Me he despertado contra la madrugada, con mucho dolor de cabeza, escalofríos y la boca seca. Creo que es la sed, una sed rabiosa, lo que me ha despertado. No tenía a nadie conmigo ni sabía dónde estaba, pero un residuo de intuición, tal vez epílogo de un sueño obturado, me inducía a pensar, cuando me tiré a oscuras de la cama, que pisaba terreno no enemigo. Pero no, no es de una cama de donde he saltado, sino desde una barca en la que me habían metido a la fuerza —es agradable, a pesar de la sensación de peligro, haber aprendido a nadar de repente con tanta precisión y sin hacer ruido alguno—, era de noche, estoy empapada y tirito de frío al llegar a esta orilla confusa. Nadaba con la cabeza dentro del agua, pero oía el «chop chop» del largo remo que entraba y salía acompasadamente impulsando a la barca, alejándola de mí, una barca sólida y cuadrada con su remero de pie en la proa, hierático, vestido de oscuro, y las ropas toscas a modo de sayal. No me ha oído escapar o ha fingido que no se daba cuenta.
Palpo las paredes, avanzo con cautela y me tropiezo con una superficie vagamente familiar, tacto de madera, barrotes torneados con pirulís de remate, no llega al suelo, contiene libros, papeles que sobresalen y otros objetos de naturaleza dispar aglomerados delante, casi al filo del vacío. Uno de ellos acaba de caerse al pasar yo la mano y se ha estrellado contra las baldosas, ruido de frasco roto, tal vez un tintero, ¿habré despertado a alguien? No encuentro el interruptor de la luz, no lo hay, ¡qué raro!, o por lo menos no está donde yo lo busco, un gesto automático, orientado por la experiencia de infinitas repeticiones.
Salgo al pasillo a oscuras. Cuento los pasos hasta la puerta siguiente, luego desde ésa hasta la otra, y hasta la otra. Las distancias coinciden con la geografía de tanteo aproximativo que se va dibujando en mi interior, como un mapa de rectificaciones superpuestas. Pero falla lo que se tenía por infalible, lo primero que inventó Dios al hacer el mundo para que se pudieran ver las cosas que tenía pensado inventar luego: fiat lux. A veces me preguntaba, siendo niña, si esa orden divina iría acompañada del gesto maquinal que ahora ensayo en vano, es decir si habría interruptores o cosa similar en la época del Génesis, aquí evidentemente no los hay, aunque nada puede ser evidente del todo cuando no se ve. ¿Me habré equivocado de casa?
Después de la tercera puerta ya no se puede seguir, hay un muro. Claro, eso es lo que se tapió para partir en dos el piso, con lo cual volvió a su antiguo ser, el que ya tuvo en vida de mis suegros, si bien con ciertos cambios de fisonomía, un ser dividido en derecha e izquierda. «Como todos, mamá, no hay que darle vueltas, mejor aceptar esa división elemental que volverse uno esquizofrénico», bromeaba mi hijo Santi, que gracias a Dios hace tiempo dio de lado a su sarampión comunista. Él fue quien vino de Houston a la muerte de su padre y se encargó de todo (¿para qué quería yo ahora un piso tan grande?), quien dirigió las obras de reforma y volvió a dar vida a aquellas habitaciones medio condenadas, separadas del resto por una gruesa cortina. Era bastante sitio el que había desaprovechado —unos noventa metros cuadrados, dijo Santi—, foco de cucarachas y de almacenar trastos: la cocina vieja de chapa con una especie de office, la carbonera, la despensa y un baño con bañera de patas, como de película de terror, donde él a veces, de joven, revelaba fotografías. «El reino de los murdos» lo llamaba su hermana siendo niña, y se encogía de hombros cuando le preguntábamos su padre o yo quiénes eran los murdos aquéllos; hacía un gesto hacia arriba, hacia los desconchados del techo, como si los dedos le volaran. «Pues se acabó el reino de los murdos, mamá, sale un apartamento precioso, ya lo verás, todo lo que era antes el cuarto izquierda según los planos, y además tú no te tienes que ocupar de nada, déjalo de mi cuenta, te lo quitarán de las manos», y yo que lo consultara con su hermana. Pero a ella le daba igual. «Quitar y poner, en eso consiste todo, ¡qué afanes tan inútiles! —dijo con aquella sonrisa suya como distante, como separada de las cosas del mundo—, nos pasamos la vida quitando y poniendo, y total para qué». Y sus hijos, buena gana de pedirles parecer a sus hijos. Estaban en la edad de la protesta, sobre todo los dos mayores, de soñar aventuras contra corriente, de rechazar la sociedad de consumo, y encima con un padre que empezaba a ganar dinero a espuertas, y que no se metió en nada, ésa es la verdad, ¿un piso por Lagasca?, allá penas. «Además, mamá —dijo Santi—, no teniendo hijos como yo no tengo, ni los pienso tener, porque bueno está el mundo, pues luego el día de mañana con el cuarto derecha tú haces lo que se te antoje, se lo dejas en el testamento a los hijos de Sofía y en paz. Pero el cuarto izquierda corre de mi cuenta». Y él se ocupó de todo, de modernizar el reino de los murdos, el despacho, la alcoba grande y el salón del biombo, de volver a levantar el muro que antaño separaba las dos casas, de vender bien la de la izquierda y de colocarme el dinero en condiciones ventajosas para que yo tuviera desahogo económico. «Aunque, mientras yo viva, mamá, tú nunca pasarás apuros, faltaría más —me seguía escribiendo luego en las cartas que llegaban desde América—, te pago el pasaje cuando quieras venirme a ver». Pero yo siempre he sido perezosa, lo iba demorando de un año para otro. «No quiero que te mueras sin conocer América», lo dejé con las ganas, ¿qué se me había perdido en América a mí? «Si te casas, bueno, entonces te prometo ir a la boda», le decía por carta o por teléfono. Porque ya al final hasta resignada estaba a que se casara con una yanqui aunque fuera rusa o judía. Y él siempre contestaba que mi viaje qué tenía que ver, que eso era hacer chantaje. A saber si se habrá casado ahora, con aquel carretón de biólogo, reclamado por las mejores universidades, siempre becas y tan buena planta, hay cosas que no entiendo.
Lo de dividir la casa y vender la otra parte lo sentí sobre todo por el salón del biombo, «¿Pero para qué lo hubieras querido si ahora no recibes a nadie?», y en eso llevaban razón, y también en que todo estaba más a mano y era más fácil de limpiar. Pero no sé, le tenía cariño al salón del biombo, era la habitación más luminosa, me gustaba atisbar a la gente pasando por la calle, con sus penas, con sus paquetes, con su frío y sus prisas, y yo a salvo de asuntos que no iban a salpicarme ni a meterme en líos, como cuando vas al teatro, sentada a la camilla, cosiendo junto al mirador. Nunca fui sociable como mi marido. Los amigos a casa los trajeron Santi y él, los hombres; ella, menos. No sé si porque en el fondo se parecía a mí más de lo que cree o porque tenía miedo de que yo fiscalizara sus amistades, cosa que, conociéndome, era natural, sólo venía aquella chica tan guapa del doctor León, pero luego riñeron, no me acuerdo por qué. Y tampoco dio tiempo a que cambiáramos ni ella ni yo, a que se rompiera el hielo entre nosotras, se casó tan pronto, demasiado pronto. Claro, como pasó lo que pasó. Y luego en la educación de los chicos tampoco andábamos de acuerdo, que eso lo hablaba yo con su marido, los dejaba demasiada libertad.
De ese muro para allá no sé nada, ni me importa. Nunca quise conocer a los vecinos que compraron el apartamento, extranjeros con un niño, me los encontraba a veces en el ascensor y los saludaba con sequedad, sin darles pie a la confianza, nunca me ha gustado dar confianza a los desconocidos. «Claro que así ¿cómo vas a conocer a nadie? —me decía ella—, te pasarás la vida entre desconocidos». Nos compraron también algunos muebles, puede que ya no estén los mismos, que hayan revendido el piso, me trae sin cuidado. Lo que no me da igual es irme sin saber quién vive aquí ahora, en esta parte de la derecha.
Palpo el muro, doy la vuelta y sigo por el otro lado, como cuando se cambia de acera para explorar los escaparates de enfrente. Un pequeño entrante y un dato inconfundible: la puerta de dos hojas que se abre sin pestillo, simplemente empujando con el pie, y da acceso a las dependencias del reino que tuve por mío de forma más contundente, tal vez porque entre todos fomentaron en mí esa convicción: el reino de la cocina y sus aledaños. Paso de largo con cierto sabor de ceniza en la boca, me amarga todo aquello, ¿quién me lo iba a decir?, me amarga mucho. Se me despeñan en alud inconcreto Navidades, cumpleaños, primeras comuniones, comidas dominicales y meriendas-cena para algún compromiso de él, de aquellas que no sabías si servirlas en el comedor con mantel de encaje y la vajilla buena, en plan de sentarse, o siguiendo el estilo más informal, que progresivamente se fue imponiendo, de que cada cual se sirviera lo que le diera la gana, y luego lo tomaran sentados o de pie, según; en el fondo, a mí eso me daba más trabajo, lo controlaba peor. «Pues como prefieras —me decía él, últimamente cada vez más distraído, más ajeno a mis dificultades de adaptación social—, de todas maneras te saldrá bien, eso a tu gusto, Encarna», como dando por hecho que yo ponía algún gusto o ilusión en pasarme un día entero en la cocina y vestirme luego con el tiempo justo para salir a sonreír a matrimonios borrosos y a darles las gracias si traían una botella o una caja de bombones, y enfrentarme sin remisión posible, mientras seguía pendiente de pasar bandejas y rellenar copas, a aquellas mujeres con las que había que conversar a la fuerza sobre temas sin fuste, mientras ellos discutían de sus negocios, mujeres que no dejaban huella, igual que no la dejaría yo cuando iba a sus casas con mi botella o mi caja de bombones, y por las que nunca sentí simpatía, piedad ni curiosidad alguna, como no las sentía tampoco por mí misma, tan idéntica a ellas, tan resentida, tan sola. Una vez, hablando con mi nieta mayor del egoísmo, me dijo ella que lo peor del egoísta es que no se quiere nada a él mismo, aunque se haya venido diciendo siempre lo contrario, y es por eso incapaz de querer a los otros, porque de donde no hay no se puede sacar. Me trajo algunos libros de psicología que trataban de esas cuestiones, pero a mí me gustaba mucho más que me las explicara ella de palabra, me entraba mejor todo, ya me lo decía Adela: «Es su ojito derecho, señora», y cómo no lo iba a ser. Jamás me ha dado nadie tan buena conversación, con aquella voz dulce, persuasiva y sincera que te llegaba directamente al alma, y mira que es difícil a mí llegarme al alma, mirándole a uno siempre a los ojos; a nadie he querido tanto como a Encarnita, ni siquiera a mis hijos, y la echaba de menos cuando tardaba en venir a verme, en venir espontáneamente, me refiero, sin avisar, porque pasaba cerca y le apetecía subir a echar un párrafo conmigo, no forzada por aquellas exigencias del calendario de las que luego a veces me quejaba. «Pero esa lealtad al calendario eres tú la primera en exigirla, yaya, y en hacérnosla respetar como una ley, no me digas que no. ¿A que si un domingo nos saltamos Amelia, Lorenzo o yo la famosa comida de los domingos te lo tomas a mal?». Y tenía que darle la razón, no podía por menos, y hasta a Sartre, con lo poco que me gustó a mí siempre todo lo que llegaba de Francia y menos el existencialismo. Pero aquello que tanto repetía Encarnita de que «somos semivíctimas y semicómplices de lo que nos pasa» era, por lo visto, una frase de Sartre y yo me la aprendí de memoria, porque en eso, hay que reconocerlo, tenía más razón que un santo, por muy bizco y ateo y antipático que fuera, vamos, que no era precisamente santo de mi devoción, amigos él y su querida de Sofía Montalvo bis, la primita de marras, menuda pájara, Dios la tenga en su gloria, que no creo, yo nunca la tragué. Pues sí, semicómplice, pero no lo podía remediar. A medida que fueron pasando los años, con aquello de las comidas del domingo los traía mártires a todos, pero mucho más a ella que a sus hijos, porque se siguió defendiendo siempre mal de mis controles, aunque operaran a distancia. Era yo, con mis suspiros y mis impertinentes miradas al reloj, quien la hacía sentirse culpable de que tardaran en venir los chicos, o de que llegaran sin apetito porque habían estado tomando tapas por ahí con los amigos, o de que llamaran a última hora poniendo un pretexto, lo natural, porque venían forzados, deseando escapar, sin esperar a veces ni siquiera al café, y estaban aburridos de mis quejas monótonas, que se pasa el arroz, eso se avisa con tiempo, ¿no?, ¡dichosos amigos!, ¿qué os darán los amigos?, ni que vinierais al patíbulo, y aburrida ella más que ninguno de templar gaitas, de tener que sacar la cara por ellos, de sentirse acusada, de cargar con mi sempiterna amargura, con mi servidumbre al reloj y a las fechas, era la que más sufría. Yo me daba cuenta y ella notaba que me daba cuenta, y mentía y trataba de sonreír y hasta echaba mano de la hojarasca de los tópicos que odió desde pequeña ferozmente, de los comentarios de emergencia sobre el tiempo, algún suceso del periódico o problemas domésticos, de fontanería sobre todo, a la pobre la traían frita los fontaneros, tapaderas de vacío, frases que daba igual decir que no decir. Y a mí se me clavaba, al mirarla, una especie de remordimiento que me negaba a analizar, porque se mezclaba con el gusto de tenerla en un puño, y yo sabía que en eso estaba el freno que me impedía ofrecerle refugio en mis brazos, fundir el hielo de los viejos rencores, tal vez era ya tarde para eso. Y ella, la verdad, tampoco ponía nada de su parte, ni daba un solo paso para acortar distancias, se le había ido poniendo una cara tan mala en los últimos tiempos, siempre tensa, distraída, a la defensiva, incapaz de disimular su sensación de fracaso, menos la última vez que la vi, recién llegada de Londres ella, aquella tarde estaba muy guapa y como rejuvenecida.
