Cuando Rita regresó con el asno, a eso de las tres, el profesor, que estaba escribiendo, fingió no oírla. Cierto que ella se había marchado sin decir nada, movida por un sentimiento bastante extraño. No era culpable de nada, antes al contrario, pero advertía que era mejor no hablar mucho de los de allá arriba.
Asimismo se había puesto por primera vez un vestido de tela amarilla, el único que le quedaba de su vida europea. Esa mancha amarilla pasando una y otra vez por su campo visual fue la que atrajo de pronto la atención de Müller. Éste posó la pluma y frunciendo las enmarañadas cejas miró el vestido, y con un tono de voz más alto de lo normal dijo:
—Han herido al pobre Hans…
Era cierto. El asno tenía las rodillas profundamente desolladas y el pelaje mugriento.
Rita aprovechó que el profesor estaba palpando al animal de los cascos al hocico para quitarse el vestido con un rápido gesto.
Eso le produjo ya cierta sensación de alivio. Le hubiera gustado bañarse también, pero no se atrevía a hacerlo de inmediato.
—Han construido una casa de verdad —dijo mientras exprimía una naranja en un tazón.
—Más les hubiera valido dejar tranquilo a nuestro asno —gruñó Müller.
—Hay habitaciones, con puertas y ventanas, y hasta un rótulo, como en una ciudad: HOTEL DEL RETORNO A LA NATURALEZA.
Sabía perfectamente que él nunca le haría preguntas y que jamás iría allí, pero que, aun así, quería saber qué hacían. Por eso hablaba como para sí misma mientras le ponía un vendaje a Hans. Era el momento más caluroso del día. En el lado del sol colgaba una cortina de bambú, y la luz llegaba en listas horizontales. Las listas estriaban las cuartillas de papel blanco que había encima de la mesa y formaban como líneas de un papel pautado. Pero Rita ya había reparado, al llegar, en que su compañero apenas había trabajado.
—Creo que los Herrmann se pasan el día allá pegados…
Rita decía todo aquello sin convicción y, si Müller la hubiera mirado, no se habría atrevido a seguir, pues tenía la sensación de estar mintiendo.
—Esta mañana la Herrmann les estaba haciendo la comidita, como una criada…
Era cierto. Sólo que no había registrado sus impresiones en ese orden. Al pasar delante de la cabaña de los Herrmann, gritó un saludo, por probar, y comprobó que no había nadie. Un poco más allá vio al chiquillo retrasado apuntando a los pájaros con una carabina que no era suya.
Luego, donde antes no había nada, descubrió de repente una casa y le impresionó, sobre todo cuando vio ventanas, ventanas de verdad, un tejado rojo, humo saliendo de la chimenea.
Al oír un ruido a la derecha, se dirigió hacia allí y tropezó con el joven Kraus y con Herrmann, que estaban desbrozando la maleza con unas hoces.
—¿Está por aquí mi asno?
Herrmann, visiblemente incómodo, se apresuró a declarar:
—Ya ve, hemos venido a echar una mano. Entre vecinos…
En el torso desnudo de Kraus podían contarse las costillas.
—¡Rita!
Durante un momento, no supo de dónde provenía la voz. Al final se dirigió hacia la veranda, donde, desde el exterior, no se veía a nadie.
—Pase, Rita, encanto…
Ahora, con voz impersonal, Rita le contaba al profesor:
—Se pasan el día bebiendo alcohol… Excepto Kraus, que trabaja como un criado…
Pero no lo decía todo. Al subir a la veranda descubrió un amplio sofá de rota en el que se encontraba echada la condesa, vestida con una bata entreabierta. Larsen, que un instante antes debía de haber estado tumbado a su lado, se había sentado y no sabía qué actitud tomar.
—Acérquese, Rita, que le dé un beso… Pero, bueno, ¡si se ha puesto un vestido! ¡Nic, mira qué guapa está así!
Nic estaba al otro lado de la veranda, medio echado en una tumbona, junto a una mesa cubierta de vasos y botellas.
Rita, que no se atrevía a rechazar el beso de la condesa, sintió pánico cuando notó que ésta paseaba las manos por todo su cuerpo.
