Hay un cuarto en casa en el que nunca se ha hecho reforma deliberada de ningún tipo, aunque haya ido cambiando de fisonomía y de nombre a tenor de las circunstancias que nos han transformado insensiblemente a nosotros también. Ahora se llama «el trastero de Encarna».
Cuando se mudaron al refu, ella dejó ahí parte de sus cosas, porque es donde durmió siempre, y cada equis tiempo renueva la promesa de venir una tarde o un par de ellas para tirar lo que no le sirva y llevarse lo que estorbe aquí. Naturalmente, dada su escasa tendencia a los expurgos y a dar por definitivamente jubilado ningún objeto, es una promesa que nunca ha cumplido. Pero como la mantiene de buena fe y además, a instancias de Daría, nos ha dado permiso para que de momento (expresión muy suya) aprovechemos los cajones y estantes que quedaron vacíos, el caso es que allí va a parar todo lo que sobra o no se sabe dónde poner. De momento, al trastero de Encarna, luego ya veremos. Y así, establecida poco a poco una convivencia intrincada entre lo que había y lo que va llegando, ese cuarto, que da al patio y se llamó sucesivamente «el cuartito azul» y «el buco», ha ido adquiriendo como trastero, más aún que cuando Encarna lo ocupaba, la peculiar mezcla de disponibilidad, penumbra y desorden propia del carácter de su inquilina. Toda la estancia es una madriguera provisional, presidida por el «de momento» y conserva esa incondicionalidad que caracteriza a las almas generosas para albergar emergencias, cuitas, secretos y peregrinos de cualquier raza o procedencia. Algo tan difícil de definir como un olor, pero también igual de inconfundible.
Y cuando una cosa se da por irremisiblemente perdida, más tarde o más temprano, aunque nadie se acuerde de haberla llevado allí, es casi seguro que acabará apareciendo en el trastero de Encarna. Por regla general, no cuando se busca, ese día no. Pero en cambio suele encontrarse otra cosa que anduvimos buscando obsesiva e infructuosamente en otra ocasión similar, como si el tiempo, mediante estas pequeñas perversidades, añagazas y premios de consolación, quisiera demostrar que no se atiene a más leyes que las de su soberano capricho, y que las sorpresas las da él cuando le viene en gana, que es el amo, en una palabra. Y lo más raro es que esto nos siga sorprendiendo como fenómeno que se da por primera vez y al que cabría buscarle una explicación lógica. «¡Vaya, mira por dónde, con lo que las busqué yo en este mismo cajón! ¿Quién las habrá metido aquí? ¡Las tijeras grandes!, ya ves, a buenas horas…».
Buenas o no, mandan mucho las horas, tanto por lo que deciden como por lo que regalan, si somos capaces de recibir con gratitud y buen gesto el regalo. Casi nunca salen vacías al cascarlas, rara es la que no trae en su seno algo que no llegamos a descifrar o a lo que hacemos ascos, pendientes sólo con obtuso empeño de ver si coincide con lo que nosotros habíamos pedido. Pues no. No coincide casi nunca, conviene hacerse a la idea. Son como Reyes Magos las horas de la vida. Pero en plan de «o lo tomas o lo dejas», no les gustan las súplicas ni los requerimientos. Rechazar de plano el pacto que proponen y el fruto que brindan es poner cimientos tempranos a la arterioesclerosis. Y mejor, en caso de aceptar, hacerlo de buen grado y con mirada alerta, porque así es como pueden caer propinas inesperadas. La sorpresa es una liebre, ya se sabe, y el que sale de caza nunca la verá dormir en el erial. Pero se nos olvida cuando más falta hace. Incluso a mí que lo repito tanto.
Por cierto, he estado mirando el collage de la liebre blanca surgiendo en mitad de un cóctel sin que nadie más que dos niñas vislumbre su aparición, heraldo surrealista que preside, entre añicos de espejo, mi primer cuaderno. Para contar bien lo del vestido rojo empecé el tercero, al cabo, según parece, de diecinueve días. ¡Qué raro es el tiempo de la escritura! Ése sí que manda y se impone como dueño absoluto. Sobre todo cuando ya dábamos por cancelados sus efluvios y vuelve a irrumpir tras una larga ausencia, dispuesto a arrebatarnos en su borrachera y poner patas arriba toda apariencia de simultaneidad, vendaval tiránico que nos alza en volandas y nos zarandea para llevarnos donde se le antoja. Déjate a él, Sofía, no tengas miedo, que es peor. Desafía el vértigo. No consiente que protestes de las curvas del camino, ni que cierres los ojos, ni que sugieras otro itinerario. ¿Que toca entrar en el trastero de Encarna? Pues vamos allá. Luego, seguramente, entenderás para qué entrabas.
Ayer por la noche estaba muy inquieta y caí en la tentación de ponerme a buscar fotos de cuando los chicos eran pequeños. No me gusta pegarlas en álbum, porque me parece estar disecando mariposas en vez de cazarlas simplemente para admirarlas de cerca un momento y dejarlas volar luego otra vez, así que andan siempre por ahí descabaladas, revueltas con otras cartas y papeles o metidas en libros. Total, que no aparecía el lote que estaba echando ansiosamente de menos: dos carretes en blanco y negro que nos hizo mi cuñada Desi en la playa aquel verano que pasamos con ellos en Suances, el siguiente a mi último parto.
Higinio, su marido, había comprado allí un chalet antiguo de dos plantas, que perteneció a una familia ilustre venida a menos y dividida por múltiples rencillas. Hacía algunos años que no lo habitaba nadie y estaba en un estado de deterioro bastante avanzado, según contaron. Higinio lo había modernizado por dentro sin reparar en gastos ni escatimar detalle alguno que pudiera contribuir a su confort. Pero la fachada y el jardín los había respetado, limitándose a reparar algunos desperfectos.
—Le debo mucho a este jardín —decía—. Sentado ahí, en ese banco, me hice hombre.
Su padre había trabajado muchos años de jardinero en aquella casa, y a veces, cuando él se había portado bien durante la semana, le dejaba acompañarlo, con la recomendación encarecida, eso sí, de que no diera guerra, se estuviera quieto y no hablara con nadie más que para saludar o cuando le preguntaran.
—Y lo seguí al pie de la letra —comentaba—. Nadie me invitó a desobedecer. Eran otros tiempos, claro. Y a mí me parece bien, ahora que lo miro con distancia. Los señores en su sitio. Si no somos iguales, pues no lo somos, para qué vamos a andar con engaños. Y el que quiera subir a otro puesto mejor, que lo sude, no hay más cáscaras.
Sentado en aquel banco del jardín, bajo el viejo magnolio, mientras veía moverse caprichosamente ante sus ojos las sombras blancas y fugaces que se asomaban a la galería de arriba, cruzaban por los senderos bordeados de boj o subían con incomprensible naturalidad las escaleras de acceso a aquel paraíso ignorado, se habían fraguado los primeros deseos de revancha social de Higinio, sus sueños ambiciosos de futuro, y se había jurado a sí mismo no cejar en el empeño de alimentarlos hasta llegar a tener tanto dinero como aquellos señores.
Ahora, según cuenta Eduardo, tiene más del que ellos tuvieron nunca. Una versión light de Heathcliff, porque no creo que ninguna de las vaporosas sombras femeninas que acechó desde el jardín llegara a morir de amor por él ni a suspirar siquiera. De atractivo diabólico carece por completo, es bromista, emprendedor y un maniático del orden y la limpieza. Además tira a feo. Debe andar ahora por los setenta y pico, pero lleva bien la edad porque se cuida mucho. Con Desi se casó ya cincuentón y no han tenido hijos. Aunque hablan con frecuencia de adoptar uno, nunca han acabado por decidirse, de manera que ya tal posibilidad, cuando sale nuevamente a relucir, se nota que ha entrado a amueblar ese desván donde se almacenan los remordimientos y fracasos que en la edad madura tratamos de presentar ante los demás espolvoreados con azúcar.