Siguen las puertas, tres más hasta la principal, forrada de damasco, la primera que me encuentro cerrada, porque las demás estaban abiertas o entreabiertas, menos la de dos hojas, claro, que ésa es de vaivén. Y me he dicho al pasar: tiene que vivir gente aquí, y son de los que no cierran las puertas, como decía mi abuelo, «se ve que no os habéis educado en colegio de frailes», una frase trasnochada que ya a nadie le haría gracia, ni a nosotros siquiera entonces nos la hacía, de esas que ríe de entrada el adulto que las pronuncia y luego le siguen la corriente sin convicción los niños, por puro contagio, por cumplir. Y sin embargo, se te quedan clavadas de por vida y hasta más allá de la vida, se te agarran a los sesos como una lapa, perviven dando vueltas dentro de tu calavera. Me gustaría barrer todas esas frases banales, inútil hojarasca de noviembre, cargarlas amontonadas en un camión y echarlas al fuego, aunque la mitad de mi propia historia se quemara con ellas, pero es imposible. Hasta la puerta del baño entreabierta, ¿a quién se le ocurre?, desde luego no se han educado en colegio de frailes. Me he parado en el quicio de alguna de ellas, aguzando el oído, venteando el aire y con ganas de entrar, pero no me he decidido, me detiene un encogimiento, una especie de resquemor, igual me encuentro con algo que no me gusta. «No te gusta porque es desconocido, distinto, y para ti lo distinto siempre es malo o peor, mamá, te has pasado la vida poniéndote en lo peor, cargada de razón, sin fiarte de nadie que no pensara exactamente igual que tú». Pues sí, ésa es la pura verdad, y también que me he resistido a las nuevas amistades y a dar ningún paso para recuperar las que iba perdiendo, así llegué al final, más sola que la una, y ahora lo siento, hija, pero son maneras de ser. En este momento sólo querría que pudieras oírme, no tanto para que me disculparas como para que, al mirarte en este espejo ya sin lustre, decidieras firmemente hacer lo que sea para no acabar como yo, porque con los años uno se va pareciendo sin querer a sus padres, más todavía en los defectos que en las cosas buenas. Pero lo que más me gustaría de todo sería borrarte los remordimientos, si es que te quedó alguno.
Tengo ganas de irme, de volver a la barca, porque no entiendo lo que pinto aquí, ni qué tiene que ver conmigo ya nada de esto. Pero en fin, de todas maneras no deja de ser raro que todas las puertas me las haya encontrado abiertas o entreabiertas, siendo de noche como parece ser. Estaré obsesionada, pero no me gustaría irme sin adivinar algo, huele raro, un olor fuerte que casi marea, y también por otro lado a poca limpieza, como a pensión de provincias. De una de las habitaciones, creo que de la del gabinete, he oído salir un cuchicheo de voces que no conozco, de hombre las dos me ha parecido, y suspiros ahogados. Lo mejor sería irme sin más.
Me detengo en el vestíbulo, aplico el oído al damasco de la puerta, está ya un poco ajado, no me acuerdo de cómo se llamaba el tapicero aquél que la forró, pero en mi agenda verde debe estar, si no la habéis tirado, en la T de «Tapicero» vendrán también las señas, vivía por Legazpi. No lo puedo remediar, ya me estoy metiendo donde no me llaman, qué más dará que dure más o menos una tapicería o se ensucie, parece mentira que siga sin entrarme aquello de pulvis eris, y mira que me lo repetía siempre en los funerales, que a unos pocos asistí: «No vuelvas a tomarte, Encarna, tan a pecho lo de planchar y sacar brillo y quitar manchas, ¿no ves cómo termina luego todo?», pero era una meditación fugaz, lo que duraban el dies irae, los sones del órgano y el desfile delante de los familiares para dar el pésame. Claro que menos mal, porque también si se pasara una todo el día machacando en lo de pulvis eris, ni una paella se podría comer a gusto.
Agarro el cerrojo con intenciones de descorrerlo y escapar escaleras abajo, pero desisto porque he creído oír el ascensor, que ahora suena distinto, más metálico, desde que suprimieron la cabina aquélla de caoba y cristales esmerilados con su banquito de terciopelo rojo, no vaya a venir alguien a este piso y me encuentren aquí como un fantasma, que es lo que soy, y no sepa qué explicación dar. Claro que igual no me veían, porque los fantasmas pueden ver pero a ellos no se les ve, por lo menos en las películas. Me acuerdo de una muy divertida de Myrna Loy y William Powell, La pareja invisible, en blanco y negro, aunque no sé si hacían propiamente de fantasmas, desde luego trabajaban muy bien, qué modernos me parecían, creo que ya los dos se deben haber muerto. Si es que todos acabamos igual, es tontería andar pensando lo contrario, ilusionándose con la idea de que a lo mejor va a constituir uno la excepción y quedarse aquí para simiente de rábanos, además que sería aburridísimo, ya sin conocer a nadie y estorbando en todas partes.
Doy la vuelta y regreso a tientas, pero ligera, al espacio de donde creo que partí. Sí, nuevamente la estantería con sus barrotes y pirulís de madera, tendré más cuidado esta vez, no vaya a volver a tirar algo. He cerrado la puerta y avanzo con las manos extendidas para no tropezar, como en el juego de la gallina ciega, porque aquí he entrado atraída por la certeza de que la clave de lo que ando rondando y no entiendo me va a salir al paso en esta habitación. Y voy pisando con pies de plomo, intentando recordar al mismo tiempo por qué estaba yo aquí antes, y en qué postura y por dónde entré.
Busco la pared, me pego a ella y enseguida las piernas topan con algo que me agacho a palpar. Es una superficie blanda, cama turca o sofá; subo los dedos para explorarla y, bajo una manta de tacto suave, hay un bulto humano que inmediatamente reconozco, un cuerpo hecho un ovillo, vuelto de cara a la pared, con un pie fuera y la cabeza casi tapada. Así dormía ella siempre, desde pequeña. «¡Qué calamidad! ¿Pero no ves que dejas el embozo de la sábana hecho un acordeón? ¡Qué artes de cama, hija!, más parece la de un gitano que la de una señorita», y ella que la dejara en paz, que por qué entraba en su cuarto sin avisar, que cada cual tiene su manera de dormir, ¿se metía ella con la mía?, y que estaba harta de aquello del gitano, que era un racismo, igual ellos dormían que daba gloria o por lo menos los dejaban dormir sus madres, contestaba refunfuñando, tapándose los ojos con el brazo como si la luz del sol fuera una flecha envenenada, «¡con el sueño tan bonito que tenía!». Y de pequeña hasta lloraba desconsolada, siempre le había estropeado algún sueño maravilloso, y a mí me extrañaba, porque daba la impresión de que lo decía en serio, de que para ella era como para mí que la asistenta me rompiera una copa de la cristalería buena, y la miraba como a un bicho raro. «Claro, no lo puedes entender, como tú nunca sueñas con nada». Pero de lo que más protestaba era de que, con tantos años como llevábamos viviendo juntas, no hubiera aprendido a despertarla con dulzura, sino tipo cuartel, levantando de un solo golpe la persiana, hala, ¡ras!, sin más contemplaciones, y empezando a hablarle acto seguido de asuntos enojosos que pertenecen al despiadado mundo del día, para los que la mente de un dormido no está aún preparada —«acuérdate de que… acuérdate de que… acuérdate de que…»—, una lluvia de avisos sin la transición de una caricia, de una taza de café, de un rascadito de espalda previo, en fin, algo.
Me tropiezo con una serie de libros tirados en desorden por el suelo junto a un almohadón y los zapatos. Es ella, no cabe duda. Recojo dos o tres que estaban abiertos, los cierro y trato de apoyarlos en algún estante, mesa o reborde. Encuentro una superficie fría, como de mármol, y al depositarlos allí palpo una lamparita de mesilla, busco esperanzada el interruptor, en el hilo no, en la base tampoco…, a ver tirando de esta cadenita, ¡vaya, menos mal!, ¡fiat lux! Es una luz tenue, pero, hija, qué alivio. Reconozco, aunque está muy cambiado, mi cuarto de costura. El armario de luna de tres cuerpos, por ejemplo, ha desaparecido como por arte de magia, no sé cómo se las arreglarían para desarmarlo, porque no era ningún grano de anís.
Lo que no me explico es lo que hace ella durmiendo aquí, y se diría que en plan provisional, porque sábanas no tiene, sin compañía de nadie. Me arrodillo en el suelo para remeterle la manta y taparle un pie, que le asoma desnudo por el borde de un pantalón de pana, y de pronto me doy cuenta de que no está sola. Hay un gato dormido a los pies del sofá-cama, porque es un sofá-cama. ¡Jesús, qué susto me ha dado! Gatos no hubo nunca en casa, éste parece mansito y casi recién nacido, es gris atigrado, muy mono, y ha ronroneado y cambiado de postura al tocarlo yo. En cambio ella no se ha movido ni cuando he dado la luz, ni al taparle el pie que se le estaba quedando frío, ni ahora que he dicho en voz alta «¡Ay madre, qué gato!», bueno, a mí me parece que lo he dicho en voz alta, pero vaya usted a saber.
