2

A la mañana siguiente, Rita le oiría por última vez a Müller aquella risa infantil que, de tarde en tarde, estallaba en él como un cohete. Hacía unos minutos que había oído levantarse a su compañero y, mientras la alcanzaba un rayo de sol, permaneció echada, el cuerpo exultante, entreabriendo a ratos las pestañas para percibir las luminosas imágenes del alba.

Müller ya había salido a hacer sus abluciones al riachuelo; en ese momento, con el torso desnudo y el pantalón del pijama resbalándole por las caderas enjutas, abría los paquetes que le había traído del continente la goleta.

Había un saco de patatas para sembrar, cinco kilos de clavos, un producto verdoso para desratizar el jardín y una sierra para metales.

Rita abrió los párpados y vio a Müller, inquieto y extasiado a la vez, como un crío con zapatos nuevos. Tal vez fueran sus ojos azul claro los que le conferían en ocasiones aquel aire inocente, quizá también la vivacidad de toda su persona, que no le hacía aparentar los cincuenta años que tenía.

—Mire —dijo depositando displicentemente un objeto en la cama.

Nunca se le habían encendido los ojos ante la desnudez de su compañera. Se sentó a su lado mientras ella examinaba un libro que acababa de desempaquetar. En la cubierta de papel glasé figuraba un retrato del profesor tal como vivía en la isla, medio desnudo, un retrato que había debido de tomar un periodista de paso por allí y que las agencias habían transmitido a Europa.

—¿Qué lengua es?

—Checo.

Era la primera vez que traducían uno de sus libros en Praga, y Müller se esforzaba por mostrarse indiferente, mientras su mano se deslizaba por la cubierta lisa.

La teoría de los cuatro Mundos,

por el doctor Müller

No era nada, sólo una pequeña alegría en medio de la cadena de los días, pero la propia Rita se levantó tarareando una canción.

—¿No hay cartas?

—Hay una carta de la legación alemana en Quito. Aún no la he abierto.

Rita se puso a cepillarse los dientes. Müller abrió el sobre y desplegó una hoja de papel. Entonces se echó a reír como sólo él sabía hacerlo, con una risita seca, parecida a una serie de gorgoritos ahogados.

—¡Escuche esto, Rita!

»Señor profesor:

»Tengo el honor de comunicarle que hace ya unos cuatro meses recibí cierto número de documentos referentes a una demanda de divorcio presentada contra usted por doña Elisabeth Müller, Vogel de soltera.

»Por desgracia, me ha sido imposible enviarle esos documentos, que sólo puedo poner a su disposición en las oficinas de la legación o por vía judicial.

»Por lo tanto, le ruego, si se halla usted en condiciones de hacerlo, que tenga la bondad de reunirse conmigo, a fin de que tomemos de común acuerdo las decisiones oportunas.

»Queda de usted…».

Fue Rita la que dijo muy quedo, con más ternura que ironía:

—¡Liesbeth!

Era lo más inesperado que podían imaginar y, al mismo tiempo, lo que con más fuerza les recordaba Berlín: Liesbeth, rellenita y sonrosada, con su voz aguda y sus vestidos de seda pálida, ¡Liesbeth pidiendo el divorcio!

Müller se había echado a reír y releyó la carta con aire más pensativo. ¿Cómo no iba a recordar la luminosa casa donde vivían en las afueras, los muebles y la decoración modernos, las vaporosas cortinas de tul a través de las cuales se veía pasar entre dos parterres de césped el inmenso tranvía azul?

¡Lo más extraño de todo era que Liesbeth le había engañado con Ehrlich, el marido de Rita! Era un hecho. Ella nunca lo negó. No era mujer para un hombre como el profesor, que no concedía espacio alguno a las distracciones.

Cuando él invitaba a cenar a amigos como Rita para hablar de sus teorías, Liesbeth se sentaba en un rincón y se ponía a leer una novela. A eso de las once se dormía invariablemente.

¡Qué curiosa la reunión que organizó un día Müller entre las dos parejas! Ehrlich, que no era tonto, se sentía incómodo. Era un médico mundano, vestido siempre de punta en blanco, y le lanzaba miradas furtivas a Liesbeth.

