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¿Cuál de los dos hombres había llegado el primero a aquel lugar? ¿Y por qué aquel lugar era diferente del terreno circundante? Imposible saberlo. O, mejor dicho, en lo que atañía al terreno, la maleza era menos densa que en derredor y se advertía, por el mero aspecto del suelo, que allí había que hacer un alto en el camino y no en otra parte.

Ninguno de los dos hombres se había percatado de la presencia del otro mientras miraban en la misma dirección hacia el mar bañado por el sol, sobre el que las velas de una goleta parecía que estuvieran enviscadas. Acto seguido oyeron ese estremecimiento que anuncia que un durmiente va a despertarse, o que un animal va a desperezarse, y los dos hombres, al mismo tiempo, dejaron de mirar el mar y volvieron la cabeza.

No mostraron la menor sorpresa al encontrarse cara a cara. Sin embargo el que tenía la barba gris más tupida balbució con emocionada deferencia:

—Señor profesor…

Y el otro, que sólo llevaba perilla, contestó con el silencio. ¡Ya estábamos! Siempre sucedía lo mismo cuando se encontraban.

Cierto que el profesor Frantz Müller casi hubiera podido pretender que la isla le pertenecía. Era el único hombre, en Berlín, a quien se le había ocurrido irse a vivir a un islote perdido en las Galápagos. El único que había trazado lentamente, día tras día, con sus pies descalzos, aquel sendero ya perceptible que descendía hasta el mar. Y al parar siempre en el mismo sitio había creado, sí, creado, aquel calvero en el que el otro, el nuevo, se detenía ahora por iniciativa propia.

Cinco años llevaba allí Müller con Rita, y también había sido él quien les había prestado las semillas de tomate y de berenjena a los Herrmann.

Herrmann lo sabía muy bien, pero no era exactamente ése el motivo de que se mostrase humilde. El motivo se remontaba a tiempo atrás, cuando vivían en Alemania. Allí todo el mundo sabía que el profesor Müller era un eminente médico que escribía obras filosóficas. En cambio, Herrmann era auxiliar de laboratorio en la Universidad de Bonn. ¡La profesión idónea para que comprendiera la distancia que existía entre Müller y él!

Y así, siempre ocurría lo mismo. El profesor no saludaba, no abría la boca. Lo había anunciado de una vez por todas: no merecía la pena venir de tan lejos para intercambiar palabras corteses.

No era orgulloso, ni mala persona, tal vez ni siquiera les guardaba rencor a los Herrmann por turbar la paz de su isla.

Aquella mañana, como los demás días, llevaba el pijama a rayas azules, que le quedaba demasiado ancho para su cuerpo enjuto. El pelo, de un gris uniforme, se le erizaba en torno al rostro, de facciones finas y marcadas.

Cuando miraba hacia el mar, entornaba los ojos, y Herrmann notaba que no hacía más que pensar y pensar.

Herrmann era igual de delgado, pero sus rasgos se veían más desdibujados. Aunque sólo llevaba pantalón corto, uno podía imaginárselo en el tranvía de Bonn, con su traje negro, su paraguas bajo el brazo y los ojos soñando despiertos tras las gafas.

Ahora aquellas gafas ya sólo tenían un cristal, pero ni siquiera resultaba ridículo, porque no había nadie para advertirlo.

—Ojalá traigan los medicamentos —suspiró Herrmann, lo bastante quedo como para que el profesor no lo oyera si no le daba la gana.

¡Le hubiera gustado tanto hablar! ¡Sobre todo de aquello! Y sabía que era el punto débil de Müller, quien, cuando veía a la señora Herrmann, dirigía siempre una mirada de curiosidad a su vientre, que ya empezaba a hincharse por la maternidad.

¡Un niño que nacería dentro de cinco meses y que habría sido concebido en la isla! ¿Acaso no merecía la pena hablar de eso?

Transcurrida una hora, la goleta atracaría en medio de la bahía y una embarcación trasladaría a tierra víveres y algunos encargos. Así sucedía cada seis meses. Luego reinaba de nuevo la tranquilidad.

—¿Está mejor tu hijo? —consintió en preguntar el profesor.