Me siento en el suelo a su lado, dispuesta a hacer lo posible para que no tenga un mal despertar. La moqueta es la misma que había, rosa sucio, ¡y tan sucio!, ésta sí que está estropeada, hasta quemaduras de pitillo tiene; aquel tapicero de Legazpi moquetas creo que también ponía, y linóleum, bueno, ahora lo llaman sintasol. Apoyo la espalda contra el almohadón tirado por el suelo, que es grande y muy mullidito, respiro hondo. Lo que no veo por ninguna parte tampoco es la máquina de coser, una Singer de manivela que fue de mi madre, de las primeras, decía Santi que ésas ahora valen mucho. La habrán vendido en el Rastro.
—Sofía —digo dulcemente, mientras le acaricio como con miedo el pelo que le sobresale de la manta—. Sofía, hija, despierta. ¿Qué estás haciendo tú aquí? ¿Por qué duermes vestida? ¿Ha pasado algo malo?
Ahora emite un leve quejido, como de fiebre infantil, desplaza de una patada al gato, que se va a acurrucar en el cuenco de su vientre, y quedan los dos ovillados en semicírculo contra la pared.
En esta pared había muchos retratos familiares puestos en fila a diversas alturas, «el túnel del tiempo» lo llamaba Santi de broma, recuerdos de mi boda, de mi primera comunión, de ellos dos cuando niños jugando en el Retiro con aquella miss tan fea a quien Sofía bautizó «miss Nelly» por la que sale en Celia lo que dice, varias fotos, ya en color, de ella misma con sus hijos en distintas fases de crecimiento, de mi padre con uniforme militar, y otro retrato que ése sí sentiría que se hubiera perdido, muy romántico, me encantaba de vez en cuando mirarlo y verme con aquella cara de felicidad. Era una instantánea que me hizo el hermano de una amiga mía recién cumplidos los dieciséis años. Estoy contra una pared un poco desconchada, junto al quicio de una puerta, mirando a lo lejos, y a mi lado se ve un caballo. La puerta era de esas que hay en las cuadras de algunos pueblos, que se puede abrir sólo la hoja de arriba si se quiere. Pues bueno, por ese hueco abierto asomaba la cabeza blanca del caballo casi rozando la mía, yo peinada con raya al medio y de luto por la abuela Carmen. «Pobrecita, déjenla venir a pasar unos días con nosotros —le había pedido a mamá la madre de mi amiga—, a ver si se desimpresiona». Porque a la abuela Carmen me la había encontrado yo muerta en su butaca, con la labor de ganchillo en el regazo, y hasta que le fui a dar un beso y noté aquel frío de la cara no me di cuenta de que estaba muerta, y salí gritando. Luego me puse malísima, no sé cuántos días con fiebre, y me vino la regla. Es el primer muerto que vi en mi vida, ahora ya ni las cuentas tengo ganas de sacar. Total, que en casa accedieron a la invitación. Mi amiga se llamaba Herminia y estábamos en una finca que tenían ellos en la provincia de Salamanca y a la que habíamos llegado en un Buick negro antiguo muy alto con su chófer, gente de mucho dinero, el hermano de Herminia era mayor que nosotras, estudiaba para médico y estaba enamorado de mí. Nadie lo sabía, Herminia creo que tampoco, y ni siquiera recuerdo cómo me enteré yo, esas cosas entonces se adivinaban más que se sabían, yo lo adiviné en el momento de la foto. Era un atardecer de verano, iba a meterse el sol y yo apoyada en aquella pared blanca, quieta junto al caballo, sentía mucha emoción con los ojos fijos en la puesta de sol y pensando que dentro de un rato iban a arrancar a cantar los grillos y llegaría la noche. «No te muevas —me dijo él—, te voy a sacar una instantánea», y mi gesto soñador es de los que pone una de joven sabiendo que te embellecen y que alguien, al que ni siquiera miras, te está mirando a ti. Los hombres andaban en la trilla y se les oía cantar algo de surcos y gañanes, «si echas el surco derecho a mi ventana, labrador de mi padre serás mañana» y Lucas dijo, se llamaba Lucas, que esa canción se refería a que la hija del amo de la finca que fuera se había enamorado de un bracero, alguien de condición inferior a la suya; entonces salía mucho en el argumento de las coplas y de las novelas aquello de la desigualdad entre los enamorados, la señorita y el torero, la institutriz y el marqués, y era muy emocionante, porque la familia ponía obstáculos casi insalvables, luego se han perdido esos tabús casi por completo, la familia de Eduardo, sin ir más lejos, era gente de bien poco pelo, de un pueblo perdido de Teruel, y nadie dijo ni pío, claro que también, como pasó lo que pasó. El cielo estaba rojo, y luego salió la primera estrella, llevábamos un rato los dos solos, sin hablar nada, oyendo las canciones de trilla, y Lucas dijo: «Mira, Encarna, la primera estrella», y yo: «Ya la he visto, es el lucero de la tarde, hay que pedirle algo». «Bueno —dijo él—, pero algo para los dos», y el corazón me parecía que se me iba a salir por la boca. Me puse a decir bajito, como rezando: «Estrellita, la primera que en el cielo divisé, haz que sea verdadera la gran dicha que soñé». Nadie más que yo se acuerda de aquel atardecer que no volvió ni volverá a repetirse nunca, me lo he llevado conmigo al reino de las sombras, ya ni la foto queda.
Ahora en esa pared tienen enmarcada con un passe-partout gris la reproducción en grande de un cuadro bastante feo. Bueno, según lo miro, me va pareciendo extravagante más que feo, y un poco sobrecogedor también. Pero lo cierto es que se me van los ojos y no logro apartarlos de esa escena, si escena puede llamarse, más bien naturaleza muerta, aunque tampoco. Al fondo hay una especie de montaña o acantilado cubista y en primer término, sobre fondo oscuro, una serie de relojes como derritiéndose, doblados y puestos a secar, uno en las ramas desnudas de un árbol, otro en el borde de una especie de mesa, otro encima de una caracola gigante, parecen moluscos, sólo hay uno más normal, con la tapa cerrada, ¿pero qué digo normal?, si después de que te fijas bien resulta que lo que parecían incrustaciones de pedrería adornando la tapa son hormigas, qué horror, es rarísimo. Me quedo un rato mirándolo y me inquieta tanto que me pongo de pie para verlo mejor. Debajo pone, en letras pequeñas, «Salvador Dalí, PERSISTENCIA DE LA MEMORIA, 1931, Museo de Arte Moderno, Nueva York». Me pregunto si será esa memoria tan anormal la que va a persistir, Sofía, ¿no se te ha ocurrido pensarlo?, ya no es la mía, ni la tuya siquiera, un invento del loco de Dalí, pero que algo querría decir con eso, tal vez que los relojes son un engaño, que no sirven para nada, sólo para medir el tiempo obligatorio y trivial de las gripes y las visitas y las comidas del domingo y la declaración de la renta, mi tiempo de dar órdenes, de esperar a que oscurezca para encender la luz, de planchar las sábanas que tú arrugabas y quejarme porque ha caído una mancha en la moqueta y de llamar al tapicero, pero que no tiene nada que ver con el tiempo de aquella tarde del verano en que murió la abuela Carmen; su transcurso, como el de esta noche, se rige sin duda por otras leyes; tal vez eso explica que se derritan los relojes. Si no se derritieran, si conservaran su énfasis inoxidable, no estaría sentada yo ahora aquí velando tu sueño y el de ese gatito gris, preguntándome lo que querría decir Dalí con eso de la persistencia de la memoria. ¿Te puedes imaginar, Sofía, ni remotamente, la clase de memoria que tendrán tus hijos cuando desaparezcas tú? Claro que no, no lo sabremos nunca, yo tampoco sé de lo que tú te acuerdas y de lo que no, ni cómo ordenas y te explicas esos recuerdos dentro de la cabeza, ni cuáles has tirado a la basura, no tengo ni idea. Pero mira, sólo te voy a decir una cosa: que no me imites a mí en ese tipo de inventarios, que lo que te haga sufrir lo descartes, hija.
Y me siento en el sofá y me abrazo al bulto de tu cuerpo y empiezo a acariciarte la cabeza llorando, y a acordarme no sé por qué de cuando te enseñaba a atarte los zapatos y a abrocharte tú sola los botones del abrigo y a cerrar y abrir un imperdible sin pincharte, y a atornillar la tapa de los botes de conserva y a cepillarte los dientes; y también de un día que tuviste fiebre alta y delirabas diciendo que estabas segura de que querías ser mala, que no podías parar de inventar cosas malas, por ejemplo dormir con un gitano sucio en una cama deshecha, todo lo que te prohibía yo, y también que querías desaparecer y olvidarte de esta casa para siempre, y de las ciudades y de la gente, echarte a volar y subir altísimo como las águilas, hasta regiones donde ya no hay aire y se muere uno de frío.
—Sofía —te llamo—, Sofía.
Y noto que me voy a desvanecer de un momento a otro, que se me está olvidando un recado que te quería dar, ya no sé lo que era.
—Sofía, dame un beso, yo también me voy a echar a volar como las águilas, y me imagino la casa desde arriba, dando vueltas en la oscuridad igual que un planeta ciego, a la deriva, era alguna pregunta sobre los relojes la que te quería hacer, ya no me acuerdo de dónde metí las joyas ni el papel en que dejé escrito cómo teníais que repartirlas, lo siento sobre todo por el reloj de papá, pero da igual, dime lo que te está pasando, porque eso es lo importante y no da tiempo a más, verme ya no vas a poder, me estoy deshaciendo, despierta, ¿me oyes? ¿Qué haces ahí con ese gato, con esos relojes blandos y despachurrados, con ese pie que has vuelto a sacar fuera?, ¿qué estás soñando?, ¿has tenido algún disgusto?
Y ahora ella rebulle y se queja, seguro que tiene una pesadilla, se vuelve hacia mí, agita un brazo, se destapa la cara, y, aunque todavía con los ojos cerrados, se pinta en ella una expresión contraída, de angustia, como si quisiera gritar y no le saliera el grito, la sacudo, pero ya casi no tengo fuerzas.
—Sofía, Sofía, estoy aquí contigo pero por poco tiempo, despierta, no tengas miedo, todo era un sueño, todo ha sido un sueño, un mal sueño, yo ya me voy, regreso a la barca. Sofía, no olvides lo que te he dicho, no vuelvas a sufrir más, nunca más, adiós Sofía.
* * *
—¿Qué pasa, por favor, qué pasa? ¿Qué hora es? ¿Dónde están los relojes?
Me he despertado sobresaltada, con mucho dolor de cabeza, escalofríos y la boca seca. Creo que es la sed, una sed rabiosa, lo que me ha despertado. Y también un sueño de relojes, mamá no se había muerto, estaba aquí mismo conmigo, yo era mamá. Estoy sentada en la cama, pero no sé qué cama es, el cuarto tardo en reconocerlo, aunque lo veo, porque me he debido dormir con la luz encendida.
Junto a la lamparita hay un vaso con agua. Me la bebo sin resuello. No está nada fresca y sabe raro. O será la boca lo que me sabe a mí raro. Luego, después de mucho aguzar la vista para orientarme, acabo por reconocer un mueble, la estantería de los pirulís de madera. Pero reconocerla no supone un grato aterrizaje en el tiempo, sino un tambaleo que me lleva a rechazar de un manotazo la manta que me cubría, echar pie a tierra y ponerme a dar vueltas por este espacio cerrado, breve viaje de exploración en busca de un armario grande de tres lunas que, evidentemente, no está.
