XIV. RESONANCIAS LITERARIAS

Querida Sofía:

Ayer por la mañana, cuando fui a dejar la llave de la 203 en el casillero, el recepcionista me preguntó que si ya he decidido por cuánto tiempo voy a prolongar mi estancia. Sonreía al decir «ya». Tiene unos dientes muy blancos y uniformes, y los luce al buen tuntún, aunque la sonrisa no venga a cuento, como esos locutores de televisión que no meten las pausas al servicio del texto, sino que las padecen a modo de tic nervioso más obediente al mandato de los focos que a las leyes de la prosodia. Lo deben haber contratado por los dientes. Son de anuncio. Yo para mis adentros lo llamo el Profidén.

De todas maneras aquel «ya», intencionadamente o no, resaltaba en la frase como si quisiera llamar la atención hacia su esencia adverbial y alertarme sobre la necesidad de pactar con las fechas. Asunto, por cierto, al que desde que abro los ojos suelo darle bastantes vueltas yo por mi cuenta. O mejor dicho, es su zumbido de moscardón girando en torno mío lo que me despierta, y mis primeros conatos mañaneros de reclutar voluntad se dirigen indefectiblemente a inventar argucias para espantarlo. Así que me molestó mucho aquella pregunta. Era como el recrudecerse de un dolor de cabeza cuando se está empezando a pasar. Además, en un sentido estrictamente literal, aquel ajuste de cuentas con el tiempo no parecía ser la primera vez que me venía sugerido por el joven de la sonrisa impecable.

Yo había bajado un rato a la sauna por ver de paliar la resaca de una noche rica en pesadillas. Me buscaban por un bosque Silvia y Josefina Carreras, montadas en un carricoche raro. El cochero, vestido con pesadas ropas de invierno e inmóvil como una estatua, resultaba ser Raimundo. Era de noche cerrada. Pasaban cerca de mí y yo me escondía detrás de los árboles porque tenía miedo. En la sauna me crucé con la mujer-objeto. Luego, ya en mi habitación, recién limpia y oliendo a ambientador de flores, me había estado maquillando y probándome distintos atuendos, que iba dejando tirados sobre la cama, en busca del más resistente a mi crítica. La neurosis de las ropas. Bajo este epígrafe tengo muchas notas en mi fichero de Madrid. Hay días en que se agudiza la relación neurótica de la mujer con sus prendas de ropa, sobre todo con las de adquisición más reciente, que no siempre tienen entidad cuando pasan unos días. Una especie de lucidez mezclada de impotencia nos lleva a aborrecerlas y a vislumbrar lo que tienen de trampa, de paliativo. El que nunca me defrauda, y por eso acabo de ponérmelo siempre en situaciones así, es el traje sastre de gabardina, que ya tiene sus años y no lo intenta disimular, sin nada debajo y un pañuelo de flores en el escote. Además de ser un viejo amigo del que te puedes fiar, me adelgaza mucho. Lo llevaba —no sé si te fijaste— cuando te encontré en la exposición de pintura de Gregorio Termes. En cuanto al pelo, últimamente creo que me queda mejor recogido. O por lo menos eso es lo que dice Raimundo. Todavía tengo la goma con que me lo sujetó la última noche que pasé en su casa. Cuántas cosas se enhebran y convocan, Sofía, delante del espejo, mientras se busca, a modo de sustento, la figura más idónea para asomarla sin que se desmaye al balcón del nuevo día, que nunca sabemos lo que nos va a deparar.

Este tipo de juegos, encaminados en principio a hacer las paces con el propio cuerpo para que el alma se sienta a sus anchas dentro de él, rebasan enseguida las fronteras del preámbulo y se alzan con el mando de las decisiones posteriores, tomando el timón de su rumbo. Una especie de suplantación de nuestra voluntad, que finalmente se pliega a la evidencia de que hay que amortizar el tiempo gastado en tan minucioso ensayo. Acabamos aceptando, pues, la servidumbre de salir a mendigar el contraste de una mirada ajena que juzgue los resultados conseguidos, porque nuestro espejo se ha quedado sin azogue. Tras vacilar cerca de una hora entre las opciones de despejar la mesa supletoria y sentarme a escribir, tirarme un día inerte de piscina o tomar desde el pueblo un autobús en busca de improbables aventuras, me había inclinado por esta última.

