XVI. PETICIÓN DE SOCORRO

Acabo de llamar por teléfono a tu casa y no estabas. Además no saben dónde estás. Se ha puesto una mujer con voz juvenil, le pregunté que si era hija tuya, y me ha contestado que no, que ella es Consuelo. Me dejó aturdida y sin reacción, porque precisamente «Necesito consuelo» era la primera frase que se me estaba viniendo a la boca según marcaba tu número, así, sin más rodeos, como un S.O.S. Y subía tan incontenible y cargada de metralla que ni siquiera estaba segura de haber podido llegar a terminarla sin estallar en llanto.

Consuelo habla muy deprisa y bastante embarullado, aludiendo a personas y situaciones de las que me supone al tanto. Lo que más le interesaba saber era si tengo teléfono o llamaba desde una cabina. Por lo visto, tu marido ha estado intentando sonsacarle el nombre de alguna amiga tuya que no tenga teléfono para enterarse de dónde has pasado la noche. Pero a ella todo esto le parece muy raro, dice que amigas a ti se te conocen pocas, y menos sin teléfono, «¿Quién no tiene teléfono hoy en día?», más fácil ve ella que lo hayas dicho para despistar.

Yo al principio la escuchaba impaciente, y luego con un desconcierto que poco a poco se fue mudando en curiosidad y en una especie de energía subterránea que trasvasaba a tu alma las zozobras de la mía. Haberte llamado en petición de ayuda se convertía en querer ayudarte y saber que podía hacerlo. No sé si te ha pasado alguna vez estar muy mal y llegar a casa de amigos sin ganas de nada más que de decir: «Vengo aquí a caerme muerta, a que me recojáis con pala», y encontrarte con que ellos en ese mismo momento están metidos en un conflicto que puede ser más grave o más leve que tu pena, eso da igual, lo que importa es que lo entiendes mejor porque lo miras desde fuera, y eso te espabila, te distrae de lo tuyo y te devuelve la voluntad de poner a funcionar la neurona atrofiada, o sea de vivir, porque las ganas de vivir siempre resucitan un poco cuando te sientes útil y con facultades para echar una mano.

Pero me costaba trabajo concentrarme, porque me he pasado la noche en blanco, hasta las primeras luces del amanecer, merodeando por callejones sin salida, dudando entre las opciones de quedarme aquí, seguir huyendo o volver a Madrid, que las tres se me antojan igual de equivocadas, precisamente porque cuando se te mete en la cabeza eso, que qué pinta uno en ninguna parte ni quién, como no sea algún pelmazo, te puede echar de menos, es cuando se te quitan las ganas de vivir. Estuve escribiendo a ratos y otros exhumando letra muerta de ese cementerio de cuitas amorosas propias y ajenas, a cuyo pie se han secado las flores de cuantos juraron no olvidar un momento único en que brotó el «para siempre» con el resumen añadido de mis fichas sobre el erotismo, tan asépticas y obedientes a su epígrafe, que nunca hasta hoy habían destilado veneno o mal olor ni se habían desbordado de su casillero. Palabras encubiertas, mentiras disfrazadas de verdad, que se mezclan y abrazan describiendo giros caprichosos, transitando las calles de mi cerebro, pisoteándolo bulliciosamente, como en un baile de Carnaval donde la diversión consiste en no preguntarle a nadie cómo se llama, en qué barrio vive ni qué enfermedad le aqueja, y del que sólo van a quedar telas rasgadas, amnesia y vidrios rotos. Daba igual apagar la luz o incluso taparme la cabeza con la almohada: la mesita supletoria —recordatorio lacerante de la que me espera llena de correspondencia atrasada y asuntos pendientes en mi despacho de Madrid— seguía emitiendo, desde su rincón provisional, esa extraña fosforescencia propia de los cadáveres y los fantasmas. Y sabía que ahí, en ese montón de papeles apilados, reside el foco del conflicto. Aunque también, quizá, su posible esclarecimiento.

Esta última sospecha debe haber sido la que se opuso anoche a mis impulsos de destrucción y me detuvo la mano cada vez que me acometía el furor de ponerme a rasgar papeles indiscriminadamente. Todos, al fin, se han beneficiado del indulto. Por tres veces los metí de mala manera en el fondo de la maleta, y otras tantas los volví a desenterrar de las capas de ropa arrugada que había echado encima para cubrirlos, la tercera vez cuando ya empezaba a clarear el día, claridad que, por cierto, también ciega, aunque parezca raro. «Nunca pensé/que de un resplandor/brotara la oscuridad», ya lo dice un slow de Alberto Pérez.

Y canturreándolo, agotada de darle vueltas a tanta cavilación inútil, caí en la butaca y me venció el sueño. Soñé que iba andando por esta playa en dirección al pueblo para recoger unos papeles que había olvidado en el mesón de la gaviota tuerta, fundamentales para entender la actitud de Manolo Reina conmigo, y también comprometedores para él. Los tenía guardados el camarero del tic nervioso, pero resultaba arriesgado llegar hasta allí para rescatarlos, porque aquello era sólo un episodio de otra confusa historia de espionaje, en la que tú, Sofía, también estabas implicada. Estaba amaneciendo, yo tenía miedo, y miraba cautelosamente a todos lados, a medida que avanzaba por la orilla del mar con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, como si fueran de plomo. Y de pronto divisé una figura que venía hacia mí desde el extremo opuesto y se iba haciendo progresivamente más perceptible y cercana. Y entonces vi que era una mujer: tú. Agitaste unos papeles que traías en la mano y reconocí tu sonrisa, antes de que las dos echáramos a correr una hacia otra y nos abrazáramos llorando de alegría y sin decir una palabra, allí en mitad de la playa desierta.

Me he despertado cuando el sol iba tomando altura sobre el mar, me he levantado de la butaca y me he ido derecha a mirar tu teléfono, que busqué en Madrid por la guía de calles y lo tengo apuntado en la agenda, en la U de Urgencias, aunque nunca hasta hoy lo haya usado. Había comprendido de manera fulminante que no puedo esperar más para oír tu voz, ni un minuto más, que es imbécil seguir reprimiendo una apetencia tan indiscutible y espontánea, en nombre de tiquismiquis de amor propio. No es sólo que no me importe mostrarme ante ti hecha un guiñapo, es que lo necesito, me urge llorar para que me consueles, contarte lo mal que ha acabado todo, lo estúpida que soy.

Por eso, adaptarme sin transición a los tonos agudos de esa otra voz extraña, emitida además desde un espacio que no tengo datos para imaginar, requería un esfuerzo adicional de tiento y cautela parecido al que hay que hacer para orientarse a oscuras en una habitación desconocida. La única ventaja es que Consuelo no parece exigir contestación inmediata a nada de lo que va soltando un poco «a perdigonadas», ya sabes; y así, aunque me costara más seguir lo que decía, también me daba respiro para irme tragando los sollozos. Y por otra parte, ya que no el consuelo de oírte, sí he recibido, por lo menos, el de tener noticias tuyas recientes, de anoche mismo; no sólo nos hemos abrazado en el sueño. Ahora sé que, mientras yo rumiaba mis penas con los ojos abiertos como un búho, tú también estabas despierta y probablemente ávida de palabras amigas, porque nunca es el sopor sino la necesidad de desahogo lo que nos echa de casa a horas intempestivas y nos lleva a buscar asilo en otra cama, a la orilla del mar o entre las cuatro paredes de una taberna. Y menos en tu caso, que, según esa chica, se puede llamar raro porque sales muy poco.

Aunque más raro todavía que el haberte pasado la noche fuera de casa se le hace a ella que tu marido se preocupe tanto. Qué más le dará a él que duermas en otra casa o en el cuarto de Amelia, total para el caso que te hace, «porque eso de que no se acuestan juntos —recalcó— ya lo sabrá usted por poco amigas que sean». Y añadió que bien tonta serías en volver y que todos los tíos son iguales, cuando dejan de tenerte disponible es cuando se antojan de una. Ella cree que estás en el refugio, pero a tu marido no se lo ha dicho ni se lo piensa decir, porque si le has mentido será para que no te pillen, siempre mentimos por lo mismo. Y ella no va a chivarse, porque no quiere que te encuentren, faltaría más. Ni a ti ni a nadie que ande huyendo de lo que sea y por la causa que sea; al fin y al cabo razones para estar rabiando por escapar nos sobran a todos, así que se pone uno de parte del fugitivo, a ver, lo natural. La prueba está en que a ningún niño le gusta hacer de guardia cuando se juega a guardias y ladrones, menos a los niños repelentes, claro, que también los hay. Y lo mismo en las películas: es raro que no te dé pena cuando atrapan al ladrón. Aparte de que son comparaciones tontas —seguía su monólogo—, porque tú no tienes más culpa, como yo bien sabré, que la de estar harta de que no te hagan caso. Total que, bien pensado, aunque yo fuera esa amiga tan íntima y supiera dónde te has metido, haría más que bien en callarme. Ahora, eso sí, le da mucho gusto enterarse de que tienes amigas, pero como si no se hubiera enterado, puedo estar tranquila, ella es una tumba para los secretos.

Y ahí es donde ya me preguntó mi nombre, si no era indiscreción. Le dije que Mariana, y que estaba segura de que no te había pasado nada. Se lo dije en parte para tranquilizarla, pero también un poco porque era como si de verdad te hubiera dado asilo anoche en mi cuarto de tanto pedírtelo, de tanto dirigirme a ti en voz alta, «¿Qué hago, Sofía?, dime tú qué se hace cuando se pierden las ganas de vivir, mis recetas a los demás no me sirven para nada, como no me sirve haber analizado mil veces el fenómeno de los celos y llegar a la conclusión de que son irracionales y contraproducentes; escúchame, necesito consuelo, me veo en un callejón sin salida», como si realmente pudieras oírme desde la cama de la lado.