Voy descalza. Me palpo el cuerpo, cubierto por un pantalón de pana y un jersey ligero. Me había dormido vestida, como aquella noche lluviosa de septiembre en la butaca de mamá. Una butaca muy pesada de orejas que también ha desaparecido, la llamábamos «el camfornio». Tal vez se la llevara Santi con otras antiguallas a su casa de América en uno de esos raptos febriles y disparatados que le dan de vez en cuando al término de un trance de nostalgia. La tenía arrimada ella al balcón, cerca del costurero y la mesita del teléfono. Su butaca de siempre, en la que leía el periódico, hacía labor y resolvía crucigramas, desde la que nos llamaba preguntando que si íbamos a venir a comer el domingo y miraba la calle con aquellos ojos acobardados y turbios de viuda, la butaca color mostaza donde le pilló, sin escapatoria posible, el rayo fulminante del infarto.
La tarde anterior vine a visitarla, recién llegada de Brighton. Estuvimos hablando durante rato y a gusto, porque yo traía ánimos para dar y tomar de aquel viaje como de novela, y precisamente me dijo ella que había que llamar a Tomás el tapicero, porque el terciopelo mostaza —comentó palpándolo— ya pasaba de castaño oscuro, y se rió del juego de palabras. Cuando las cosas rebasaban cierto límite o alguna situación tocaba fondo, ella lo traducía como que aquello estaba pasando de castaño oscuro, una frase que decía mucho su abuela, por lo visto, y nunca se olvidaba de mencionar la fuente, como quien pone una cita a pie de página. «Ya he comprado en Gancedo la tela nueva, ¿sabes?, al fin me decidí el otro día, me dije "De hoy no pasa", porque si no este asunto, hija, se va a quedar para el Valle de Josafat, cuando suenen las trompetas». Y yo le pregunté que si aquello del Valle de Josafat también lo decía su abuela. «No, mujer, esa frase es de tu difunto tío Luciano, a cada cual lo suyo». Y luego se levantó porque me quería enseñar la nueva tapicería para el camfornio, y también sonrió al decirlo, porque sólo le llamaba así a la butaca cuando estaba de buen humor, otras veces le parecía una ofensa. Sacó el paquete del armario, lo acercamos a la luz, y la ayudé a desenrollar la tela del cilindro de cartón que todavía traía, porque era fin de pieza, una tapicería estampada en tonos azules y rojos, y me pidió parecer, dijo que ella la encontraba más sufrida que la otra, aquel adjetivo era garantía de calidad para ella, tal vez por su arraigada tendencia a ensalzar el sacrificio. «Más sufrida no sé, creo que lo contrario, a mí me da la impresión de que mucho más alegre, ¿no?, y es de lo que se trata». Se negó a entrar en aquella disquisición sobre el sufrimiento y la alegría que tal vez nos hubiera llevado demasiado lejos, cambió descaradamente de tema. «Entonces tú te encargas de llamar a Tomás, hija, si me haces el favor, porque como los dos estamos algo sordos, y Adela lo mismo, son conversaciones las nuestras que parecen de Arniches». Y se volvió a reír, acordándose de lo gracioso que estaba Valeriano León en aquel papel de sordo, cuando le decían que tenía que oír una misa por no sé quién, y él contestaba, con la trompetilla en la oreja: «¿Oír una mesa?, bueno, yo, si la dicen fuertecito». Y que qué gloria la escena española cuando formaban compañía aquellas parejas eximias, Valeriano León y Aurora Redondo, Vico y la Carbonell, Loreto Prado y Perico Chicote, la López Heredia y Asquerino, tan elegantes, había que ver lo bien que se ponía los guantes Mariano Asquerino. En fin, que ya ibas al teatro sobre seguro, echaran lo que echaran, para verlos a ellos. «Bueno, mamá, los ídolos cambian, pero eso también pasa ahora». Y ella hizo un mohín despectivo y tajante, que presagiaba tormenta: «Quita, mujer, por favor, ¡me querrás comparar!». Y me callé, porque sabía que a mamá muchas veces, no una ni dos, por culpa de una discusión tan tonta como ésa o más, se le podía torcer el naipe para toda la tarde o para dos días, y ya surgirle aquella veta de amargura contra el cosmos en masa que le nublaba el resto y la incapacitaba para verles el lado placentero a las cosas que un minuto antes la estaban divirtiendo y haciendo reír, como cuando se funden los plomos; le daba un chasquido la capacidad de disfrute y ya no había forma humana de volverla a poner de buen humor, yo es que ni lo intentaba, a lo que sí había aprendido era a barruntar aquellos extraños nublados suyos, y a temerlos. Me arrodillé en el suelo para doblar la tapicería. «Ya mejor quitando el cilindro, ¿no te parece, mamá?, abulta menos», como tanteando a ver si se había puesto de malas. Se resistió un poco, que qué me estorbaba a mí el cilindro, que qué manía de tirarlo todo, «¡trae acá!», y lo apoyó refunfuñando contra un ángulo de la pared, ella era mucho de guardar cosas inútiles que luego no se acordaba dónde había puesto cuando al cabo del tiempo le venían a hacer falta, en eso como mi hija Encarna. Y me miró de plano a los ojos, de eso que decías ¡me pilló!, porque notabas que te estaba adivinando el pensamiento, y dijo: «Hay que ver, hija mía, lo distintas que somos, parece hasta mentira, lo nuestro es de libro», pero con una sonrisa de condescendencia, o sea que las nubes se habían disipado. Y sin transición ni que viniera a cuento añadió: «Y vienes guapa de Inglaterra, condenada, no se qué te habrán dado allí». Y ahí ya tuve que mirar para otro lado porque noté que me estaba poniendo como un tomate. Pero ahora pienso que fui tonta, que tenía que haberle contado mi reciente aventura con Guillermo, aunque fuera quitándole lo más escabroso, simplemente a estilo novela rosa. Igual lo hubiera entendido, quién sabe. Además, luego he pensado que me lo pudo leer en la cara en aquellos instantes de penetrante mirada, la última de esa clase que clavó en mí y que no fui capaz de sostenerle. Desde luego, que me ponía colorada lo tuvo que notar de sobra, pero no dijo nada. Y volvimos a meter el paquete en el armario, un retal de dos metros y medio doble ancho; a mí me parecía que aunque el camfornio era mucho camfornio, había comprado demasiada cantidad. «Estaba muy rebajada —dijo ella—, mejor que sobre. Siempre se pueden hacer luego algunos almohadones».
Sobraron enteritos los dos metros y medio. Creo que estaba buscando el teléfono de Tomás, o pensando en buscarlo, a la tarde siguiente, cuando llamó Adela, la vieja criada. Vine a toda prisa en un taxi con Encarna y Daría, que son las que en aquel momento estaban en casa, pero ya no llegamos a tiempo.
Mandó que no la movieran del cuarto de costura, había insistido mucho en aquello, según contó Adela, que la dejaran aquí, que tiene que ser donde a uno le pille la suerte, que a su abuela Carmen también la había pillado cosiendo, «No se os ocurra moverme de aquí». Por lo visto fue lo último que dijo. «Pero no se referiría a la capilla ardiente, mujer». «Que sí, señorita Sofía de mi alma, le aseguro que sí, precisamente eso, era su voluntad. Ya no podía hablar siquiera, sólo por señas, y me hizo un gesto así con la mano todo a lo largo, y la barbilla acompañando, y me miraba con los ojos perdidos, pero con angustia, como queriendo saber si me había enterado. Y cuando le dije que sí, que estuviera tranquila, ya expiró como una santa, y se le cayó la cabeza, se entendía de sobra lo que había querido decir».
De manera que allí se la puso, en el cuarto de costura, que era éste, he tardado en darme cuenta, parecía más grande con los tres espejos del armario de luna. Yo me quedé velándola y me venció el sueño acurrucada en la butaca color mostaza, menudo camfornio, si es que cargó con él Santi en alguna de sus mudanzas barrocas al otro continente. El paquete de la tapicería estampada de Gancedo a saber dónde iría a parar, con el follón que se formó aquí poco después. No había vuelto a entrar en este cuarto ni sé por qué estoy en él ahora. Y me quedo absorta, con los ojos fijos en el centro de la estancia, donde se instaló el rectángulo negro rodeado de hachones, y ella acostada dentro, sobre un fondo de raso malva. La miraba desde mi butaca, mejor dicho, la suya, no directamente, sino reflejadas ella y yo en las tres lunas del armario ropero, que cogía casi toda la pared de enfrente. Una visión oblicua que distorsionaba la escena y fomentaba las ensoñaciones que me alejaban de ella y la volvían irreal, como cuando vas al teatro y te distraes pensando en cosas tuyas, porque lo que están diciendo allí no logra prenderte, no te lo crees, pues lo mismo. Veía la escena, pero no pensaba en mamá ni en lo que pasaría luego con el piso, ni en si Santi, que estaba en un congreso en Atlanta, llegaría o no a tiempo para acudir al entierro, ni a quién pertenecerían aquellas voces y pasos cuyo eco se colaba por la ranura de la puerta, ni quién se habría tomado el café cuyos posos quedaban en el fondo de una taza sobre la mesita, probablemente la última persona que me estuviera haciendo compañía, sí, alguien que me había puesto una manta sobre las piernas y me acarició la cabeza. «Dejarla un rato sola, pobrecita, ¿te apagamos la luz?», y yo que no, gracias, que estaba bien así. Me gustó notar que estaba empezando a llover. Y me quedé dormida.
Me había despertado de pronto aquí sola, en mitad de la noche, con ella de cuerpo presente, y la lluvia arreciando fuera. Y por encima del féretro abierto y de sus manos cruzadas e inmóviles sosteniendo un rosario, el espejo que había en la otra orilla me devolvía una sonrisa ensimismada y sensual, rastro de una evocación inconfesable pero redentora, blindada contra el óxido de la culpa. Más perversas y retorcidas eran aquellas historias del gitano andrajoso inventadas en mi adolescencia para hacer rabiar a mamá, lejanos rencores sin consumar, la de ahora no era fruto de ningún morboso caldo de cerebro, sino historia fresca, real e intempestiva, de liebre aparecida en el erial, y además sólo me separaba de ella una semana, por eso mi sonrisa, usufructuada aún por aquel reciente choque vitamínico, era al mismo tiempo inocente, audaz y secreta, y su huella en el espejo despedía el iris tornasolado de las penas de amor. Y revivía una y otra vez con todos sus detalles, en mitad de la capilla ardiente, una noche mucho más ardiente, la última que pasé con Guillermo en el cuarto de su pensión londinense también amueblada con un armario de luna que recogía el perfil cambiante de nuestros cuerpos entrelazados —todo es un infinito juego de espejos—, un cuarto empapelado de azul donde él me había pedido llorando que no lo volviera a abandonar, como si fuera yo y no su mujer quien lo hubiera abandonado, petición seguida por un denso silencio donde peleaban recuerdos e intenciones irreconciliables y que por fin rompí yo con mis palabras. «No, Guillermo. No quiero terminar como Anna Karenina», le había contestado con voz firme, pero sintiéndome tocada al mismo tiempo por la mano irreal de Greta Garbo que me convertía por unos instantes en la tentadora adúltera de Tolstoi para hacerme abjurar enseguida de su sórdido destino, entre suspiros y lágrimas tan fantásticos como verdaderos, trasvasados de su ficción a la mía, «En este espejo no te mires —parecía decirme ella—, para eso te lo enseño», otro juego de espejos superpuestos; no, no me complacería en esa imagen de ruina y fatalidad, como Anna Karenina no quería acabar. Era sobre todo esa frase final de mi novela la que iluminaba la embocadura del túnel de regreso a la realidad, un túnel por el que tampoco me atrevía a meterme aún y que se adivinaba interminable. Llovía, llovía sin parar, ¡oh, le chant de la pluie! Repasaba aquellas palabras con delectación, como un texto que se conoce de memoria pero cuya relectura sigue emocionando, sobrevolaban el cuarto a manera de pájaros de fuego, se destrenzaban sobre el vientre ligeramente abultado de mi madre, rebotaban fuera con la lluvia, no, como Anna Karenina no, pero dicho entre besos, sinfonía de despedida apasionada con acordes de eros y tánatos. Había sido un final agridulce y perturbador, adiós a la aventura del lobo rubio encanecido, a lo que pudo haber sido y no fue, hasta la eternidad te seguirá mi amor, un final de bolero.