El cliente de la 204, que estaba hojeando un periódico en el hall, se levantó en cuanto me vio salir del ascensor y se dirigió al mostrador para preguntar si tenía correo. Su pregunta interrumpió la que acababa de hacerme a mí el recepcionista, y eso me ayudó a ganar tiempo. Casi nos rozábamos, olía a colonia de calidad y lo del correo era un pretexto de los muchos que inventa para acercarse a mí o seguirme de lejos con los ojos. La sospecha de que incluso alguna noche pueda espiar desde su terraza las conversaciones que me traigo con el magnetófono da pábulo a sentimientos enfrentados de repugnancia y curiosidad que cargan de un intenso fluido nuestros posteriores encuentros. Aunque quizá todo esté sólo en mi cabeza, que desvaría mucho desde que vivo aquí, con acusada tendencia a la fantasía erótica. No lo he visto en la piscina más que una vez. Las piernas las tiene algo delgadas para mi gusto, pero derechas y firmes. He llegado a la conclusión de que sus relaciones con la mujer-objeto —como posiblemente su propia biografía— carecen de todo incentivo. Debe ser de las que dicen: «Ahora no, por favor, que me despeinas». Cuando está con ella evita mirarme, y yo a ratos he llegado a persuadirme de que tenemos algo que ocultar.

Me quedé absorta, mirando al vacío y mordisqueándome la uña del dedo pulgar. Un gesto que tú conoces, Sofía, y que bautizaste en tiempos como de «rumbo al Cairo va la dama», por aquella canción romántica que sabía mi madre y cuya música he olvidado. Pero seguro que tú te acuerdas. Menos mal que existes tú.

—Verá usted —dije, pensativa—. El caso es que no depende de mi voluntad.

—Perdone, señora, ¿cómo dice? —preguntó el recepcionista, aunque yo, evidentemente, no me estaba dirigiendo a él.

—La decisión de irme, me refiero. No depende de mí, ¿entiende?, o al menos no exclusivamente de mí. Espero que lo comprenda.

Hubo una pausa. Mi vecino de la 204 alargó una mano para recoger la carta que el recepcionista le tendía, me rozó el brazo y nos miramos fugazmente.

—Perdone —dijo tan bajo que no me sentí obligada a contestar más que con una especie de suspiro.

—Lo comprende, ¿verdad? —insistí.

—Por supuesto, señora. ¿Tal vez mañana pueda decirme ya algo?

Fijé los ojos en el casillero. Siempre se me acelera la respiración al hacerlo. Naturalmente, estaba vacío. Pero esa comprobación no me tranquiliza del todo. El recepcionista, que captó la inquietud de mi mirada, dio la impresión de que no intentaba disculparse.

—Para usted no ha llegado nada —dijo, acentuando la sonrisa—. ¡Qué le vamos a hacer!

—¿Recados no he tenido ninguno tampoco?

Metió los dedos en el hueco, como por cumplir. Los dos estábamos actuando con un grado de complicidad bastante aceptable, incluso para espectadores reticentes.

—Tampoco, señora, lo lamento mucho.

—¡Qué raro!

El sobre de mi vecino venía escrito a máquina y traía un membrete tedioso, de banco o de oficina, no alcancé a verlo bien. Pero el nombre sí. Daniel Rueda. Que no es extranjero lo sabía, porque le he oído a veces discutir con la mujer-objeto. Discuten por cuestiones de dinero sobre todo. Porque ella gasta mucho. Otras conversaciones que he pescado entre los dos, aunque la verdad es que se los ve poco juntos, versan sobre crucigramas, pasatiempo en el que ella se enfrasca con mucho ahínco, pero al parecer no con la base cultural suficiente como para acertar cuál es la doctrina filosófica según la cual todo sucede por determinaciones ineludibles del destino, con nueve letras, o cómo se llama, con cinco, el pariente australiano del perro. Pero en fin, que son españoles.