El ala derecha del piso de abajo la habían destinado para huéspedes —tres dormitorios, un gabinete y dos cuarto de baño—, todo muy coquetón y remozado, aunque conservando alguno de los muebles sólidos y cuadros de cierto valor que la anterior familia había dejado en la casa para poder subir un poco el precio. A mí aquel contraste, aunque reconozco que estaba armoniosamente logrado, me producía cierto desasosiego, como si recogiera en las arenas movedizas de mi vida personal los ecos de una sorda contienda entre lo autóctono y lo postizo, y el peso de aquella desavenencia entre dos estratos de tiempo ajeno viniera a añadirse a mi propia incapacidad para adaptarme al presente y conciliarlo con el pasado. Además las habitaciones que íbamos a estrenar nosotros, si bien puestas con un buen gusto incluso excesivo, resultaban frías y oscuras, porque aquella fachada estaba orientada al norte y cubierta por una hiedra tan espesa que tapaba en parte las ventanas, con la consiguiente merma de luz. Pero Higinio se negaba a podarla, porque ése fue siempre el gusto de su padre, y los dueños antiguos lo habían respetado.
Todo esto, unido a mi desazón ante las mudanzas, que se suele agudizar cuando rondan proyectos de veraneo, el cansancio del viaje y mi preocupación porque Amelia, que estaba echando los dientes, venía con diarrea, bloqueó desde la noche misma de nuestra llegada mi disponibilidad, ya bastante mermada de por sí, para participar en alegrías ajenas o seguir el hilo de historias en las que no me sentía implicada. Me agobió muchísimo el recorrido por todas las dependencias de la casa a que nos sometieron Desi y su marido nada más vernos llegar, y no era capaz de atender a aquellas explicaciones detalladas sobre la reforma, la mejoría del conjunto en comparación con la distribución antigua, mucho más irracional, y la historia de cada objeto. Era como sufrir el implacable acoso de un cicerone, pero en peor, porque en este caso eran dos y se quitaban la palabra uno a otro continuamente. Costumbre que, por lo demás, también cultivan cuando no están enseñando la casa y a ellos les hace gracia, porque la consideran fruto de su simbiosis afectiva. A mí Desi siempre me ha cohibido un poco con su despliegue de optimismo y actividad. No es precisamente de las personas que me gustaría encontrarme al lado cuando tenga ganas de llorar. Y aquella noche tenía muchísimas. Casi me resultaba difícil respirar. Todo el día había hecho un calor horrible y había estado amagando tormenta.
Recuerdo que me retiré de la mesa cuando acabó la cena, acosté en sus respectivos cuartos a Lorenzo y Encarna, y, una vez en nuestro dormitorio, mientras Amelia tomaba la papilla y aprovechando que Eduardo se había quedado haciendo sobremesa, di rienda suelta a un llanto sofocado y breve, de los que yo llamo de emergencia, indispensables para descargar la congoja, pero que no me permiten recreo ni dan tregua para el ensueño. Cuando llegó Eduardo, acababa de cambiarle el pañal a la niña, la había metido en la cuna y contemplaba con hastío el equipaje a medio deshacer. Pero ya tenía los ojos secos. Sonó un trueno y me levanté a cerrar la ventana, que se estaba batiendo con el aire. Llovía. Menos mal. Aspiré unos instantes con delicia el olor a tierra mojada, antes de reingresar en mi precario mundo interior, cuya futilidad contrastaba con la fuerza salvaje de la naturaleza. Se oían gruesas gotas rebotando en la grava del jardín y el silbido imponente de aquel viento repentino agitando las ramas de los árboles. Eduardo se había quedado de pie con las manos a la espalda y cuando me volví se cruzaron nuestras miradas. La suya era severa. Inmediatamente se puso a reprocharme mi actitud negativa, el descontento que continuamente se leía en mi cara y la falta de atención ostensible de que hacía gala cuando los demás se dirigían a mí. No me daba cuenta yo de lo insolente que podía llegar a resultar mi gesto.
—¿Qué gesto? —pregunté, frunciéndolo de nuevo tras el breve alivio.
Él me empujó con brusquedad ante el espejo grande que había sobre la coqueta y dio la luz de un aplique de tres brazos que lo coronaba. Me tenía cogida por los hombros, como si temiera que escurriera el bulto.
—¡Ése! ¡Ese gesto! ¿Lo ves?
Sí, lo había visto. Me desprendí de él y apagué la luz que caía sobre la cuna de la niña. Recuerdo con toda nitidez aquella escena, porque cuando, años más tarde, fui al psiquiatra y me preguntó que de cuándo databa mi sensación de estar conviviendo con un extraño, fue esa imagen de los dos reflejados en el espejo, mientras fuera batía la lluvia, la primera que se me vino a la imaginación. Era algo parecido al odio lo que había descubierto en mi gesto.
—Es que no me gusta que me traten mal. No sé si lo sabes —dije—. Mejor dicho, creo que no lo sabes. Porque de mí no sabes casi nada.
Se quedó tan desconcertado que tardó en reaccionar. Solía callarme siempre, y sigo con esa mala costumbre. Te vas tragando las cosas y estallas luego en el momento más incomprensible para el que recibe ese vómito inconcreto de malestar cuyas causas no se justifican. Reconozco, además, que la alusión a malos tratos estaba expresada en términos incorrectos, según el código matrimonial, porque Eduardo no había pasado de dar algún portazo, pero la mano no me la había levantado nunca. Fue a lo que él se agarró inmediatamente.
—¿A qué llamas malos tratos? —preguntó.
Me encogí de hombros y me invadió una súbita flojera, mientras notaba que las lágrimas, el arma femenina más artera contra la clarividencia, volvían a nublar mi capacidad para dilucidar en términos lógicos ninguno de los asuntos de cuya confusión yo misma era cómplice. Me replegaba, como un caracol dentro de su concha, al menor amago de interrogatorio sobre mi conducta. Me acordé de Mariana, como muchas veces en trances de desfallecimiento similares. Tampoco ella me había maltratado físicamente, simplemente se había negado a entender mi necesidad de explicarme. Pero ¿había peleado yo por hacerle entender esa necesidad, apelando a una lógica de la que estuvieran excluidos los balbuceos y las lágrimas? La verdad es que no. Y eché de menos furiosamente aquella edad de oro de nuestra amistad en que no hacían falta explicoteos para entenderse, en que bastaba con que una de las dos descubriera un velo de pesadumbre en la expresión de la otra para que acudiera a disiparla con una caricia o una broma. «Anda, Sofía, mujer, no te quedes con los ojos alzados al aparente vacío». Y el vacío se volvía eso, aparente, se llenaba de esperanza. Y se sucedían los veranos de oro donde nunca pasaba nada, pero siempre estaba a punto de surgir lo inesperado. «Nunca más —dijo el cuervo—. Nunca más».
Eduardo se creció ante mi silencio.
—No te entiendo, de verdad, Sofía, no te entiendo —dijo—. ¿Te refieres a algo que haya pasado hoy?
Lo miré abstraída. Lo veía borroso a través de las lágrimas. ¿Hoy? ¿De dónde arrancaba aquel «hoy»?
—Que si me refiero a algo ¿con qué?
—¿Pero qué te pasa? ¿Cómo que con qué? ¡Con lo de los malos tratos! ¡No me hagas perder la paciencia, por favor! Explícate. ¿A qué te refieres?
—No sé. A nada en concreto. Son cosas que se sienten, pero no se pueden explicar.
—¡Sobre todo si no se intenta! —gritó él.
Comprendía que tenía razón y no sabía cómo aplacarlo. En aquel momento era lo único que me interesaba, echar tierra sobre aquel asunto de ramificaciones tan incómodas. Que no siguiera gritando, porque podía despertar a la niña.
—Déjalo y perdona. Tienes razón. Déjalo, de verdad, debe ser que estoy cansada.
Me miró, fuera de sí. Y me di cuenta, como otras veces, que no se pueden dulcificar las iras de nadie cuando el que lo intenta no abriga en el fondo de su corazón dulzura de ningún tipo hacia el iracundo. Por otra parte, la que estaba llorando era yo, y mientras ese llanto significara que anteponía mi necesidad de ser aceptada incondicionalmente a los requerimientos ajenos de comprensión, el contencioso seguía en pie. No hay en el mundo cosa más absurda y aburrida que una riña matrimonial.