* * *
Sigo teniendo mucha sed, muchísima. Oigo un leve maullido y noto un roce suave junto a mis pies desnudos. Un gatito gris se está frotando contra ellos, se me agarra al borde de los pantalones y me mira pidiéndome permiso para trepar. Me agacho a acariciarlo, mientras busco los zapatos medio sepultados por un almohadón, y él se pone a empujar con las patas un cilindro que rueda sobre la moqueta. Lo persigue dando saltos muy graciosos. Es un tubo de pastillas vacío.
—¿De dónde sales tú, gatito precioso? Estate quieto, anda. ¿Qué quieres?, ahora te hago caso, espera un momento, espera, ya. ¿Tienes hambre, ganas de jugar o las dos cosas? Sueño no, por lo que veo. Yo tampoco, pero no me acuerdo de lo que hago aquí. Ven conmigo. Así, ¡qué suavecito eres! Vamos a ver qué pasa por el mundo, ¿te parece?, lo que sea de uno que sea de los dos. Con alguna sorpresa nos encontraremos.
Ronronea, se deja coger en brazos entornando los ojos voluptuosamente, y salimos los dos juntos al pasillo en busca de nuevas aventuras. Ojalá nos salga al paso alguna menos imaginaria, no sé si será mucho pedir.
Cuando entro en la cocina a beber, por de pronto, más agua y a mirar si hay un poco de comida para este amigo inesperado, voy pensando, mientras le rasco con mimo la cabeza, que ando yo muy falta de cariño y lo peor es que ya me he acostumbrado y no lo noto, tiene que aparecérseme un animalito como éste para que me dé cuenta. Desde que murió mamá, me he ido encerrando en mí misma cada vez más, como ella a quien yo tanto se lo reprochaba, «Pero llama a alguna amiga, por favor; claro, no las tienes porque no las llamas, si no riegas los tiestos también se te secan, ¿no?», y ella que la dejara en paz, que le daba pereza. Es malo aislarse así. Soledad me lo dijo el otro día hablando de su madre, que o se reconcome por no darle tres cuartos al pregonero de lo que le está pasando, o si no les suelta el veneno a los hijos. Y eso tampoco. No quiero acabar como esa señora ni como mamá, la pobre, más sola que la una, resentida, que antes la mataban que pedir auxilio o un mimo, hay que saber mantenerse una en su sitio —decía—, siempre esperando que la vinieran a buscar a ella, sin tener de quién echar mano cuando le entraran ganas de hacer confidencias o de pasarlo bien, pues no sé, con una amiga de la propia edad y gustos parecidos, porque los chicos en cuanto crecen ya radian en otra onda y hablan raro y no sabes lo que piensan de ti, y en cambio con las amigas puedes desahogarte y decir que la vida es un asco, pero también reírte y quitarle importancia a los disgustos de juventud, y recordar cosas de los veraneos y letras de canciones y películas, en fin, un intercambio, porque, si no, acabas loca, pierdes hasta el sentido del humor. Y enseguida, como es natural, se me viene a las mientes Mariana, su figura se abre paso entre la niebla de lo falaz, se dibuja contundente como el sol a mediodía, y quiero su calor, lo echo de menos con urgencia, con una saudade ya irresistible, portuguesa, claro, porque en otra lengua no se explica. No puedo esperar más, necesito dejarme en paz de tanto cuadernito y llevárselos a Mariana, porque escribir es un pretexto para volver a verla, quiero ver enseguida, mañana mismo si pudiera ser, a mi amiga Mariana León Jimeno. Se llamaba Jimeno de segundo apellido, me acabo de acordar al sacar una botella de agua mineral de la nevera, justo cuando estoy tratando de encontrar en la mesa de mármol un hueco libre para apoyarla. León Jimeno, háblenos de los artrópodos. Y sonrío.
En ese momento es cuando me doy cuenta de que alguien me está mirando. Es un chico flaco, con el pelo enmarañado y gafitas. Lleva un pendiente. Ha salido del servicio y se está subiendo la cremallera del pantalón vaquero.
—¡Ahí va, la Virgen! —dice—, ¡si estaba contigo Pussy! Ya lo podíamos buscar. Pues fíjate, lo dijo Raimundo, que igual habíais ligado, que te pegaba a ti ligar con gatos, ya ves. Para esas cosas tiene radar el tío. Ven conmigo, colegui, ¡y yo buscándote por el ropero! ¿Le has dado de comer algo?
El gato ha saltado de mis brazos a la mesa y sortea ágilmente los bultos dispares que configuran el relieve de su intrincada geografía. Se ha parado a explorar con el hocico un charquito blanco y arquea el lomo.
—¿De comer? Yo no. Si acabo de conocerlo ahora —digo, mientras busco infructuosamente un vaso limpio entre la montonera de cacharros con resto de comida, tazas pringosas y ceniceros sin vaciar que colman el fregadero y se desbordan por sus alrededores—. Se me ha aparecido, que lo diga él, en mitad de otra escena, como la Virgen de Lourdes. No venía en el guión.
Ahora el chico ha cogido a Pussy en brazos, pero permanece inmóvil, sin dar muestras de que vaya a tomar ninguna decisión, ni quitarme ojo.
—No venía en el guión… —repite con una risa absorta—, ¡qué pasada, tía! No te sigo.
—No importa. ¿Sabes dónde hay vasos? Limpios, me refiero.
—No sé si habrá alguno en el salón. Esta noche con la movida se han roto unos cuantos. Pero bebe a morro. Por cierto, ¿estás mejor?
Me siento en una banqueta. Luego, mientras él me sigue mirando entre pasmado y risueño, desenrosco el tapón de la botella de plástico y bebo ávidamente hasta vaciarla.
—¿Mejor que cuándo? ¿Que antes de beber?
—Por ejemplo. Tú eres de las mías, ¿para qué ir más atrás? Eso es lo malo de Raimundo a veces, que se remonta a los godos.
—Ya. Pues sí, mucho mejor. Y oye, cierra la puerta del retrete si no te importa, guapo, y apaga la luz, de paso, que tampoco son las cuevas del Drac lo que se ve. No te han educado en colegio de frailes, eso está claro.
Obedece, atragantándose de risa.
—¡En colegio de frailes! Yo es que flipo contigo —dice—, eres total.
—¿Tú crees? Pues no sé, chico, yo me veo más bien parcial. Por cierto, ¿cómo te llamas?
Dice que Antonio y es lo último que se le entiende claro, porque luego se ríe de forma tan convulsa que le da un ataque de tos. Repite, reforzando su estribillo con un gesto de la mano, que de eso nada, que lo mío es total, absolutamente total. El gato se escapa de sus brazos, empuja la puerta de vaivén y sale maullando al pasillo. El chico se tambalea, se apoya en la pared y me fijo en que tiene los ojos un poco nublados. Me levanto y le pongo una mano en el hombro. Está palidísimo.
—Antonio, ¿te pones malo? ¿Qué te pasa, Antonio?
Se deja conducir por mí a la mesa, le arrimo una silla, se sienta agarrándose al respaldo, echa la cabeza para atrás y respira hondo, con los ojos cerrados.
—No es nada —dice entre dientes, con una voz súbitamente desvalida—, un bajón.
—Espera, te voy a dar un poco de agua.
En la nevera ya no queda más agua ni vino ni cocacolas ni cervezas, ni nada en absoluto a excepción de medio tomate mohoso luciendo a modo de bodegón surrealista, sobre entremesera desportillada con dibujo de mariposas, era de una vajilla antigua de casa de los abuelos. Abro el grifo del fregadero, pero me doy cuenta de que salpica mucho, y de que si no aparto el primer estrato de loza y cacharrerío que impide el paso del agua, me voy a poner perdida. Inicio, pues, un desalojo provisional de obstáculos, aunque sé de sobra que en casos de tan suma gravedad no hay medias tintas que valgan, que empieza una en plan de quitar sólo lo más gordo, pero no puede ser, te acabas liando. Madre mía, esto ya pasa de castaño oscuro, hay colillas flotando hasta dentro del turmix. Y dice éste que aún queda material en el salón. Pues estamos buenos.
Así que, efectivamente, tras un primer drenaje de emergencia que me lleva a dejar expedito un cauce para que corra el agua, desenterrar un vaso de duralex, fregarlo y llenarlo en el chorro de la fría, cuando vuelvo y se lo pongo a Antonio en la mesa, ya vengo atándome un delantal con el Pato Donald que colgaba de una escarpia y traigo hecha mi composición de lugar a corto plazo. Conozco la sensación y en algunos casos —aunque pocos— no resulta desagradable: es como volver a tomar las riendas de un asunto todo lo rutinario y banal que se quiera, pero en cuyo desempeño puedes echarle un pulso al más experto campeón, que está chupado, vamos, como dirían ellos.
—Anda, hombre, no te quedes así, como si te hubiera dado un pasmo. ¿Tienes sed?
Antonio niega con un gesto, sin abrir los ojos. Pero me coge a tientas una mano y me la besa.
—Da igual, anda, bebe. El agua siempre sienta bien. La tienes ahí, en la mesa, mírala.
Abre los ojos, como si le costara trabajo, se adelanta a coger el vaso y las manos le tiemblan un poco.
—Ah, sí, el agua, gracias.
Mientras bebe, me quedo de pie a su lado y le acaricio ligeramente el pelo áspero y ensortijado, de un rubio sucio. Su respuesta es un quejido de placer casi imperceptible, gatuno, tan cómico y fiel trasunto de ronroneo de Pussy que no puedo por menos de reírme. Luego, previa consulta, me coloco detrás de él y empiezo a hacerle un poco de masaje en los omóplatos y las cervicales, no muy fuerte, por encima de la camiseta; dice que mejor se la quita. Lo lleva a cabo con una celeridad poco acorde con su aparente crisis de letargo, la tira alegremente por el aire —«¡allez hop!»—, y se apoya de bruces contra el borde de la mesa. Le aparto algunos trastos para que esté más cómodo. Que qué gozada, un masaje, eso es lo que más espabila, que Raimundo va al Villamagna dos veces por semana, y a la sauna, cómo se lo monta el caballero, que soy un cielo, Raimundo también lo ha dicho, una tía total. Huele un poco a sudor. La camiseta ha ido a caer encima de una litrona vacía de cerveza y pende de allí como un estandarte anacrónico, emitiendo consignas inoperantes. Alcanzo a leer entre sus repliegues «and your body», el resto queda oculto. Cada vez es más profuso el mensaje de las camisetas, tiene más texto que un anuncio del New York Times.
Este chico se debe alimentar mal, se le señalan mucho las costillas. Pero la piel la tiene muy suave, sin rojeces ni espinillas, como de niño. Sólo llama la atención una mancha muy definida bajo el omóplato derecho, es de color café y recuerda vagamente el mapa de Italia. Se lo digo y se ríe, pero de otra manera distinta a la de antes, más confiada y tierna, incluso un poco sensual, «Comunicas mogollón, las mujeres sois la hostia, ¡qué vibraciones tan guay!», y que esa mancha es de nacimiento, un antojo de su madre, que igual cuando estaba preñada vio por la tele La dolce vita, pobrecilla, sabrá ella ni por el forro lo que es vivir sin dar golpe.