Consuelo dijo que ella tampoco está nada preocupada por ti y que lo único que pide es que te diviertas y le saques partido a la vida, porque a ella la has tratado siempre mejor que su propia madre, y por eso te quiere y también porque eres una cachonda mental. Dijo que nadie como tú para inventar letras de canciones cuando te despiertas de buen humor, que te salen volando y sólo con que te dedicaras a eso en serio, ya podrías ganar más pasta que tu marido sin tener que andar metiéndote en abogados y esos rollos, con la falta que están haciendo letras con marcha, que hasta cantantes como Ramoncín se agotan porque es que no encuentran quien les haga letras. Dijo que lo que más te pega es haberte ido al refugio, aunque tampoco piensa indagar si estás allí o conmigo, eso se queda para los polis.

No le pregunté qué refugio es ése, porque ya a estas alturas de la caótica información aquella historia me sonaba tan irreal como la de la carta al cliente de la 204. Y precisamente por eso, porque se parecía un poco a las que invento yo cuando me pongo a divagar, la iba colocando y rectificando a mi manera sobre los datos de aquel guión disparatado. No sólo consiguió sacarme momentáneamente de mis agobios, sino que logré compartir la emoción y los riesgos de tu escapatoria nocturna y relacionarlos con la confusa historia de espionaje que se había insinuado en mi sueño. Nos veía a las dos corriendo por callejuelas estrechas, cogidas de la mano, en busca de ese refugio inconcreto donde posiblemente nos hemos escondido juntas anoche. Y me aliviaba aplacar tu sobresalto en brazos del mío, saber que ya no es a mí sola a quien persiguen y que, juntando tu capacidad de inventiva con mis facultades para el disimulo, lograremos despistar al detective de más inquietante aspecto y más fino olfato.

Me he limitado a decirle a Consuelo, cuando me ha dejado meter baza, que no estoy en Madrid ni te he visto últimamente, con lo cual sube muchos puntos la conjetura del refugio. Pero que, por favor, en cuanto aparezcas, te dé el recado de que me llames, que es urgente. Le he dejado el teléfono de este hotel, y me he asegurado de que lo apuntaba correctamente, así como el prefijo de Cádiz y el número de mi habitación. También le he encargado que te lo diga a ti personalmente y a nadie más. Ella ha repetido que es una tumba y nos hemos despedido.

Como consecuencia de esta conversación, he deshecho definitivamente la maleta, porque ya tengo una razón para quedarme aquí: la de esperar tu llamada. Y he comprobado una vez más que atender a un asunto ajeno es remedio eficacísimo contra la parálisis. Ya llevo varias horas escribiendo en plan «ejercicio de redacción», lo mismo que te receté a ti. Y eso ha traído como consecuencia que ordene los papeles de la mesa, rompa muchos que son innecesarios y encuentre otros que creía haber perdido. Ya me dan menos grima que anoche.

Pero es porque tú existes, Sofía, escondida, buscando hueco en un refugio del que quiero rescatarte; por eso lo que escribo se vuelve como un túnel excavado a ciegas, y yo un topo avanzando por esa galería subterránea de palabras sin más guía que el deseo de dar contigo para pedirte socorro y ofrecértelo; y otras veces dejo de arañar la tierra porque hay que salir a la superficie, aunque entrañe más riesgo, y trepo por los árboles, y mis palabras me llevan a saltar de rama en rama, a escalar muros o atravesar a nado fosos verdinegros, siempre furtivamente, orientada tan sólo por la fe que se crece ante el obstáculo, como en las películas de cautivos a punto de perecer, donde el libertador, que siempre llega en el momento álgido, también va a verse liberado él mismo de oscuras amenazas nada más rescatar al prisionero, y por eso se multiplican su ingenio y su destreza; así mi necesidad de que oigas mis señales y de esperar las tuyas se convierte de agobio en incentivo que anima y colorea no sólo estas palabras que abren brecha hacia tu incierto refugio, sino también las que salen enhebradas con ellas, todas las que te vengo dedicando desde que cogí el tren para Puerto Real, sembradas a voleo igual que avena loca, y que ahora, resucitando del papel donde yacían, vienen en ayuda de las otras, en pos de ellas, como la retaguardia de un ejército que al toque de clarín ha saltado al caballo.

Escribo tonterías, ya lo sé, que cualquier broza u hojarasca es buena para aguantar el frío de la espera, para avivar el fuego de la historia que te quiero contar antes de reingresar en la mazmorra del sentido común, antes de que mis lágrimas se enfríen y el guardián me susurre: «No era para tanto, al fin y al cabo no era para tanto, ya has hecho suficientes cabriolas, no te ha pasado nada, vuelve en ti», no, no me da la gana todavía de tomar esa pócima, me resisto a ponerme en manos de la doctora Jekyll, que me devuelve a un mundo de miserias reales a cuyo cargo estoy, me rebelo contra la idea de ser tratada y apaciguada por la doctora Jekyll León, que me transmuta en ella, quiero escapar, Sofía, deformada en espejos grotescos, te llamo, soy Mariana, quiero llorar contigo a rienda suelta una pena de amor tal vez irrelevante, pero que arrastra muchas anteriores, lágrimas y suspiros abortados desde los años de universidad, cuando me planteé que había que elegir entre atender a los sentimientos ajenos o dar coba a los propios y supe que si no era capaz de arreglármelas sola y sin pedir auxilio, de poco auxilio iba a servirle a nadie, fue una decisión indolora entonces y que incluso me embellecía, sonrisa distante de Ninotchska, de Lauren Bacall, refrena tus instintos. Pero Manolo dijo que no, que era mentira, que yo lo que llevaba era fuego en las venas, menos mal que no iba a morirme sin saberlo, eso fue hace tres años, mejor tarde que nunca, se llama Manuel Reina, creo que te lo he dicho en otras cartas, pero ya no me quiere. Aunque la culpa es mía, lo perdí yo porque me dio la gana, porque volví a la cárcel del sentido común de la que llevo años queriéndome escapar y ya no puedo, igual que llevo muchos, muchos más, sabiendo que es a ti, a mi amiga del alma, a quien quiero llamar para que me consuele, que es la única que sabe, aunque negándome a reconocerlo; necesito llorar, desahogarme contigo, me niego a que me trate la doctora León, «que no sabe decirme lo que quiero». Ojalá te llegaran estas palabras locas y afiladas a arañar los cristales de ese refugio raro en el que te acurrucas, y reconocieras mis lágrimas en las gotas de lluvia que azotan la ventana, porque al menos aquí ha empezado a llover, quién pudiera tener delante y copiarlo para ti aquel pasaje de Cumbres borrascosas que tanto te gustaba, está casi al principio, cuando el rostro de Catherine niña se asoma en una noche de tormenta al cuarto abuhardillado que fue suyo y donde se ha quedado a dormir Lockwood, y a través del cristal súbitamente roto él aferra sus dedos fantasmales y comprende aterrado que, aunque tal vez en sueños, ha rozado una historia de la que ya jamás se podrá desprender, la que luego investiga por conducto de la señora Dean y nos cuenta a nosotros, pero sobre todo a ti. Copiar para ti, Sofía, incorporados al jeroglífico general de nuestras vidas presentes y pasadas, trozos de esta novela que aún alumbra tus sueños, sería otro canal abierto entre tú y yo, tal como somos hoy, puente aéreo tendido entre nuestros recuerdos, miedos y decepciones, conjuro para convocar la respuesta que con tanto afán espero: ¿Me has llamado, Mariana? ¿Qué querías?

Si no sospechara, con vehemencias de certeza, que dentro de un rato (o mañana, como muy tarde) me va a llegar tu voz sobrevolando ríos y montañas para decirme eso, para saber qué ocurre, qué me pasa, por qué estoy refugiada en este hotel de la costa de la Luz, sola, paralizada, tu voz diciendo que no tienes prisa, que por favor no llore, prendería fuego a todos los conatos de strep-tease solitario, donde se merodea en espirales huecas e indecisas una historia de amor sin happy end, que no pudo tenerlo; y te voy a contar lo que menos rodeo necesita, lo que sólo nos duele cuando cesa, que estoy enamorada de quien ya no me quiere, y voy a hablarte de él, de cómo es y de la voz que tiene, porque la voz no cambia, es terrible, Sofía, tiene la misma voz y las manos también, las mueve igual, es que no te imaginas lo que es oír ahora esa voz pronunciando: «¿Y a ti qué tal te va? Tienes muy buen aspecto, Marianilla», un diminutivo como distanciador que nunca había empleado, y yo «Pues bien, ya ves, que me tira esta tierra, preparando un trabajo, ando un poco cansada», sin dejar de mirar hipnotizada, igual que si las viera dentro de un cuadro, esas manos que sacan un mechero y lo encienden y me alargan la llama distraídas, sin temblar; poder contarte lo que eran esa voz y esas manos que algún incomprensible maleficio convierte ante mis ojos en las mismas, y no sé si creer o no creer, investigar o no, abandonarme a la alucinación o escapar del peligro, contártelo, Sofía, a borbollón, como me salga, como me hablan mis pacientes a mí de ilusiones perdidas para siempre, entrecortadamente, desde el sobresalto que acarrea tener que revivir fulgores apagados y buscar a la sombra lo que tan sólo al sol pudo tenerse, cuando el entendimiento, cegado y deslumbrado por la luz del verano fugitivo que ahuyenta las preguntas, se abría simplemente a lo que era un regalo sin mañana, un acontecimiento gozoso y natural; preguntarte, Sofía, dónde voy a meter ahora las imágenes fragmentarias y descabaladas, pero aún rebullendo, de este hombre que ahora ya no se inmuta ni sobresalta al verme, dónde las meto, di, qué voy a hacer con ellas, de la misma manera que cuando algún objeto valioso se ha roto en mil pedazos, no sabes si guardarlos o tirarlos, y en tu perplejidad anida sobre todo el descubrimiento de que hasta aquel instante no te habías dado cuenta de lo valioso que era; si no estuviera segura —digo— de que me vas a escuchar te cuente las cosas como te las cuente, aunque sea tergiversando una historia que sólo tu atención logrará redimir de la trivialidad, y no imaginara que vas a decirme: «No llores, Mariana, por favor, no llores», si no fuera por eso, le tendría la misma alergia que anoche al montón de papeles que estoy incrementando febrilmente, ya ves, por puro vicio ahora, mientras espero el milagro de tu llamada.