—Sí, «déjalo», pero estás llorando —estalló él—. Y de cansancio no se llora. ¿Qué necesitas, di? ¿Qué echas de menos? ¡Que te tratan mal! ¡Es el colmo! Vas por la vida como si te lo debieran y no te lo pagaran. ¡Deja, por lo menos, de llorar! ¡Estoy harto! Ya no sabe uno qué hacer para que te ilusiones por algo, te lo digo en serio.
La palabra «serio» ha quedado clavada en mi memoria como adjetivadora de aquel momento, porque de pronto, alertada por un ruido casi imperceptible, me sequé los ojos y los fijé en la puerta. Se había abierto despacito y en el quicio estaba Encarna descalza y en camisón, mirándonos con los ojos muy abiertos, completamente inmóvil. Aquel verano llevaba trenzas.
—¿Por qué estás llorando mamá? —preguntó sin el menor asomo de encogimiento, en un tono más bien fiscalizador.
Su padre, que estaba de espaldas a la puerta, se volvió muy incomodado, mientras yo trataba de recomponer aquel gesto de amargura que había dado pie a la discusión.
—No estoy llorando, bonita. Sólo estoy un poco nerviosa.
—Sí, estás llorando, te hace llorar él —insistió.
—No digas esas cosas. Papá es muy bueno.
Eduardo perdió los estribos.
—¡Pues vaya un comienzo de veraneo! —explotó—. ¿Te quieres ir a la cama y dejarnos en paz?
Los dos habíamos llegado a la puerta. Yo me puse en cuclillas y la abracé.
—Anda, preciosa, es muy tarde, ¿cómo no te has dormido todavía? Creí que te habías dormido.
—No puedo, tengo miedo. Anda gente en el jardín.
—Que no, boba, es la lluvia.
—No. Pasa otra cosa. ¿Sabes lo que pasa?
Se agarró a mi cuello e intentó hablarme al oído, pero su padre nos separó sin contemplaciones. Desde que nació Amelia, estaba bastante claro que Encarna tenía celos y que reclamaba hacia sí misma una atención que hasta entonces nunca le había sido robada por nadie. Su hermano nunca le hizo sombra ni provocó en ella una reacción de envidia. Al contrario, deseos maternales de protección. Seguramente porque cuando aprendió a hablar, ya formaba parte aquel «Zenzo» de los elementos con que empezó a enriquecer su lenguaje, o porque, a pesar de ser varón, siempre se plegó a sus mangoneos; sumisión que, según Amelia, no ha desaparecido aún del todo. Lo cierto es que desde muy pequeñita llamó la atención por su desparpajo, capacidad de iniciativa y claridad de juicio. Por eso mismo resultaba más raro que de repente, cuando ya hablaba inglés, leía de corrido y era un líder en su colegio, se hubiera infantilizado tanto, especialmente en su relación afectiva conmigo. Eduardo sostenía, y posiblemente con razón, que yo estaba colaborando en aquel retroceso, porque la tenía demasiado consentida.
—Anda, vamos —le dije—, te acompaño a dormir y me cuentas lo que sea.
—No tiene por qué contarte nada que no pueda oír yo —dijo Eduardo muy irritado—. Ya está bien, Encarna, de mimos y caprichos sin fuste. Tienes ocho años.
—¿Y qué? —dijo ella—. Los mayores también tenéis secretos.
Y noté que le estaba costando tanto trabajo como a mí contener el llanto. Su padre la cogió de la mano.
—¡Basta! —dijo, autoritario—. A la cama te acompaño yo. O te vas sola. Como prefieras.
Ella se soltó de la mano de su padre y bajó los ojos.
—Prefiero sola —dijo—. Buenas noches.
Y se marchó con gesto rencoroso.
Cuando nos quedamos solos, se intensificó el ruido de la lluvia sobre los árboles del jardín. Yo tenía un nudo en la garganta y aguzaba el oído, por si acaso el llanto de Encarna en el cuarto contiguo me daba un pretexto para ir a verla. Pero no se oía nada, solamente el viento azotando las ramas de los árboles y el ruido de la lluvia. Tal vez hubiera escondido la cabeza debajo de las sábanas para llorar, lo mismo que hacía yo de pequeña. Y de nuevo la cuchillada del pasado enturbió mi capacidad para entregarme al presente y entenderlo. Lo mismo no, era distinto. Yo no me sentía casi nunca respaldada por mi madre. Pero de pronto me quedé pensativa. ¿Estaba tan segura de que fuera distinto? ¿Sabía yo acaso con seguridad lo que estaba necesitando Encarna de mí en aquel momento? Sí, lo sabía, claro: un cariño incondicional. Pero existían los otros también, no podía prescindir de las responsabilidades a que me obligaba mi maternidad múltiple, ni de Eduardo, ni de los criterios de Eduardo, y menos que nada de mis deseos secretos de soledad. Se trataba de mantener un equilibrio armónico entre fuerzas encontradas: en eso consistía el quid de la cuestión. Y una repentina lucidez me hizo entender que hablar con Eduardo de esa cuestión —o cuestiones— cuya prioridad se me antojaba evidente, supondría un paso hacia mi madurez, y que no debía demorar por más tiempo la búsqueda de un tono de buena voluntad para iniciar el análisis conjunto de aquellos asuntos pendientes. Aquel momento se prestaba, ¿por qué esperar a otro?
Y de pronto, me pareció completamente fuera de lugar que él rompiera el silencio para reanudar la conversación que estábamos teniendo antes de que la niña apareciera en la puerta, como si sus palabras se las hubiera llevado el viento huracanado de la noche, sin dejar rastro.
—¿Quién te ha tratado mal, di? ¿Te han recibido mal en esta casa?
Le dije que no, que lo olvidara, que ahora aquello daba igual. Pero a él no le daba igual, era lo único que le obsesionaba. Me senté en la cama con los ojos bajos y sumida nuevamente en la apatía. Él siguió insistiendo y acabó por soltar lo que más le había dolido: mi desaire a su hermana. Según él, yo no había estado lo suficientemente expresiva en mostrar satisfacción y gratitud, en maravillarme de la belleza de la casa y en alabar las dotes incomparables de Desi para la decoración de interiores.
A lo largo de aquel verano, se intensificó la alianza de Eduardo con su hermana, a quien siempre ha admirado sin límites, y cuyas capacidades de organización y convivencia doméstica no se cansa de ensalzar: el remango de Desi, el punto que logra dar a los guisos, lo bien que entiende al marido, su tacto social, su altruismo. Si estaban juntos y llegaba yo, se callaban bruscamente. Pero me daba igual, ni siquiera curiosidad me producía. Por otra parte, me sentía igualmente excluida de las conversaciones que mantenían en mi presencia y en las que no siempre me esforzaba por participar. Versaban sobre proyectos de excursión por la zona, sobre gastronomía, sobre marcas de coches y, más que nada, sobre el buen negocio que había supuesto la adquisición del chalet, aprovechando las estrecheces económicas de una familia en la actualidad desintegrada.
—Ya se sabe —comentaba Desi—, padre jornalero, hijo caballero, nieto pordiosero.
Higinio encendía un habano y aspiraba sus efluvios con evidente satisfacción.
—¡Quién nos lo iba a decir! ¡Si levantara la cabeza mi padre que en gloria esté! —decía, mirando desde la terraza, donde una doncella nos servía el café, las frondas oscuras del jardín.
Era un jardín muy triste, ensombrecido —pensaba yo— más que por aquellos árboles tupidos y corpulentos, por la presencia impalpable de las personas que lo habían habitado antes que nosotros y que no parecían haber dejado en el aire demasiadas vibraciones de felicidad.
A Encarna tampoco le parecía alegre aquel jardín ni le gustaba jugar en él. Pero me confesó que todas las historias que inventaba antes de dormirse entraban por la ventana desde el jardín y se le metían juntas y sin terminar en la cabeza. Y le daba gusto, pero también miedo, porque no las estaba inventando ella sola, y algunas veces no las entendía.
—Me pasa como con los libros —dijo—, que la historia se me sale de lo que pone allí.
—Ya. Pero esas historias del jardín, ¿quién las inventa?