«—Bien, quería anunciaros lo siguiente: me marcho a vivir el resto de mi vida a una isla del Pacífico…»

A Liesbeth, automáticamente, se le llenaron los ojos de lágrimas y estrujó entre los dedos un pañuelo perfumado.

«—Dejo a mi mujer aquí, enteramente libre. Rita quiere acompañarme, y eso ya no es de mi incumbencia…»

Rita logró que todo el mundo se relajara cuando declaró sonriente:

«—¡Aquí, los dos seréis mucho más felices!».

Ellos protestaron por guardar las formas. Los cuatro se abrazaron.

Y ahora Elisabeth quería divorciarse oficialmente. ¿Pretendía casarse con Ehrlich? ¿Tenía un nuevo amor?

Müller dobló la carta y la metió en una cartera que contenía toda su fortuna.

Ya estaba. Sólo había sido un momento de distensión. Müller recobró su seriedad habitual.

A unos cincuenta metros de la casa se oyó la voz de un hombre que cantaba aplicadamente una vieja romanza alemana.

Era Larsen, quien había discurrido ese modo de anunciarse para evitar tropezarse de sopetón con Rita desnuda.

Ésta se limitó a anudarse una tela en torno a la cintura, se acercó a la puerta y escudriñó el espacio inundado de sol.

—¡Hola!…

—¡Hola!…

Sonrieron al oír la simpática voz, que anunciaba la saludable presencia del gigante. Cuarenta años atrás, unos pescadores noruegos se habían instalado en la isla de Santa Cruz, la más próxima a Floreana, a doce horas de barco, donde se dedicaron a la pesca de ballenas. Más adelante se marcharon, pero uno de ellos dejó un hijo que había tenido con una india.

Era Larsen, el cual permanecía fiel a su islote y, de cuando en cuando, se dejaba caer por Floreana en su balandro de siete metros.

—¡Hola, Rita!

—Hola, Larsen.

Un auténtico hermano, un hombre cuya ancha zarpa daba gusto estrechar.

—¿No está el profesor?

Müller salió de la sombra, y el gigante le saludó con respeto.

—Esta noche me he encontrado con el San Cristóbal y el patrón me ha dicho que unos europeos que acaban de llegar me necesitaban.

—Arriba, en las cuevas —contestó Müller.

—¿Contentos?

Rita le dio a entender por gestos que no estaban contentos, y Larsen, que se había sentado en una esquina de la mesa, se levantó.

—De todas formas, iré a echar un vistazo. ¿Podré llevarme unos clavos a la vuelta?

No volvería ni ese día, ni al día siguiente, ni transcurridos otros dos, y su mujer debió de quedarse terriblemente inquieta, sola en su isla.

Fueron unos días extraños para todo el mundo. Ya no sabían cómo vivían. Se oían ruidos inhabituales. Por si fuera poco, el tiempo era húmedo y caluroso.

Durante la noche, los marineros del San Cristóbal habían trabajado tanto y tan eficazmente que ya casi tenían montada la casa de madera de la condesa.

Müller todavía no la había visto. Estaba a más de una hora de su cabaña, arriba, en el punto más alto de la isla, apenas a trescientos metros de donde vivían los Herrmann.

Aun así, en cinco años, no había visitado ni cuatro veces aquella zona, pues no experimentaba la menor necesidad de hacerlo. La isla tenía unos veinte kilómetros de largo, y siempre, por costumbre, hacía el mismo recorrido entre su cabaña y el mar.

Cuando llegaron los Herrmann, les aconsejó que se instalasen más arriba, para estar tranquilo, y ahora la condesa se construía la casa más arriba aún. ¡Mejor que mejor!

La condesa había elegido aquel terreno después de consultar libros, era fácil adivinarlo. Había leído que las cuevas fueron refugio de piratas. El propio Morgan se ocultó allí tras su famoso ataque contra Panamá.

De ahí a pensar que las cuevas estuvieran repletas de tesoros…

Cuando Müller las visitó, encontró en una de ellas un agujero abierto por el fuego, dos o tres muebles recientes, huesos de animales en el suelo y, en la piedra, la siguiente inscripción: «M.S. 1923».

¿Quién era M.S.? ¿De dónde había venido? Si se había ido, ¿cómo lo había hecho? ¿Había muerto en la isla?

En cualquier caso, Müller no quería subir hasta allí para saber qué hacía la condesa, y Rita a veces le dirigía una sonrisa maternal, pues notaba que se moría de ganas.