Se retiró a la butaca de donde se había levantado y desapareció de mi campo de visión, aunque probablemente yo no del suyo. Me quedé pensando en lo insulso que debe ser abrir un sobre como ése a media mañana y preguntándome cuánto tiempo habrá pasado desde que recibiera la última carta que le hizo latir el corazón, si es que ha llegado a recibir en su vida alguna de ese tipo. Representa cuarenta y cinco. En su juventud todavía se escribían cartas de amor. Querido Daniel, Daniel, mi vida. Por lo que más quieras, Daniel, dime si te acuerdas de mí, dime algo. ¿Por qué no me escribes? Daniel. El nombre se presta. Se me cruzó la tentación como una diablura fugaz que inmediatamente se convirtió en sugerencia literaria. Podría ser un buen comienzo para la novela que ando rumiando y que tiene ya tantos embriones de comienzo. Abrir con un personaje accesorio siempre da juego, ¿verdad, Sofía? Precisamente lo que más me gusta de tus deberes es la aparición casi inmediata de la señora Acosta. Son fascinantes los personajes accesorios, si se saben manejar. Pues bueno, Daniel Rueda puede ser el detonante de mi relato. En el casillero de la 204 aparece un buen día una carta para Daniel Rueda escrita en papel color garbanzo. La recoje la mujer-objeto. Hay una escena violenta entre ellos. En el comedor, por ejemplo, o en su terracita, eso ya se vería. Pero en algún sitio desde donde yo pueda pillar fragmentos de ese altercado. Daniel jura y perjura que no recuerda a esa amante, pero en días posteriores sus miradas hacia mí se vuelven cada vez más inquisitivas, porque empieza a sospechar vehementemente que la carta color garbanzo se la puedo haber mandado yo, sospecha que recojo y me altera, aunque procuro que no se me note mucho. Sin embargo, no sé cómo decirte, tampoco me importa que se me note un poco, ya me conoces, no me disgusta dar pie a trances extremados. Se intensifica entre nosotros el clima de deseo basado en el tira y afloja de las miradas, y todavía más a medida que él se va dando cuenta de que yo pierdo terreno y me siento insegura. Le intriga detectar síntomas de inseguridad en persona de gestos altivos y paso resuelto, y se aplica a acechar esos síntomas. Es decir, en cierta manera se convierte en detective de mi comportamiento. ¿Qué te parece? Podría ser un buen punto de partida para ir cercando poco a poco el núcleo central del argumento: la progresiva desintegración psicológica de Mariana León, aquejada de manía persecutoria. ¿De quién huye? ¿Por qué huye? Y en la lente de Daniel, atraído en principio por el fulgor de lo inaccesible, se van reflejando las deformaciones de esa alma en pena, sus cambios de actitud y de humor. Muy difícil de lograr, desde luego, pero sugerente como idea, ¿no? Todo el acierto dependerá del texto de la carta, la carta es lo que hay que inventar bien. Y de la dosificación de la sospecha. Como adorno argumental, cabe echar mano del recepcionista, cuya intervención para cotejar mi firma con la caligrafía de la amante desconocida tal vez añadiera un matiz policiaco a la pesquisa. Aunque no sé si entraría un poco forzado.

Llevaba un rato acodada en el mostrador, sin hablar. Los ojos del Profidén, divorciados totalmente de su sonrisa, acusaban un vago desconcierto.

—¿Me permite, por favor, ver mi ficha? —le pregunté casi sin darme cuenta, y arrepintiéndome inmediatamente de aquella incontrolada salida de tono.

—¿Qué ficha?

—La que rellené al llegar aquí. Supongo que rellenaría una ficha.

—Sí, claro, por supuesto —dijo el recepcionista, aturdido—. ¿Quiere saber qué día llegó?

(Te conviene abreviar esta escena, que va a emborronar el texto y no lleva a ninguna parte. Es un paso en falso. Tienes que romper cuanto antes el círculo vicioso. Salir del hotel).

—Bueno, es que soy bastante desmemoriada —contesté con aire ligero—. Ni siquiera sé para qué le estoy pidiendo que busque la ficha, de manera que cómo me voy a acordar del tiempo que ha pasado desde que llegué. Pero da lo mismo. Déjelo. Total, mientras no reciba noticias, mejor olvidar el día en que se vive, disfrutar a gusto de las vacaciones, ¿no le parece?

El recepcionista se había puesto a hurgar en el fichero y levantó unos ojos pasmados. «Con los ojos alzados al aparente vacío», recité mentalmente, dedicándote la frase. Esta vez la sonrisa tardaba en salirle. Paralizó su acción. Creo que estaba pasando del aturdimiento al susto.

—Como mande, señora —dijo—. De todas maneras…

Se quedó mirándome como si explorase mis capacidades de comprensión antes de seguir hablando. Sí, al recepcionista hay que meterlo, aunque debe tener un aire más siniestro, vestido tal vez de oscuro, con un atuendo intemporal. Daría un toque kafkiano a la narración. Los personajes accesorios, tú lo decías, son siempre algo kafkianos. Aunque también podría decirse que los personajes kafkianos son siempre algo accesorios. Su nombre ni siquiera se consigna o es una simple inicial. Relativizan nuestra existencia, la hacen más ambigua, la adelgazan. Para ellos, llegar no significa necesariamente llegar a alguna parte.

