5

En su siguiente visita, a primera hora de la mañana, Herrmann, que estaba excitadísimo, sólo pudo transmitir una imagen incoherente de los acontecimientos.

—Creo que allí arriba no ha dormido nadie —dijo sentándose y apoyando las manos en las rodillas para forzarlas a que se quedaran quietas—. ¿Y ustedes? ¿Han sufrido desperfectos?

La velada había sido sofocante y, de pronto, hacia las tres de la mañana, estalló una violenta tormenta. Cayeron cuatro o cinco rayos sobre la isla, al tiempo que descargaba una tromba de agua que dejó pelada la roca del camino.

—Al venir, he visto un toro fulminado por un rayo. Junto a la curva, se ha caído una palmera y ha quedado atravesada en el sendero…

Todavía se advertía humedad en el aire y el cielo seguía gris, tenía una luminosidad triste, como de lámpara velada.

—Cenaron en la veranda y le pidieron a mi mujer que les echara una mano. Ya antes de cenar, la recién casada estaba borracha. No tiene costumbre de beber. Balbuceaba como una niña y todo el mundo se reía a carcajadas. Después de cenar, Nic y Kraus encendieron fuegos artificiales y, en ese momento, mi mujer, que se disponía a marcharse, vio que el sueco tenía la cabeza reclinada en el hombro de la condesa y que ésta le acariciaba el pelo. Pero todo empezó después…

Müller también estaba cansado, tal vez debido a la tormenta. El huerto había quedado medio destrozado y lo miraba cansinamente, sin ganas de ponerse a trabajar.

—No sé qué hora sería. Estaba dando un paseo, no para vigilarlos, sino porque no podía dormir. Oí unos gritos de mujer. Vi pasar un vestido blanco, una figura que corría hacia el sendero. Era la recién casada. Gritaba que quería volver al barco. El marido corría tras ella. Creo que se cayó, pero no estoy seguro. Luego discutieron en la oscuridad y el hombre volvió llevándola en brazos.

Aquella mañana, Rita se había puesto los pantalones cortos, pero se le había olvidado abrochárselos, y Müller se lo indicó con una sonrisa.

—¡Qué más da! —dijo ella.

Herrmann seguía con lo suyo:

—Durante toda la noche ha habido idas y venidas. Esta mañana, al amanecer, cuando aún seguía lloviendo, los dos suecos se estaban marchando, solos, pero la condesa los ha perseguido y los ha hecho volver. Ahora están todos cazando excepto Kraus, que se ha quedado para preparar la comida. Si puedo verlo, me dará detalles.

Y, en efecto, tras la segunda visita de Herrmann, a primera hora de la tarde, la imagen de los acontecimientos era más clara y precisa. La incoherencia provenía de los propios acontecimientos, del hecho de que unas personas borrachas no habían parado de agitarse en toda la noche, impulsadas por sentimientos tan oscuros como la noche misma.

Después de cenar, el coqueteo entre la condesa y el sueco había progresado a ojos vistas, y, en varias ocasiones, aprovechando un momento de soledad, sus labios se habían unido ávidamente. Kraus sostenía incluso que, en determinado momento, habían salido a dar un paseo y se habían revolcado literalmente por el suelo.

Al regresar, el sueco se encontró a su mujer dormida en un sillón, con la cabeza sobre las rodillas de Nic, mientras éste le acariciaba un pecho, que le había desnudado.

¿Dónde estaba en aquel instante cada uno de los personajes? Era imposible saberlo. El sueco despertó brutalmente a su mujer. Tuvieron una discusión en su idioma. A continuación se metieron, sin dar las buenas noches a los demás, en la habitación que les habían preparado.

Poco después se abrió la puerta con violencia y la joven intentó huir hacia el barco. ¿Le había contado el marido lo sucedido entre él y la condesa? ¿Lo había adivinado ella misma? ¿O, sencillamente, al despejarse, se había avergonzado de las caricias de Nic?

En cualquier caso, por la mañana, los dos querían marcharse, llenos de rencor. Pero la condesa se interpuso. Kraus decía que había estado magnífica, achacando los acontecimientos de la noche a la bebida y a la excitación, interpretando el papel de gran señora que no se resigna a ver marchar a sus invitados en semejantes circunstancias.

