Si Rita hubiera podido burlarse de algún defecto del profesor, lo habría hecho de los pacientes esfuerzos que había dedicado tiempo atrás, y que aún seguía dedicando, para conquistar a su asno.
El que una mujer que no podía esperar nada de él le siguiese hasta un islote perdido del Pacífico, el que viviese a su sombra sin rencor ni impaciencia, no parecía importarle. Si alguna vez encontraba sus herramientas un poco desordenadas, si Rita, una vez más, intentaba cocinar un plato y le salía mal, suspiraba con insistencia.
Cada mañana, en cambio, le brillaban risueños los ojillos cuando miraba al perezoso Hans, que esperaba a que todo el mundo estuviese levantado para encaramarse trabajosamente sobre sus patas. ¿Tenía o no tenía pupilas de asno? El profesor sostenía que no. Pero tampoco decía que Hans tuviese ojos humanos. Decía que tenía «ojos eternos».
En cualquier caso, Hans tenía rasgos y carácter de payaso. Había tomado la costumbre de seguir a su amo durante su paseo matinal. Pero, si Müller se volvía, el asno fingía estar entretenido en otra cosa.
Daba la impresión de que quería aparentar que no obedecía. Además, llegado un momento, cuando juzgaba que su camino y el de su amo ya no coincidían, seguía andando él solo, adoptando un aire de paseante concienzudo.
Müller se echaba a reír, tal vez con un asomo de melancolía.
Lo más penoso de la historia del asno fue que murió por culpa suya, que él mismo fue a arrojarse a los brazos de su destino.
Y era casi un símbolo. ¿Qué trato había recibido allí arriba? ¡Lo habían amarrado a una estaca! ¡Lo habían cargado de bultos y lo habían molido a palos!
Entonces, ¿en virtud de qué aberración se dejó atraer también él por el Hotel del Retorno a la Naturaleza y se encaminó, aquella mañana, hacia la muerte?
Müller lo presintió. Estaba paseando por el bosque de limoneros más cercano a su casa, cuando vio que Hans continuaba solo hacia la colina. ¿Por qué no lo retuvo? Se veía incapaz de decirlo.
La noche había sido fatigosa. En tres ocasiones al menos, la pandilla de la condesa había pasado gritando junto a la cabaña. Habían sonado escopetazos. Unas luces de Bengala habían teñido de rojo el cielo.
Y en todo aquello se advertía el deseo mezquino de impresionar. A menos de diez metros de su casa, Müller había encontrado incluso botellas de champán vacías en la hierba pisoteada. Rita, agotada por aquella noche en blanco, seguía en la cama.
El profesor, por su parte, se encontraba tan cansado, tan mareado como si hubiese bebido y cantado él mismo hasta el amanecer.
La pandilla debía de estar durmiendo a bordo del yate, cuya bitácora centelleaba a lo lejos como una bola de fuego.
Müller regresó a la cabaña.
—¿No trae usted el asno? —preguntó Rita, que también presentía algo.
Müller se encogió de hombros, y el día transcurrió lúgubre, alargándose aquí y allá. Hubo otro motivo de malhumor.
Quizá para desentumecerse, había recogido algunas de las patatas que tanto le había costado cultivar. Las había pelado él mismo, y, cuando ya estaban cocidas, comprobaron que las lluvias de los últimos días las habían podrido.
Al menos experimentaron el alivio de ver alejarse el yate americano, y, al cabo de una hora, pasó la condesa por el sendero con sus dos acompañantes.
Por la noche, el asno no había regresado. Sucedía pocas veces, pero lo había hecho en alguna ocasión, y la pareja evitó hablar de ello. Al día siguiente, Müller se levantó muy temprano y Rita observó que se rasuraba las mejillas, se recortaba la perilla en punta y se ponía un pijama limpio.
—Esta noche me ha parecido oír un ruido —dijo Rita.
—A mí también.
Müller salió y Rita lo esperó toda la mañana. El sol había rebasado el cenit cuando lo vio regresar solo, con un rictus amargo en los labios.
—Lo ha matado —anunció sin más.
—¿Le ha disparado?