Puso una voz de confidencia, no sin antes mirar en torno cautelosamente, aunque estábamos las dos solas. Precisamente en el jardín. Sentadas bajo el magnolio. Lorenzo se había ido a jugar al fútbol con unos amigos. Amelia dormía la siesta en su cuna y los demás habían emprendido una de aquellas largas excursiones en coche proyectadas detalladamente la víspera y a las que yo no siempre los acompañaba. Hacía una tarde muy fresquita y cantaban los pájaros. Me tiró de la manga para que me inclinara un poco.
—Hay unos hombres pequeños que se posan en las copas de los árboles —dijo, mirando recelosamente hacia arriba—. Te lo cuento sólo a ti. Es un secreto. ¿Verdad que no se lo vas a decir a nadie?
—No, no, estate tranquila.
—Es muy bonito tener secretos, ¿verdad?
—Sí, muy bonito. Pero, dime, ¿los has visto tú?
—Nadie los ve, porque sólo vienen cuando se ha ido el sol y empieza a estar oscuro. Y no siempre, algunas noches no vienen, tiene que ser cuando quieren ellos. Ni tampoco son los mismos todos los días, depende del tiempo que haga.
Me miró. Yo guardaba silencio. Hice un gesto alentándola a seguir. Los niños saben muy bien cuándo alguien los está creyendo. Mi infancia no estaba tan lejos como para haber olvidado eso.
—Ellos son los que cuentan las historias —continuó—, y las soplan para que entren en mi cuarto y me suban a la cabeza, trepando por el oído arriba. Pero como es un camino estrecho, se empujan unas a otras y me entran a cachitos sueltos, porque los hombres ésos hablan mucho y se interrumpen unos a otros, como la tía Desi y el tío Higinio, sobre todo en días nublados. Y luego, claro, soy yo la que tengo que colocar bien en la cabeza lo que se me ha metido; cuando leo un libro de muchos personajes me pasa igual, hacerle sitio a lo que dicen, ¿sabes?, para poder entenderlo, porque en la cabeza no caben todas las historias a la vez, son muchas, tiras de una y se te rompen, ¿a ti no te pasa?
Le dije que sí, que me pasaba exactamente igual, igualito, aunque a los hombres del jardín no los oía. Y que cuando no podía entender las cosas por orden, se me ponía delante de los ojos como una nube que me tapaba el sol, me había pasado siempre, desde pequeña. Y para volver a ver la luz tenía que inventarme una historia que explicara las otras.
—Pero esa historia —le dije—, si no se la cuentas a alguien o no la escribes, también se olvida y luego sale rota cuando la quieres recordar. O sea que todo se rompe siempre un poco y hay que pegarlo otra vez; qué se le va a hacer, un cachito de aquí y otro de allá, todo son cachitos.
Encarna se echó a reír. Se inclinó a coger un periódico que se había caído al suelo, arrancó una hoja y se puso a romperla y a dispersar los fragmentos por el aire, mientras canturreaba:
—¡Todo cachitos! ¡Todo son cachitos!
Yo también me reía de verla. Luego, cuando se volvió a sentar en el banco a mi lado, me dio un beso y me dijo:
—Lo entiendes todo tan bien. Me da mucho gusto que a ti tampoco te entren todas las cosas a la vez en la cabeza. Porque es que no caben, ¿verdad?
—¡Qué van a caber! Ni mucho menos.
Luego, me estuvo explicando que ella cuando más notaba eso era cuando veía pintados los países en un mapa con tantísimos ríos y montañas y fronteras. Si se ponía a pensar que existían de verdad todos al mismo tiempo y con gente moviéndose y animales y campos de trigo, se mareaba. Igual que después de mirar mucho rato las estrellas por la noche. Eso era peor todavía, con lo pequeñas que se veían y lo grandes que debían ser, hasta esas que parecen sólo polvo finito. Y cientos de millones, y en todas a lo mejor pasando algo que no sabemos. Se sentía pequeña como un grano de arena o una hormiga, y le entraba miedo y cuando se dormía soñaba con universos.
Me dio un vuelco el corazón y nos miramos en silencio, tanteando la posible certeza de estar compartiendo una emoción rara y preciosa. Sus ojos me interrogaban brillantes, casi al borde de las lágrimas.
—No me pidas que te lo explique mejor —dijo—. Es muy difícil de explicar, pero se pasa mucho miedo.
—Calla, a ver si lo acierto. Sueñas que te precipitas desde muy arriba y nunca acabas de caer y vas chocando con los planetas y nunca se ve el suelo ni sabes dónde vas a caer, ¿es eso?
—Sí, eso. Pero el miedo peor es porque también estás viendo cómo caes, igual que cuando ves que se cae una estrella, yo me miro caer desde abajo, es horrible.
—Bueno, todas las pesadillas son un poco horribles y tratan de eso, de que te caes.
—A mí me encantaría volar, como Peter Pan, aunque sólo fuera en sueños, ¿tú de pequeña cómo te figurabas a Peter Pan?
Se nos pasó la hora de la merienda, sin darnos cuenta, hablando de Peter Pan, de Sherezade y de muchos otros amigos comunes. Y fue como si aquel día los narradores de los árboles hubieran madrugado y se fueran descolgando de las ramas para sentarse a nuestro alrededor a medida que los íbamos nombrando: Andersen, Lewis Carroll, Stevenson, Collodi, Elena Fortún, Daniel Defoe, Perrault, Julio Verne, Salgari. Y al final sacamos la conclusión de que también a veces en aquel jardín se podía pasar muy bien y hacer agradables tertulias.
—Bueno, sí —reconoció Encarna—, pero con tal de que no vinieran nunca los mayores.
Aquella tarde se inició nuestra intensa complicidad veraniega, solamente comparable a la que, celestineada también por la literatura, se había establecido entre Mariana y yo años atrás, a raíz de que don Pedro Larroque nos leyera en clase las coplas de Jorge Manrique. Y al revivir el precoz sobresalto ante el precipicio del tiempo que Manrique me hizo atisbar por vez primera, surgía ahora del mismo abismo un premio inesperado. Aquella deidad del tiempo, enigmática y mutable, imprimía un brusco parón a los giros vertiginosos de su ruleta. Y lo que me estaba brindando mediante aquella tregua no eran, como otras veces, los restos embalsamados de una infancia perdida, sino una nueva infancia: la que mi hija me invitaba a compartir.
Y en días sucesivos yo le hablé de Mariana. Y de Noc. Aquel verano revivió Noc. Decidimos que sin duda era él el jefe de aquella bandada de hombrecillos que se aposentaban de noche en el jardín y se lanzaban de árbol a árbol serpentinas de cuentos, que cambiaban de color a tenor de las mudanzas atmosféricas. Pero entendíamos también —cada una a su manera— que la alianza que Noc estaba estableciendo entre nosotras crecía amenazada por una serie de circunstancias que la condenaban no sólo a ser fugaz sino también clandestina.
Lorenzo aquel verano prescindió casi por completo de su hermana, y alentado por Higinio y Eduardo, que mostraban clara predilección por él y coincidían en que debía emanciparse de tutelas femeninas, encontró una pandilla de chicos simplones, deportistas y algo mayores que él, de cuya amistad se sentía orgulloso. Encarna, en cambio, no hizo buenas migas con nadie y se dedicó preferentemente a leer todo lo que caía en sus manos y a esperar la ocasión propicia para comentarlo conmigo con tiempo por delante y sin que nadie nos interrumpiera. Encontrar aquellas ocasiones no resultaba siempre fácil, sobre todo para mí, aunque el aliciente de buscarlas fuera un lenitivo para mis agobios y melancolías. De hecho me volví más complaciente con los demás, y a veces, cuando estábamos en grupo y alguna de las frases que se decían rozaba nuestro código de sobreentendidos, la mirada risueña y cómplice que intercambiábamos mi hija y yo me pagaba de otras fatigas. Me consideraba una privilegiada con respecto a quienes no disfrutaban de semejante talismán, y esa consideración me inclinaba a compadecerlos y tratarlos mejor. Pero aquel talismán era una moneda que, como todas, tenía dos caras, y a veces salía cruz.