Y Herrmann buscó con la mirada entre la maleza, pero no lo encontró. De nuevo estaba nervioso. Hubiera querido que nada turbara la armonía de aquella mañana, el placer de la conversación, y, sin embargo, su instinto le advirtió que aquello se había acabado.

Buscó a la izquierda la escuálida figura de su hijo, pero éste apareció por la derecha, muy cerca de donde estaba Müller. Jef llevaba el mismo pantalón color caqui que su padre. Tenía el pecho hundido, los rasgos irregulares, la boca demasiado grande, los dientes separados.

—¡Jef! —gritó Herrmann.

¡Demasiado tarde! El chiquillo acababa de golpear con un palo a una paloma que ni siquiera se había apartado de su camino, y ahora, inclinado hacia delante, miraba cómo moría.

Müller dio media vuelta y se escabulló. Era superior a sus fuerzas. Le horrorizaba ver matar a los animales. Para no tener la tentación de comer carne un día de hambruna, había tomado la precaución, antes de abandonar Berlín, de hacerse arrancar todos los dientes.

Se alejó a pleno sol, quebrando ramas a su paso. Regresaba a su casa, tras el bosque de limoneros, donde le esperaba Rita.

Herrmann, de repente, se sintió triste, pero no se atrevía a decírselo a su hijo, arrodillado junto al ave. El aire tenía la misma limpidez que el agua de la laguna, donde, sólo si uno se inclinaba, veía nadar de aquí para allá peces de colores. No se advertía el mínimo soplo de vida, la calma era tan absoluta que el ayudante de laboratorio divisó, a unos cincuenta metros, un toro salvaje, de poca alzada y oscuro, que le observaba desde hacía tiempo. No se habían movido ni el uno ni el otro. El toro no se iba, pero miraba fijamente al hombre con sus abultados ojos, que no reflejaban muestra alguna de curiosidad.

—Venga, Jef, vamos a la playa.

El toro no se movió un ápice cuando pasaron por delante.

—¿Ha llegado el barco?

—Anclará dentro de una hora.

Rita estaba desnuda, como de costumbre, no por placer o por coquetería, sino porque habían ido a las Galápagos para acercarse al estado natural. No era fea ni guapa. En Berlín fue una estudiante apasionada por las ideas filosóficas, y luego se casó con un colega de Müller. Había llevado vestidos como todo el mundo, y había invitado a tomar el té y a cenar en una acogedora casa de las afueras.

—Me voy con el profesor Müller —anunció un día a su marido—. No hay nada entre nosotros. No habrá nunca nada, pero quiero acompañarle para ayudarle en sus trabajos y para llevar una vida acorde con mis convicciones.

Ahora andaba ocupada limpiando cuchillos, y sus pechos, un poco fláccidos, pálidos a pesar del sol, temblaban cada vez que movía las manos y los brazos.

—¿En qué piensa, Frantz?

No se tuteaban pese a que iban desnudos y a que compartían lecho. Cuando le hablaba de él a la señora Herrmann, Rita decía siempre «el profesor».

No necesitaba mirarle para saber que estaba disgustado. Müller alcanzó un cuchillo y fingió examinar atentamente una manchita de óxido. ¡Era una señal!

—¿Ha visto a Jef?

—Déme un huevo, Rita.

Ésa era otra de las cosas que habían cambiado en su vida: ya no había comidas fijas, ni horas para nada. Comían a su antojo cuando tenían hambre.

Müller rompió el huevo en un tazón, lo batió y añadió la leche de un coco, azúcar de caña y zumo de piña. Luego se tomó el batido y se restregó la perilla.

Lo que haría a continuación era previsible: daría la vuelta al jardín con la misma cara de disgusto.

A veces Rita se preguntaba si no sería capaz, el día menos pensado, de estrangular a Jef. A los Herrmann los hubiera aguantado, con todos sus defectos. Y eso que, al volver, odiaba encontrarse a la señora Herrmann sentada en su cabaña como una pequeña burguesa de visita.

Pero aquello sencillamente era ridículo. Como lo era Herrmann, con su único cristal de gafas y sus «señor profesor».

Eso sí, ¡pensar que aquella gente, que había nacido para vegetar a orillas del Rin y tomar chocolate los domingos en los Konditorei, había cruzado los mares sólo por Jef!…

¡Nada más que por él, porque los médicos alemanes lo habían condenado! ¡Tuberculosis y epilepsia! Por añadidura, era retrasado mental y, a los quince años, sólo pronunciaba sílabas ininteligibles, que únicamente su madre alcanzaba a comprender.