«—Quiero organizar una cacería en vuestro honor. Luego os acompañaremos todos al yate.»

Kraus le confesó a Herrmann:

—Cuando está así es cuando me da más miedo, porque entonces es capaz de todo. Después de la peor orgía, mientras los demás están apagados o mareados, a ella se la ve más fría y obcecada que nunca. Me fijé en la mirada que le lanzaba al sueco…

—¿Qué opinan ustedes? —preguntó Herrmann, enjugándose la frente.

Eran exactamente las dos. Por primera vez desde hacía semanas, no había aparecido el sol en todo el día y brotaba un vaho caliente de la tierra. A largos intervalos, se habían oído detonaciones y las últimas habían sonado a dos kilómetros como mucho de la cabaña de Müller.

Esperaban que sucediera algo, desde luego, algo tal vez incoherente, como todo lo anterior, incoherente, como la muerte del asno, como todo lo relacionado con la condesa.

Pero no esperaban aquel disparo, tan cerca de la casa, ni el grito que estalló de inmediato, estridente, inhumano. Rita se incorporó, cada vez más pálida. Herrmann se aferró a la mirada del profesor y éste procuró no moverse.

Permanecieron allí, aguzando el oído, y los pocos segundos que transcurrieron se les antojaron eternos. Luego se oyeron pasos, voces confusas, idas y venidas por la espesura.

Otro ruido les intrigó durante largo rato, y, sin embargo, no era más que un aullido, una serie de sollozos entrecortados, de gemidos y de palabras sin ilación.

—La condesa —murmuró Rita.

Como hipnotizada, se dirigió maquinalmente hacia la entrada, dio unos pasos fuera.

—Por aquí… —dijo señalando una masa blanca que se agitaba en la espesura.

Resultaba inconcebible, siniestro, oír aquellos sollozos que se alzaban de entre la maleza en la calma absoluta del aire.

—¿Necesitan algo? —gritó Herrmann, cuya voz había perdido el timbre habitual.

—Sí, por aquí… —contestó con voz jadeante Nic Arenson.

En ese momento apareció la condesa, desmelenada y, en un arrebato de dolor y llegando al paroxismo, se desgarró la parte superior del vestido.

—Rápido… Doctor. Creo que le he matado. Dése prisa, por el amor de Dios.

Daba miedo verla jadeando, retorciéndose las manos, con una mueca convulsa.

—Si se muere, quiero morirme yo también… Dése prisa… Está perdiendo sangre…

Herrmann había salido hacia allá. Müller y Rita le siguieron, sin preocuparse por la condesa, que debía de pisarles los talones, pues se oía una respiración precipitada.

Por fin se encontraron con el otro cortejo, que se acercaba. Nic, ayudado por la recién casada, arrastraba, más que llevaba, el cuerpo del sueco.

Herrmann acudió torpemente en su ayuda. La cabeza del herido colgaba de través, pero tenía los ojos abiertos y fijó la mirada largo rato en todos los presentes. Su mujer no lloraba. Daba muestras, por el contrario, de una energía insospechada en una persona tan frágil y tan dulce.

—¿Dónde está su casa, doctor? —preguntó.

—En el recodo del camino.

—Ya puestos, será mejor que vayamos hasta allá.

Nadie prestaba atención a la condesa, que seguía llorando. Era un simple ruido que acompañó a la pequeña comitiva y que siguió sonando, indistinto, cuando tumbaron el cuerpo del sueco sobre la mesa de Müller.

—Vea, doctor… Es en el vientre.

Tranquilo y silencioso, el profesor cortó la ropa del herido y, sin preocuparse por las mujeres presentes, dejó el vientre al desnudo. Cuando se incorporó, pasados unos minutos, parecía mucho más preocupado.

—¡Rita! Tráigame el maletín y prepare la lámpara de alcohol…

La joven no despegaba los ojos de él. Al ver los brillantes instrumentos del maletín, abrió la boca para lanzar un grito que no pudo articular, y se desvaneció.

—Doctor…

Era la condesa, que hablaba como en sueños. Toda su actitud tenía algo de pesadilla.