Encarna y yo habíamos llegado, mediante un acuerdo tácito, a la conclusión de que nuestra intimidad no convenía exhibirla sino esconderla, y era eso precisamente lo que le confería el punto de emoción que caracteriza a los amores contrariados. Sin embargo, en nuestro caso había un inconveniente añadido, que restaba veracidad y alegría a mi rejuvenecimiento. La recuperación de mi infancia se convertía en un espejismo, al tenerla que compaginar con unas tribulaciones que pertenecían de lleno a mi irremediable compromiso con el mundo de los adultos, y de las que era imposible hacer participe a Encarna. Así por ejemplo, cuando ella, en nuestros ratos de charla a solas, se refería a los «mayores», excluyéndome a mí de ese grupo, mi sonrisa se veía enturbiada por una fatal conciencia de doblez. Y lo mismo cuando me preguntaba que en qué estaba pensando y se trataba de algo que yo no le podía decir, casi siempre cuestiones relacionadas con su padre. A veces me parecía descubrir en sus ojos la misma aversión hacia él que en mí iba tomando cada vez más cuerpo. Pero, caso de que fuera un sentimiento compartido, cosa que nunca me atreví a indagar, la sospecha de estar en lo cierto no me unía a ella sino que, por el contrario, proyectaba sobre nuestros juegos y bromas una sombra espesa que nos separaba.
Recuerdo una mañana en la playa, pocos días antes de nuestro regreso a Madrid. Eduardo y yo arrastrábamos la resaca de una riña nocturna con dosis considerable de acritud, pero nada escandalosa, porque a lo largo de nuestra estancia en Suances habíamos hecho notables progresos en controlar el diapasón de la voz, aunque su contenido llevara dinamita. Los motivos de la discusión se me han borrado casi por completo, aunque incluía quejas sobre lo maleducada y rebelde que se estaba volviendo Encarna, de cuya existencia y crecimiento yo parezco ser la única responsable. (Por cierto, ni entonces ni en tiempos más recientes se ha dignado discutir conmigo acerca de la educación de Lorenzo, como si considerara que tanto sus aciertos como sus fallos son de su exclusiva incumbencia. Creo que, en el fondo, es por el único de nuestros hijos que se siente defraudado). Nada quedó zanjado aquella noche ni se llegó al más mínimo acuerdo, como es habitual en este tipo de contiendas, alimentadas más que por su propio argumento por un choque de humores entre las partes en litigio. Porque el humor, ya se sabe, está sometido a fluctuaciones imprevisibles, como elemento gaseoso que es y de índole caprichosa, igual que las nubes. Y de la misma manera que ni el pintor más experto logrará nunca captar los sucesivos dibujos de las nubes, tampoco podemos prever nosotros cuándo se nos va a hinchar tanto el alma como para invadir el espacio acotado de otra, y menos recordar al cabo del tiempo la causa fortuita de aquella colisión, los perfiles que adquirió o las burbujas en que se deshizo. Lo que sí pasa, cuando quieres mucho a alguien, es que barruntas sus nublados y a veces logras encoger los tuyos para que no entren en conflicto. Pero yo de las nubes de Eduardo siempre he sabido muy poco, no me ha interesado parar mientes en ellas. Aunque las tendrá, quién lo duda. Lo que sí recuerdo es que aquella noche se disiparon sin llegar a descargar tormenta. Le venció el cansancio antes que a mí, y yo aproveché tan oportuna coyuntura para hacerme la dormida, ficción que puede ser un arma de dos filos, como he aprendido con creces a lo largo de nuestra convivencia. Porque, ante el temor de que el otro también esté fingiendo dormir, no se atreve uno a moverse ni a encender la luz para no dar pie a que se avive el rescoldo de los agravios.
Total, que cuando empezó a rayar el día en el jardín, coincidiendo con los primeros gorjeos y manotazos contra la cuna que anunciaban el despertar de Amelia, yo no había pegado ojo y les había estado dando vueltas a obsesiones ingratas, de las que acentúan esa difusa conciencia de culpa que tantas veces me nubla la alegría, me incapacita para soñar y vuelve opaco lo que miro, como un dolor sordo y persistente, aunque ilocalizable. Me levanté con la moral por los suelos, en la disposición menos apropiada del mundo para comentar con Encarna, como le había prometido, Veinte mil leguas de viaje submarino. Lo único que me apetecía era dormir muchas horas seguidas, a poder ser escondida como polizón en aquel submarino de Julio Verne, y despertar entre desconocidos.
En cambio Desi, con quien coincidí en la cocina, estaba de un humor excelente aquella mañana, entregada con verdadero entusiasmo a preparar croquetas, emparedados y otra serie de apetitosas viandas propias de picnic. Me acordé de que habíamos quedado en pasar todo el día en la playa, con otro matrimonio que también tenía niños, uno de ellos de la pandilla de Lorenzo y bastante amigo suyo, creo recordar. En cuanto le di la papilla a Amelia y la cambié, me sentí obligada a echar una mano a Desi y a hacerle un poco de caso, esfuerzo supletorio que agotó ya definitivamente mis reservas, hasta el punto de que en un momento determinado noté que me mareaba y tuve que sentarme. Ella misma me dijo que tenía mala cara y me preguntó que si no volvería a estar embarazada.
Durante el desayuno ponderó la suerte que teníamos con que hubiera amanecido tan buen tiempo para poder despedirnos de las delicias de la playa, disfrute que la lluvia había venido entorpeciendo a lo largo de varios días. También dispuso la forma en que íbamos a repartirnos en los distintos coches, dio diversas órdenes a la criada y se manifestó ilusionadísima ante la idea de captarnos a todos en el objetivo de su nueva Leika, porque entre sus muchos hobbies estaba el de la fotografía.
—Por fin hoy —anunció— vamos a poder hacer fotos para tener un recuerdo como Dios manda del verano. Porque, entre unas cosas y otras, no ha habido manera de pillaros a todos juntos.
Encarna, que estaba sentada enfrente de mí, no hacía más que buscar mi mirada, mientras que yo en cambio trataba de rehuir la suya. No abrió la boca en todo el desayuno. La tarde anterior, al final de una charla que Desi interrumpió y que versaba sobre submarinos, su gesto de contrariedad fue tan exagerado como las promesas que siempre trataba de arrancarme, antes de que la abandonara para dedicarme a otros quehaceres. Y me di cuenta, con una pesadumbre que se prolongó toda la noche y contribuyó a envenenar mi insomnio, de que tenía que poner coto a las exigencias de aquel cariño. Simplemente porque, aunque era mi mayor fuente de luz y de energía, no podía corresponder a él con el mismo grado de exclusividad; porque, como ella misma había intuido cuando «soñaba con universos», habría que tener mil vidas y mil corazones y mil cabezas para atender cabalmente y por orden a todas las imágenes y sentimientos náufragos que nos piden asilo al mismo tiempo.
—¿Qué te pasa, mamá? —me preguntó luego, en un aparte, cuando salíamos hacia los coches.
Le dije que nada y que además procurara estar más simpática con la tía Desi, que a veces ponía una cara que parecía que la estaban matando. Le hablaba en un tono impaciente y algo cortante.
—Pues tú igual —dijo ella—, sólo que yo te digo lo que me pasa siempre que me lo preguntas y tú a mí no.
—¿Y qué te pasa, vamos a ver?
—Que no quiero que se ponga a hacernos fotos a todos en montón, y a decir que nos riamos, yo no tengo ganas de reírme a lo tonto porque ella me lo mande.
La sesión de fotos de aquella jornada fue realmente exhaustiva, sobre todo porque a Desi no le gustaba hacerlas todas seguidas, sino cuando la luz y la combinación del grupo le resultaban apropiados. Tenía recientes las enseñanzas de un cursillo de fotografía que había seguido por correo, y la sentía uno omnipresente, acechando todas nuestras idas y venidas, con la sonrisa súbita de quien pretende dar una sorpresa, pero al mismo tiempo pide colaboración para ello, sin molestarse en investigar si la sorpresa es o no del gusto de quien la recibe.
—¡No os mováis, por favor!, quedaros como estabais —se le oía decir en el momento más inesperado—. ¡Qué foto tenéis en este momento! Lorenzo, no sueltes la raqueta, así, sin hacerle sombra a tu hermana… No, Sofía, tú un poco más a la derecha, como estabas antes.