Ya era de noche cuando K. llegó. La aldea yacía hundida en la nieve. Nada se veía de la colina. Bruma y tiniebla la rodeaban; ni el más leve resplandor revelaba el gran castillo. Durante largo tiempo, K. se detuvo sobre el puente de madera que del camino real conducía a la aldea, con los ojos alzados al aparente vacío.

Nos sabíamos de memoria este comienzo de El castillo, y lo habíamos incorporado a nuestra jerga secreta. A veces, cuando yo te preguntaba, al verte distraída, que en qué estabas pensando y por toda respuesta te encogías de hombros, mirando al techo o al cielo, yo te solía decir: «Anda, no te quedes con los ojos alzados al aparente vacío». Y era como echarte un cabo de cuerda para tirar de ti y que salieras a flote, el salvavidas de la literatura. Y enseguida surgía la risa, aquella risa cómplice que siempre restableció nuestra unión, hasta que yo empecé a tomarme la vida demasiado en serio. «Bueno —contestabas tú—, voy a cruzar el puente de madera y enseguida estoy contigo». Emecé Editores, Buenos Aires, ¿te acuerdas? El emblema de la editorial era un libro abierto con una E. mayúscula abarcando cada página. ¡Qué poder de evocación tienen las iniciales! Se me ocurre, de paso, que el nombre y el apellido de la amante desconocida pueden llevar mis mismas iniciales, Magdalena Lastra, por ejemplo, o mejor Marta Lucena. Eso sería divertido.

El recepcionista reinició la frase interrumpida, haciendo un visible esfuerzo.

—De todas maneras —insistió—, si prolonga usted su estancia, tal vez tengamos que trasladarla de habitación. A otra del primero. Es lo que quería decirle antes, señora. ¿Me entiende? A otra. Pero tendría que ser individual. Caso de que no esté esperando la visita de alguien, ¿no le importaría que la cambiáramos a una habitación individual?

Articulaba muy despacio las palabras, como si se estuviera dirigiendo a un extranjero o a un deficiente mental.

Yo estaba deseando pasar a otra escena. Le dije que no, que no me importaba absolutamente nada ni estaba esperando la visita de nadie, pero noticias sí. Que me avisara, por favor, en cuanto recibiera alguna carta a mi nombre, paquete o telegrama. Que eso era lo fundamental, lo único verdaderamente urgente.

—Llegue a la hora que llegue, ¿entendido?

Y en mi voz había unos acentos tan veraces de súplica y sobresalto que a mí misma me pusieron sobre aviso. ¡Ojo! M. L. anda rozando los linderos de la demencia.

—Descuide, señora, la tendré al tanto. Pero ya sabe, la hora de llegar el correo es siempre la misma.

Crucé el vestíbulo en dirección a la puerta principal. Una mirada de soslayo me bastó para comprobar que Daniel Rueda, o sea D. R., seguía pendiente de mis movimientos, pero yo ya no pensaba en la carta que le tengo que escribir, sino en la que yo no recibo. La certidumbre de que va a aparecer en el casillero una carta a mi nombre el día menos pensado me asalta intempestivamente, como la sonrisa del monstruo en las películas de terror. Tengo que estar preparada. Nadie debe notar signos de alteración en mi gesto cuando la recoja. Pero significará, ni más ni menos, que me han descubierto. Lo mejor sería no abrirla siquiera. Tomarla, eso sí, como señal de alarma para iniciar una huida más concienzuda, en la que no queden cabos sueltos. Por ejemplo, al taxista que me trajo desde Puerto Real (porque finalmente vine en taxi) no debía haberle dado tanta conversación.

Hacía una mañana fresca de sol, cubierto de vez en cuando por rachas de nubes veloces y caprichosas, nubes sin rumbo fijo, desflecándose al pairo de la misma brisa que rige y atenúa nuestros ardores, nuestros altibajos de humor. Respiré hondo y me sosegué pensando que por ahora no ha pasado nada que me obligue a tomar una determinación. Llevaba un calzado muy cómodo y, a medida que avanzaba por el camino levemente empinado que aleja del hotel, la respiración se iba armonizando con la ligereza de los pasos, nutriéndose de aire libre, como una mariposa que aletease tras haber estado a punto de perecer ahogada en los remolinos de un río.