Aunque, mirada desde otro ángulo, toda esta perorata también puede tomarse como un caso de desdoblamiento de personalidad añadido a los muchos que anota la doctora León, repartidos por fichas, papeles y cuadernos que ya empachan de tan manoseados, dejados por imposible y releídos. ¿Para qué —digo yo— querrá tantos ejemplos? Pues ya ves, todos le vienen bien, según parece, de todos saca algo y los exprime, no siendo que se pierda un jugo salutífero para abonar sus tesis, un engrudo especial de marca nueva con que pegar ese montón de añicos clasificados por tamaños. Y total para qué, vuelvo yo a preguntar, si una vez primorosamente encolados, tanto que a veces ni la juntura se nota, las historias resultantes de esa componenda son, mirándolo bien, tan parecidas todas y siempre sin final, abiertas de par en par al vendaval del desamparo.

Ahí quedan restañadas, cobradas y archivadas, hasta que vuelve a reproducirse el trastorno que avisa de otra posible desintegración. Y entonces se presenta de nuevo esa señora de media edad, generalmente elegante, delgada y de manos nudosas que avanza hacia el diván. Josefina Carreras suele haberme pasado antes la ficha para que pueda pronunciar un nombre de mujer que, si no, habría olvidado o confundido con el de otra, todas tienen un vago sentido artístico que no saben cómo canalizar, que no les aporta consuelo, pero en lo que más se parecen es precisamente en su afán de excepción, de presentar su caso como distinto de cualquiera y en cierto rictus de los labios que delata un adiós a la esperanza de volver a ser besados con pasión, y yo digo su nombre, ¿qué la trae por aquí?, pues nada, lo de siempre pero un poco peor, son como las apariciones reincidentes de la señora Acosta en el umbral de tu casa, baje conmigo y lo verá, cuestión de tuberías, lo de siempre.

Entre mis carpetas de la mesa supletoria, la que lleva el letrero de «Soledad femenina» es la que más abulta, y a la que acaban yendo a parar casi todos los apuntes de clasificación dudosa.

Ayer por la tarde, antes de bajar al chiringuito de la playa donde había citado a Manolo, estuve repasando algunos de ellos, como cuando te preparas para un examen, intentando luego retener las conclusiones fundamentales mientras me duchaba, y era como ponerse sin demasiada fe una vacuna contra la enfermedad que ya se le está a una incubando. A través de las líneas mecanografiadas pulcramente o quebradas, como ahora, por una caligrafía desigual, fluyen intempestivas las aguas de mil ríos que antes fueron arroyos y regueros oriundos de distinto manantial, que se abrieron camino entre troncos y piedras por vertientes abruptas, fueron creciendo luego cada cual por su lado, remansándose, cantando la canción que los diferenciaba y orientaba su ruta, hasta venir un día sin saber cómo a dar irremisiblemente en el mar de fondo de la soledad, esa fosa común donde impera un fragor unánime, donde todas las aguas que hallaron a su paso un eco rumoso se vienen a juntar, más solas por más juntas, por más indistinta su queja, una queja uniforme que pretende sonar, seguir sonando, como algo excepcional. Me aburren los demás, no me comprenden, no me escuchan, siempre se están quejando de lo mismo, haciendo una montaña de tonterías, doctora, si tuvieran que pasar lo que yo estoy pasando; y lo malo es que no encuentro con quién hablar, créame, cada día es más difícil, la gente va a lo suyo, nada más que a lo suyo.

Cuánto has pensado, Mariana, en ese asunto —le decía ayer por la tarde a la que me miraba desde dentro del espejo un poco empañado del cuarto de baño—, cuántas vueltas y consejos y conferencias has dado sobre él, ¿no eres ya a estas alturas una experta en el tema?, pues para algo te tiene que servir, aplícate el cuento, hermana, concéntrate a ver lo que sacas en limpio. Y me gustaba ver volar las puntas de mi pelo a impulsos de una corriente tibia de aire que no soplaba desde el secador de mano, como a primera vista pudiera parecer, sino rizando el mar desde Levante, ondulando campos de girasoles, inflando velas, agitando las ropas colgadas a orear en azoteas de pueblos blancos y encaramados de repente, ante mis ojos atónitos, en la sorpresa misma de sus nombres, Arcos de la Frontera, Veger, Ubrique, Zahara de los Atunes, Ronda, Alcalá de Guadaira, Lebrija, Medinasidonia, Osuna, Jimena, Antequera, y el marco del espejo se convertía en la ventanilla abierta de un Fiat Uno con la sierra de Grazalema al fondo y nubes de nácar despeñándose hacia el Sur, camino de Tarifa a cruzar el Estrecho. Esas nubes, pueblos, montañas y playas vieron tus ojos deslumbrados, Mariana, todo eso vieron, mujer, recuérdalo, rescátalo de las profundidades donde duerme, de la roca firme en que tu soledad se asienta, vuelve a tejerlo para abrigarte el corazón ahora, lo viste, fue verdad, lo sigue siendo, no lo dejes morir como mentira sin prestarle asistencia, todo consiste en una voluntad de transformación, lo has dicho muchas veces, en el arte de manipular el material que a cada uno nos tocara en suerte. La soledad también puede ser objeto de artesanía y manipulación, que se lo pregunten si no a los poetas, consiste en no vivirla como condena ni mendigar nada desde el hondón de ese agujero negro, simplemente explorarlo. «Más vale ver negro que no ver», ya lo decía Machado, o sea que es precisamente la pertinacia de nuestra mirada lo que acaba arrancando destellos diamantinos del fondo de las minas de carbón y nos permite pintar un cuadro no necesariamente tan sombrío ni uniforme, ¿o es que el negro no tiene sus matices?; tarda uno en distinguirlos, sí, hasta que se hace la vista a lo oscuro, pasa lo mismo con cualquier color, tampoco las nubes son fáciles de pintar, Manolo decía que lo más difícil, que lleva horas el mirarlas. Todo lo que vale la pena tarda uno en verlo y requiere sudores para sacarlo a pulso, pero nadie tiene por qué notar si ha costado mucho o poco el rescate; tú aguanta quieta, impávida, ya te digo, lo que haya de ser será, no te pongas nerviosa. Consiste en eso, en no echar los pies por alto, en la alquimia que permite destilar de nuestro reino de las sombras una mirada soñadora y ausente, rozando lo inmaterial, justo como ésa que asciende de tus recuerdos y te devuelve el espejo ahora, un gesto impenetrable y sólo tuyo, que aflora casi sin aflorar, que ahuyenta los excesos e invita a ser descifrado, a ver si eres capaz de mantenerlo toda la tarde, Mariana.

Pero mientras ensayaba aquella sonrisa controlada y remota, más atenta a imaginar el efecto que le produciría a Manolo que a dotarla de un discurso interior que se compaginase con ella, me daba cuenta de que el mismo hecho de estarme entregando a esas maquinaciones era un reflejo de mi inseguridad. Sobre todo porque otras veces, cuando habíamos quedado para vernos, me miraba al espejo, claro, eso sí, pero no para ensayar mohines artificiales ni para comprobar nada de lo que no estuviera de antemano convencida, un ligero toque de rouge en los labios, salir pitando y ya, era un examen que se aprobaba enseguida y con nota. Lo importante era no hacerle esperar mucho porque se impacientaba. Siempre le parecía un milagro, decía, volverme a ver.

El pelo me quedó bien, suelto y un poco rizado por las puntas, como a él le gustaba, sobre todo cuando íbamos en aquel coche suyo que llegó a ser también un poco mío, y yo asomaba la cabeza por la ventanilla abierta y me embebía de paisaje, de olores encontrados, de vértigo y de luz, sin dejar de notar al mismo tiempo que él estaba mirando de reojo cómo el aire me despeinaba.

—No se te ocurra recogértelo, que tu pelo está hecho para que el viento juegue con él y lo alborote, déjalo siempre vivo y a su aire, que es ése: el aire libre.

Ahora lo llevo un poco más corto que aquel verano, no sé si le va a gustar —pensaba— que me lo haya cortado, y tampoco sé que habrá sido de Centauro, aquel Fiat Uno azul metalizado con el que recorrimos tantos pueblos, desde el que vimos ponerse el sol y salir la luna tantas veces y al que llegué a tomar cariño como a una casa, el nombre se lo puse yo por la marca de los cuadernos que suelo usar siempre con tapas de ese mismo azul, tú también los conocerás, Centauro, de anillas. Tenía dos abolladuras en el flanco derecho y otra en el maletero, que garantizaban, según Manolo, su supervivencia, ¿quién nos lo iba a quitar?, siempre lo dejaba abierto.