—Es que no sé cómo estaba antes.
Era tal mi desmadejamiento, que cualquier «antes» remitía a una pesquisa que me arrebataba peligrosamente en su espiral, alejándome más todavía de la participación en el presente. La compañía de aquellos señores —hoy totalmente difuminados y sin relieve— que vinieron con nosotros al picnic la recuerdo con gratitud, porque hablaban mucho y no sólo me eximían de intervenir, sino que ayudaron a descargar las tensiones que hubieran podido surgir entre Eduardo y yo. Hablaron mucho del problema de la vivienda, porque creo que él invertía en negocios de construcción, y Eduardo manifestó que había decidido comprar una casa más amplia, porque, en cuanto creciera Amelia, en el piso de Donoso Cortés ya no cabíamos. Aunque casi no me miraba al decirlo, las intervenciones de Higinio y Desi me hicieron entender que más de una vez había hablado de ese propósito con ellos, y que a mí me daban por enterada. Yo me limité a declarar que me horrorizaban las obras y las mudanzas.
—Creí que ibas a dar una opinión más original —dijo Eduardo—. Eso ya lo sabemos, mujer.
Yo no contesté nada.
Un poco antes de que llamaran a los chicos para comer, me escabullí y me fui a dar un paseo por el borde de la playa hasta las rocas. Me senté en una que tenía un hueco en forma de cueva y me quedé inerte y ensimismada viendo cómo subía la marea. Pensar en la vuelta a Madrid se me hacía aún más agobiante con el peso extra de aquellos proyectos de Eduardo, que nunca había formulado delante de mí de modo tan perentorio. Y al imaginar el crecimiento de los niños y la instalación en esta casa (entonces una nebulosa sin localizar y hoy ya tan precisa e ineludible como cargada de recuerdos), las lágrimas empezaron a nublarme los ojos. Encarna, que me había seguido, vino despacito a tapármelos por detrás en el momento en que una ola estallaba a nuestros pies y nos salpicaba la cara.
—¡Soy Simbad el marino! —dijo.
—¡Qué susto me has dado, hija! Tenemos que volver, está subiendo la marea. Anda, vamos.
Se me quedó mirando.
—¿Estás llorando o son las gotas del mar? —me preguntó.
—Son las gotas del mar.
Se abrazó a mi cuello.
—¿Sabes para lo que tengo ganas de ser mayor? —me dijo al oído.
—No sé. Siempre dices que no quieres ser mayor.
—Para tener una casa y llevarte a vivir conmigo. Una casa pequeña, con balcones, y delante el mar. Y tú no tendrías que hacer nada, sólo contar cuentos. A Noc lo dejaríamos venir por las noches.
—¿Y de qué íbamos a vivir?
—De contar cuentos, en muchos sitios pagan por contar cuentos, me lo has dicho tú.
Me eché a reír y le di un beso. Por unos momentos había logrado que la casa de Donoso Cortés y ésta desde donde ahora rememoro aquel sueño olvidado, se convirtieran en otra pequeñita cuyos balcones se asomaban al mar.
—¿Verdad que me quieres mucho? —preguntó.
—Mucho, claro, ya lo sabes.
—Y vamos a estar siempre juntas, ¿verdad?, pase lo que pase, siempre; los demás no nos importan.
—Oye, que está subiendo mucho la marea.
—No tengas miedo, yo voy delante y te doy la mano. No te resbales. Soy tu capitán.
Apareció Desi de improviso y nos disparó la última foto del carrete cuando estábamos iniciando el descenso, cogidas de la mano y de espaldas al mar, que acababa de salpicarnos con otra de sus olas, ahora mucho más brava. No nos habíamos fijado en ella hasta que dijo:
—Os venía a buscar para comer. ¡Ésta sí que tiene que haber quedado bonita!
Y no se equivocaba. Precisamente es la foto que andaba buscando anoche.
Todas las sensaciones dormidas de aquel verano, tan borroso como si nunca hubiera existido, fueron despertando de su anestesia mientras buscaba, cada vez más afanosamente, los dos sobres amarillos donde vi metidas por última vez esas fotografías, entre las que destaca, con la luz inconfundible de los tesoros, aquella sonrisa protectora de Encarna niña, cuando acababa de inventar, a modo de guarida para nuestro futuro, una casa de cuento que se llevó la marea, como se lleva implacable los nombres atravesados por una flecha que dibujan en la arena los enamorados.
Me prometí a mí misma que, si la encontraba, la mandaría ampliar y la pondría en un marco de plata. Pero tal promesa se quebró, al estrellarse intempestivamente contra otra sonrisa mucho más sarcástica de la Encarna de ahora cuando ridiculiza ciertas casas de la alta burguesía, donde es imposible apoyar en mesita alguna «libro, copa, cenicero, ni aun triste codo», por culpa de la multitud de fotos familiares enmarcadas en plata y carey que las atiborran y reducen a mero adorno.
Y el recuerdo de esa frase de Encarna arrastró consigo el de la fiesta en casa de Gregorio Termes y el regreso silencioso en el coche con Eduardo, que desde aquella noche no sólo no ha vuelto a salir conmigo, sino que las frases que hemos cruzado no alcanzarían a llenar tres páginas de este cuaderno. Y esa constatación se me presentó de forma tan descarnada que me hizo aterrizar bruscamente en la realidad. Son como dos aviones enemigos el de la quimera y el de lo cotidiano y siempre hay uno que derriba al otro. Los efectos de la caída se materializan antes que nada en ese ajuste de cuentas con el tiempo a que me vengo refiriendo sin tregua desde que me he puesto a escribir. Mi primer cuaderno, el que se inicia con el collage de la liebre entre trocitos de espejo, lo estrené en el Ateneo el uno de mayo, o sea al día siguiente de la fiesta de Gregorio. «Diecinueve días —reflexionaba yo antes—, ¡qué raro es el tiempo de la escritura!». Pero en lo que no suelo pensar es en que por raíles paralelos al de esa dedicación que me ha metido en un tiempo ficticio, discurre otro tiempo real, cuyos episodios no he reseñado más que tangencialmente, y eso cuando no los he silenciado de manera absoluta. Las famosas «vivencias de irrealidad» de que me habló hace años el psiquiatra. Está claro que me resulta menos gravoso hurgar en los acontecimientos del pasado que preguntarme por las causas de lo que está ocurriendo a mi alrededor, mientras me sumerjo en la tarea de llenar páginas y releerlas.
Por ejemplo, he consignado en algún sitio de estos cuadernos que Eduardo y yo ya no dormimos en el mismo cuarto y que tengo pendiente la iniciativa —ya que él no la toma— de abordar alguna conversación capaz de abrir brecha en el muro que nos aísla. Pero lo que no he dicho es que tanto él como yo conocemos la causa concreta del silencio que se inició al volver de la fiesta de Gregorio Termes y que desde ese día no ha hecho más que espesarse. Cuando salí al recinto de la piscina aquella noche para recibir sola el mes de mayo y me quedé mirando la luna, oí el ruido de alguien que se escabullía entre los arbustos, no con tanta presteza como para que yo no reconociera los movimientos de Eduardo y sus anchas espaldas que a duras penas trataban de ocultar el fulgor rojizo del pelo de su compañera. He apartado deliberadamente esta escena de mi memoria, he tratado de aboliría, y cuando reaparece, tengo que reconocer que las lágrimas que me la volvieron borrosa e incierta no eran de celos, sino de añoranza por la juventud perdida. De hecho, al día siguiente, me desperté cantando el «Submarino amarillo» y decidí emprender en serio el rescate literario de una parte de mi juventud. En resumidas cuentas, sigo siendo víctima de esa obstinación por pedirle asilo al pasado que tantas veces me reprocha Encarna, la que mejor me conoce de mis tres hijos, aunque ya no sueñe con edificar una casita con balcones al mar donde poder vivir juntas.
«Tengo que hablar con Encarna —pensé, mientras seguía buscando la foto de la playa—, con la Encarna de ahora».