Ahora oriéntate, Mariana, toma tierra y goza de lo que ves; pero, sobre todo, de poder vivir para verlo. Tus fantasías están llegando demasiado lejos, a un sitio donde casi no hay aire, donde se pierde el sentido de las distancias. No dejes que te perturben el presente, cuyo disfrute consiste, como muy bien sabes, en el ajuste del pensamiento, en revisar cómo anda de maquinaria antes de echarlo al mar de los sueños. La fantasía y la lógica tienen que ir cogidas de la mano como dos hermanas, para que el universo no se trague su barca. Siempre juntas, siempre de la mano, tú misma has dado muchas veces ese consejo. Tal vez precisamente ha dejado de valerte de tanto como lo has repetido. Pero prueba a escucharlo por primera vez, como si te lo dijera alguien a quien quieres mucho, inyéctatelo en vena. ¿Quién te va a escribir ahora una carta, di, si nadie sabe dónde te has metido?

Y sin embargo, la espero. Puede llegar en cualquier momento. Porque sé que me están buscando, Sofía. Eso lo sé seguro. Y nunca, ni en los casos de crimen perfecto, hay huida que no deje alguna huella comprometedora. Por la noche me atiborro de novelas policiacas, y el rostro del detective, más tarde o más temprano, acaba por adquirir los rasgos angulosos de Josefina Carreras.

La última vez que hablé con ella fue desde la calle de la Amargura. No parece haber, de momento, ningún problema profesional grave que requiera mi vuelta a Madrid, pero en la voz de Josefina se acusaban vibraciones de alarma. ¿Qué me había pasado? Era como un cambio de personalidad, no podía entender aquella espantada, aquella desaparición insólita y repentina, sin avisar, dejándole, por todo dejar, una breve nota encima de su mesa de despacho. «Espero que no te moleste seguir supliéndome por unos días. Mi amigo ya está fuera de peligro. Tengo que salir de viaje. Te llamaré».

—Menos mal que me llamas —me dijo—. Me tenías en ascuas, Mariana, compréndelo. No es tu estilo. Ni siquiera dejarme un teléfono, unas señas, algo.

No puedo soportar las fiscalizaciones. Por eso estuve seca.

—No te preocupes, el teléfono ahora te lo dejo. Pero no se lo des a nadie, ¿entendido? Yo volveré pronto. ¿Ha habido algo urgente?

Me contestó que no, que no se trataba de eso, sino de saber lo que me estaba pasando. Para ella lo único urgente era saber lo que me estaba pasando, o lo que me había pasado.

—Porque no me dirás que no te ha pasado algo —insistió, ante mi silencio—. ¿Estás con tu amigo?

Le hice un resumen incompleto y desganado de la situación, Ella de Raimundo sólo tiene referencias indirectas, pero no le cae bien. Dice que me está arruinando la vida. Yo traté de excluir a Raimundo como desencadenante de mi viaje, motivado en parte —le dije— porque me apetecía cambiar de aires, después de tantos días de hospital, pero sobre todo por razones profesionales. Me sentía responsable de una antigua paciente que me necesitaba mucho y en cuya casa me estaba albergando. Dado que Silvia acababa de notificarme su llegada desde Carmona, no sentí estar mintiendo mucho. De todas maneras, a Josefina siempre le miento algo porque es muy agobiante, y tiende a tomarse mis asuntos demasiado a pecho, a vivirlos como suyos.

—Eres incorregible, Mariana —dijo—. Te entregas exageradamente a los demás. No sé cómo das abasto. Y ya ves, para el pago que recibes.

Me sentí incómoda al calor de aquel halago. El contraste con la imagen despiadada de mí misma que Silvia me había transmitido por teléfono era demasiado estridente. Pero casi prefiero sus insultos a la devoción perruna de Josefina. Aunque lo que prefiero, naturalmente, es que me dejen en paz.

—No digas tonterías, por favor —repliqué impaciente—. A veces hablas como una señora de mesa camilla. Yo no me siento víctima de nada ni de nadie. Te lo he dicho mil veces. Y si me meto en algún lío, soy yo quien tiene la culpa y nadie más.