Hacía:

—Huhú… Huhú…

Y ella traducía sonriendo, para disculparle:

—Jef dice que quiere un plátano.

¡Semejante ser en una isla a la que él, Müller, tras abandonar una de las mejores clínicas de Berlín, había venido para que le dejaran en paz! ¡Y encima perverso! ¡Hábil como un mono! Había descubierto que las tortugas grandes, incluso las que pesan doscientos kilos y a las que podría pasarles por encima una locomotora, son sensibles como bebés a la pérdida de escamas. Pues bien, se pasaba horas torturándolas, del mismo modo que mataba a los pájaros, que, en aquella isla, no tenían miedo del hombre.

¡Lo realmente inaudito era que, en tales circunstancias, los Herrmann fueran tan poco pudorosos de engendrar un hijo! El inconsciente de Herrmann mostraba el vientre de su mujer con orgullo de recién casado.

—Rita.

—Tendrás que ponerte algo…

Rita se puso sonriendo un pantalón corto. Müller no era celoso, pero aún tenía salidas de ese tipo. Sobre todo porque a bordo del San Cristóbal, que llegaba cada seis meses de Ecuador, solían venir periodistas que querían entrevistarle. Por eso sonreía Rita. Conocía las pequeñas flaquezas de Müller y sabía, por ejemplo, que se pondría de mal humor si en esta ocasión no acudían periodistas. Miraba a su alrededor y creaba expresamente cierto desorden en la cabaña, a fin de alejar toda sospecha de vida convencional.

En realidad, la vivienda se reducía a unas vigas de madera que soportaban un tejado de chapa ondulada. Müller había extendido en el suelo unas esteras confeccionadas con bambúes abiertos. Con sus propias manos había construido una pesada mesa atestada de herramientas y una cama de madera mal escuadrada, pero para su uso personal disponía de un sillón, uno solo, plegable y de metal, que se había traído de Berlín.

Rita puso una horquilla en sus cabellos morenos, que le caían sin cesar sobre el rostro.

—¿Bajamos? —preguntó.

Bajar era ir a la playa, que se hallaba a una hora de marcha. El bote del San Cristóbal atracaría allí.

—¿Nos llevamos a Hans?

Así llamaban al asno que pacía fuera y que siguió a la pareja a pasitos a lo largo de lo que podía llamarse un sendero. Müller caminaba delante. Rita, los pechos desnudos, las piernas finamente surcadas de venas azules en las pantorrillas, le seguía sin decir nada. El aire era muy caliente. La estación de las lluvias tocaba a su fin. Al poco cruzaron el arroyo que descendía dando saltos hasta el mar.

A ratos caminaban a la sombra de los limoneros, y otras veces transitaban con dificultad por la raquítica maleza salpicada de rocas negras.

También los Herrmann debían de haberse puesto en marcha. La señora Herrmann no faltaba nunca a la cita con el barco.

Todo aquello era dulzón y tétrico. Reinaba en la isla una paz triste, pero nunca, ni Müller ni los Herrmann, aludían a ello.

Quinientos metros más abajo divisaron el San Cristóbal, que ya había recogido velas.

—Hay una mujer a bordo —observó Rita.

Había visto un vestido blanco en la proa. La aparición resultaba incluso bastante sorprendente, pues la silueta, encaramada al bauprés, dominaba el mar en una actitud extraña de vuelo o de desafío. Semejaba uno de esos mascarones de proa que esculpían los antiguos marinos, pero la tela blanca vibraba con la brisa y la cabeza de la mujer, echada hacia atrás, parecía como ebria de placer.

Pese a la distancia se oían ruidos y un murmullo de voces. Luego sonó de repente el estrépito del ancla al caer al mar y de la cadena al desenrollarse.

Müller continuaba caminando. Le seguían Rita y el asno. Se perdían en las umbrías del sendero y, de tarde en tarde, como nadadores, salían a la superficie.

Los sonidos se multiplicaban. Rechinaron unos aparejos. El bote estaba ya en el agua cuando se oyó por primera vez la voz de la mujer. En ese momento, Müller y Rita caminaban por el tramo más hondo del sendero, apenas a cien metros del mar invisible.