—No hay ladrón que lo quiera —decía—, pero si está de Dios que nos lo roben, no pasa nada, tú tranquila, así aprendemos para otra vez.

Lo decía en plural, como si fuera de los dos.

—Pues claro que es de los dos. Yo le echo gasolina y lo llevo y si hay un pinchazo le cambio la rueda que sea, pero la madrina eres tú, ¿no?, que lo has bautizado. Y luego que te estaba esperando, que yo no lo había usado tanto tiempo seguido con la misma persona.

—Anda ya, mentiroso.

—Que no, de verdad, estas excursiones por caminos vecinales las hago siempre solo.

Y yo sonreía.

—Espero desaparecer antes de que te hartes. A mí no me gusta que me echen de más, siempre de menos.

—¿Qué dices? Contigo no se harta uno de Centauro ni de nada. Y no me amenaces con despedidas, que estamos empezando, mi alma, para que te enteres. ¡Anda que no nos quedan paseos por dar, vasos de vino por beber, coplas por cantar y viajes por hacer!

—¿Y secretos por contar no?

—Eso no, los secretos que tengas tú conmigo se irán conmigo a la tumba, pero los que tengamos cada uno, eso es harina de otro costal, cada cual por libre, ¿vale?, así nos veremos siempre como por primera vez, sin lastre.

—«Siempre» es mucho decir, ¿no crees?

—Pues da igual, yo lo digo, que soy quien manda en este contrato sin firma, ni lacres, ni notario. Yo te lo juro y basta, siempre será así. Siempre que te vea sentiré lo mismo por primera vez y querré estar contigo ese día y al día siguiente y al otro.

Y yo sabía que no, que aquello era imposible. Y casi tenía ganas de que terminara de una vez para volver a mis cauces, a mi refugio de sensatez, ¡qué verano, Dios mío!

Dos horas antes de la cita, cuando ya le había dado el visto bueno a mi aspecto físico, me puse a inventar un diálogo ideal con Manolo, para entretener la espera y no ponerme nerviosa. Me salía tan bien que lo memoricé a trozos e incluso llegué a apuntar alguna de mis respuestas más inspiradas y divertidas en un Centauro de bolsillo tamaño libreta, porque tenía miedo de que se me olvidaran. Pero, de pronto, me salió de entre las hojas del cuadernito la foto reciente de Manolo que había guardado allí, recortada del periódico, y le vi bailar en los ojos una lucecita de burla, como cuando me decía: «Venga ya, no me expliques tanto mi propia alma, que no la entiendo yo mismo», y entonces caí en la cuenta de que mi parlamento estaba omitiendo más que nunca el suyo, de que no me iba a enfrentar con un fantasma y menos con un paciente débil y disminuido cuya ficha acaba de pasarte Josefina Carreras, sino con un hombre del que ahora lo ignoro casi todo y que además ni siquiera me había confirmado por teléfono que pensara venir al chiringuito de la playa, pero que, caso de venir, traería su propia composición de lugar, ¡pues bueno era él para dejarse mangonear por nadie!, y desde luego no iba a formularme las preguntas ansiosas y apasionadas implícitas en mi cuestionario y que le iban dejando a mi merced, sino otras improvisadas al calor de la situación, sabe Dios cuáles, o tal vez ninguna. De tal manera que mis frases felices, al perder el sustento que les daba pie, naufragaron estrepitosamente, vinieron a diluirse como terrones de azúcar en el agua y me quedé a cuerpo limpio, sin armadura.

Calibré también otra circunstancia adversa que rebajaba notablemente mis capacidades de iniciativa frente a alguien que, además, era siempre el primero en tomarla: me refiero a mi falta de entrenamiento. Me di cuenta de que el tiempo empleado en cultivar mi ego y en excluirme voluntariamente del trato con la gente mermaba la agilidad verbal que ese ejercicio proporcionaba, lo cual significaba un tanto —o más de uno— en contra mía. Llevaba demasiados días sin hablar con nadie, casi desde que salí de Madrid (porque mi encuentro con Silvia no había propiciado un diálogo digno de tal nombre, simplemente había contribuido a encastillarme más), y el organismo, claro, empezaba a acusar, como no podía ser por menos, esa grave carencia vitamínica. Me estaba quedando sin defensas, mejor reconocerlo, eran ya muchos días los que habían pasado desde que me escapé de casa de Raimundo abrazada al ramo de lilas, ¿dónde estaba ya aquel aroma de nostalgia por una compañía reciente?, muchos días sin telefonear a nadie, sin reírme con nadie, sin mirar a nadie a los ojos, muchos días huyendo de los demás, mirándolos como a través de un cristal ahumado que los alejaba, paseando sola, comiendo sola, tomando sola absurdas decisiones, hablando sola, y por supuesto durmiendo sola; a ratos idealizando esa soledad y otros abominando de ella, pero sin poner coto a su invasión tenaz y progresiva, inventando comienzos para una novela epistolar dirigida a un destinatario del que también se ignora casi todo, que se habrá ido labrando entretanto sus propios surcos, mero soporte de una retahíla egocéntrica sin otra finalidad que la de explorar un proceso de deterioro gradual que solamente concierne a quien lo está en parte padeciendo y en parte provocando, que sólo a él se le antoja novelesco y digno de ser seguido con interés por el presunto lector de esas cartas, una persona desdibujada cuyo nombre, Sofía, coincide con el tuyo, soñada y recordada en nebulosa hasta esta mañana en que el relato deshilvanado de una tal Consuelo, al imponerse sobre el mío y anularlo, te ha liberado del embrujo a que yo te estaba sometiendo, y te ha arrancado los atributos de soporte de escayola para convertirte en una amiga de carne y hueso que inventa letras de canciones y también duerme sola, tal vez necesitada, sin que yo lo supiera, de mi voz y mi ayuda a lo largo de estos días de duración indefinida, mientras iba haciendo presa en mi organismo el virus de sintomatología inequívoca que tantas veces he explorado a través del microscopio.

Y me di cuenta, por fin, de que no se trataba, en el caso presente, de aconsejar paciencia, decisión, astucia o serenidad a una de esas mujeres opacas y de nombre disecado que, aquejadas del mal indefinible, vienen a mi consulta, y a quienes me he esforzado por dotar engañosamente de la luz que no tenían, sino que se trataba de aceptar algo tan molesto como evidente: que en aquel momento, las cuatro de la tarde de ayer, sentada en la terracita de un albergue eventual con el pelo recién lavado, mirando destrenzarse sobre el mar las nubes caprichosas de una tarde inquietante, en espera de la aparición hipotética de un enamorado no menos hipotético, me parecía bastante a cualquiera de ellas.

No aguantaba en mi cuarto y me largué a la playa. Bajé por las escaleras del fondo de la piscina y eché a andar hacia la izquierda, en dirección opuesta al chiringuito, con la moral por los suelos y una sensación agudísima de abandono, de que daba igual cualquier cosa. Como decía aquel viejo profesor cascarrabias que nos dio francés en quinto, monsieur Dupoint, ¿te acuerdas?, «encore un peu de patience et tout finirá mal». En todo caso, yo había dejado de llevar la batuta de los acontecimientos.

La marea estaba baja y caminaba maquinalmente, mirando a lo lejos, como si esperara ver perfilarse alguna señal o presencia maravillosa de las que orientan en los cuentos de hadas los pasos perdidos de quienes se equivocaron de ruta. Esta escena —lo entiendo ahora— es la que ha podido dar pábulo a la confusa historia de espionaje que hoy al amanecer se coló en el sueño rematado por tu aparición, el que ha motivado mi llamada a Madrid en petición de auxilio.

Era una sensación de extravío y desvalimiento, como cuando te parece, momentos antes de un examen, que no te acuerdas de nada y que además probablemente el tema que va a tocar ni siquiera venía en los apuntes que has estado repasando febrilmente, ya verás como sale una lección rara, una de aquellas de principios de curso, ¿de qué trataba?, tal vez de una batalla o de un concilio, algo de fecha antigua desde luego, seguro que toca ésa; y es como un engrudo de certeza y olvido entremezclados lo que atraganta la respiración y te impide pensar en otra cosa.