—Hágala callar —ordenó Müller a Nic.

—Quiero saberlo, doctor… ¿Se va a morir?

A ratos la escena cobraba visos de melodrama malo. Con todo, Rita encendió la lámpara de alcohol para desinfectar los instrumentos, y Müller se lavó cuidadosamente las manos.

—He querido dispararle a un asno y la bala ha rebotado. Juro que no lo he hecho adrede.

—Échela de aquí —gruñó Müller.

Nic no se atrevía. Herrmann le daba golpecitos en la mano a la joven desvanecida. El sueco no decía nada, pero, con la mirada clavada en el techo, parecía no perderse nada de lo que ocurría a su alrededor y, cuando el profesor se inclinó sobre su vientre, cerró los ojos y esbozó una mueca de dolor.

—¡Silencio!

¿Cuánto tiempo duró aquello? Todos permanecían callados, conteniendo el aliento, y las miradas convergían en la encorvada espalda de Müller. La joven había recobrado el conocimiento y, con la boca entreabierta y el cuerpo encogido, hundía las uñas en el brazo de Herrmann.

Sólo se oía un gemido regular, el del herido, que, de pronto, soltó un grito estridente al tiempo que alzaba el busto de sopetón.

—Ya está —murmuró Müller y se incorporó. Sostenía la bala entre los dedos pulgar e índice, y no sabía dónde ponerla. Tenía las manos rojas y el pijama manchado de sangre.

—Vivirá, ¿verdad, doctor?

Müller se volvió fríamente hacia la condesa y replicó:

—¡No será gracias a usted!

—Le juro que no lo he hecho adrede… Tiene que creerme. Usted me cree, ¿verdad, Betty?

La joven no la escuchaba y, en su lengua, le hablaba vehementemente al oído a su marido, que había vuelto a abrir los ojos.

—Será mejor que salgan todos —dijo Müller con tono de hastío.

Daba la impresión de que todo había acabado, de que se había alcanzado el punto culminante del drama. Nic intentaba llevarse a la condesa cuando ésta, al llegar a la puerta, se dio la vuelta bruscamente y fue a arrojarse a los pies de la mesa donde estaba tumbado el herido.

—¡Perdón! —vociferó tendiendo los brazos al cielo—. ¡Perdón! Es cierto, soy una miserable. Es cierto que disparé adrede… Quiero que todo el mundo lo sepa. Si él estuviera muerto, yo también lo estaría.

La esposa retrocedió, espantada, mientras la condesa tendía hacia ella las manos, intentaba aferrarse a su vestido.

—¡Tú también tienes que perdonarme, Betty! Le amo, ¿entiendes? Le amo más que tú, porque tú eres aún demasiado joven y no sabes lo que es el amor. Cuando se ha querido marchar, esta mañana, cuando he comprendido que yo me quedaría sola y que sería tuyo para siempre, me he vuelto loca…

Rita sorprendió el gesto de Nic, que se encogió de hombros, como si estuviera acostumbrado desde hacía tiempo a ese tipo de gimoteos.

—¡Pero no quería matarlo! He intentado herirle en las piernas para poder cuidarlo mucho tiempo, en mi casa, y estoy segura de que entonces me hubiera amado. ¡Perdón! Haré todo lo que se me pida para expiar la culpa. ¡Que me pidan lo que sea! ¡Que me corten una mano! Me he vuelto loca… Mañana, hoy mismo, pienso cambiar de vida.

—¿Quiere usted sacar «esto» de aquí? —repitió Müller, glacial, dirigiéndose a Nic y empujando a la condesa con el pie.

Ésta se incorporó sola, jadeante, pero encontró un cuarto de segundo de calma para dirigir al profesor una mirada de odio. Durante ese cuarto de segundo desapareció su histeria, y la recobró para hacer una salida teatral.

—Si mañana se entera de que me he muerto…

La joven, asustada, quiso correr tras ella, pero el profesor, cuya mano demostró poseer una fuerza insospechada, la asió al pasar y le impidió ir más allá.

—¡Déjela!

—Pero…

—Dentro de una hora oirá música allá arriba.

