
¡No! Prefería pensar en Larsen, en la condesa, en la gaceta de Herrmann.
Y, no obstante…
Se levantó excitada, alcanzó de la mesa de trabajo aquel papel que corría por allí desde hacía meses y en el que Müller escribía de cuando en cuando una anotación. La última se remontaba a la noche en que se marcharon los suecos.
Bajo la famosa frase de Nietzsche, el profesor había escrito desmañadamente: «¿Impotencia sexual?».
El interrogante era mayor que las palabras. Rita ya lo había pensado, pues había visto aquella nota tres semanas atrás. También ella había meditado sobre la histeria de la condesa, y aquella pregunta que se hacía Müller le había abierto horizontes, había hecho que casi le inspirase lástima la aventurera.
¿Por qué no, efectivamente? ¿Por qué no pensar que lo que movía a aquella mujer a buscar sensaciones violentas era la impotencia?
¿No explicaba eso su risa desesperada, su mirada de angustia cada vez que cometía una nueva extravagancia?
Sólo que, en ese caso… A Rita se le saltaron las lágrimas… ¿No fue por esa misma impotencia por lo que Müller, bruscamente, abandonó Berlín, su clínica, su fortuna, sus trabajos?
Rita estaba demasiado alterada. Se sentó y permaneció largo rato con la cabeza entre las manos, entreviendo a ratos la silueta de Larsen, sintiendo en sus hombros la quemazón de sus manos.
Sabía que, en aquel mismo momento, el profesor estaría caminando solo por la maleza reseca, a pleno sol. Tal vez se detendría junto a una tortuga monstruo para observarla, acariciar ensimismado el caparazón insensible. Cuántas veces lo había sorprendido, con mirada ausente, en tales actitudes.
Le habían robado la paz de su isla. Le habían arrebatado a su compañera.
O, mejor dicho, él mismo la había entregado, en una última renuncia.
Ahora deambulaba solo, arrugado en una mueca el delgado rostro bajo el amplio sombrero de paja.
¿Qué podía esperar ya? Tenía cincuenta años. Era la primera vez que su edad impresionaba realmente a Rita, que percibía que entre ambos mediaba el espacio de una generación. ¡Podía ser su padre!
Si le ocurriera de pronto una desgracia… Procuraba no pensarlo. Se recogía en sí misma para ahuyentar todos aquellos fantasmas, pero la asaltaban con más fuerza. Se veía sola en la isla y le daban ganas de gritar de terror.
¡Porque Müller tenía cincuenta años! ¡Había vivido toda una vida!
Sintió tanto miedo que se anudó una tela en torno a las caderas y salió, casi corriendo, en busca de su compañero. ¿Era un presentimiento? En cualquier caso, pensaba en demasiadas cosas horribles. Necesitaba tranquilizarse cuanto antes.
Dio vueltas y más vueltas por la ladera de la colina. De cuando en cuando gritaba:
—¡Frantz!
Y, de repente, en plena carrera se paró en seco, pues él estaba allí, delante de ella, caminando a pasitos.
—¿Qué ocurre? —preguntó con su voz más tranquila.
—Nada… No sé… Quería verle.
—¡Vamos, vamos! Es usted una niña, Rita, una niña con la que he cometido el error de hablar demasiado. Siempre es un error dejarse llevar por la inteligencia. —Y agregó, sin emoción aparente—: Vamos a casa.