—Ha hecho que le disparara Herrmann…
Todavía le costaba creerlo. Y, sin embargo, no cabía la menor duda. La condesa y sus acompañantes habían descubierto a Hans cerca de su casa, y al principio lo habían atado a una estaca.
—Estuvieron cantando y bebiendo hasta cerca de medianoche —le explicó Herrmann.
Müller había visto de lejos la famosa veranda donde celebraban sus orgías. Se imaginaba a la condesa, cada vez más excitada, preguntándose qué hacer con el asno.
La idea, en cualquier caso, debió de ocurrírsele a ella, o quizás a Nic Arenson. Habían soltado al asno en plena noche y lo habían llevado hasta la valla de bambú que rodeaba el jardín de Herrmann.
Apenas resultaba verosímil, ¡pero lo habían hecho! Habían empujado al animal dentro del recinto y, probablemente, luego se habían puesto a esperar, agazapados en la oscuridad.
Hans retozaba entre las verduras. La señora Herrmann se había despertado.
«¡Hay un toro salvaje en el huerto!», susurró a su marido.
—¡Y fue el imbécil de él quien disparó! ¡Estuvo a punto de arrojarse de rodillas ante el profesor! ¡Temblaba al pedirle perdón! El cuerpo del asno seguía allí, al sol, rodeado de moscas, en un bancal de patatas.
Müller no lo enterró. ¿Para qué? El asno estaba muerto. Se había acabado. El profesor tampoco se acercó a la casa de la condesa, ni profirió amenazas.
Pero miraba la isla, su casa y a Rita con ojos inquietos.
No habían transcurrido ocho días cuando Herrmann se adentró tímidamente en la cabaña.
—¿Le importuno, señor profesor?
Müller estaba tumbado en el sillón plegable, con los ojos entornados, y le señaló un taburete al visitante. Fue una de las raras ocasiones en que habló el primero, pues presentía lo que el otro iba a decir.
—¿Qué tienes que decirme, Herrmann?
—Todo y nada… Verá… No es que pase nada especial, pero no estamos bien.
Rita se acuclilló en una estera y se puso a remendar un pijama viejo del profesor.
—Al principio no podíamos hacer otra cosa que echarle una mano a la condesa, sobre todo porque se ha instalado a menos de trescientos metros de nosotros. Mi mujer es así, ya sabe. En Bonn se pasaba el tiempo ayudando a una amiga enferma… —Müller sentía una extraña sonrisa interior—. También nos interesamos por el joven Kraus, que tiene la misma enfermedad que nuestro hijo. Aun así, allá todo el trabajo lo hace él. Hay noches en que apenas se aguanta de pie. ¡Kraus, haz esto! ¡Kraus, haz aquello!… Los otros dos se pasan el día tumbados. No estaré aburriéndoles, ¿verdad?
No se trataba sólo del palique de Herrmann, sino que detrás de sus palabras se traslucían las largas conversaciones mantenidas con su mujer por la noche, cuando la juerga se hallaba en pleno apogeo en la casa de enfrente.
—Con la cantidad de cosas inútiles que han traído, no han traído ni un solo medicamento para él. La condesa sostiene que no está tuberculoso. Cuando tose mucho, acude a nuestra casa a tomar creosota…
Herrmann necesitaba desfogarse y espiaba las reacciones del profesor, temiendo contrariarle.
—Hace tres días, Jef volvió a casa completamente borracho. La condesa y su Nic le habían hecho beber.
Fue superior a sus fuerzas: Müller se rió, o, más bien, hizo un gesto sardónico, hasta tal punto se parecía aquello a la historia del asno.
—En cuanto a mi mujer, ya no tiene un momento de respiro. Al poco de levantarnos, oímos gritar: «¡Maria!…».
Rita volvió la cabeza, pues también a ella se le había escapado una sonrisa.
—Y, claro, Maria va… —agregó lastimosamente Herrmann—. No se atreve a negarles nada. Le preguntan cómo se prepara tal o cual plato y, cuando empieza a hacerlo, la dejan sola en la cocina. También a ella quieren hacerla beber.
»“¡Ten, Maria! Tómate esto, que le sentará bien al crío que tienes en el vientre…”.