Y al pensar esto, miraba alrededor, porque ya hacía rato que la búsqueda de la foto me había desplazado fatalmente a su antigua habitación, hoy convertida en trastero, y hasta en el olor del recinto me llegaban efluvios de su presencia fugitiva e indescifrable. Palpaba recodos, estantes y escondrijos, como quien juega a la gallina ciega, pero casi segura de que no era aquella infancia añorada lo que me iba a salir al encuentro.
«Tengo que hablar con ella, pedirle que me sacuda, que me eche en cara mi cobardía, que vuelva a servirme de capitán. Necesito hacerme a la mar de las mudanzas, embarcarme "desnuda de equipaje" hacia puertos desconocidos».
Y ya divorciada casi por completo del motivo que me había llevado al trastero, seguí echando cuentas de lo que ha pasado fuera de mí mientras llenaba cuadernos a lo largo de estos diecinueve días. Tampoco he vuelto a ver a Lorenzo ni a Encarna, sólo alguna vez han llamado por teléfono, o Consuelo me ha dicho que los ha visto y que están bien. Pero necesito verlos en persona, en su propia salsa, apearme de mis quimeras, presentarme en el refu.
¿Y Mariana, de la que tanto hablo en mis cuadernos? ¿Dónde estará la Mariana de carne y hueso, qué le habrá pasado? Aquella noche fronteriza entre abril y mayo, mientras yo escuchaba las confidencias deshilvanadas de una paciente suya, ella —aunque he tardado en saberlo— me estaba escribiendo una carta muy larga donde me anima a seguir haciendo deberes, antes de salir de viaje con rumbo desconocido. Pero ¿dónde está de verdad ahora, qué aire respira fuera del que yo le insuflo al evocarla? La volví a llamar hace tres días y se puso directamente la doctora que la suple, esa tal Josefina Carreras. Me dijo que está muy preocupada porque Mariana no ha vuelto a dar señales de vida ni nadie sabe dónde para. La encontré tan alterada que no me parecía la misma que me habló la primera vez; se ve que los psiquiatras tampoco son de corcho. Me pidió por favor que si yo era amiga suya y recibía alguna noticia se lo comunicara inmediatamente. Insistía en indagar el tipo de amistad que nos une, y eso ya me hizo menos gracia. Le dije que sí, que éramos muy amigas, pero no quise decirle desde cuándo ni cómo me llamo, aunque me lo preguntó con una avidez perentoria y bastante desagradable. «Eso no hace al caso», dije. Y colgué. De pronto, no sé por qué, me siento más cerca de Mariana que nadie y celadora de algún secreto suyo. Llevo varios días mirando el buzón con una ilusión especial. Pero sin angustia. Estoy segura de dos cosas: de que a Mariana no le pasa nada, y de que acabará por escribirme o llamarme desde donde sea, antes que a nadie. La doctora Carreras no sabe por qué se ha ido de Madrid, pero yo sí. Huyendo de los problemas de ese amigo que intentó suicidarse. Me lo dice al final de la única carta suya que he recibido: «Algún día te llamaré para vernos, pero por ahora no. Necesito encontrarme mejor. No sé cómo me tengo en pie. Es posible que me vaya una semana fuera de Madrid». Claro que ya ha pasado más de una semana.
Bueno, ¡y qué más da el tiempo que haya pasado! Yo he escrito dos cuadernos y medio, ¿no? Pues ya está. A ver si vuelve a tomar vuelo ese avión de papel que me alza por encima de la realidad y me deja contemplarla mejor. En cuanto me pongo a sacar la cuenta de las fechas reales y a intentar casarlas con las imaginarias, nada coincide y pierdo la aguja de marear. También ella parecía tenerla perdida cuando se fue. No es un oficio muy grato el suyo, pobrecita. Pues vaya una esclavitud, atender a tanto demente. Yo no puedo dejar de escribir, es lo único que me cura, y además le tengo que llevar los cuadernos. El día que sea. Los escribo para ella, por gusto y porque le pueden ayudar a entender cosas que a las dos nos atañen. Y, si no me vuelvo loca, podré atender a sus problemas con más clarividencia, y a los de los chicos, y a los de Eduardo. También a los de Eduardo, ¿por qué no? Le pediré que me hable de la pelirroja si eso le desahoga; pero, hombre, todos nos cansamos unos de otros, viene en las novelas y además pasa en las mejores familias, lo peor es mentirse, le haré entender que no son los celos lo que me impide sacar esta conversación, que sólo es la pereza, el miedo a las mudanzas, porque separarnos llevaría aparejado tener que pensar en nuevos traslados, en obras, en facturas, en una nueva remesa de papeles que guardar. Ésa es la verdad sin aderezos. No me voy a hacer la magnífica ni la romántica a estas alturas. Aunque quizá le ofenda oírme hablar así. Tal vez preferiría creer que me hace daño.
Estaba tan absorta en estas divagaciones que me sobrecogí al verlo allí parado a contraluz en la puerta del trastero de Encarna.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
—No sé, las doce, creo.
—¿Tan tarde?
—Sí. Vengo roto. ¿Tú que estás haciendo?
—Estaba buscando unos papeles que necesita Encarna —mentí.
Y aquella mentira tan inútil me hizo entender fugazmente que es mucho más difícil de lo que parece ir con la verdad por delante, y que mal arreglo tienen ciertas cosas.
—¿Qué es de ellos? —preguntó distraído, como por cumplir—. Parece que se los ha tragado la tierra.
—Están bien. Lorenzo sigue trabajando en el estudio de ese arquitecto. Y Encarna escribe, ya sabes.
Había vuelto a mentir, porque Lorenzo ya hace bastante que no trabaja en el estudio de ese arquitecto, y además no ha terminado la carrera, cosa que no se atreve a confesarle a su padre.
—En fin, no te creas, que yo tampoco los veo mucho —añadí—. Si quieres cenar algo, hay cosas en la nevera.
—No, vengo de una cena de negocios. Y tengo un sueño que me caigo.
—Pues nada, buenas noches. Ah, te ha llamado Desi.
—¿Qué quería?
—No sé, no me lo ha dicho.
—Ya la llamaré mañana. Buenas noches.
Ya iba a marcharse, pero se volvió. Hablaba ahora con una voz irritada.
—Oye, y da una luz mejor. Con esa bombilla desnuda colgando del techo y ahí agachada, pareces un fantasma. Me horroriza este cuarto, te lo he dicho mil veces.
La agresividad de su voz, delatora de tantas cosas como nos separan, al dirigirse al trastero de Encarna me pareció que se estrellaba ciegamente contra Encarna misma, contra toda su ternura, su idealismo y su afán siempre insaciado de sinceridad.
—Pues nada —dije secamente—. Cuando quieras, llamamos a Gregorio Termes, y que lo convierta en una sauna.
Arrugó el ceño y desapareció sin decir nada. La conversación pendiente quedaba diferida una vez más, pero ya no la sentía como un peso, ni conseguía despertarme remordimiento alguno.
No encontré las fotos del verano en Suances, como era de esperar, pero en cambio apareció un cuaderno rayado con tapas de hule que me llamó la atención. «Cuentos sombríos», leí en la primera página. Tenía escritas muy pocas, del puño y letra de Encarna; ella siempre empieza los cuadernos y nunca los termina. Por la fecha que había debajo del título, en mayúsculas y subrayado, calculé que lo había empezado en su primer curso de Letras, es decir más o menos a la edad que tenía yo cuando conocí a Guillermo. Así como ella misma me ha dado ocasión sobrada de contrastar nuestras respectivas infancias e incluso de repescarlas con la misma red, pocos elementos de juicio tengo, en cambio, para comparar su adolescencia con la mía, basándome en datos distintos de los que me proporciona mi propia interpretación de la realidad, poco fiable y rigurosa.
No soy amiga de fisgar en papeles ajenos, pero la reciente evocación del verano en Suances me había dejado tal sed por asomarme a las transformaciones operadas desde entonces en el alma de Encarna, que absolví a mi curiosidad de toda culpa, argumentando que al fin y al cabo se trataba de una composición literaria, no de un diario. Cogí, pues, el cuaderno de tapas de hule, apagué la luz del trastero, crucé el pasillo con pasos furtivos y me fui a tumbar vestida encima de la cama turca de Amelia, no sin haber cerrado antes la puerta cuidadosamente, y dispuesta a devorarme aquel cuento sombrío. Porque resultó ser sólo uno. Y, aunque no tenía más de quince páginas, con ser uno sobraba.