También Nic se había escabullido, sin que nadie reparase en él, y vieron alejarse a la pareja por el sendero. La condesa gesticulaba. Nic, inclinando hacia delante el perfil caballuno, caminaba a lentas zancadas.

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Müller, y le dio un golpecito a la joven en el hombro.

—No lo sé. ¿Qué me aconseja usted?

—Yo también tengo que irme —suspiró Herrmann, que temía ser inoportuno.

—Todavía no. Baja a la playa y trae a los marineros.

La joven se quedó mirando al profesor con asombro.

—¿Usted cree?… —empezó a decir.

No tenía ni veinte años, y toda su persona dejaba traslucir esa fragilidad de las sudamericanas, que siempre parece que van a marchitarse.

Müller recobró su aspecto huraño.

—Si tiene que morirse, lo mismo se morirá aquí que en el camino. Su única posibilidad es llegar vivo a Guayaquil. Allí disponen de medios para atenderle. ¿Tiene motor el yate?

—Sí, creo que llega a los seis nudos.

—Dentro de cuatro días pueden estar allí, cinco días como mucho.

Entretanto, Rita había lavado al herido y le había vendado con la misma calma y destreza que en otro tiempo, cuando ayudaba al profesor en la clínica.

—Será mejor que olvide todo esto —masculló Müller, más bien para sí.

—Esa mujer está loca, ¿verdad?

Müller no contestó y desapareció tras una cortina para cambiarse de pijama. Entretanto, la joven observaba admirada los movimientos de Rita.

—¿Qué tengo que hacer para cuidarle durante el camino?

—Cámbiele el vendaje cada día.

—¿Cree que sabré?

El herido dormía con sueño agitado, exhalando de cuando en cuando un gemido.

Durante dos horas, mientras esperaban a los marineros que Herrmann había ido a buscar, Müller permaneció sentado en su sillón, frente al jardín, sin pronunciar una palabra. El sol, que no había aparecido en todo el día, se dejó ver por fin para inflamar el atardecer, y resultaba un espectáculo abrumador.

El cielo crepuscular era de por sí un mundo inmenso y caótico en el que montañas violetas emergían de océanos de púrpura. Y de pronto se filtraban rayos de luz diáfana a través del jirón de una nube.

Müller sabía que en la laguna, a esa hora, el agua tenía la transparencia del cristal, y que era posible ver estirarse a los peces martillo e hincharse a unos extraños peces rosados, mientras que el fondo del mar estaba lleno de conchas teñidas de tantos colores como el cielo, tan inhumanas, tan fantásticas como él.

Las dos mujeres cuchicheaban detrás del profesor, y era un murmullo relajante. Al cerrar los ojos, al escuchar aquel susurro femenino, uno podía imaginarse en algún lugar donde, en el recodo del camino, no se encontrara con alguna tortuga gigante cuyo caparazón tuviera ya varios siglos.

¿Qué hubiera habido que mirar para saborear, siquiera un instante, la paz que infunde la vista de un simple trozo de césped, de un jirón de cielo septentrional?

A unos metros de él, Müller veía las estacas que había clavado para proteger las verduras de los animales. Eran simples ramas que había hundido en la tierra. Quince días más tarde, las estacas echaron hojas, luego flores y ahora eran ya árboles.

¿No era por eso, para crearse a pesar de todo una suerte de oasis, por lo que se obstinó durante meses, durante años, en plantar tres cepas de viña?

Estaban raquíticas. La uva seguía siendo ácida a pesar del sol. Y, sin embargo, Müller no hubiera cambiado sus viñas por una plantación de cocoteros.

Al poco, se oyeron voces en el camino, y, guiados por Herrmann, que temblaba de cansancio, aparecieron los dos marineros, apurados y sin saber qué decir.

—¿Está mejor? —preguntó uno de ellos.

—Sí. Hay que construir unas parihuelas para llevarlo al barco. ¿Tienen suficiente gasolina para llegar a Guayaquil?

—Hay una tonelada a bordo.

Fue también Müller quien tuvo que enseñarles cómo se construía una camilla y quien, en realidad, la hizo casi entera con sus propias manos. Era más ágil, con más nervio, más diestro que los marinos. Rita había encendido una lámpara de petróleo que utilizaban raramente, y el sueco, que se había despertado, no se movía, con la mirada fija en el rostro de su mujer, mientras ésta le acariciaba la muñeca. ¿Qué podían decirse?