—Qué piel tan suave tienes, Rita. Siéntate. ¡Nic! ¡Tráele una copa!
Había algo extraño y aterrador en su voz. Sólo más tarde comprendió Rita que la condesa estaba borracha.
—Tienes el cuerpo delicado e insulso de una burguesita…
Larsen evitaba su mirada y, mientras Nic llenaba una copa, a Rita le parecía notar los esfuerzos de la condesa por decir algo, por hacer algo, lo que fuera.
Daba la impresión de que le horrorizaba la paz, el vacío. Era una máquina que necesitaba funcionar a pleno rendimiento y buscaba combustible. Estaba crispada, hecha un manojo de nervios.
—Bebe conmigo…
—Gracias. No bebo nunca alcohol.
—¡Venga! Que ahora no está el profesor…
Rita quería desasirse, pero el brazo de la condesa la mantenía sentada en el borde del sofá.
—¡Mírala, Nic! Te juro que tiene miedo. Es increíble, pero jamás me equivoco. Hemos encontrado a una auténtica burguesita en una isla desierta.
Larsen se había levantado y se había acodado en la barandilla de la veranda, de espaldas a ellos.
—¡Bésala, Nic! Es suave como…
Y Rita vio junto a ella el rostro de Nic, su fino bigote, sus labios carnosos. Retrocedió. Había cuatro manos recorriéndole el cuerpo, las de la condesa y las del hombre.
—¡Bésala, Nic! Pero mejor…
El magreo duró mucho rato, pues Rita no podía moverse, atrapada entre los dos cuerpos. Notaba el aliento cargado de la condesa. Apenas se atrevía a respirar, no sabía si seguir forcejeando.
—Basta, Nic, que la vas a asfixiar.
Rita se levantó tambaleándose, con los labios magullados. No veía ni oía nada.
—Una burguesita para ti solo, Nic —le pareció percibir.
—Quiero el asno —logró articular Rita.
—Yo se lo doy —intervino Larsen, que bajó corriendo los peldaños y dio la vuelta a la casa.
Rita le siguió, la cabeza le zumbaba; se deslizó entre dos cajas de madera y unos montones de tablas y vio a Hans atado a una estaca.
Y ahora, horas más tarde, seleccionaba a su antojo lo ocurrido, mientras el profesor fingía no escuchar:
—Larsen se ha convertido en su amante y se olvida de su mujer.
Sin embargo, en el momento en que soltaba el asno, el gigante noruego le había murmurado: «Mañana me marcharé».
Ya no era el mismo hombre. También él había bebido. A las diez de la mañana, como los demás, no acababa de despertarse del todo. ¿Qué estaría pensando su mujer, sola en la isla de Santa Cruz? Rita y él se habían separado, tristes, como si se pidiesen mutuamente perdón, mientras, en la cocina, la señora Herrmann trajinaba como una criada, con un delantal anudado al vestido.
Rita no tenía ya nada que temer. Müller no le preguntaba nada y se había acomodado ante su mesa para intentar trabajar. Rita se tomó otra naranja para que se le fuera el sabor de los labios del hombre y se encaminó sola, la carne alterada, hacia el lugar del arroyo donde podía sentarse en el agua sobre la grava.
La condesa había llegado en septiembre y corrían ya, uno tras otro, los días de octubre. La estación de las lluvias tocaba a su fin para dar paso a la sequía, que duraría seis o siete meses.
Pronto sólo hubo breves tormentas, sobre todo por la noche. Cuando transcurrían tres días sin que estallasen, Müller se veía obligado a regar ciertas hortalizas como las berenjenas y las calabazas. Había un viejo bidón de diez litros, que llenaba en el arroyo y, treinta, cuarenta veces, recorría el mismo trayecto, ni despacio ni deprisa, sin fastidio ni desgana.
No veían a nadie y habían transcurrido cinco semanas sin que supiesen nada de lo que ocurría allí arriba.
La tercera semana Larsen se detuvo delante de la cabaña, temprano. Vio a Rita, pero, contra su costumbre, se limitó a saludar con un gesto y siguió andando.