Aquella angustia, añadida a la provocada por las conjeturas de si Manolo vendría o no a la cita, se aglutinaba ahora en torno a la imagen borrosa de Raimundo hablando por teléfono en voz baja para que yo no lo pudiera oír y al recuerdo de mi escapatoria con el ramo de lilas, secuencias medio enterradas que, al revivir, habían venido a enredar más la madeja de la situación presente. Acerca de ese tema me consideraba incapaz de contestar nada a derechas, no tenía ni idea, ¿Raimundo?, ¿qué Raimundo?, suspenso, estaba en blanco. ¿Lloró usted hace días por causa de Raimundo?, ¿cuántos días?, Ercilla de apellido, algo recordará, ¿yacieron juntos?, ¿y con qué intenciones? Háblenos de las promesas que intercambió con él, de sus sueños de novia dispuesta a consagrar el resto de su vida al ser amado. Mariana León Jimeno, ¿os otorgáis como esposa a Raimundo Ercilla del Río, lo recibís como legítimo dueño y marido en la dicha y en la tribulación, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe? Esperad un momento, reverendo señor, no sé quién es Raimundo, no me acuerdo siquiera de su voz, dadme un plazo para pensarlo, para saber, al menos, si estoy soñando o no. ¿Qué te pasa, Mariana, cariño?, te has puesto pálida, supongo que se debe a la emoción; así terminan, te lo recuerdo, las novelas de amor con happy end ocultas en los repliegues de tu subconsciente, ¿y no era éste el final que ambicionabas?, ¿no deseabas tenerme para siempre contigo, cosidito a tu almohada, para siempre apartado de amistades peligrosas y ambiguas?, yo te doy estas arras y este ramo de lilas en señal de matrimonio; junten los contrayentes sus manos. Ya los sabes, Mariana, te lo acaba de decir el reverendo, juntos en la dicha y en la calamidad, y también en el tedio, eso se le ha olvidado mencionarlo, juntos en Covarrubias hasta que la muerte nos separe, hasta que me den tentaciones, si tú no lo remedias, de volverme a suicidar, pero vas a remediarlo, ¿verdad que sí?, confío en tu abnegación y vigilancia. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, yo os declaro marido y mujer. Rezad un rosario de rodillas junto al regazo de la señora Dean, en la calle de la Amargura, y, tras la letanía, prestad oído a sus sabias advertencias: «Si alguno de los contrayentes acudiera, de hoy en adelante, a cita clandestina con pintor andaluz recreado en Manhattan, incurrirá en pecado de adulterio, ora pro nobis».

Sentí que me mareaba, que me flaqueaban las rodillas, y tuve que interrumpir mi paseo para tomar asiento sobre un montículo que luego identifiqué como los residuos de un gran castillo de arena almenado, con foso y pasadizos. Los posibles artífices de la construcción, unos niños que ahora gritaban y corrían descalzos por la orilla del mar, habían abandonado junto al foso un rastrillo de plástico naranja. Lo cogí y me puse a dibujar con él espirales y rayas que se cruzaban sobre la arena, mientras tarareaba una canción antigua de Gracia de Triana, grabada en una cinta de las que más le gustaba poner a Manolo cuando viajábamos en el Fiat Centauro de gozosa memoria, inmune al robo:

Tengo un castillo de arena

hecho con mis pensamientos,

las torres son de suspiros,

son de celos los cimientos.

¡Ay, castillos del querer

que toíto el mundo levanta

para dejarlos caer!

Me quedé un rato dejándome mecer por aquel sonsonete que desalojaba de mi cerebro aturdido el nombre de Raimundo, lo vi salir culebreando con su cabezota de erre seguida por cuatro vocales y tres consonantes, rodando por la arena ante mis ojos; llegaba entero a la orilla del mar y luego se lo iban tragando las olas letra por letra hasta su total desintegración, Aimundo, Imundo, Mundo, Undo, Ndo, Do, O. Y a la «o» antes de zambullirse, le salía una hache que se agitaba a modo de banderita, llamándote. ¡Oh Sofía, nuestros juegos de infancia!, quién jugara contigo a inventar cuentos a la orilla del mar, a deshojar palabras como margaritas, a darles alas para cazarlas y soltarlas luego, como en aquel dibujo del cazamariposas, ¿te acuerdas?, «no deje usted nunca de jugar con las palabras, señorita Montalvo», sí, tenía razón don Pedro Larroque, es el único juego que divierte y consuela. A mí también, ya ves, ojalá estuvieras aquí a mi lado, frente al mar inmenso, para jugar contigo a juegos de palabras.

Me había olvidado del tiempo y de mí misma, invadida por un extraño sopor. De vez en cuando levantaba la vista del jeroglífico que indolentemente iba dejando marcado en la arena y miraba recortarse contra el cielo, nimbadas de espuma, las siluetas de los pequeños arquitectos del castillo derruido. Se entrecruzaban, se zambullían, agitaban los brazos llamándose unos a otros por nombres que algún día se habría de llevar la implacable y redentora marea del olvido. No pensaba en nada. Hubiera querido tumbarme a dormir allí sobre las ruinas del castillo de arena, acunada por el rumor de aquellas voces distantes y alegres.

En un determinado momento me fijé en que las nubes que se habían estado persiguiendo y deshilachando sobre el mar, detenían el paso, se remansaban y empezaban a teñirse del color favorito de Manolo para reflejar en sus acuarelas de antes la fugaz emoción del atardecer, un cóctel de marfil, ceniza y malva, color de despedida lo llamaba, que a veces se te sube a la cabeza. Me levanté, me sacudí la arena de la falda y volví sobre mis pasos, camino del chiringuito.

El chiringuito está pasado el hotel, al final de la playa por esa parte. Más allá sólo hay un promontorio de rocas abruptas sobre el cual se asienta el faro.

A medida que me acercaba, se renovaba la sensación de miedo a lo desconocido que mis ensoñaciones habían anestesiado y convertido en plataforma de levitación, de tal manera que ahora cada paso hacia adelante eran dos de retroceso por la cuesta abajo de mis obsesiones iniciales, una senda resbaladiza y estrecha. «Por ahí no, Mariana, agárrate a donde puedas y si no hay agarradero te lo inventas, pero por ahí no, te lo pido por favor, no caigas de nuevo en la caverna, sal afuera. La sorpresa es una liebre, desafía la luz de lo imprevisto. ¿No te acuerdas de cuando querías ser mayor?, pues ya lo eres, vive lo de ahora, que no se te indigeste la vida, mujer», parecía decirme desde lejos, desde las nubes color despedida, una voz atenuada e ingrávida, tal vez la misma que en tiempos, frente a un ocaso parecido, quiso dulcificar mis dolorosas ansias de crecimiento y enseñarme a gustar el zumo de instante presente, la caricia del aire «lleno de ángeles» que se colaba por la ventanilla abierta de un tren.

Pero no venías conmigo, Sofía, como al regreso de aquella excursión a Ávila, y tu consejo se volvía inoperante. No había sabido desatrancar de basura las tuberías por donde fluyó nuestra amistad, sigo sin saber hacerlo, y tus palabras, claro, al encontrar cerrado el conducto de acceso a mi guarida-bunker, repartían su energía luminosa por el aire y se iban columpiando sobre el mar, fertilizando la belleza del ocaso, «la energía no se crea ni se destruye, no hace más que transformarse», ofrenda de luz desdibujándose mientras yo seguía retrocediendo, aunque fingía caminar, rechazando obcecada la mano que me tendías: «Pero si es muy bonito lo que te va a pasar, Mariana, un reencuentro, ¿te acuerdas de cuanto nos gustaban las historias de reencuentros, aunque fueran para cantar "lo que pudo haber sido y no fue"?, conviértelo en aventura romántica, depende de ti, vas hacia lo imprevisto y lo imprevisto es lo más divertido». Divertido, ivertido, vertido, rtido, tido, ido, do… Y la última o se infló fugazmente como un globo y luego se diluyó en la cola de una nube gris perla.

El chiringuito no está a ras de playa, sino un poco en alto, separado de ella por treinta escalones toscamente excavados en espiral, los conté el otro día. Manolo estaba arriba hablando con Rafa, el camarero. Aunque de lejos no veo muy bien sin gafas, divisé inmediatamente su silueta inconfundible y el corazón me dio un brinco al comprender que la mía también acababa de entrar en su campo visual. Si conservaba su vista de lince y aquella capacidad de no perder detalle, aunque pareciera que no se estaba fijando en nada, calibraría enseguida lo que en mi avance había de merodeo indeciso y podría adivinar incluso mis ganas de tirar la toalla y echarme a correr. Jugaba con ventaja, como las tropas atrincheradas en un castillo desde el que se otea la aparición de las huestes enemigas; me da vergüenza transcribir esta metáfora bélica, pero tengo que reconocer que acudió a mi mente de forma inmediata, ¡qué habrían dicho, de saberlo, mis pacientes, en quienes siempre trato de descastar la noción que vincula lides de amor con estrategias de guerra!, de ahí vienen todos los males; y darme cuenta de que había caído en esa perniciosa retórica me amilanó más todavía. De todas maneras, nada en su actitud daba a entender —como pude comprobar según avanzaba— que estuviera avizorando ni con ansia ni sin ella una posible invasión de su territorio, y en vista de que no se producía gesto alguno dirigido a mí ni despliegue de pañuelo, decidí clavar mis ojos en el suelo por donde iba pisando, atenta simplemente a controlar mi respiración y a no meter los pies en ningún hoyo. Pillarlo desprevenido, caso de que su indiferencia no fuera fingida, ¿de qué me podía servir, si llegaba indefensa, batiéndome de antemano en retirada?

Cuando coroné la escalera, cuyo ascenso había significado el tramo más penoso, no tuve más remedio que levantar la mirada. Y lo que es peor, seguir avanzando. No estaban más que ellos dos en el chiringuito, y no era de extrañar, porque la tarde se había puesto muy fresca. Aquella comprobación repentina coincidió con un escalofrío que me incomodó bastante, al recordarme otro de mis fallos. En mi huida apresurada del hotel, no había tenido la previsión de coger alguna prenda de más abrigo, y allí arriba soplaba mucho el viento y no había donde guarecerse. Pero a ellos no parecía hacerles mella el frío. Estaban sentados en una de las mesas del fondo, junto a la barandilla, Manolo de espaldas, en mangas de camisa y con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla de tijera, y charlaban animadamente ante unas bebidas que consumían sin prisa, como si no estuvieran esperando a nadie. Ya cuando subía los escalones con los ojos bajos, me habían llegado sus risas y la voz predominante de Manolo que se me clavó como la primera saeta envenenada. Estaban hablando de Nueva York.