Luego sentí haberle hablado en ese tono y le pedí perdón. Pero es que a veces me saca de quicio con sus juicios totalitarios y su absoluta carencia de sentido del humor. Dirás que cómo me puedo entender con ella, y no te sabría contestar. Fue alumna mía, tuvo una infancia muy desgraciada y llevamos ocho años juntas; se trata de una colaboración, en fin, de las que ya no tienen remedio. Yo reconozco sus méritos de lealtad, honradez y competencia. Pero, para que nos entendamos, Sofía, linda un poco con la especie de los copiomanuenses. Supongo que no te habrás olvidado de los copiomanuenses. Como casi todos ellos, es nerviosa, no bebe y lleva gafas. Estatura mediana.

Le dejé el teléfono de Silvia en plan top secret, y quedamos en que, si no podía estar en Madrid a principios de la semana siguiente, la avisaría. No quiero ponerme a echar las cuentas de dónde ha ido a parar esa semana. Repitió que me notaba rara y que se quedaba intranquila. Ahora debe estarlo mucho más, ya que no he vuelto a dar señales de vida y que Silvia, con la que sin la menor duda habrá entrado en contacto, no tiene más pistas sobre mi paradero que las que pueden encerrarse en un poema de Pessoa. Hasta ahora Josefina y Silvia no sabían nada una de otra, pero no me resulta difícil imaginar las chispas que estarán surgiendo de su reciente alianza ni el embrollo alarmista que pueden haber montado entre ellas dos y Raimundo. Porque a Raimundo lo han metido en el ajo, eso seguro. Los tres indagan. Los tres se han lanzado a buscarme, andan merodeando por las cercanías. «No puede estar muy lejos», murmuran. Acabarán dando conmigo.

Iba tan abstraída en mis cavilaciones que me sobrecogí cuando un coche se detuvo a mi lado. Al volante iba D. R. Yo me había apartado bruscamente hacia la cuneta. Bajó la ventanilla y asomó un rostro que de repente me pareció absolutamente vulgar e inexpresivo.

—Perdone —dijo—. ¿La he asustado?

—Pues sí, un poco, la verdad —admití, al tiempo que le miraba fijamente, para convencerme de que no lo estaba viendo imaginariamente como a mis perseguidores.

Por unos instantes, el agobio de sentirme descubierta por ellos desaguó en otro. Ahora tendría que darle explicaciones a D. R. acerca de la carta color garbanzo. ¿Por qué motivo más que por ése podía estarse dirigiendo a mí? Pero enseguida me acordé de que no se la había escrito todavía.

—Lo siento —dijo—. Simplemente quería preguntarle si necesita que la acompañe a algún sitio. Lo haría con mucho gusto. Yo voy en dirección a Cádiz.

Hablaba atropelladamente, con una voz gangosa y sin matices. No me apetecía nada darle carrete.

—Gracias. Pero yo no llevo dirección fija. Y además me gusta andar.

—No la habré molestado, ¿verdad?

—No, no, en absoluto.

—Pues buenos días. Y que disfrute de su paseo.

—Lo mismo digo. Adiós.

Arrancó el coche y me quedé unos instantes parada, mirándolo alejarse. Sonreí. El contraste de una mirada ajena y aprobatoria sobre mi aspecto estaba conseguido. Ahora sólo hacía falta que me pasara algo más excitante que un ligue de carretera con un señor tan recortadito. Mejor seguir dejándolo relegado al taller donde acumulo retales de material literario. Bastaba oírlo hablar para descartarlo como protagonista real de una aventura romántica. De todas maneras es una escena que puede aprovecharse para la novela, aunque cambiando el diálogo. Y también, claro, el tono de la voz y la intención de la mirada. Porque, en la novela, D. R. ya ha recibido la carta de Marta Lucena.

Antes de reemprender camino, comprobé que llevaba mi cuaderno de notas en el bolso. Pero no; mejor buscar en alguna papelería una caja de papel bueno con sobres a juego. Se me había encendido una lucecita. De pronto me apetecía muchísimo la idea de sentarme en algún café de la parte vieja de Cádiz, ponerme a escribir una carta para D. R. y mandársela de verdad. Me acordé de uno grande con espejos que hay en el callejón del Tinte, donde a veces me citaba con Manolo. Estaría solitario a aquellas horas. Podía ser una mañana muy placentera. En el terreno literario, tenía asegurada la aventura. Menos da una piedra. Apreté el paso canturreando.