En la parca conversación de la pareja, aquello se tradujo a una simple frase:
—Larsen ha vuelto a su casa…
Por lo tanto, había una persona menos en el Hotel del Retorno a la Naturaleza. ¿Seguían los Herrmann allá arriba? ¿Se convertirían, como Kraus, en criados de la condesa?
De cuando en cuando se oía un disparo por la zona de las cuevas, y Müller no decía nada. Sólo al asno le recorría un estremecimiento, como si presintiese un peligro.
Esas simples detonaciones marcaban el final de una época. Cuando Müller y su compañera llegaron a la isla, los animales no le tenían ningún miedo al hombre. Durante mucho tiempo, una de sus distracciones en la playa había sido acariciar a los mostachudos leones marinos, que los miraban con cómica estupefacción.
Las iguanas, inmóviles en alguna roca, aguardaban a que les tocasen la rugosa piel para retroceder prudentemente, y los cormoranes, de patas azul pastel, volaban tan cerca que casi podían atraparlos.
Había animales todavía menos huraños: los cerdos negros, los asnos y los toros, que descendían de los animales domésticos traídos a la isla un siglo atrás, cuando hubo un intento de colonización.
Los hombres se marcharon. Los animales permanecieron y se reprodujeron. Algunos días, Müller se encontraba hasta diez toros paciendo a la sombra de los limoneros.
Ahora les disparaban, y cada cartucho tenía una resonancia profunda. Al profesor le conmocionaba en lo más hondo de su ser.
Trabajaba. Nunca había escrito tanto, con aquella letra fina cuyas líneas siempre parecían enmarañarse.
Era su gran obra. Se la había explicado diez veces a Rita. En ella trataba de reconstruir el nexo entre los diferentes mundos; el físico, el psicológico, el psíquico y el religioso.
Pero parecía temerse a sí mismo, pues, contrariamente a su costumbre, no releía lo escrito. Avanzaba sin parar, como presa de vértigo. Había dejado de hablar. A veces se pasaba dos días sin poner los pies en el huerto, sin guardar las cajas de clavos y las herramientas.
La condesa y sus amigos estaban lejos. No se les veía y, sin embargo, parecían presentes, al igual que se siente una tormenta en el aire. Vivían con ellos a pesar de todo, y a Rita le parecía percibir, a veces, como un olor a cigarrillo inglés, a whisky, el olor de la boca de Nic…
En cierta ocasión, Müller y Herrmann se encontraron de nuevo en el lugar donde habían coincidido el día de la llegada del San Cristóbal, contemplando el mar, en cuyo horizonte se ocultaba un sol rojizo.
—Señor profesor…
Las gafas de Herrmann tenían ahora dos cristales, pero el segundo no debía de servirle de gran cosa, pues se lo había regalado Nic. Müller observó también que se había dejado la barba más corta, y esgrimió una mueca de desprecio.
—¿Sabe usted, señor profesor, que la condesa espera un yate un día de éstos?
Resultaba lamentable percibir el miedo y el apuro que sentía. ¡El desdichado quería llevarse bien con todo el mundo y no sabía qué decir, ni qué hacer!
—Mejor que no vengan muchos, claro, no sea que le importunen en sus trabajos. Pero uno, de vez en cuando, siempre será una distracción, ¿no cree usted?
Nunca había hablado tanto. Estaba pendiente del efecto de sus palabras, y Müller permanecía impenetrable, recorriendo con la mirada la línea del horizonte.
—Olvidaba darle un recado. La condesa me ha pedido que le diga que, si necesita algo, está a su disposición. Ha traído de todo, montones de cajas de latas de conservas, lámparas, petróleo, material con el que ya no sabe ni qué hacer; quizás unos cien mil francos en mercancías de todas clases… —Se le veía tan avergonzado mientras hablaba que no sabía qué hacer con las manos—. Lo que es estupendo es que habrá una mujer más para ayudar a Maria a dar a luz… Claro que no son personas como nosotros…
—¡Cállate! —suspiró el profesor con hastío.