»Esas cosas le dice…
Herrmann estaba empapado en sudor, pues nunca había hablado de nada parecido, y se le veía desconsolado.
—Nos gustaría evitar peleas… Ayer la condesa le preguntó a mi mujer si quería quedarse a vivir en el hotel para encargarse de la cocina. A Maria casi le daba miedo decir que no. La otra, claro, no está acostumbrada a trabajar. Se nota que siempre ha tenido un montón de criados. Manda a la gente sin darse cuenta. Entretanto, ya no estamos en nuestra propia casa y cualquier día estallará una discusión.
A Müller se le había enturbiado la mirada.
—Sí —murmuró caviloso.
—¿Qué haría usted en mi lugar? No podemos echar de casa a la condesa. No podemos negarnos a ir a su casa cuando nos invita. Por cierto, nos ha dicho que es amiga íntima del Kronprinz y que éste no tardará ni dos años en subir al trono. ¿Usted también lo cree?
Como le habían dejado hablar sin interrumpirle, se sentía más a sus anchas y miraba a Müller agradecido.
—Yo nunca me he metido en política, pero, si fuera cierto…
—¿…?
—… Creo que sería una buena cosa. ¿No le parece?
Al no recibir respuesta, se apresuró a proseguir:
—Eso sí, no cabe duda de que es una gran señora, ¿no cree usted? Nos ha enseñado los periódicos donde hablan de ella. Tiene que ser muy rica para instalar una casa así. Incluso hay una bañera que desembalaron ayer y que está instalando Kraus.
Müller escuchaba distraídamente, pero la palabra bañera le llamó la atención, y volvió la cabeza hacia donde corría el arroyo. Era el único de la isla. Brotaba de un manantial junto a las cuevas, pasaba cerca del hotel y luego por el huerto de los Herrmann hasta alcanzar la cabaña del profesor.
Apenas acababa de comenzar la estación seca y aún había agua en abundancia. Pero Müller sabía por experiencia que, pasados tres o cuatro meses, el hilo de agua se reduciría hasta reducirse a casi nada y que, si tardaba tanto en llover, el manantial se agotaría.
Había sucedido el segundo año y, durante quince días, Müller y Rita habían vivido angustiados, compartiendo unas gotas de líquido, mientras las plantas y buena parte de los animales perecían.
—¿Sabe usted que Paterson ha filmado aquí un trozo de película que va a mandar a Estados Unidos? Dice la condesa que, cuando la proyecten, vendrán yates aquí todas las semanas. He visto una de las escenas. La tomaron en las cuevas con los invitados e invitadas del yate, que se desnudaron. Todos fingían vivir en las cuevas como seres primitivos, e incluso asaron un cochinillo sobre unas piedras. Paterson también se desnudó…
Herrmann, a quien parecía natural ver a Rita sentada a sus pies sin ropa, se escandalizaba ante el hecho de que un millonario, y banquero por añadidura, se mostrase ante la gente en cueros. Tenía muy anclada en la mente la noción de las jerarquías, y Müller pensó que, quisiera o no, acabaría convirtiéndose en criado de la condesa.
—Le he robado mucho tiempo. Tengo que marcharme. Entonces, ¿qué me aconseja que haga?
—Hagamos lo que hagamos, no creo que cambiemos los acontecimientos —suspiró Müller con ironía.
No hablaba solamente por Herrmann, sino por él, por todos; incluso pensaba en Liesbeth, su mujer, que se desesperaba en Berlín de no poder obtener el divorcio porque su marido vivía en una isla desierta.
—¿Cree usted que es mejor tener paciencia?
—¡Eso! Ten paciencia…
Herrmann había dado solo con la solución adecuada para su carácter, para todas las fibras de su ser. ¡Tener paciencia! ¡Paciencia toda su vida! ¡Paciencia mientras esperaba la muerte!…
Müller se levantó y se metió en su huerto con el despego de un gran personaje que pone fin a una audiencia, pero no lo hacía expresamente.
Por la tarde, Rita pensó que estaba trabajando, pues permaneció mucho tiempo sentado ante su mesa como si intentara centrarse en una idea. Pero cuando salió, una hora más tarde, y ella se inclinó sobre el papel, sólo encontró una frase de Nietzsche, que Müller había escrito dos veces: «Es preferible caer en las garras de un tigre que despertar los sueños de una mujer ardiente».