Aquello ocurría con frecuencia. Rita consideraba al profesor el más inteligente de los hombres, pero conocía sus pequeños defectos y éstos le inspiraban ternura.

¿Cómo era una casa prefabricada? ¿Quería realmente la condesa montar un hotel?

—Ni siquiera nos han devuelto a Hans —dijo de repente Müller, tras pasarse más de una hora sin hablar, mientras metía los clavos en cajas.

Seguro que habían tenido que atarlo, si no, hubiera vuelto solo, como un perro.

El día transcurrió sin que vieran a nadie y Rita no sabía cómo calmar el malhumor de Müller.

Desgraciadamente resultaba imposible. Era incapaz de confesar su curiosidad.

¿No había cosas mucho más graves que no confesaba desde hacía años? Rita procuraba no pensar en ello, pero a veces tenía ganas de abrazarlo, sencillamente, como hacen una mujer y un hombre normales, llamarlo por su nombre, susurrar: «¿Qué tal?».

Eso habría bastado. Habrían contemplado el mar. Tal vez Müller habría suspirado y ella lo habría entendido. Tal vez no se habrían marchado, pero para Rita habría supuesto un alivio.

Por la noche estalló otra tormenta, la lluvia caía tan densa que arrancó todos los tomates y éstos se pudrieron en la tierra. Müller se había pasado dos semanas trabajando, atento y silencioso. ¡Tanto daba!

No vieron a los Herrmann. ¡No vieron a nadie! Todo el mundo estaba allá arriba con los recién llegados, incluso Larsen, que no había vuelto a aparecer.

Lo mismo pasó al día siguiente, y el profesor, tras intentar trabajar en su libro durante una hora, definir un nuevo equilibrio entre las fuerzas materiales y las espirituales, salió a pasear por la playa.

Cuando regresó, algo en el temblor del aire le anunció que había alguien en su casa, y, en efecto, se encontró a la condesa Von Kleber sentada en su sillón. El joven Kraus estaba acuclillado a sus pies sobre una estera.

Rita se levantó, como hacía siempre cuando entraba él, pero los otros dos no se movieron. La condesa se limitó a extender el brazo con languidez para que le besara la mano.

—¿Cómo está, querido profesor? Acabo de pasar una hora deliciosa con su encantadora esposa. ¿Sabe usted que Rita es realmente excitante?

—Rita no es mi esposa —gruñó Müller.

La condesa se echó a reír y se volvió hacia la cama, separada en dos partes por una mampara de unos quince centímetros.

—¿Basta esta tabla para proteger su virtud? No me hará creer, profesor, que un hombre con su vitalidad…

Müller fingió buscar su sillón con los ojos y acabó apoyándose en la mesa.

—Se ha sentado usted sobre mis periódicos. Quería que les echase un vistazo…

Müller los miró sin cogerlos. Eran periódicos de Guayaquil, en español, que publicaban en primera plana el nombre y la foto de la condesa.

—Comprendieron perfectamente lo que me propongo hacer, y el gobernador dio una fiesta en mi honor.

Llevaba un pantalón muy amplio, como los que exhiben las mujeres en la playa. Sin duda, aunque era más delgada que Rita, tenía los pechos estropeados, pues los ocultaba tras un sujetador.

Fumaba un cigarrillo tras otro y arrojaba las colillas al suelo. El joven Kraus le alargaba a cada instante un mechero encendido.

—¿Sabe que he conquistado a un hombre magnífico? Me ha dicho que usted le conoce. Ese noruego, Larsen… Creo que no le dejaré marchar. ¡Vamos, Kraus, no ponga esa cara tan antipática de celoso! Ya conoce nuestras normas…

La cara de Müller destilaba hastío.

—¿Qué ha hecho con mi asno? —preguntó fríamente.

—Pues, verá, nos está siendo tan útil que me lo quedaré unos días más.

—Lo siento, pero lo necesito.

—¿Para qué?

—Para trabajar en mi huerto.

—Ah, sí, me lo ha enseñado Rita. ¡Es maravilloso! Le he dicho a Kraus que se pase de vez en cuando por su casa para aprender, porque nosotros también necesitaremos hortalizas y frutas.