Le daba asco aquel hombre. Todo le daba asco, incluso aquella puesta de sol cuyas aguas de color púrpura quizá surcaba ya el yate anunciado. Llegó a los dos días, y ese día Rita no vio a Müller ni logró saber dónde andaba emboscado.
El barco apareció por la mañana en medio de la rada, donde debía de haber fondeado durante la noche, y, al poco, se oyó pasar a unas personas corriendo como locas y lanzando gritos de alegría.
La condesa se había puesto una corona de flores blancas en la cabeza y llevaba otras flores en torno a la cintura y las muñecas.
—¿Vienes, Rita? Han llegado nuestros amigos…
Rita se ocultó en el jardín y entrevió a Kraus, a Nic y a los Herrmann, que iban detrás.
En esta ocasión, no fueron sólo disparos de carabina los que conmocionaron el aire, sino cañonazos, disparados desde el yate en honor de la condesa.
No apareció nadie en todo el día. Sólo se oyó el persistente y obsesionante ronroneo de una lancha dedicada a la pesca que no paraba de recorrer la bahía en todos los sentidos.
Todo el mundo debió de comer a bordo, y Rita se quedó sola, sin saber dónde estaba Müller, sola en la casa sin paredes, sin ventanas, sola bajo aquel tejado de chapa ondulada aguantado por vigas de madera.
Únicamente por la noche se oyó el estallido de unas voces que fueron acercándose, y se dibujó una serpiente luminosa a lo largo de los recodos del camino.
Los del yate llevaban linternas. Caminaban entonando canciones inglesas o escocesas, y se distinguía la voz de tiple de la condesa.
El profesor aún no había regresado y, sin embargo, a Rita le daba la impresión de que no andaba lejos, de que quizás estaba acurrucado en la oscuridad, muy cerca de ella, como a veces hacía. Tenía esa afición; no por gastar una broma; sin duda le gustaba ser esa presencia invisible que de pronto se revelaba diciendo algo o tosiendo.
En cualquier caso, Rita, como había hecho por la mañana, se ocultó tras los primeros árboles del jardín en cuanto se acercó el grupo. Vio a la condesa, desmelenada, del brazo de un hombre de mediana edad, con uniforme de marino y gorra blanca. La condesa, que estaba borracha, llevaba también una gorra de uniforme.
—Rita… —gritó arrastrando a los demás hacia la cabaña—. ¿Dónde estás, Rita, cariño, que voy a presentarte a mis amigos? —A continuación explicó entre risas—: Debe de darle vergüenza, porque está desnuda… Siempre se pasea desnuda, menos el día en que la besó Nic. ¡Fijaos! No me digáis que no es chusco…
Había dos mujeres desconocidas, muy rubias, vestidas de playa, y otra media docena de hombres. La señora Herrmann caminaba espantada tras el extraño cortejo.
—Llevan cinco años acostándose en esa cama e intentan hacernos creer que no hay nada entre ellos. Si es cierto, Nic va a encargarse de eso… ¿A que sí, Nic?
Desde donde estaba, Rita, que contenía la respiración, podía ver el perfil caballuno del judío, iluminado por una linterna.
—Seguro que se han ido para no vernos. La verdad es que el profesor debe de estar un poco chaveta. Imaginaos que se hizo arrancar todos los dientes para no…
La voz fue haciéndose más débil. El grupo se alejó hacia lo alto de la colina. Rita no se atrevía a abandonar su escondrijo.
Estaba cansada como si le hubiesen dado una paliza.
—Vuelva a casa… —dijo una voz a un metro de ella.
No intercambiaron más palabras. Müller se entretuvo haciendo unas cosas, y luego se acostaron los dos, iluminados por el débil halo de la luna, mientras estallaba la fiesta en el Hotel del Retorno a la Naturaleza.
El asunto del asno no comenzó hasta el día siguiente. Era cerca del mediodía y Müller estaba construyendo un casillero para guardar sus papeles cuando se presentó el joven Kraus, no sin cierto apuro.
—Discúlpenme —balbució tímidamente. Rita permaneció desnuda ante él y el profesor le observó con curiosidad—. Me manda la condesa para pedirle que le preste el burro. Es para sus invitados, que quieren hacer una excursión.