No lo entendió de inmediato. Luego recordó la risa aguda de la condesa, su mirada ansiosa cuando intentaba hacer o decir algo, y la invadió una sorda angustia al tiempo que crecía su admiración por el profesor.
Durante los meses siguientes, éste no subió una sola vez al Hotel del Retorno a la Naturaleza. Y ni una sola vez dirigió la palabra a la condesa.
Herrmann, por el contrario, al sentirse apoyado, bajaba con más frecuencia a la cabaña y desgranaba las noticias. No todas ellas palpitantes.
—Ayer estalló otra pelea entre Nic y Kraus. Nic le arrojó a Kraus una botella a la cabeza, pero afortunadamente no acertó…
O:
—Parece ser que la condesa y el joven Kraus regentaban una joyería en París y que Nic no era más que el cajero… Aquí, Kraus se ha convertido en cierto modo en el criado. Creo que tiene celos de Nic, porque está muy enamorado de la condesa…
Müller parecía escuchar distraídamente. Con frecuencia continuaba haciendo lo que había empezado, reparar un taburete o confeccionar una estera de bambú. Rita preparaba un refresco y, si se acordaba, se rodeaba la cintura con una tela.
—Kraus se ha acostumbrado a hacerle confidencias a mi mujer y, según él, se parece a su madre…
Así, retazo a retazo, iba recreándose una imagen bastante fiel de la vida allá arriba.
—No entiendo cómo pueden vivir así. Hace días que la condesa ni se levanta del sofá, no se levanta, apenas come, y se limita a beber y a dormir. Ha traído libros, pero no lee nunca…
Cuando iba con noticias más sensacionales, Herrmann llegaba excitadísimo.
—¿Saben qué le confesó Kraus ayer a mi mujer? Que, incluso si quisieran volver los tres a Francia, no podrían. Su joyería quebró y, para aguantar más tiempo, Nic, de acuerdo con la condesa, falsificó escrituras y firmó cheques sin fondos…
A Herrmann le deslumbraba tanto la deshonestidad como la nobleza.
—Sin embargo, bien habrán tenido que pagar todo lo que han traído —añadía cándidamente—. ¡Y menuda cantidad de cosas tienen! Desde que mi mujer alegó su estado para no ayudarles, no se molestan en cocinar y se limitan a abrir latas de conservas. Algunas contienen pollos enteros, tordos, perdices…
Hacía más de ocho días que no se nublaba el cielo y, para acudir a la cabaña, Herrmann se tocaba con un sombrero de paja de ala ancha que le hacía parecer más bajo.
—Mi mujer ha descubierto otra cosa. Cuando va Kraus a buscar leña a la montaña, la condesa se las arregla para reunirse con él sin que la vea Nic. En una ocasión, sin querer, Maria los vio tumbados entre los matorrales.
—Pensaba que no se ocultaban unos de otros —dijo Rita.
—Yo también lo creía.
Aquello degeneraba en chismorreo. Era como un runrún cotidiano, y a veces el profesor parecía despreciarse por quedarse allí escuchando. La propia Rita procuraba ocultar el interés que le inspiraban tales historias.
En realidad, ninguno de los dos se llamaba a engaño. Enterarse de aquello se había convertido para ellos en una necesidad, y cuando Herrmann pasaba varios días sin ir, les faltaba algo.
—Ayer Kraus se hizo un tajo en la mano cortando leña y quiso venir a verle, pero la condesa se lo prohibió. Le curó ella, alegando que había sido enfermera durante la guerra en un hospital dirigido por damas alemanas de alcurnia…
Los días se sucedían y Müller tenía abandonado su libro. En cambio, dedicaba cada vez más tiempo a pequeños trabajos manuales.
—Están empezando a extrañarse de que no venga el yate que les habían anunciado. Mi mujer les ha preguntado qué harán cuando se les acaben los víveres, pues calcula que no les quedan para más de seis meses. La condesa ha contestado que a cada yate que llegue le sacarán unas cajas de conservas y de alcohol. Mi hijo apenas si llega a casa para dormir. No para de rondar por la casa de la condesa, y ésta dice que se bebe los fondos de los vasos…
¿Qué más podía pasar?