En el cielo todavía había sangre, cimas azules y verdes, pero, en la cabaña, la lámpara de petróleo apenas difundía una suave luz amarilla. Los grillos empezaban a cantar en toda la isla, siguiendo el ritmo que les dictaba aquel de los suyos a quien habían elegido como director de orquesta, que se mantenía agazapado en algún lugar oculto.

—Tiene usted que comer algo —intervino Rita y puso a hervir dos huevos en el infiernillo de alcohol.

La recién casada sonreía tímidamente al llevarse los alimentos a la boca. Había pasado tanto miedo que ese simple gesto era ya como un retorno a la vida, y miraba a su marido como disculpándose.

—No tengo hambre, pero debo estar fuerte para cuidarte.

¿Pensaba todavía él en el momento en que, la noche anterior, se había revolcado en el suelo con la condesa?

—Dígale al médico de Guayaquil… —empezó a decir Müller una vez estuvo terminada la camilla. Pero entonces cambió de parecer—. Y, si no, no le diga nada. Ya verá él lo que tiene que hacer. ¿Estáis listos vosotros?

Agarró al herido por el lado más pesado, como solía hacer en la clínica de Berlín, recordando que había sido campeón de fútbol.

—Despacio… Y, ahora, salgan lo antes posible. Pongan el motor a toda velocidad. Todo es cuestión de tiempo…

La joven besó a Rita. En el momento de marchar se le llenaron los ojos de lágrimas, pero ya no sollozaba.

—¿Y ustedes?… ¿Piensan quedarse aquí mucho tiempo?

Müller prestó atención para oír la respuesta de Rita, que apenas fue un murmullo:

—Siempre…

Los forasteros se alejaron. El sonido de sus pasos fue atenuándose en la roca pelada por las lluvias, y de repente vieron a Herrmann, que seguía acurrucado en un rincón oscuro.

—Nosotros también —dijo como un eco.

No sabían a qué se refería. Lo miraron sorprendidos.

—Nos quedaremos siempre aquí. Es el único modo de salvar a Jef. En Alemania ya se habría muerto…

¿Por qué volvía a sacar a colación aquello? ¿Era el ver que otros se marchaban lo que le movía a sentir nostalgia? ¿Pensaba en su casa de Bonn, en el tranvía que tomaba todas las mañanas mientras fumaba su pipa de porcelana y leía el periódico? ¿Le recordaba aquel cielo selvático que se hundía sepultado en la noche los suaves atardeceres sobre el Rin y las partidas de bolos que jugaba todos los domingos en un ventorrillo mientras su mujer se tomaba un chocolate bajo el cenador?

—Es hora de irse a la cama —dijo Müller ahuyentando aquellos fantasmas.

—Sí, ya es hora. Me voy…

Le hubiera gustado quedarse. Por primera vez, le asustaba la noche.

—¿Cree usted que se pondrá bien?

—Sí, es un hombre fuerte.

—Su mujer es simpática. Pocas veces he visto a una mujer tan simpática. Parece una flor.

—¡Exacto! Una flor… —rezongó Müller, que estaba ya harto—. Buenas noches.

—Buenas noches, señor profesor. Buenas noches, Rita.

Resultaba cómico y triste verlo marcharse así, a su pesar, desconsolado. ¿Qué tenía ganas de contar, qué recuerdos hubiera exhumado del olvido si lo hubieran dejado seguir sentado en su sitio, en la oscuridad de la cabaña, lejos de la lámpara de petróleo cuya llama temblequeaba?

—Hasta mañana… —gritó, ya lejos, para que no se rompiera del todo el hilo.

Müller suspiró y, en vez de acostarse, se sentó en el sillón.

—Habrá que guardar los instrumentos —dijo señalando el maletín abierto. Tras un silencio, añadió—: Durante la operación, me ha parecido por un momento…

Se interrumpió de pronto, tal vez por el mismo motivo que había echado a Herrmann.

¿Para qué hablar de esas cosas? Rita lo había dicho: «Siempre…».

Y la miró trajinar por la choza.