Cuando llegué al pueblo, estaba a punto de salir un autobús para Cádiz. Lo cogí. Pero antes compré algo de prensa para leer durante el viaje. A la altura de San Fernando, de las páginas del diario local me saltó a los ojos una noticia que me dejó sin aliento. Manuel Reina está exponiendo cuadros suyos en una galería de arte gaditana. La sorpresa es una liebre, Sofía, y el que sale de caza nunca la verá dormir en el erial. Ahora sí que viene a cuento el retorno de esta frase, por las coincidencias de situación con la primera vez que te la dije, después de tantos años. A la liebre, no cabe duda, le gusta aparecérseme en exposiciones de pintura, tras una neurosis de ropas que acaba provocando la elección del traje sastre de gabardina con pañuelo estampado al cuello y nada por debajo. Venía la foto del artista, apoyado en la pared junto a uno de sus óleos. Para qué te cuento cómo está el artista, con camisa blanca abierta y cazadora de piel, un poco despeinado, sonriendo al desgaire. El cuadro, en cambio, me olió a engañifa. Claro que en blanco y negro no se puede juzgar, y menos impreso en mal papel. Pero, con todo, se puede apreciar que ha cambiado de técnica y se ha apuntado a los borrones. Antes pintaba unas acuarelas muy poéticas, llenas de luz, con motivos marineros. Tampoco parecen corresponderse con la manera de hablar suya que yo recuerdo las declaraciones que hace en una entrevista concedida al periódico. Habla de lo telúrico, de ámbitos esenciales, de descontextualización. ¡Con lo que él se reía de esa jerga!

Pero bueno, está en Cádiz. Y a juzgar por las fechas de la exposición, lo estaba ya hace unos días, cuando le puse un telegrama sin firma a Nueva York y anduve persiguiendo su recuerdo por calles y lugares donde muy fácilmente podría haberme topado con él. Pero no, prefiero llegar sobre aviso, porque este encuentro puede tener sus escollos. No conviene descartar la probabilidad de que haya venido con la galerista americana, ni olvidar que seguramente ha sido ella quien le ha regalado esa cazadora tan moderna que lleva puesta en la foto. Y él se sonreiría complacido al probársela. Los veo reflejados en un espejo de su apartamento neoyorquino, ella detrás, rodeándole la cintura con ojos enamorados. Y él se vuelve para besarla: «Thank you, honey». Porque, claro, hablarán en inglés, y ella… Pero bueno, en ella no pienses. Ella no entra en tu alegría de esta mañana ni tiene derecho a enturbiarla. Tú, la galerista nada, como si no existiera. Elimínala. Manuel no te ha podido olvidar. Hay que proyectar las cosas bien. Tienes que lograr verlo a solas.

Cuando bajé del autobús, me sentía renacida, imantada. De pronto, una luz vivísima rasgaba las brumas de la fantasía, dejaba sin sustancia todos los caldos de cerebro. Las imágenes de Josefina, Silvia y el cliente de la 204 se batían en retirada como dragones heridos. Por fin iba a pasarme algo de verdad, el corazón me latía de verdad, veía de verdad los barcos anclados en la bahía, los ojos calculaban las distancias, el cuerpo resucitaba, ¡qué alegría de vivir! No podía predecir cómo iban a desarrollarse las cosas, pero me veía guapa con mi traje sastre de gabardina, y nada me apetecía tanto como enfrentarme a la aventura de tener delante en carne y hueso a ese hombre que por las noches me dice desde el magnetófono: «Ven, te necesito».

Sin embargo, una vez leída con más atención y parsimonia la entrevista del periódico en el primer bar donde me metí a recapacitar y a tomar una copa (que fueron varios), la temperatura de mi entusiasmo descendió unos cuantos grados. Era evidente que le acompañaba ella. La mencionaba como «mi manager» pero unas líneas más abajo el adjetivo «experta» dejaba fuera de toda duda que se trataba de una mujer: ELLA. Le había instado a cambiar de estilo, le había insuflado rigor y constancia, había tenido fe en su talento y le había introducido en el mercado neoyorquino, donde su nombre se empezaba a considerar. El éxito de su reciente exposición en una galería de Lexington Avenue lo confirmaba. Y mientras le enseñaba al entrevistador recortes de algunas críticas, comentaba: «Ya ves, Jesús, nadie es profeta en su tierra. Hay que salir al extranjero para que te reconozcan».

—Sí, y para que no te reconozcamos nosotros cuando vuelves —salté yo, sin darme cuenta de que había hablado en voz alta hasta que vi que un hombre solitario, sentado en la mesa de al lado, me miraba con ojos cómplices y guasones.

—Perdone, no va con usted —le aclaré.