—Ahora que está instalada la bañera, Maria empieza a sufrir por el problema del agua. Se lo ha dicho cortésmente a la condesa, que ha contestado que prefiere reventar a no lavarse el…
Herrmann se puso colorado y se esforzó en sonreír para disculparse por la palabra que había estado a punto de pronunciar.
—¡Habla así! Utiliza expresamente palabras soeces. El otro día, mi mujer pasaba por allí para ir a las cuevas. Oyó que la condesa la llamaba y subió a la veranda. ¿Saben qué vio? A la condesa y a Nic tumbados en el sofá y… ¡Sí! ¡La condesa soltó una carcajada y siguió! ¡Ella es así! ¿Cree usted que está loca, señor profesor?
Un auténtico runrún, que se hacía monótono, pero al que no podían renunciar. Entre sí, Rita y Müller evitaban hablar de sus vecinos. Toda la vergüenza la soportaba Herrmann.
—Ayer, a Kraus se le escapó, después de una pelea que tuvo con Nic, que sería curioso saber si la condesa era realmente condesa. Hay momentos en que se pone furioso, porque es el único que trabaja. Además, siempre lo humillan. Por ejemplo, después de la pelea, la condesa le obligó a disculparse con Arenson. Lloraba de rabia. La casa ni siquiera está acabada y ya no trabaja nadie en ella. Da la impresión de que se quedará siempre así.
Una noche, en la hoja en que Müller había copiado la frase de Nietzsche, Rita encontró dos palabras nuevas, escritas de través: «Seis meses».
¿Qué significaba aquello? No se atrevió a preguntárselo, pero creyó comprenderlo, y, desde entonces, sucedió una cosa extraña de la que cada cual se daba más o menos cuenta, y era que todos, contra su voluntad, participaban del drama o de la comedia que se desarrollaba allá arriba. Toda la isla estaba involucrada, como lo están los habitantes de un pueblo o los pasajeros de un barco.
Se advirtió claramente cuando, una mañana, vieron que un yate muy pequeño, un yate que no mediría ni quince metros, anclaba en la bahía. A bordo sólo había dos marineros sudamericanos y una pareja joven.
Por supuesto, apenas apareció el barco, la condesa bajó corriendo la cuesta, seguida de sus dos ayudantes. Se reía. Era feliz. Triunfaba.
Se adivinaron de lejos los besos y los abrazos. Luego regresaron los tres acompañados de la pareja, mientras que los dos marineros, por temor a un vendaval, fueron a fondear el barco mar adentro y se quedaron a bordo.
No puede decirse que Rita espiase a los recién llegados al pasar, pero sí que los vio de cerca. El hombre, alto y rubio, debía de ser sueco o danés, en tanto que la mujer parecía sudamericana.
Era una joven risueña y simpática. La condesa le rodeaba los hombros con el brazo, como para tomarla bajo su protección.
—Es un farmacéutico escandinavo afincado en Chile —anunció Herrmann una hora más tarde—. Se casó hace dos semanas y ha alquilado un pequeño yate para la luna de miel. Ahí arriba van ya por la quinta botella de champán y la chica está achispada…
Rita miró a Müller y ambos se comprendieron. Estaban furiosísimos tanto el uno como el otro aunque el asunto no les concerniese. También a Herrmann se le veía preocupado.
—Mi mujer sostiene que eso acabará mal —suspiró—, y quiere intentar avisar a la chica.
¡En ese punto estaban todos! En el Hotel del Retorno a la Naturaleza, donde las lámparas de gas de petróleo difundían una luz intensa, Nic tocaba la guitarra, mientras los demás bebían y la condesa, sentada a los pies del joven sueco, se reía cada vez más excitada.
—En cuanto tienen visitas, ya no quieren saber nada de nosotros —decía lamentándose Herrmann—. Cualquiera diría que les molestamos.
«¡Toma, claro!», dejaba traslucir la mirada sardónica de Müller.
A continuación echó un vistazo a su hoja de papel, que seguía allí, cubierta de polvo, bajo el tintero.