Sonó una voz aguda, altiva, una voz de mando:

—¡Kraus! ¡Nic! ¡Venid aquí los dos! Contemplad mis dominios… ¡Desde hoy soy la reina de Floreana!

No se oyeron risas, sólo un murmullo aprobador. Rita apretó el paso hacia el profesor, pero éste continuó caminando sin despegar la vista del suelo.

—¿Profesor Müller?

Sin duda, jamás en la vida se había sentido tan apurado ni tan orgulloso el humilde Herrmann. Los cinco habitantes de la isla estaban congregados en la playa viendo cómo avanzaba el bote. La desconocida se erguía delante, siempre en una actitud de mascarón de proa, y, en el momento en que la embarcación rozó la arena negra, saltó y estrechó las manos de Herrmann.

—No soy yo —balbució éste señalando a Müller, que estaba expresamente de espaldas con cara de cascarrabias.

—¡Oh! Perdón…, profesor… Me alegra tanto poder besarle. He leído todas sus obras. Soy una de las apasionadas discípulas que tiene usted en todos los rincones del mundo.

Müller la miraba cerrando los ojillos, y la mujer, al ver los pechos desnudos de Rita, exclamó con falso entusiasmo, como una mujer de mundo que entra en un salón:

—¿Es su encantadora compañera?

Acto seguido besó a Rita. No había nada capaz de detenerla. Era la única que hablaba, la única que se agitaba al sol, mientras se dibujaban cercos de sudor bajo sus brazos.

—¡Perdón! ¡Se me olvidaba presentarme! Condesa Von Kleber. ¡Nic!… Acérquese, que les presento… Nic Arenson, uno de mis maridos y mi secretario. ¡Y éste es Kraus! Un joven que dejó a sus papás para venirse conmigo.

Nada la desconcertaba, ni el silencio de Müller ni el trajín de los marineros ecuatorianos que empezaban a amontonar bultos en la playa.

A falta de más inspiración, la mujer tomó a Rita por los hombros con un gesto de ternura.

—Espero que seamos amigas y que tengamos las dos las mismas ideas. Mañana, yo también me desnudaré. No soy celosa. ¿Y usted?

El patrón del San Cristóbal, un mestizo de Guayaquil de torso regordete, miraba a su alrededor con cara de fastidio.

—¿Dónde metemos todo esto? ¿Sabe usted que estamos en la estación de las de lluvias?

—¡Pues en las cuevas! —replicó la condesa.

Buscó con la mirada a Müller como diciéndole: «¿Qué le parece esta lumbrera?».

—¿Sabe usted que las cavernas están a dos horas de marcha y a unos seiscientos metros de altitud?

—¿Y?

—¡Aquí no hay carreteras! Mis hombres…

Nada, absolutamente nada, podía detenerla. Señaló al borrico.

—¿Y ése qué? ¡Cárguelo! ¡Para eso está!

Saltaba a la vista que se hallaba en un momento exultante, pero era de suponer que, en frío, tendría los mismos arrebatos de locura.

—¿Es suyo ese borrico con las orejas cortadas, profesor? Por cierto, ¿por qué se las han cortado?

—Para distinguirlo de los asnos salvajes —contestó Müller cortésmente.

—O sea que hay asnos salvajes en la isla. ¿Ha oído usted, Nic? ¡Nos dedicaremos a capturar asnos! Dios mío, qué cosa tan excitante…

Entretanto, Herrmann se había informado acerca del envío que esperaba. Pero para el patrón, el paquetito del ayudante de laboratorio era una nimiedad comparado con el cargamento de la condesa. Nadie tenía ni idea de dónde paraba. Herrmann se vio obligado a subir a la goleta y lo vieron ir y venir por cubierta con el pantalón empapado, apartando cajas, vigas y sacos.

—Espero, profesor, que, siendo el primer día, nos invite a comer en su casa. ¡Tengo un hambre canina! Mañana ya tendré techo, porque, ¿sabe usted?, he traído una casa prefabricada, y estos hombres trabajarán hasta la mañana si es preciso. ¡No puede imaginarse lo amable que ha sido conmigo el gobierno de Ecuador! ¡Y no digamos los periodistas!… Tengo el camarote lleno de flores. Ya le enseñaré los periódicos. Hablan de mí en primera página a cuatro columnas…

—¿Piensa vivir usted en la isla? —inquirió Müller.