Kraus se vio obligado a levantarse y salir, pues le acometió un violento ataque de tos. El doctor comprendió que sufría tuberculosis aguda. Cuando volvió, apurado, tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes.

—Siempre se imagina que está enfermo —explicó la condesa—. Yo creo que, si estuviese menos enamorado, no se pondría así.

Quería extenderse en detalles. Se adivinaba que aquello le encantaba, que necesitaba deslumbrar y escandalizar a la vez.

—¿Quiere tomar algo? —interrumpió Rita, y le lanzó una mirada a Müller, como disculpándose.

—Un whisky, gracias.

—No tenemos alcohol. Sólo tomamos zumos de frutas.

—Yo he traído doce cajas de White Label y espero otras tantas dentro de seis meses. ¿Sabe cuántos cigarrillos hemos traído? ¡Veinte mil! Claro que, cuando lleguen los yates… ¿Ha oído hablar de Peterson, el banquero norteamericano? Es el dueño del yate más grande del mundo. Lo conocí en París antes de venir, y me ha prometido que me visitará dentro de un mes…

Se produjo entonces un pequeño incidente que dio que pensar al doctor. Fuera se oyeron unos pasos y apareció la silueta del judío Nic Arenson en la puerta.

—La estaba buscando… —dijo a la condesa, sin saludar a los demás.

Entonces Kraus se levantó a regañadientes y se acurrucó en un rincón de la habitación. Nic ocupó el sitio de éste y acarició indolentemente la rodilla de la condesa con la mano, en la que lucía un sello.

—¿Cómo está, doctor? ¿Conoce ya a mi mujer? Original, ¿eh? Mucho más culta de lo que quiere aparentar…

Su mirada se deslizaba por el pecho desnudo de Rita, y ésta, por primera vez, se sintió incómoda.

Nic llevaba pantalones de franela blanca y una camisa de seda con sus iniciales. Ostentaba un fino bigotillo recortado en ángulo.

—¿Avanza el trabajo?

—Mañana inauguramos la casa. El bruto del noruego trabaja como seis hombres. En un día ha levantado todos los tabiques, y, de momento, está colocando las puertas.

Hablaba casi con tanta seguridad como la condesa. Estiró las piernas como si estuviera en su casa, encendió un cigarrillo y le hizo una señal a Kraus, que acudió con el mechero.

—¿No hay nada de beber?

—Zumo de naranja —dijo la condesa entre risas—. Pobre Nic, eso a ti no te va. El doctor es un puro. Fíjate en la cama…

Rita se hubiera echado a llorar, no por ella, sino por el profesor, a quien notaba abatido de humillación y de irritación.

—En la vida no todo es amor, hay otras cosas que hacer —proclamó con involuntaria vehemencia.

Pero la condesa le lanzó una mirada tan extraña que se azoró.

—Rita, chata, confiese que alguna noche le gustaría ver desaparecer esa mampara.

—¿Por qué voy a confesar lo que no es?

Müller salió tranquilamente, sin disculparse, y se fue al huerto, donde lo vieron agacharse a recoger los tomates estropeados.

—¿Cree usted que se ha enfadado? —preguntó la condesa simulando confusión.

—No lo sé.

—¿Siempre es tan arisco? ¿Incluso cuando están a solas? No debe de pasárselo muy bien…

Rita quería defenderlo. Notaba que se le habían puesto las mejillas tan rojas como al joven Kraus.

—Paso con él horas divinas oyéndole hablar de filosofía —dijo.

—¿Nos vamos? —preguntó cínicamente Nic, que se había puesto a bostezar.

Se sacudió unas motas de polvo del pantalón blanco, miró por última vez los pechos de Rita, que, por su impudor, por su propia imperfección, resultaban turbadores.

—Espero que vengan a vernos con frecuencia —salmodió la condesa—. En cualquier caso, les esperamos mañana con los Herrmann para la inauguración.

—Se lo comentaré al profesor.

Anochecía. Müller, inclinado hacia delante, removía la tierra con una azada.

—¡Buenas noches, vecino! —le gritó de lejos la visitante.

Müller no la oyó, o fingió no oírla, pues ni siquiera se incorporó. Cuando se quedó sola, Rita por fin pudo llorar, de nerviosismo, y estalló en pequeños sollozos de rabia. No se atrevía a acercarse a Müller, que seguía dedicado a su huerto, y dentro de la cabaña no sabía dónde ponerse.