Müller, martillo en mano y con un clavo entre los labios, se limitó a mascullar:
—No presto mi asno.
—Me ha recomendado que le insista y que le diga…
—Mi asno se quedará aquí.
Kraus farfulló unas palabras más y se fue, aturrullado, hacia el Hotel del Retorno a la Naturaleza. Rita estaba contenta. Müller tarareaba una canción mientras acababa el mueble, del que se sentía ufano, pues había resultado ser un carpintero bastante hábil. Cada vez que hundía un clavo de un solo martillazo, dirigía una mirada furtiva a su compañera, como buscando su aprobación.
—Nos dejará tranquilos —comentó Rita una media hora después de que se fuese Kraus.
Pero, dos horas más tarde, un rumor anunció la llegada de nuevos visitantes y, un instante después, aparecía la condesa por el sendero, del brazo del hombre con uniforme de marino, seguida de cuatro o cinco personas más.
Entonces, pausadamente, Müller se plantó en la entrada de la cabaña y miró a los intrusos achicando los ojos al máximo.
—¿Es cierto, profesor, como me ha dicho Kraus, que se ha negado a prestarme su asno?
—Sí, es cierto.
La condesa fingió echarse a reír.
—Supongo que será una broma, ¿verdad? Usted sabe quién soy. Quizá sepa también que mi acompañante, aquí presente, y dueño del yate, no es otro que el banquero americano Paterson…
En el rostro de Müller no se movió un músculo.
—Una de nuestras amigas, que es una famosa actriz de cine, está cansada, y para ella… —Debió de notar que estaba perdiendo el tiempo, pues se interrumpió y cambió de tono—: ¿Quiere prestarme su asno, sí o no?
—No.
La sílaba cayó como una piedra en el agua. El millonario de cabello plateado y tez curtida hizo un gesto irritado con la mano.
—¡Perfecto, profesor! —clamó la condesa fuera de sí—. Caballeros, son ustedes testigos. Han oído perfectamente que este chiflado le niega su asno a una mujer cansada. En último término, podríamos quitárselo a la fuerza, y creo que no podría reclamar. Prefiero dejarle con sus manías. Ahora bien, quiero que sepa que el asunto no quedará así. Escribiré una carta para que se la entreguen a las autoridades ecuatorianas y al embajador de Alemania, que es amigo mío…
Müller la miraba con la misma tranquilidad que si fuera transparente y contemplase la espesura a través de ella.
—¿Está usted ahí, Nic? ¡Nic!… ¿Dónde está?
El joven judío se situó en primera fila y la condesa prosiguió.
—Puede explicarle a nuestro amigo Paterson que, al llegar a la isla, dejé a un lado las convenciones sociales y las diferencias de clase y me presenté aquí con toda la amabilidad del mundo. Incluso puse nuestros víveres a disposición del profesor y de su esposa, que tiene buen cuidado de no dejarse ver…
—Señoras y caballeros, tengan la bondad de dejarme trabajar —articuló Müller.
—¿Pretende usted expulsarnos de este lugar, que es tan suyo como nuestro?
Müller no contestó. Estaba más tranquilo y plácido que nunca, y Rita, que lo veía de perfil desde la cabaña, se sentía feliz.
La condesa no podía dejar las cosas así, se estrujó el cerebro y creyó dar en el clavo.
—No tardará en saber que el gobierno de Ecuador me ha otorgado la concesión de toda la isla. Aquí estoy en mi casa. ¡Venga usted, Paterson! Dejemos a este patán con sus locuras.
Y rompió a reír. Se reía como quien llora, sin poder parar, hasta dolerle la garganta. Müller se sentó un instante en su sillón sin decir nada. Luego se levantó y acarició con sus dedos velludos y finos el pequeño mueble que acababa de trabajar. Una voz le hizo volver la cabeza. Era Rita, que murmuraba besando al asno:
—¡Pobrecito Hans! Me da la impresión de que estás perdido.
Y, efectivamente, tres días más tarde el asno de las orejas cortadas estaba muerto.