Rita se mantenía a su lado, quieta como un perro amedrentado.

—Pero ¿no lo sabe? Claro, hasta aquí no llegan las noticias. ¡Qué maravilloso es volver a la naturaleza, sin nada que te importune, ni siquiera los periodistas! Toda la prensa ha hablado de mi marcha y de mi decisión de vivir en Floreana. Vamos a montar, junto a las antiguas cuevas de piratas, ¡ya ve que estoy bien informada!, un hotel al que vendrán en busca de tranquilidad las personas ricas hartas de la vida moderna. ¡Siempre que dispongan de un yate, claro!

Herrmann regresó con su paquete, que había encontrado por fin, y se sentó en la arena para hacer el inventario. El bulto contenía de todo, algodón, vendas Velpeau, aceite de ricino y desinfectantes. Su mujer miraba, plácida y sonriente, lanzando una mirada inquisidora a la condesa recién llegada.

—Si el profesor no quiere recibirlos, quizá podríamos invitarlos nosotros —susurró.

—¿Tú crees?

Pero Müller, resignado, encabezaba ya la pequeña comitiva y se internaba en el sendero. En dos ocasiones se volvió hacia el asno, que no había acarreado hasta entonces carga alguna y al que los marineros aplastaban bajo el peso de los fardos.

—¿No cree usted que parece un poco tonto? —observó la condesa—. ¡Kraus! Quíteme los zapatos. Quiero caminar descalza, como el profesor.

Y Kraus, un joven rubio de no más de veinte años, se arrodilló para descalzarla. La siguió sujetando los zapatitos de cuero blanco, mientras ella le daba el brazo a su otro acompañante, un judío desgarbado de unos treinta años al que llamaba Nic.

—¿Qué es eso que acaba de pasar delante de nosotros, profesor?

—Un cerdo.

—¿También hay cerdos salvajes? ¡Y pensar que hay gente que está viviendo en este mismo momento en Montparnasse! Por cierto, ¿qué hora es en París? Seguro que es de noche y que la gente ya está en la cama.

Para variar, se puso a hablar en ruso con Nic y soltó una carcajada. Había aludido a una amiga suya que solía estar borracha ya, en La Coupole, a las once de la noche.

El camino era muy empinado. Debido al esfuerzo de la subida, se hizo el silencio, sólo se oían respiraciones jadeantes. Rita, con un gesto que parecía pedir protección, se había colgado del brazo de Müller. Éste seguía caminando sin reparar en ello.

Los Herrmann se habían quedado abajo, junto al barco, de donde todavía llegaban los gritos de los marineros mientras desembarcaban la casa prefabricada.

—¡A nadie se le ha ocurrido traer algo de beber!

Fue el primer síntoma de desfallecimiento de la condesa. Para colmo empezaron a caer goterones, y, tras una falsa impresión de frescor, el calor se hizo más sofocante.

El vestido blanco no tardó en pegársele al cuerpo. El pelo se le escurría por las mejillas y los pies tan pronto resbalaban sobre la tierra mojada como tropezaban con las asperezas de la lava endurecida.

—¿Falta mucho, profesor?

—Una horita.

La condesa intentó sonreír y le lanzó una mirada torva a Rita, que aguantaba la fatiga y cuyos pechos se endurecían bajo la lluvia.

El sendero se transformó en un arroyo. El agua caía a mares y, de cuando en cuando, se desprendía un limoncillo de la rama y golpeaba el suelo con un ruido blando.

—Póngame los zapatos, Kraus.

No podía sentarse y tuvieron que sostenerla mientras alzaba primero una pierna y luego la otra. Tenía los pies magullados.

—Y eso que en Italia me había acostumbrado… Es esta lava espantosa.

Un destello cruzó por los ojos de Müller al notar que la condesa estaba a punto de echarse a llorar. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, Rita sintió una dulce emoción, pues el profesor pasó su áspera mano por la suya, tan sólo un instante.

Eso bastó para que, sin darse cuenta, apretara el paso.

Por ver a la otra definitivamente desplomada en el fango, hubiera sido capaz de echar a volar.