No lo digo por su calidad literaria, realmente asombrosa, sino por el estremecimiento que me produjo comparar mis poemas de esa edad, traspasados por la añoranza de un amor ideal, con el tono descarnado y siniestro de «Exilio sin retorno», el único cuento sombrío y posiblemente incompleto que aparece escrito con letra rápida y pocas tachaduras en el cuaderno de tapas de hule. Eloy, un muchacho de catorce años, viaja con sus padres, a través de un paisaje yermo y deshabitado, en un coche lujoso que conduce su padre, pero que va adornado con coronas de crisantemos, como si se tratara de una carroza fúnebre. Desde el asiento trasero, donde va tumbado y haciéndose el dormido, el adolescente, a quien se describe como Ícaro con las alas rotas, imagina un accidente mortal del cual él saliera ileso. La descripción detallada del ficticio accidente, acompañada del testimonio que, al levantamiento de los cadáveres, el juez requiere del único superviviente, se alterna con el diálogo real que el padre y la madre mantienen en el asiento delantero. A la quinta página, era tal la opresión que sentía en el pecho que me quité las gafas y tuve que descansar un rato. Al hilo de esa conversación matrimonial, tan inútil, embotada y cruel como todas las que yo mantengo con Eduardo, Encarna —desdoblada en Ícaro sin alas— reflexiona sobre las tendencias antagónicas que se albergan en su cerebro: por una parte, el deseo de examinarlo y entenderlo todo, y por otra la adhesión a creencias caducas cuyo abandono supondría el abandono del paraíso. Confiesa su temprana indignación ante la cobardía y duplicidad de sus padres, su incapacidad para seguir idealizándolos y su protesta por haber nacido en un mundo cuyas leyes se han dictado sin su aquiescencia. Si reincide en la tentación de un idilio con la madre, Eloy no volverá a tener nada propio que contar, salvo la exploración de su alma a través de los datos retorcidos y falseados que ella misma le muestra. Aun a sabiendas de que liberarse de los lazos familiares significará emprender un exilio sin retorno, decide renunciar a la mentira. De pronto, un resplandor muy fuerte le obliga a abrir los ojos. Cuando se incorpora, el coche fúnebre está rodeado por las llamas de un incendio devastador. Apenas tiene tiempo para escapar reptando.
Salí de la lectura de «Exilio sin retorno» como quien se despierta de una pesadilla, y aunque al mirar a mi alrededor no vi ningún incendio, mi alma estaba en llamas.
La necesidad de ver a Encarna inmediatamente coincidía con el deseo fogoso y repentino de escapar de casa, de rebelarme contra la mentira, de romper amarras. «Tengo que hablar con Encarna, contarle todo lo que me pasa y lo que siento ahora, no puedo demorarlo ni un minuto más; de las personas que tengo cerca ella es la única que me entiende». Y el refu se me presentó de repente como aquella casita con balcones al mar que su imaginación infantil edificara para brindarme asilo. «Tú no tendrías que hacer nada —me había dicho—, sólo contar cuentos». Pues eso es precisamente lo que necesitaba. Y además ella misma acababa de demostrarme que los cuentos pueden ser sombríos, que no tienen por qué acabar siempre bien, pero que también ésos hace falta contarlos con detalle y acierto, aunque no tengan final feliz, y hasta más falta, si bien se mira. Pero, claro, es muy difícil saber cómo y cuándo acabarlos, atinar con el final no feliz. ¿Qué me está pasando a mí, si no, desde que empecé estos cuadernos? No me salen más que cuentos incompletos, todos son cachitos, y los voy uniendo como puedo, pero quedan cachitos para dar y tomar, vivos y coleando, empujándose para entrar en el argumento. Ahí es nada, toda una vida, a la que han afluido y siguen afluyendo muchas más y cada cual cantando su canción, cuántas aguas mezcladas, cuánto poso; y sin salir de casa, cada cajón que abro, cada nube que miro pasar por delante de mi ventana, cada palabra que oigo y cada libro que me pongo a leer estalla en mil añicos donde se espejan nuevos fragmentos de vida: historias despedazadas. El único final un poco feliz de estos cuentos incompletos será el de podérselos entregar algún día a alguien que sonría entre lágrimas al recibirlos.
Miré el reloj. Eran las doce y media. Metí el cuaderno de tapas de hule en un cajón, me puse la chaqueta, cogí dinero y llaves y, cuando ya estaba a punto de salir de casa, retrocedí sobre mis pasos y entré en la cocina. Era más sensato llamar al refu antes de ir, para saber si estaba Encarna o había salido. No tenía yo el cuerpo para viajes en balde.
Nada más descolgar el teléfono, me di cuenta de que había interrumpido una conversación que Eduardo, desde el dormitorio, estaba manteniendo con alguien.
—Por favor, Magdalena, no me pongas las cosas más difíciles; sólo te pido un poco de paciencia, yo también lo paso muy mal —le oí decir en voz sofocada y tensa.
Solté el teléfono y lo deposité cuidadosamente en la mesita auxiliar del office, como quien se desprende con sigilo y aprensión de un insecto que puede ser dañino. Me alejé unos pasos, sin saber qué partido tomar. Colgar en ese momento alertaría a Eduardo y podría hacerle pensar que fiscalizo sus efusiones sentimentales. Pero dejarlo para más tarde planteaba dos problemas que procedían de la misma incógnita: la duración imprevisible de aquella conversación. Yo no tenía los nervios como para aguantar allí hasta que acabara, pero es que además alcanzar la pericia de hacer coincidir exactamente mi «clic» con el del dormitorio me condenaba a acechar cé por bé los altibajos de aquel coloquio. Dejar descolgado el teléfono del office y desentenderme de él, que finalmente fue la solución que elegí como menos mala, presentaba el inconveniente de que, si Eduardo quería volver a llamar, cosa muy probable, descubriría de todas formas, al encontrarse con que no tenía línea, que yo había oído parte de la conversación.
«Pero al menos —pensé con alivio— no me encontrará en casa para pedirme explicaciones ni sentirse obligado a dármelas». Había además otra ventaja: mi huida repentina a aquellas horas de la noche ya no se prestaba a ser juzgada como un arranque incomprensible o caprichoso; podía resultar incluso coherente. O sea, que aquel argumento subsidiario, surgido como liebre en el erial, no sólo hizo más urgente y avasallador mi deseo de largarme de casa, sino que le otorgó de paso una justificación muy oportuna.
Arranqué una hoja del bloc de los recados y escribí: «Me voy a dormir a casa de una amiga. No la conoces tú ni tiene teléfono. Pero no te preocupes, porque no estoy de psiquiatra ni pienso tirarme por el viaducto. Mañana o pasado te llamaré al despacho y hablaremos. Ahora no tengo ganas. Y no pienso volver a hacer en mi vida nada sin tener ganas. Buenas noches, S.».
En el transcurso de todas mis cavilaciones, y sobre todo mientras escribía la nota y la colocaba luego con precaución debajo del auricular para que Eduardo no tuviera más remedio que encontrarla, no pude evitar que una serie de añicos de aquella historia descabalada me entraran por el oído, intentando engrosar el caudal, ya desbordante, de todos los cuentos y cuentas pendientes. Aquella Magdalena, a quien identifiqué —no sé si equivocadamente— con la chica pelirroja, planteaba quejas y exigencias, y él trataba de aplacarla, asegurándole que todo se arreglaría y salpicando sus promesas de apelativos mimosos como «darling» o «cielo». Pero lo que más me dejó de piedra fue una frase que oí ya al final con toda claridad, porque sonó justamente cuando yo levantaba el auricular para meter la nota debajo.
—¿Paciencia? —estaba diciendo ella con una voz rabiosa pero entrecortada por las lágrimas—. ¿Te parece que he tenido poca? Pues, para que te enteres, Desi dice que no sabe cómo aguanto esta situación, pregúntaselo a Desi.
Abandoné la cocina, enfilé el pasillo y me largué a la calle.