Fue Rafa el primero que me vio y avisó con un gesto a su compañero. O sea, que Manolo le había estado diciendo que yo iba a venir. ¿Pero con qué palabras? ¿En qué términos habría aludido a esa mujer que le ha dado una cita, después de tanto tiempo sin verse y de haber sido ella la que rechazó una relación más profunda y duradera? ¿Qué pretendería ahora?, a las mujeres, Rafa, no hay quien las entienda. Comprendí que yo sola me lo estaba diciendo todo y en aquellos breves segundos, consciente de mi incapacidad para adivinar el estado de ánimo con que Manolo esperaba mi presencia, noté que un gesto de malhumor debía estar ensombreciéndome el rostro, mientras mis empalagosas conjeturas se desteñían y me embadurnaban con su pringue inútil.

Manolo se volvió y se puso de pie cuando ya estaba casi junto a ellos, decidida a mostrarme natural, pero más muerta que viva. Y de pronto él me estaba besando:

—¡Hombre, Marianilla, dichosos los ojos!

Fueron los míos los que resbalaron vencidos, temerosos de investigar con qué cara decía aquella frase tan banal. Yo, que le había citado allí para invitarle a una sesión de mirada, ya supe desde ese instante que el experimento no iba a tener lugar, que era yo misma quien decidía suspenderlo. Por miedo, y por la rabia que me daba sentir ese miedo, mientras aspiraba durante aquel primer abrazo fugaz la fragancia artificial que emanaba de su cuerpo y de su cara, Herrera for men, la reconocí porque es la colonia que usa últimamente Raimundo. Estaba tan aturdida que besé también a Rafa, aunque nunca lo había hecho antes, como si quisiera pedirle que se quedara con nosotros, implicarle en los incidentes de aquella ceremonia abocada al fracaso.

De hecho, se quedó bastante rato haciéndonos compañía, porque Manolo le animó a ello, y ante sus protestas de que nosotros tendríamos que hablar de nuestras cosas, yo hice un gesto trivial con la mano, mirando al mar.

—También vosotros estaríais hablando de las vuestras —dije.

—Hombre, ahí tienes, ésa es la respuesta de una tía legal —aprobó Rafa, evidentemente satisfecho.

Tras aquel comentario, la conversación que mi llegada había interrumpido se reanudó. Versaba sobre unos compatriotas de Chiclana, amigos de ambos, que habían abierto un bar andaluz en la parte sur de Manhattan, gente emprendedora, Manolo caía por allí con frecuencia y aseguraba que les iba muy bien.

—Ya, porque llevarían pasta para el local —intervenía Rafa desde la barra, donde había ido a preparar un gin-tonic para mí—, o porque tendrían la suerte de encontrarse con alguien influyente, como ha sido tu caso. El que tiene padrinos se bautiza, pero si no, ya me dirás.

—Tampoco es eso, Rafa, a la suerte hay que tentarla. Además Sheila no es que sea influyente por su familia, ¿entiendes?, lo que pasa es que se arriesga, y el que no se arriesga no pasa la mar.

—Hombre, yo por lo que has dicho antes de ella… —se encogió de hombros Rafa.

Es decir, que antes de llegar yo ya habían estado mencionando a aquella persona de cuyo nombre no quería acordarme y que, sin embargo, irrumpió desde ese instante como un estribillo de rock duro, Sheila-Sheila-Sheila, y por más esfuerzos que hacía para desintegrarlo, «eila, ila, la, lalalá, lalalá, lalalá», la última vocal no se ahogaba en el mar ni se la tragaban las nubes, resurgía, se agarraba a la cola de la S inicial y vuelta a desplegarse entero el nombre aquél, como una bandera negra con la calavera en medio, agitada a impulsos de una música ensordecedora y trepidante, habría sido preciso hablar a gritos para acallar su estruendo.

… «Es inútil callarla, es imposible callarla» recitaba Manolo bajito a mi oído una noche que estuvimos en la Venta de Vargas escuchando a un gitano amigo suyo que celebraba el cumpleaños de no sé quién y tocaba la guitarra de maravilla, «llora monótona como llora el agua, como llora el viento…», y luego ya de madrugada, volviendo los dos en el Fiat Centauro, borrachos de manzanilla y de luna llena, seguía recitando a García Lorca: «Se rompen las copas de la madrugada», y paró el coche en no sé qué playa y bajamos abrazados por una cuesta hasta la orilla del mar y me decía: «¡Qué ganas tenía de besarte!, hay veces, cuando vamos juntos a los sitios, que me estorba todo el mundo, ¿a ti no?», y yo extrañada, porque en aquella fiesta me había hecho más bien poco caso, estuvo encantador con todo el mundo, cantó, desapareció de mi vista largos ratos y no parecía haberle importado que yo siguiera su ejemplo, que es una de las cosas que más me gustaban de él, Sofía, que nunca sabías por dónde iba a salir. Así que, claro, yo ayer, al calor de ese recuerdo súbito, me pregunté casi sin querer si no iría ahora a pasar lo mismo, si no estaría dándole carrete a Rafa para luego disfrutar más cuando nos lo quitáramos de encima, y ya la imaginación desbocada, «a saber los planes que tendrá para esta noche, queda mucha noche, no ha empezado siquiera todavía, y él sabe que a mí me gustan los preliminares, tal vez ir a bailar boleros al hotel». Pero no me atrevía, a pesar de todo, a levantar los ojos para mirarle porque nada de lo que estaba diciendo me daba pie, simplemente que había tenido razón al informarle de que Nueva York era una ciudad fascinante. Y yo, aunque no me acordaba de haberle dado aquellos informes abstractos, ni cuándo, me apresuré a asentir, le pregunté que si había visto el Chrysler Building por dentro y comenté que no hay nada como la arquitectura de los años veinte, limitándome a comprobar, mientras tanto, que respiraba mejor y que el repiquete de aquel odioso estribillo de rock duro se iba debilitando, acallado por el llanto de la guitarra y las copas rotas de una madrugada inolvidable a la orilla del mar; y Rafa dirigiéndose a mí desde la barra, cada vez más eufórico, que si tenía predilección por alguna ginebra en particular, que había que brindar por los éxitos de Manolo en la ciudad de los rascacielos, los gastos corrían de su cuenta, y yo que sí, que Gordon’s. De repente, me tuteaba.

—Me ha estado contando antes Manolo que eres psiquiatra. Me he quedado de piedra. No te pega nada.

—¿Ah, no? ¿Pues qué me pega?

—Artista de cine.

Manolo se echó a reír, mientras levantaba su vaso y lo hacía chocar con los nuestros. Hablaba como si acabáramos de vernos el día anterior, con un desparpajo incluso excesivo.

—¡Anda ya! Si la conocieras mejor, no dirías eso. Las actrices de cine son todas unas histéricas. Mariana no, ella sabe siempre lo que quiere, y como te descuides, adivina lo que quieres tú y hasta lo que estás pensando, muy sensata la tía, domina la situación. ¡Venga, Rafa, coño, siéntate, te digo!

¡De qué buen humor estaban! Y nos pusimos a hablar de psiquiatría, de cómo el paciente influye en el médico y del valor que hay que echarle, decía Rafa, para estar todo el día entre locos sin volverse como ellos; y Manolo, señalándome con el dedo: «Pues ahí tienes a uno con la cabeza siempre en su sitio, como está mandado». Y yo sonriendo a la fuerza, con los ojos fijos en el vaso mientras el viento me despeinaba, con ganas de llorar, de recordarle que era precisamente él quien se las había arreglado no sé cómo para convencerme de lo contrario, quien se jactaba de haberme enseñado a desmandarme de lo mandado y de haber descubierto, tras mi aparente sensatez, el pozo oculto de una sed insaciable por beber y por dar de beber, pero era muy hondo el pozo y había que echar soga larga, los cortos de vista se asomaban y creían que estaba seco; se le ocurrían unas cosas tan bonitas, Sofía, de esas que sólo a una amiga como tú se le pueden contar. «No, cielo, sensata no, perdona que te contradiga, eres totalmente insensata, caballo sin freno, y menos mal que se ha enterado alguien», y que él era el primer hombre que me había elegido en vez de dejarse elegir, a ver qué pasaba echando una tea ardiendo sobre mi geometría de cartón piedra, él se había atrevido a hacerlo sin pedir permiso, «porque a ti, guapa, no hay que andarte pidiendo permiso, basta con dártelo para que hagas lo que te dé la gana, encenderte la gana, y también meterte marcha, no digo mucha, pero, según los días, te va un poco de marcha, ¿a que sí?». Y mientras seguíamos hablando de nuestros respectivos trabajos y viajes ante un Rafa cada vez más cordial y admirativo, yo me sentía como uno de aquellos trozos de hielo que bailaban dentro de mi gin-tonic y me parecía imposible que Manolo no se diera cuenta de que en aquel momento necesitaba toda la marcha del mundo, porque me había quedado sin cuerda, como un juguete viejo que se puede tirar a la basura, él tenía la llave de mi marcha guardada en el bolsillo y bastaba con acertar a darle media vuelta. Cualquier cosa habría servido, con tal que me llegara a calentar el corazón o los instintos, piropo, insulto, aullido, desafío, suspiro, reproche o hasta bofetada, algo, en fin, que rasgara la niebla de los lugares comunes y me diera pie para replicarle, plantarle cara y resucitar de aquella rara inopia, para soltar el freno que me impedía buscar sus ojos y preguntarle si se acordaba de aquello del pozo y de la sed y de la tea ardiendo, que, si no, me iba a volver loca, me iba a creer que lo había inventado yo sola como la carta al cliente de la 204, por favor, era vital que me lo dijera, porque sin el concurso de aquel ajeno recordar, me perdía en el mío como en un sueño laberíntico del que te despiertas aterida. Y casi tiritaba de frío cuando, recién acabado mi gin-tonic, Rafa se levantó para prepararme otro y para atender a una pandilla de jóvenes que acababa de llegar.