Y de pronto, sin transición, se vuelve, se abraza a mí llorando desde la silla, y empiezo a oír sus quejas ahogadas, desgranadas a la altura de mi estómago y de la cabeza del Pato Donald, que pasa así a desempeñar el papel de improvisado confesor; que Madrid es una ruina, un engaño manifiesto, que por qué no se quedaría él en Pola de Langreo ayudando a su madre en la panadería, en vez de apuntarse a vivir a bandazos, de prestado y de ansias sin fuste, metido en el rollo de los demás, compañías de usar y tirar, a la que salta, al trapicheo, aquello sería un agujero, de acuerdo, pero era el suyo. Y que igual ahora estaba casado con la Nines y había logrado darle un nieto a su madre y no como ahora un disgusto tras otro y vengan mentiras, qué putada, con lo que ella piaba por un «nenu». Le sale de pronto un marcado acento asturiano e intercala palabras más rurales. Poco a poco se va calmando y afloja la presión de sus brazos desnudos en torno a mi cintura, que le perdone, que le ha dado como un flash, que le pasa a veces.
—Vamos, hombre, no te pongas tampoco así —le digo—. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta los primeros que haga. En agosto, por la Patrona.
Se ha separado de mí, bebe un poco más de agua, recupera la camiseta y, antes de ponérsela, se limpia las lágrimas con ella. Parece haberle sentado bien el desahogo del llanto, eso nunca falla.
Y ya me desplazo de forma decidida hacia el área del fregadero y desde allí, mientras voy llevando a cabo mi tarea con el mayor esmero y eficacia posibles, continúo la conversación, consciente de que la armonía de los gestos se transmite a la voz serena con que procuro apaciguar a este náufrago de la gran urbe. Le digo que es muy joven, que tiempo de sobra le queda para tener hijos con la Nines o con quien sea, y que además los hijos no se deben engendrar para darle gusto a la madre de uno ni siquiera a la posible madre del niño, que en lo que hay que pensar es en ese niño, que si caes en mirar a los hijos, antes incluso de que nazcan, como fuente de satisfacción personal o terreno a colonizar y no como en seres independientes, que entonces apaga y vámonos. «Tal vez me estoy enrollando demasiado», pienso en un determinado momento, y vuelvo la cabeza para ver si se me ha dormido con la conferencia. Y está mirando a la embocadura del pasillito que lleva a la entrada de servicio y a lo que fue cuarto de Adela, con un gesto absorto, obnubilado, y dice que sí, que de acuerdo, pero que su problema es otro, que no tiene que ver con eso.
—Hombre, algo tiene que ver —replico un poco desconcertada, mientras compruebo por enésima vez en la vida lo espectacularmente que desciende el nivel de platos en cuanto se limpian los restos de comida y tenedores interpuestos.
Sigue diciendo que no, que lo suyo es más complicado. Y decido callarme por ver si eso le da pie para desenredar los nudos de esa obsesión que le ha ensombrecido la voz de repente. Y enseguida me doy cuenta, además, de que escucharle no sólo va a servir para recomponer su rompecabezas, sino también para encontrar algunas piezas perdidas del mío. Dice que le extrañó enterarse, cuando yo me fui a acostar, de que era la madre de Lorenzo, igual que a la otra gente que había, Raimundo era el único que lo había notado, claro, él es mayor, «O bueno, no sé si se lo contarías tú, como estuvisteis hablando aparte bastante rato». Y de pronto parece salirle por primera vez un «tú» más tímido, como si entre la que apareció con Pussy en brazos y la que friega los platos ahora se interpusiera el fantasma de su propia madre, la panadera de Pola de Langreo, y estuviera explorando mis capacidades para aceptar misericordiosamente su confesión, que no llega a producirse, ni falta que hace, porque ya mucho antes de meterme con las tazas y los vasos, he caído en la cuenta de que el único método fiable para darle un nieto a esa señora no debe contarse entre las aficiones practicadas por Antonio. Y me pregunto si mamá se moriría sin sospechar que tampoco entre las de Santi. En cuanto a Lorenzo, por ahora no tengo pistas. Desde luego las chicas le gustan mucho, hoy mismo estaba con una creo recordar, pero, por lo que dice Encarna, ahora los bisexuales abundan también a punta de pala. Me doy consignas mentales, mientras enjuago vasos y los voy apartando, para que mi atención hacia las palabras de Antonio no se vea adulterada, a partir de ahora, por una veta policiaca tipo Miss Marple.
Su discurso fluye de forma torpe y fragmentaria, obstruido por múltiples interferencias. Me entero de que se dedica a la fotografía, aunque también arregla electrodomésticos y conduce la furgoneta de un colega que tiene un vivero, una gente con la que vivía él antes en la Costanilla de los Ángeles, ya ni lleva por cuenta la cantidad de sitios donde ha dormido en Madrid, y siempre de prestado, notando al final que estorbas, lo de la vivienda está fatal. Me entero también de que Lorenzo le ha ayudado cantidad, porque es un tío legal como pocos, que a todo el mundo le echa una mano en cuanto puede, ya podía aprender Raimundo, y de que están haciendo juntos un libro sobre azoteas de Madrid, que han pedido una subvención a la Comunidad, y de que vive recogido en esta casa desde hace dos meses.
—En un cuarto independiente de ahí —dice señalando con la barbilla en la dirección de su mirada—, estoy de puta madre, pero provisional, claro, aquí no me voy a quedar para siempre.
Y siento ganas de decirle que nadie se queda en ningún sitio para siempre, y me entra como miedo porque me parece que voy a ver salir por ese hueco a Adela vestida de negro, y cierro los ojos con una sensación de mareo. Pero no —me digo, mientras sigo escuchando a Antonio como en sueños—, acógete impasible al instante presente, ahora estás en el refu, refugio para tortugas como su propio nombre indica, y este chico al que ha dado asilo Lorenzo debe ser el rubito al que venían dirigidos los jarrones que porteó Cayetano Trueba, enviados por un vecino de la calle Covarrubias que, o mucho me equivoco, o es el mismo Raimundo a quien tanto menciona este refugiado del refu y del que ahora mismo está diciendo que no piensa más que en lo suyo y que es un egoísta de tomo y lomo. Los jarrones no los he visto, y eso que dijo Consuelo que eran enormes, pero descarto esta pesquisa de los jarrones, que bastantes cabos me quedan todavía por atar, y además el susto de Adela vestida de negro no se me acaba de pasar del todo. Hubo un momento en que me tuve que agarrar al fregadero porque las piernas me flaqueaban.
—Eso sí —sigue Antonio—, cuando aparece gente nueva, se pone en plan maravilloso y le come el coco a Michael Jackson que entre por esa puerta, porque sí, porque puede, porque es un genio el tío. Como hoy, ya lo has visto, pico de oro a tope. Pero es del último que llega. En cambio a la hora de hacer un favor a los colegas que estamos café café al quite de lo suyo, ahí ni p’atrás, o sea, yoyeo total. Y es muy fuerte eso, ¿no?, que te echen así el cierre. Mira a mí si no podía tenerme fijo en su casa, que no es ningún chabolo, con más motivo él que nadie, pues ni un amago, nunca. Te llama sólo cuando se aburre o le da la neura, se lo decía yo antes en el salón, ya harto, porque es que te harta, así que los demás no tenemos derecho a la neura, ¿no te jode?, pero no se le puede decir nada, no veas cómo se pone, le entra un cabreo de mono. Claro, en cuanto se queda sin público. Desde hace un rato ha caído en picado, todo lo ve marrón. Y no se quiere ir a su casa. No sé qué hacer porque Lorenzo ya se ha dormido. ¿Por qué no me echas un cable tú, que tienes carisma?
De pronto me quedo en suspenso, mis ojos resbalan huérfanos por unas superficies exentas de significado y percibo una especie de amenaza, como si la casa entera estuviera a punto de desintegrarse con todos los fantasmas que contiene, planeta ciego girando en el vacío, a no ser que un eslabón la conectara de repente con la vida. Y acabo de localizar ese eslabón. Noc. El jardín de la casa de Suances.
—¿Dónde está Encarna? —pregunto—. ¿No ha venido a dormir?
—No, que yo sepa. Pero ha llamado antes, creo.
—Ya, ¿y con quién ha hablado?
Nombrar a Encarna es tomar aire, medidas, referencias, inyectarse suero en vena. Salirse de la campana de vacío. Ella vive en esta casa, estoy en este refugio que ha preparado para mí con balcones al mar, es mi capitán. Va a venir.
—Raimundo se puso, me parece —dice Antonio—. Pero ella no puede arreglar nada, aunque venga. Se llevan fatal. Raimundo por quien ha preguntado es por ti. Mogollón de veces.
—¿Por mí? Perdona, vete cosa por cosa, a ver si me aclaro.
—Sí, es que la gente se ha ido dando el pire. En cuanto tú te fuiste a echar, se acabó el happening, se aburrían. Y a él le ha dado por beber y por escribir poesías muermo y enfadarse porque yo no caigo en trance. Dice que sólo tú las entenderías. Desde luego lo has dejado alucinado, se nota que lo motivas. Bueno y él a ti lo mismo, tenéis un rollo parecido los dos, se os notó desde que entrasteis por la puerta, como que yo creí que os conocíais de toda la vida.
Me quito el delantal del Pato Donald, lo vuelvo a colgar en su escarpia, y de las nieblas de mi cerebro va surgiendo poco a poco, como de una foto de la Polaroid, la figura de un señor de pelo blanco y voz muy bonita que estaba llamando al telefonillo de abajo cuando yo llegué a esta casa, escapada de la mía. Me gustó su gesto entre ampuloso y delicado para dejarme entrar delante en el portal y que subiéramos juntos en el ascensor, ya hablando con una complicidad inmediata desde que supimos que veníamos al mismo piso. Me dio un cierto respaldo, lo noté enseguida, aunque parezca raro que necesite yo del respaldo de un extraño para entrar aquí, venga Dios y lo vea, como diría mamá. Pero es que no había nadie conocido, ni se fijaron en si entraba o no, y yo ya llevaba un rato vagando sola por las calles del barrio, bebiendo en un par de bares, indecisa, igual llego y los molesto, y no sabía qué decir, tenía unas ganas de llorar horribles. Acababa de oír en un bar la voz de Ana Belén: «… será que una vez más estoy haciendo/el camino de vuelta hacia el infierno», y si no llega a estar Raimundo en el portal igual paso de largo, camino del infierno, prendida en esa retórica de las flores del mal que tanto daño ha venido haciendo de Baudelaire a esta parte. Menos mal que él se dedicó desde el primer momento a hacerme caso, como un anfitrión un tanto irreal, porque desde luego las cosas que dice son francamente extravagantes, pero me gustaba meterme con él en aquella ficción balsámica que me evadía de mis problemas. Sí, puede que tengamos un rollo parecido. Estuvimos hablando de literatura, de Pessoa, me parece. Y que me desdoblara —me decía—, que construyera en sueños las calles de mi nuevo país, y las casas, ladrillo por ladrillo. Se había dado cuenta de que estaba triste, perdida. Y poco a poco lo dejé de estar, creó para mí una pequeña patria de palabras, un albergue provisional.
Luego vino Lorenzo con más gente, y me llevó un rato a su cuarto, muy cariñoso, que me quede aquí todo el tiempo que quiera, pues no faltaba más, yo antes que nadie. Que les cerrara en las narices la pared de mampostería a él y a la tal Magdalena; noté que conocía el nombre de antes. Las cosas pasan y punto, mamá, no le des más vueltas. Y que no me consentía llorar, que soy lo más guapo del mundo, la reina del refu, y que Encarna diría lo mismo. Pero el primer cable me lo había echado el anfitrión del pelo blanco. Luego ya salimos otra vez al salón, y se lió la cosa.