No era la primera vez que se le hacía un nudo en la garganta por la noche, pero nunca había sentido semejante angustia.

Y eso que había habido semanas terribles durante las que el profesor no le había dirigido la palabra. Sucedía sobre todo cuando se obstinaba en trabajar. En Berlín había escrito tres obras importantes en unos años, y la que había llegado aquella mañana, traducida al checo, databa de aquella época.

En los cinco años que llevaban en Floreana, no había acabado el libro que tenía empezado, cuyos capítulos comenzaba una y otra vez.

«Aquí me invade la necesidad de perfección», decía cuando necesitaba desahogarse.

Rita fingía creerle. Permanecía quieta y en silencio, para no desasosegarle, pero notaba inquietud y maldad en los ojos de él.

Entonces era cuando le daban ganas de rodearle el cuello con el brazo y murmurarle: «¡Frantz!».

Soñaba con frecuencia que le sucedía eso, que era capaz de hacerlo y que, de pronto, desaparecían todos los nubarrones, se disolvían como se disuelve una pena en lágrimas, un cielo en lluvia. Pero cuando lo veía desde la cama por la mañana, de pie, con la frente ya fruncida, enfrascado en sus pensamientos, afanado en pequeños menesteres, no se atrevía.

Ni siquiera para ayudarle podía prepararle la comida, pues era un trabajo que se reservaba.

Ya era noche cerrada y seguía allí, encorvado sobre sus plantas. La gravilla que él mismo había acarreado y extendido crujía a cada paso.

Rita estaba apoyada en la viga principal que aguantaba el tejado y no veía más que una masa vegetal en la penumbra, la triste línea de algunos plataneros y, elevándose hacia el cielo, las palmeras, que dejaban caer goterones de agua.

Un coco se desprendió del árbol y se estrelló en el suelo del jardín. El doctor se acercó a recogerlo, regresó con él, acabó de abrirlo con un golpe de machete, se bebió la mitad de la leche y le alargó el resto a su compañera.

Estaba empapado en sudor, cosa rara en él. Rehuía la mirada de Rita.

—Mañana iré a buscar nuestro asno —prometió ella para consolarle.

Müller le profesaba a aquel asno, que vivía en libertad cuando llegaron a la isla, el mismo afecto que profesa una niña a una muñeca o a un muñeco.

Pero no contestó. Aquello no era suficiente para levantarle el ánimo. Rita estuvo a punto de hablarle de Liesbeth y de la carta de la mañana, pero consideró que el asunto no era de su incumbencia.

Lo pensó para sus adentros, recordó el salón y, sobre todo, el gran piano, donde un amigo de ellos, un polaco, que tenía un acento divertido y la cara picada de viruela, interpretaba a Chopin durante horas, sacudiendo su pelirroja crin.

Aquello sucedía en una época extraña, turbulenta, agitada. Todo el mundo hablaba de política y de la hambruna. Por las calles desfilaban grupos de obreros enarbolando pancartas amenazadoras.

Liesbeth solía afirmar: «Nosotros estamos tranquilos, porque Frantz atiende a toda esa gente gratuitamente».

Y las veladas acababan siempre del mismo modo, con una sensación de congoja, pues Rita estaba celosa de Liesbeth, que se quedaba a solas con su marido.

Ahora era ella la que estaba a solas con él. Le miraba batir el huevo. Al final, le oyó decir:

—Le expondré claramente que no queremos mantener la menor relación con ella.

Era capaz de hacerlo. Se lo imaginaba de pie, arrugando un poco la nariz, hablando con voz sorda, cortante, y luego yéndose sin esperar respuesta.

Se acostó sin comer nada, envuelta en la tela que le servía de vestido. El profesor remoloneó un rato más por la cabaña, sin encender la lámpara, pues había salido la luna y la iluminaba por dentro lo suficiente.

Por fin se tumbó en la otra parte de la cama, suspiró y el silencio fue total. La apacible agua de la laguna formaba un cinturón de quietud, pero, a menos de una milla, en los arrecifes de coral, las olas del Pacífico arremetían en apretadas hileras llegadas de lejos, de Asia o de América, de un polo o de otro, y se aplastaban, daban paso a las siguientes que se desplomaban a su vez, imprimiendo en la noche un lejano fragor de trueno.