—Estás rara, Mariana, ¿qué te pasa?

—Nada. Tengo frío. ¿Tú no notas frío?

—Yo no. Ponte mi chaqueta si quieres.

Se levantó, la descolgó del respaldo de su silla y se acercó a ponérmela por los hombros. Volví a notar fugazmente el aroma de Herrera for men. Cuando quise darme cuenta, ya estaba sentado de nuevo enfrente.

—¿Mejor? —sonrió.

—Sí, mucho mejor, gracias —contesté, mientras me metía las mangas—. Es que antes fui a dar un paseo y se me olvidó coger algo de abrigo.

Era una chaqueta en tonos beiges, de mezclilla. Era suya, olía a él y me consolaba tenerla puesta. Las nubes se habían oscurecido.

—¿Te quedas mucho tiempo por aquí? —preguntó, tras una breve pausa.

—No mucho. Quizá me vaya mañana mismo. En realidad he venido a visitar a una paciente mía que vive en Puerto Real, y luego se me ocurrió quedarme aquí, de esas decisiones sobre la marcha, porque estoy preparando unas conferencias, y también para descansar. En Madrid no tengo tiempo de nada, no paro.

—Ya, ya me acuerdo —dijo.

Lo había dicho con voz que pretendía ser neutra, pero por primera vez rozaba nuestro código de sobreentendidos, como cuando se acaricia una piel furtivamente. Se había quedado pensativo, mirando las nubes amoratadas que se ensombrecían sobre el mar. Había en el remate de la escalera un adorno circular que enmarcaba su pelo. No se podía resistir por más tiempo el silencio.

—Manuel.

—Dime.

—¿Por qué has dicho «ya me acuerdo»? ¿De qué te acuerdas?

—Del poco caso que me hiciste en Madrid cuando estuve a verte aquel otoño, del mal rollo que fue para mí. Nunca me suelo arrepentir de nada, pero de aquel viaje sí me arrepiento. Me sale en las pesadillas. Ya me habías advertido que no fuera, que lo nuestro no podía durar, me porté como un adolescente, como un verdadero estúpido.

Volvió Rafa, pero no se sentó. Yo bebí un trago largo de mi nuevo gin-tonic y me levanté para ir al servicio. La confusión de mis sentimientos era tan grande que necesitaba estar un rato sola. El diminuto espejo colgado en aquel cuartucho me devolvió el rostro contraído de una doctora León que ni siquiera alargaba la mano para sacarme del atolladero, porque no podía, porque ella también estaba implicada en aquel juicio de faltas. Me acusaba de la selección tramposa que suelo hacer de mis recuerdos, del vicio que me arrastra siempre a omitir todos aquellos en que mi figura no queda magnificada, a rasgarlos como hacen las artistas maduras con las fotos donde no han salido favorecidas; y me impuse la penitencia de sostener aquella mirada fría y severa, hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos. No era un llanto que me embelleciera, porque tampoco el recuerdo que lo motivaba era nada bello: una conversación con Josefina Carreras durante la breve estancia de Manolo en Madrid aquel otoño, ya tan lejano. Estábamos las dos en mi despacho y yo me puse a hablarle de él —que acababa de tenerme un cuarto de hora al teléfono— como de una visita inoportuna que me estaba quitando mucho tiempo y me exigía demasiada atención. Los comentarios entre compasivos y oficiosos de una Josefina dispuesta incondicionalmente a protegerme, en cuanto le daba pie para tomar cartas en algún asunto mío, ya me provocaron entonces una repugnancia inmediata, como la que debió sentir San Pedro cuando negó a Jesucristo antes del canto del gallo, y enterré la escena en el baúl de los remordimientos inconfesables. Aquellas frases intercambiadas entre la doctora Carreras y la doctora León, borradas de mi memoria durante dos años y medio, resucitaban ahora de forma descarnada ante el azogue barato de un espejito redondo para descabalgarme de mis intentos de hacer pasar a la realidad por el aro de una fantasía deformante. Me costaba trabajo desilusionarme, salirme de la mentira.

Los enamorados, ya se sabe, amparan y fomentan las inexactitudes mutuas, son cómplices de ese malentendido perpetuo que segrega la confesión del amor. Se refugian en el fluir de un diálogo nunca manchado por la realidad, pero luego, al llevar adelante cada uno el discurso por su cuenta y descubrir las propias carencias, la mentira levantada entre ambos se hace mayor, y más perniciosos los garfios con que atrapa. Pero nos gusta olvidar estas cosas.

Me lavé un poco la cara. Mi rostro había perdido toda posibilidad de resultar tentador o sugerente, ahuyentaba la expectativa del momento extraordinario. Cuando salí, el sol acababa de hundirse. Manolo seguía mirando el mar y Rafa ya no estaba con él. Di otro sorbo largo a mi gin-tonic, sin sentarme.

—¿Nos vamos? —pregunté.

Manolo apuró su vaso y se levantó.

—Como quieras. La verdad es que ha refrescado bastante. Yo creo que el cielo se está poniendo como para llover.

Nos despedimos de Rafa en la barra, y Manolo le prometió que volvería. No nos quiso cobrar. Yo no le prometí nada, pero le di un beso.

—Que os divirtáis, parejita. Me he alegrado mucho de volver a veros juntos por aquí.

Salimos por la puerta delantera, la que baja al camino que lleva también al hotel. Íbamos uno al lado de otro, pero no demasiado cerca. Y además callados. Él miró el reloj, un reloj plano, muy moderno, que antes no tenía.

—¿Qué hacemos? —dijo—. Yo tengo allí mi coche. Había pensado que te vinieras a cenar a Cádiz con nosotros. Sheila tiene ganas de conocerte.

—Gracias, pero no me apetece. Espero que lo comprendas.

—No lo comprendo muy bien, pero da igual.

Habíamos llegado junto a un coche rojo bastante lujoso. No era Centauro. Me quité la chaqueta y se la di.

—Adiós, Manolo, que tengas suerte.

—Pero bueno, sube. Te acompaño al hotel.

—Está a quinientos metros.

—Ya, pero tienes frío, ¿no?

Subí, y aquel trayecto tan breve como silencioso se me hizo eterno. En cuanto paró, antes de que dijera nada, le di un beso.

—Adiós, Manolo.

—¡Qué prisa tienes de repente por perderme de vista, mujer!

—Sí. Yo también me arrepiento de pocas cosas en la vida, ¿sabes? Pero de haberte escrito anteayer me arrepiento mucho. Estamos empatados.

Me acarició el pelo.

—Pero no nos hemos mirado todavía a los ojos —dijo con repentina dulzura.

Yo había inclinado la cabeza, y notaba desesperada que ya no podía contener por más tiempo el llanto. Trató de levantarme la barbilla para obligarme a mirarle, pero escondí el rostro contra su hombro y estallé en sollozos.

—¡No, por favor, no! ¡Déjalo, por favor! ¡Déjalo!

Me pasó un brazo por los hombros y apretó contra su pecho.

—Vamos, Mariana, ¿pero qué te pasa? Cálmate, mujer, anda.

—¿Cómo se te ocurre pedirme que la vaya a conocer? ¿Cómo se te puede ocurrir pedirme eso? —repetía yo entrecortadamente—. Pídeme lo que quieras. ¡Lo que quieras, menos eso!

—Bueno, pues no te pido eso. ¿Qué quieres que te pida? Di. Pero no llores. ¿Aparco un poco más allá?

—No, déjalo, da igual. Si ya me voy.

La presión de su brazo se había aflojado. Me tendió un kleenex que sacó de la guantera. Se le notaba algo violento.

—Sécate los ojos, anda. ¿Qué quieres que te pida?

Aspiré por última vez el olor que impregnaba su camisa y me aparté de él.

—¡Nada! No necesito que me pidas nada, ni tú tampoco. ¡Tienes de sobra a quién pedírselo!

Al otro lado de la ventanilla, vi pasar al recepcionista de la sonrisa Profidén, que salía con unos clientes. Noté que nos miraba con curiosidad, pero enseguida desvió la vista. Se me representó, en un relámpago vivísimo que la iluminaba con todos sus detalles, la riña de novios en el mesón de la gaviota tuerta. Me sequé los ojos con rabia e hice ademán de bajarme del coche. Estaba temblando.

—Adiós, Manolo —dije con la voz más entera que pude—. Y perdóname, ¿vale?

—¡Qué bobadas dices! No te vayas todavía, ¿cómo te vas a ir así? ¡Si estás temblando! Llamo a Sheila que llego más tarde, y subo un rato contigo a tu cuarto, hasta que te tranquilices.

—¡No me nombres a Sheila! —grité completamente fuera de mí—. ¡No me la vuelvas a nombrar! ¿Entendido? ¡Nunca!, ¡nunca en la vida!

Me bajé del coche, cerré enérgicamente la portezuela y salí corriendo hacia el hotel sin mirar para atrás.

P.D. Son las doce de la noche, Sofía. Ya llevarás un buen rato en el tren que te trae hacia el Sur, tumbada en tu litera o cenando en el coche restaurante, tal vez escribiendo algo, porque afortunadamente, según parece, no has perdido tan saludable costumbre. De lo que estoy segura es de que estarás mirando la luna, como yo.