—Es que cuando os pusisteis a imitar las fiestas de la gente fina —seguía comentando Antonio— erais como Martes y Trece, menudo show, con ensayo no os sale mejor, pero tú dominando, que quede claro. Yo creí que serías alguna actriz, como anda tanto con los del teatro, pero no, tú tienes otro apresto. La gente se ha ido flipada, eres demasiado. Y eso que dice Lorenzo que hoy traías los cables un poco cruzados. Pues quién lo diría.
Termino de recoger también la mesa y le paso una bayeta húmeda por el mármol. Esto ya parece otra cosa. Creo que voy a buscar una lámpara de flexo, en el salón tiene que haber alguna, y me voy a venir aquí a escribir, porque es que ya no me caben en la cabeza las cosas que se me ocurren para apuntar. Llevo mucho atraso.
Antonio sonríe.
—¡Qué guay ha quedado la cocina! La Consuelo no trabaja como tú, se escaquea.
—Lo sé, hijo. No la conozco de ayer. De lo que andáis fatal es de víveres, a ver si mañana le ponemos remedio. Venga, vamos un momento si quieres a ver a Raimundo. Que luego yo tengo qué hacer.
Repite que soy una tía total, le da una patada a la puerta de vaivén y salimos juntos al pasillo.
Está encendido. Una chica cruza del baño al cuarto de Lorenzo, que tiene la puerta abierta. La cierra tras de sí. Iba descalza. Llevaba puesto un pantaloncito de satén, y por arriba nada. Ni Antonio ni yo hacemos comentario alguno.
Raimundo está en el salón tirado en la alfombra como un guiñapo y con una botella de whisky al lado casi vacía. Se retuerce un poco y se queja como si tuviera fiebre o le doliera algo. No se parece en nada al que vi antes, tan preocupado de su aspecto y de sus gestos. Menos mal que al principio no da muestras de reconocerme. Inmediatamente, en cambio, se dirige a Antonio y empieza a reprocharle con voz pastosa lo que ha tardado en volver, y otras cosas más inconcretas y absurdas. Le llama Zajar.
—Voy a despedirte, Zajar, eres demasiado real y demasiado inútil. No me sirves. Llevar vida normal es un delirio.
Antonio tampoco parece el mismo. Se pone agresivo y le dice que o le llama por su nombre o se va acordar, que no le aguanta más fantochadas, que está muy visto, que se largue. Le zarandea con el pie, tropieza y cae al suelo encima de él. Intervengo para separarlos.
—Venga, por favor —digo con voz conciliadora—, parecéis niños chicos. También son ganas de reñir por tonterías.
Raimundo llega, a cuatro patas, a apoyarse contra el reborde del sofá. Me mira con ojos tristes. Leo en ellos el esfuerzo por esconder el reconocimiento súbito de mi identidad bajo una máscara teatral. Engola levemente la voz.
—Zajar me martiriza —dice en un susurro—, me sigue como un perro al que a veces asusto. Dame un pitillo, Zajar. No sé el tiempo que llevo solo en esta oscura mazmorra. Ignoro si esto se está acabando o se acabó ya. Sombras de sombras. Sírvele una copa a la baronesa.
—Yo no te sigo como un perro —protesta Antonio—, ni te necesito para nada. Y me aburres de muerte, además. Y a todo el mundo, para que lo sepas, ya no le haces gracia a nadie, ¡a nadie!, la gente te huye.
—¡Cállate, lombriz! Pidamos disculpas a la baronesa. Ni tú ni yo podemos alardear de que haya sido ésta una de nuestras mejores noches. Ya veo que no se te ocurre nada. ¡Dejemos que nuestros clásicos nos iluminen en una noche como ésta!
Y mientras dirijo una mirada de exploración al entorno en busca de una lámpara que no veo entre el caos reinante, le escucho recitar algo que suena a Shakespeare:
—En una noche como ésta, Tisbe, que marchaba medrosa por el bosque, sorprendió la sombra de un león, antes de verlo, y huyó llena de espanto.
Antonio hace una reverencia y se pone a aplaudir con ademanes de bufón, mientras Raimundo levanta hacia mí unos ojos entre serviciales e implorantes.
—Decidme, noble señora, ¿buscabais algo?
—Sí, tal vez un cuaderno que pudiera sobraros, o cualquier otro recado de escribir. Necesito ser vuestro cronista —digo, tratando de seguirle el juego.
Se le iluminan los ojos, y me alarga la mano para que le ayude a levantarse. Apenas se tiene de pie.
—Es una petición exquisita —dice—, digna de quien ha puesto como vos, señora, su bandera en las nubes.
Y se dirige haciendo eses hacia una mesita llena de libros y papeles. Hay también muchos periódicos apilados.
Antonio ahora se ha acercado a mí y sigue los movimientos de su amigo con una expresión súbitamente tierna y deslumbrada.
—¿Te das cuenta? —me dice casi al oído—. ¿No te he dicho que tú lo motivas? Y eso que está p’allá, menudo colocón. Pero lo has amansado. ¿O.K.? Todo bajo control.
Raimundo se vuelve y nos mira. Me alarga un cuaderno negro con tapas de hule, que previamente ha estado inspeccionando y del que ha arrancado las primeras páginas.
—No conspiréis a mis espaldas —dice—, pues ya todo es inútil. Incapaz de enfrentarse con sus solas fuerzas a tantos ejércitos enemigos, se rinde un hombre acabado. ¡Llorad por el caballero Raimundo de Ercilla!
Se tapa la cara con las manos y se desploma en el sofá llorando. Al principio, creo que sigue haciendo teatro, pero luego no sé qué pensar. Me arrodillo a su lado, mientras Antonio se pone tranquilamente a liar un canuto.
Y de repente sé a ciencia cierta quién es ese hombre que mira al vacío y dice con una voz velada por las lágrimas:
—¡No quiero volver a la UVI! Pero tampoco, ay de mí, soy capaz de bajar al fondo de mi bodega con el candil encendido. Antonio, de verdad te lo digo, llama a la doctora León, es urgente. ¿Dónde se habrá metido esa hija de puta? ¡¡Mariana!!
Antonio da una calada profunda al canuto recién encendido.
—¡Jo! Ya empezamos —dice—. ¡Pues sí!
Me levanto casi de puntillas y desaparezco sin decir una palabra ni que nadie me detenga. Una vez en el pasillo, me dirijo a paso vivo hacia la cocina con el cuaderno negro apretado contra el pecho. No puedo esperar más. Son demasiadas cosas. Ya no me caben.
* * *
No sé el rato que llevaré escribiendo a toda velocidad, sin levantar cabeza, tal vez ya esté clareando, cuando oigo el llavín en la puerta de servicio y unos pasos inconfundibles por el pasillo. Me quito las gafas, clavo los ojos en ese punto y espero verla asomar como quien acecha la salida del sol tras una noche interminable. Entra, se para y nos miramos largamente a los ojos sin sorpresa, recelo ni segundas intenciones, la cosa más natural del mundo, igual que beber agua o comer pan, pero también lo más extraordinario, un alimento cuyo valor sólo se aprecia cuando nos falta.
Viene de minifalda, zapatos planos y chaqueta de hombre.
—Hola, bonita, buenas noches —dice sonriendo.
No me pregunta qué hago aquí a estas horas. Siempre se ha jactado de impasibilidad, de estar al quite y tomar nota de todo, pero sin interrogatorios ni aspavientos, «ni aunque veas aparecer en el ascensor a Carlomagno vestido de torero». Es su lema.
Pero se le nota que viene de muy buen humor y rumia alguna ilusión reciente. Ya me lo dirá, si quiere. Y si no, da igual. Me basta con verla, oírla, sentir su tacto. Se acerca a darme un beso, la abrazo por la cintura y me quedo unos instantes con la cabeza apretada contra su vientre joven, donde puede que algún día anide la continuación de estas memorias. Se me viene sin querer la imagen de la panadera de Pola de Langreo, aunque le cierro la puerta enseguida, porque si siguen entrando personajes accesorios, esta cocina va a convertirse en el camarote de los hermanos Marx.
Si le dijera esto a Encarna, nos reiríamos muchísimo, pero lleva demasiado preámbulo y hay cantidad de temas más importantes haciendo cola. Me pasa siempre que la vuelvo a ver. No sé por dónde empezar a contarle cosas.
Percibo con fruición el jugueteo silencioso de sus dedos entre mi pelo.
—¡Qué alivio ver la cocina tan recogida cuando llegas a estas horas! —dice—. Parece un milagro. Como si hubiera vuelto la yaya.
Noto un nudo en la garganta que me impide hablar. Encarna se desprende de mí y apoya sobre la mesa una bolsa roja y negra de plástico. Se pone a sacar de ella yogures, cervezas, pan de molde, leche, galletas, envoltorios de albal y unas latas.
—Me he pasado por un VIPs —dice—, porque lo que no estará como en tiempos de la yaya es la nevera. No me hace falta ni abrirla. Y he traído también comida para el gato, porque ellos mucho Pussy para arriba y Pussy para abajo, pero si no fuera por mí, estaría a dieta el animalito. ¿Pero qué te pasa? ¿Te has quedado muda?
—No, hija, es que no me caben en la cabeza tantas cosas a la vez. Como decías tú de pequeña la culpa es de los cachitos, ¡todo son cachitos! ¿Te acuerdas?
Se echa a reír.
—¿Cómo quieres que no me acuerde? Lo decía en Suances, ¿verdad?
Miro el cuaderno negro, con mi caligrafía reciente.
—Sí, y también hace un momento. Estaba apuntando cosas de ese verano para coger el hilo de mi llegada aquí esta noche. Todo son cachitos, como ves, de una historia muy larga.
Ha sacado un poco de queso de uno de los envoltorios y se está preparando un emparedado. Abre una cerveza. Se sienta enfrente de mí.
—Pero vamos a ver, ¿a qué cachito de la historia te refieres concretamente? No te hagas la misteriosa. ¿En qué estás pensando, por ejemplo, ahora, en este momento? Sin más. No hagas trampas. Te doy quince segundos.
—En la yaya. En lo raro que me parece que la hayas nombrado nada más entrar por esa puerta, que hayas dicho «parece como si hubiera vuelto». No es que quiera hacerme la misteriosa, ni la rara, ni nada. Pero es que…, de verdad, ha vuelto. La yaya esta noche ha vuelto, te lo juro, Encarna. No te rías.
Me mira muy seria, como yo en tiempos cuando ella me confesaba lo de los universos.
—¿En qué te basas para pensar que me voy a reír? Los muertos a veces vuelven al lugar donde vivieron, sobre todo cuando los dejas libres, cuando no los agobias, nos visitan en sueños. ¿Has soñado con ella?
—No, ha sido algo más fuerte todavía. Me he estado paseando por el pasillo como si fuera ella, me he desdoblado en ella, acabo de acordarme, ¡es que era ella!, miraba esta casa y no la conocía, y luego… no sé, más cosas, muchas cosas. No me había pasado nunca eso con mamá, se salía de mí como si yo la pariera, de verdad, alucinante. Y pensaba con sus frases y revivían sus recuerdos. Algunos se me han borrado, pero otros no. Por eso me he puesto a escribir, para que no se me olvidara lo que ha podido quedar, para rescatarlo.
—Bueno —dice Encarna—, siempre se escribe para lo mismo, un poco en plan «restos del naufragio», ¿no?
Hay un silencio. Bebe un sorbo de cerveza. Ahora me está mirando de otra manera, no es que se ría, pero pone un poco de cara de detective. A veces he pensado que se puede parecer algo a Mariana.
—¿Hace mucho rato que estás aquí? —pregunta.
—No sé, no me acuerdo casi, precisamente estaba escribiendo también para eso. Y sobre todo para ajustar las cuentas con el tiempo. Que a veces pasa la factura de una forma tan rara.
Mira hacia el cuaderno y por primera vez desde que ha entrado parece alterarse. Lo coge y busca en la primera página.
—Pero bueno, ¡este cuaderno es mío!, ¿de dónde lo has cogido? Espera… No, ¡no te fisgo…! ¿Lo ves? Aquí al principio tú misma puedes ver mi letra. Pero tenía escrito más. ¿Me has arrancado páginas?
—No, si yo no sabía que fuera tuyo. Me lo ha dado Raimundo, un amigo vuestro que está en el salón, ha sido él quien ha arrancado las hojas.
—Amigo mío no, amigo del chorvo, querrás decir. De verdad, oye, tengo unas ganas de tener un apartamento para mí sola. Pero es que lo de ese tío es el colmo, disponer ya hasta de mis propios cuadernos. Tiene su casa, ¿no?, y pasta para comprarse medio Muñagorri.
—No sabes cuánto lo siento —digo compungida, como si hubiera sido yo la causante del estropicio—. Los cachitos de todas maneras están en el salón. No creo que los haya tirado.
Estoy a punto de añadir… «Y se pueden pegar», como cuando rompía de niña algún objeto de valor y mi madre lo descubría; para ella todo eran objetos de valor. Pero levanto los ojos y su nieta, que en eso no ha salido para nada a ella, ya está sonriendo y haciendo un gesto muy suyo con la mano, como de borrar en un encerado una fórmula equivocada.
—Vale, no te preocupes, no te quiero amargar la noche, para una vez que vienes. Si además da igual, los tendré pasados a limpio en otro sitio. Venga, no pongas esa cara de niña asustada. Sólo quiero que conste que el cuaderno —añade, volviéndolo a dejar sobre la mesa— te lo regalo yo, nada de Raimundo. ¡Yo! Y además con una cita que no está nada mal. ¿La has leído?
Le digo que no y miro la primera página. «De todos los pozos se puede salir —leo— cuando se enciende la curiosidad por saber lo que estará pasando fuera mientras uno se hunde». Levanto los ojos. Ahora se está haciendo un emparedado de jamón de York.
—Oye, ¡qué bonito! —le digo—. ¿De quién es?
—Mío, te lo regalo. Oye, por cierto, ¿a Raimundo lo conocías de antes?
—No, lo he conocido aquí esta noche. Y me ha parecido una persona que lo está pasando mal, pero muy inteligente. No sé, tal vez lo pasa mal de puro inteligente.
—Bueno, pasarlo mal todo el mundo lo pasa mal, mamá. A ver quién no lo tiene crudo hoy en día. Y la inteligencia de Raimundo nadie se la discute. Pero si lo suyo es fascinar, hacer de Pigmalión, porque es lo que le encanta, no nos engañemos, pues para eso tiene su propia casa, ¿no?, es lo único que digo, y que últimamente se ha vuelto un poco plasta, abusa, de verdad. Con el cuento de la lástima y del terror a quedarse solo, no nos lo despegamos de aquí ni con agua caliente. Y, claro, a Lorenzo le da pena. Es que hace unas semanas, ¿sabes?, tuvo un intento de suicidio.
—Sí. Ya lo sabía.
—¿Por los periódicos?
—No, hija, por los cachitos. Pero ése no hace al caso ahora, volvamos a lo de la yaya. ¿Qué me estabas diciendo?
Se queda cavilando unos instantes. Le vuelve la cara de detective.
—Ah, ya… No… te preguntaba que a qué hora llegaste y si había gente aquí y eso, por saber si te pasaron alguna calada de porrito.
—Sí, creo que sí. Es que no me acuerdo, me debió llevar Lorenzo al cuarto de costura porque me viera mareada. Y había bebido bastante también.
—Pues no me digas más. Eso de los desdoblamientos en otro, si no estás acostumbrada a fumar hash, es típico. A mí me ha pasado también alguna vez. Lo que da en cambio luego muy buen rollo es para escribir. Se combinan de miedo, por ejemplo, los dos planos del sueño y de su interpretación. De todas maneras, a ti no te hace falta fumar hash, te piras con diez de pipas, en cuanto alguien te da pie, ya te conocemos.
Y, de pronto, nos ponemos a hablar de problemas de elaboración literaria, de coincidencias, metáforas, principios y finales, con un entusiasmo propio de quien tiene sed atrasada de algo, quitándonos la palabra una a otra. Parece como si no hubiéramos hablado de otra cosa en la vida. Y aprovechando una pausa de las pocas que surgen se lo comento, y ella salta muy seria que, claro, ¿de qué me extraño?, ¿es que hemos hablado de otra cosa en la vida?, que me acuerde sin ir más lejos, para no complicar el argumento con adornos nuevos, del verano en Suances («citado más arriba», añade, señalando risueña el cuaderno negro), a ver si aquello no eran discusiones rigurosas sobre literatura.
—Yo estoy muy contenta —me dice de pronto—, porque me van a publicar un libro de cuentos.
—¿De verdad? Pero bueno, ¿y cómo no me lo habías dicho antes, por favor?
Se echa a reír a carcajadas. Manotea en el aire y se sacude cómicamente los hombros, como si estuviera espantando una bandada de mosquitos o intentara despegarse algo que se le ha adherido a la ropa.
—¡Tendrás cara de exigirme un antes y un después, mamá, con todo estos cachitos por el aire y por el suelo! Retales más bien, ¿no te parece?, hilos, botones, imperdibles y carretes vacíos, «trampantojos de costura» como diría la yaya, porque todo es coser. Te lo he dicho cuando ha venido a cuento. Aparte de que seguro no lo había sabido hasta esta noche.
Me cuenta que viene de cenar en casa de un editor joven a quien le ha entusiasmado su libro; la invitó para decírselo y también que se lo publica. Luego se pone a hablarme de ese editor, de cómo y dónde lo conoció y dice que es un encanto, que nunca ha conocido a un hombre tan encantador, y que no la invitaba sólo para lo del libro.
—Me ha emboscado, ¿sabes?, pero en buen plan. No es para nada de los de aquí te pillo aquí te mato. De ese tipo de tíos estoy harta. Como tú dices siempre «el acto es corto, y el entreacto es muy largo».
Está tan guapa, tan animada, irradiando tanta luz que aquel cuento sombrío de su primera edad, cuya lectura motivó hace unas horas mi decisión de presentarme en el refu, se disipa inmediatamente como un murciélago a quien ponen en fuga las luces del amanecer. Después de ese «exilio sin retorno», o que parecía no tenerlo, hemos vuelto a encontrarnos aquí mi niña y yo. Seguro que los cuentos de ahora no son tan tristes. No traería esa cara.
—¡Qué gusto me da verte así! Me coronas de gloria, hija, como diría la yaya. Hace tiempo que no te veía tan guapa.
—No sé —dice—, es que vengo volando esta noche. Por eso, ni siquiera me ha extrañado encontrarte aquí, ni que a ella se le haya ocurrido bajar a hacer una visita de inspección por los pasillos, cualquier prodigio lo veo natural.
Le pregunto por el título de su libro y me dice que tenía varios, pero que, después de discutirlo con Nacho Egido, que así se llama su novio-editor, el que les ha parecido mejor es Persistencia de la memoria, y que han pensado que podría llevar en la portada una reproducción del cuadro de Dalí.
—El cuadro de Dalí, ese de los relojes pachuchos —aclara—. Tenemos un poster grande en el antiguo cuarto de costura. Lo trajo Lorenzo de Nueva York. Si has dormido allí, la habrás visto.
Me quedo pensativa.
—Lo he visto, sí… Persistencia de la memoria… Pero oye, perdona, estaba pensando antes…, porque he andado con un trasiego de objetos y muebles en la cabeza, que ni Gil Stauffer…, ¿qué sería de las fotos que tenía la yaya pinchadas en esa pared?
—¿Qué fotos?
—No sé, muchas. Pero concretamente una, me ha estado obsesionando el recuerdo de esa foto, sabe Dios dónde habrá ido a parar.
—¿Pero cuál? ¡Si no me dices cuál…!
—Tú no te acordarás a lo mejor. Una en que estaba la yaya, de joven, con un caballo.
La miro. Está sonriendo. Alcanza su bolso, que ha dejado en el suelo, hurga en él y con toda parsimonia, como quien prepara un golpe de efecto, saca de un monedero marroquí repujado la foto de mi madre. La pone encima de la mesa y ordena otras, entre las que la ha estado buscando.
—¿Esa decías?
—Sí, claro. ¿Y cómo la tienes tú?
—Porque siempre me gustó mucho. La cogí cuando murió ella. Además es una foto que tiene historia, ¿sabes?
—¿Qué historia?
—Una historia de amor. Pero es un secreto entre la yaya y yo, si no te importa. Yo con la yaya también tenía mis secretos.
Solamente al final, cuando ya las dos nos estamos cayendo de sueño, me pregunta que si he venido a quedarme aquí esta noche porque haya tenido algún disgusto.
Este último tramo de la conversación, y el más breve, tiene ya por escenario el antiguo cuarto de costura, adonde me ha acompañado para enseñarme la reproducción de Dalí, yo tumbada en la cama y ella sentada en la alfombra, ocultando ambas a duras penas los bostezos.
Le hablo con la mayor superficialidad posible de la pelirroja y de mi decisión de desaparecer de casa al menos por unos días. Sin embargo, al final se quiebra la voz.
—¡Pero qué unos días, mamá! Si lo que tienes que hacer es irte para siempre. Ya hace siglos que no pintas nada ahí, nada en absoluto. ¡Venga, por favor, no te pongas a llorar ahora! Pues sólo faltaba. Que se la coma con patatas a esa cursi. Olvídalos. Y a la tía Desi, igual. Pasa de ellos.
—Ya, pero ¿qué voy a hacer?
Me alarga un pañuelo.
—De momento, no llorar. ¿Estamos? Y luego lo que te apetezca, ¡sin más! Lo que te salga de las narices. Vamos a ver, ¿qué te apetece?, ¿dónde te gustaría estar en este momento? Te doy quince segundos.
—Dónde, no sé —digo, secándome los ojos—, pero con quién sí. Con una amiga mía, Mariana León…, ¿te acuerdas de Noc?
Percibo en su voz una ligera impaciencia.
—Sí, mamá, pero hasta mañana por lo menos no saques más cachitos, que me estoy cayendo de sueño. Vamos al grano. Esa Mariana León, ¿quién es?, ¿dónde está?
—Eso quisiera yo saber, hija. Se ha ido de viaje fuera. Pero no tengo ni idea de adónde.
—Bueno, pues ahora a dormir. Mañana lo averiguamos, te lo juro. Yo me disfrazo de policía y te acompaño a buscarla hasta por debajo de las piedras. Anda, bonita, duérmete, que estamos agotadas. Y por cierto —añade mientras se inclina a besarme—, te tengo que dar el nombre y la marca de una crema de jalea real reafirmante, creo que va genial. Es la que usa Raimundo. Tienes el cutis muy descuidado.
—Sí, he perdido mucho las ganas de arreglarme.
—Pues ésa es otra de las primeras cosas a las que tenemos que poner remedio. Un cachito muy principal. Pero ahora desenchufa la pila por favor. Mañana será otro día. Te apago, ¿vale?
—Sí, mi vida, adiós y gracias por todo —le digo, ya con la luz apagada, tratando de retenerla aún unos instantes entre mis brazos—. Pero dime sólo una cosa, la última, te acuerdas de Noc, ¿verdad?
—Claro. Esta aquí con nosotras ahora —me dice en un susurro—. No lo espantes. Ya sabes que le gusta entrar a oscuras.
* * *
Me despertó Consuelo a primeras horas de la tarde. No había nadie en el refu. No quería ser indiscreta, pero entraba a decirme que me había llamado una amiga mía desde un hotel de Cádiz. Parecía cosa urgente. Mi amiga Mariana León.