Se reanuda el hilo. Cuando te enseñe mis cartas sin enviar —que acabo de estar poniendo en orden dentro de una carpeta—, verás que la primera es fruto de un insomnio en ese mismo tren, mientras los efluvios de Noc se colaban por la ventanilla. Forman un montón considerable, más de cien folios. Me doy cuenta de que no he hecho otra cosa desde que salí de Madrid más que escribirte, que gracias a eso me he mantenido en vida y no puedo dar por perdido un viaje tan absurdo. Pero mi mayor alegría en este momento es saber que tú tampoco has abandonado tus «deberes» y que me traes el regalo de varios cuadernos. Puede ser un intercambio precioso éste de tus cuadernos y mis cartas, ¿no te parece? Porque además, ahora que lo pienso, seguro que hablamos de las mismas cosas en más de una ocasión y con un tratamiento diferente. No sé si verías Rashomon, aquella película japonesa que contaba la misma historia desde el punto de vista de tres testigos, interesantísimo este asunto de las versiones múltiples. Y me pongo a pensar que igual entre lo que traigas tú y lo que tengo yo salía una novela estupenda a poco que la ordenáramos, o incluso sin ordenar. ¡Qué ganas de verte, de leer tus cuadernos y saber lo que opinas de esta idea que se me acaba de ocurrir! De lo escrito por ti respondo desde ahora, aunque no lo haya leído, para muestra basta el botón de los problemas de fontanería. Pero es que mis cartas también tienen lo suyo, por lo menos a mí me gustan cuando las releo, creo que me tendrías que ayudar a podarlas, porque tal vez me repito más de la cuenta, bueno, no sé, tú verás, también quizá prefieras que cambiemos los nombres. Es una idea que me enardece la de añadirlas a lo tuyo y trabajar el conjunto entre las dos, prevaleciendo tu criterio, desde luego. ¿A que no es ningún disparate? Igual dejábamos yo la psiquiatría y tú a tu marido. Y, fíjate si estaré loca, hasta me he puesto a acordarme de que cuando vivía en Barcelona conocí a alguno de los editores que ahora están pegando, por ejemplo Jorge Herralde, que tiene fama de descubrir a gente nueva y atreverse a lanzarla, entonces estudiaba para ingeniero, creo recordar, era más o menos de mi pandilla. Y me he tenido que dar consejos de signo totalmente opuesto a los de ayer por la tarde, o sea, no para animarme y tener confianza en mí misma, sino al contrario, para apaciguar un entusiasmo que raya en desvarío. Estoy tan excitada desde que me has dicho que vienes que se me ha espabilado completamente el sueño que empezaba a vencerme cuando llamaste, era lógico, ¿no?, sin tomar nada sólido en todo el día, con el desgaste de la noche en vela, la rabieta amorosa y luego la preocupación de esperar que sonara el teléfono y saber lo que te había pasado, que, por cierto, no me lo has dicho más que por encima. Conque, ya ves, en vez de acostarme le sigo dando a la pluma, y por si fuera poco, ahora con veleidades de ser para ti lo que fue Ramalho Ortigão para Ega de Queiroz en aquello de El misterio de la carretera de Sintra. Total, que la posdata amenaza con ser más larga que la carta, como decía mi padre de las visitas que no se sabían despedir.

¡Cuánto te quiero, Sofía! Me parece imposible que no falten más que unas horas para verte. Lo que más me admira de ti es cómo te montas en marcha, es que se te dice con voz desalentada: «Soy incapaz de tomar ninguna decisión. Me encantaría tenerte aquí conmigo, sería mi único consuelo», y saltas tú: «¿A qué hora sale el primer tren? Supongo que no habrá problemas para el billete, sal a Cádiz a buscarme. Si no vuelvo a llamar, es que he cogido ése, el de la noche…, sí, no te preocupes, seguro que me da tiempo… Bueno, bueno, ya me contarás lo que sea, también yo tengo muchas cosas que contarte, te cuelgo, no te enrolles. Hasta mañana». Y desde medianoche, ese mañana es ya hoy, ¡te voy a ver hoy mismo! ¿Cómo quieres que me duerma?

Pero es que además, Sofía, al poco rato de colgarte el teléfono a ti, no habría pasado ni media hora, llamaron de recepción. Pensé que serías tú otra vez para contarme que no habías conseguido billete o algún inconveniente por parte de tu marido, qué sé yo, y cuál no sería mi sorpresa cuando me dice el Profidén que han dejado un paquete para mí, que si me lo sube el botones, y yo que no, que prefería bajar, aunque me advirtió que era grande. Bajé a toda mecha, ya te lo puedes imaginar, serían las seis o por ahí, más o menos pasadas veinticuatro horas de mi cita con Manolo, no sé si lo habrá hecho a propósito, porque es capaz, y yo mirando alrededor por si lo veía, y le digo al Profidén, que me estaba alargando un paquete plano envuelto en papel de embalaje color garbanzo: «¿Pero esto quién lo ha traído? ¿No han dejado tarjeta o algo?», y él: «No señora, me ha dicho que la tarjeta va dentro», y yo: «¿Pero se lo ha dicho, quién? (ya con una voz descaradamente ansiosa). ¿Quién ha traído este paquete? ¿Era un hombre joven, moreno, bastante alto?». Y entonces él se inclinó un poco sobre el mostrador y, con una sonrisa de asentimiento y complicidad mucho más simpática que la que le ha valido su apodo, me dice en tono confidencial: «Creo, señora, si no lo considera una indiscreción, que era el mismo caballero de quien se estaba usted despidiendo anoche dentro de un Volkswagen rojo. Me ha preguntado que si seguía usted en el hotel. Parece que tenía prisa». Me dieron ganas de decirle que, dentro de mi novela, acababa de pasar de personaje accesorio a figura relevante, pero me limité a devolverle la sonrisa y a alargarle la mano que él estrechó efusivamente. Era incapaz de ocultar la felicidad que me invadía de repente, necesitaba compartirla con alguien: «No, por favor, no es ninguna indiscreción, muchas gracias, Arturo, se llama usted Arturo, ¿verdad?». «Sí —dijo—, para servirla. Y de nada, señora. Ya era hora de que viniera algo para usted, con tanto como lo ha estado esperando». Y, una vez en mi cuarto, abro nerviosa el paquete, que ya había notado por el tamaño y la forma que era un cuadro, y bueno… ¡qué maravilla!, ahora mientras te estoy escribiendo, levanto de vez en cuando la cabeza y lo veo colgado enfrente de mí, ha desplazado al horrible grabado de los icebergs, que por fin ha ido a parar al maletero. Nada que ver, Sofía, con los huevos fritos estrellados contra los lienzos de Gregorio Termes. Es una acuarela de 55 por 40 y se titula «Nubes de despedida». La tenía Manolo colgada en su estudio, nunca la había expuesto porque no quería venderla, y yo le dije muchas veces que me daban ganas de robársela, que era lo que más me gustaba de todo lo que había visto suyo. «A mí también —contestaba—. Pídeme lo que quieras menos esa acuarela». Representa unas nubes de atardecer sobre el mar, y a lo lejos un barco y una figura femenina desvaída que le dice adiós desde un acantilado, una preciosidad, ya lo verás luego. Me lo ha mandado tal como estaba allí, con el mismo marco, y hasta un poco de polvo trae. Está claro que le dio el repente de ir a su estudio antiguo —si lo conserva—, descolgarla sin más, hacer el envoltorio y salir pitando a traérmela. Todo a escondidas y en secreto, de eso no me cabe duda, como un asunto de amor que es. Manolo nunca me había visto llorar, me doy cuenta ahora, y le debió impresionar mucho verme desencajada y sin careta, aunque no supiera reaccionar de momento. Tal vez empezara a rumiar el plan cuando volvía él solo camino de Cádiz, ya con la noche encima, se tuvo que acordar de muchas cosas en ese trayecto, seguro que no ha dejado de pensar en mí desde entonces, durante todo el tiempo que llevo encerrada aquí sintiéndome vil gusano; y también ha tenido que pensar, claro, en el pretexto que le pondría a Sheila para escaparse esta tarde sin que se notara que era un caso de urgencia lo que le apartaba de su lado. Posiblemente ella no conocerá la acuarela de la enamorada diciendo adiós ni sabría apreciarla aunque la hubiera visto, siendo como es madrina de los chafarrinones que ahora convierten a Manuel Reina en un vanguardista de Lexington Avenue. Y menos todavía podría entender por qué me la regala. Private business, amiguita, esta historia entre tu boy friend y yo no te concierne; hoy te ha mentido, hoy no te ha dicho adónde iba, sorry, estás completamente excluida de esta novela de amor con final agridulce. No necesito bajar a preguntarle a Arturo si el caballero del Volkswagen rojo venía solo o con una chica. Dentro del paquete, pegada al marco con cinta adhesiva, había una tarjeta con esta breve leyenda: «Ya tenemos un huerto regado a medias y sólo nuestro: el de la añoranza. No me lo descuides».

Me está entrando sueño, Sofía, y nos espera un día intenso. Acabo de poner el despertador a las siete, porque a y cuarto viene el taxi que me va a llevar a buscarte a Cádiz. No parezco ni hermana de la de ayer, es increíble que pueda sentirme tan feliz. Pero estoy rota. Voy a ver si duermo unas horitas para recibirte en forma.

Hasta luego, mi buen Per Abat. Tu amiga

Mariana