—Ya me lo figuraba —dijo sonriendo—, usted tranquila, mujer. Cada día somos más los que hablamos solos. Aquí en Cádiz, legión. Usted no es de aquí, ¿verdad?

—No señor.

—Pero da igual, es cosa de los tiempos. Como yo digo, ¿de qué iban a vivir los psiquiatras, si no fuera por los que hablamos solos, verdad?

—Lleva usted mucha razón —murmuré entre dientes, antes de darle la espalda y volverme a enfrascar en la tarea de buscarle tres pies al gato escondido en las palabras de Manolo.

¿Se consideraba, entonces, tras aquella experiencia más «ciudadano del mundo» que gaditano? Bueno, no, la prueba es que su regreso a España estaba empezando por Cádiz, como homenaje obligado a la patria chica. Luego, dentro de un mes, esta misma exposición viajaría a Madrid y a Barcelona. «Si no vendo aquí todos los cuadros, claro», concluía. «¡Qué fuerte vienes, Manolo! —comentaba el entrevistador—. En moral y en precios. ¡Quién te ha visto y quién te ve!». «El arte lo he llevado siempre dentro —contestaba él—. Pero admito que lanzarse al mundo le hace a uno cambiar. Se aprenden muchas cosas, ¿sabes?». «¿Por ejemplo?». «Pues por ejemplo que si no pisas fuerte, te pisan a ti».

A las dos y pico, tras intervalos cada vez más fugaces de reanimación, la moral me fallaba casi por completo y mi deambular por la ciudad se había convertido en una especie de penosa huida sin designio. Miraba a lo lejos cautelosa y suspicaz cada vez que enfilaba una calle nueva o entraba en una librería o en un café. Ni que decir tiene que me había vuelto a aflorar la neurosis de las ropas y me compré dos o tres prendas que no necesitaba para nada. Por Puerta de Tierra, que es donde estaba la exposición, no me había atrevido a acercarme, y en el antiguo número de Manolo, que marqué sucesivamente desde una tienda y desde una cabina pública, no contestaba nadie. El deseo de verlo a solas aumentaba en razón inversa a mi seguridad y a mis capacidades de inventar un pretexto estimulante y gracioso para conseguirlo. Era un deseo cada vez más frenético, que me ofuscaba la mente y debilitaba mi voluntad de gobernarlo. «No puedo, no puedo —me decía—, no sé qué hacer. Y tengo que hacer algo».

La llegada al café del callejón del Tinte, asilo imaginado para escribir una carta a Daniel Rueda, significó un alivio a mis tensiones. En primer lugar porque a aquellas horas —las de comer— estaba totalmente vacío, y luego porque su penumbra acogedora no sólo invitaba a la reflexión sino que me devolvía, como piedras preciosas, momentos de aquel verano distante que otras veces trato en vano de repescar.

Me había dirigido sin dudarlo a una mesa del fondo, la misma donde Manolo —sentado enfrente, sin dejar de mirarme en silencio mientras yo discurseaba— había puesto por primera vez su mano sobre la mía, posada encima del velador.

—¿No te parece? —pregunté.

—¿De qué? ¿Quieres otro fino? Porque yo sí.

Asentí. Se levantó y fue a que le sirvieran otras dos copas en la barra, donde se entretuvo un poco charlando con unos amigos. Estaba anocheciendo. Yo lo acababa de conocer en su exposición de acuarelas. Creía haberle deslumbrado con mi brillantez verbal; pero cuando volvió, lo único que me preguntaba es si volvería a poner su mano sobre la mía. Lo hizo. Yo no me sentía capaz de mirarle.

—Hablas mucho tú, preciosa. Y con las palabras lo lías todo, te impiden gozar —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo siempre noto lo que sobra, soy especialista en eso, ya sé que es un oficio que no da dinero, pero lo domino… A ti te han gustado mis barquitos veleros, ¿no? Pues vale. Ya me he enterado. Las palabras muchas veces sólo sirven para desconfiar de lo mismo que se está diciendo, para perderse en ellas…

—¿Tú crees?

—Yo lo que creo es que debías mirarme un poquito y no pensar tanto. Me gusta mucho que me mires.

Lo hice, y la presión de sus dedos se intensificó.

—Gracias —dijo—. ¿Probamos a aguantar un rato sin decir nada, a ver qué pasa?

Y de pronto, la vida se había remansado en el trecho que mediaba entre sus ojos y los míos, había empezado a fluir transparente y mansa, como las aguas de un río al que te puedes abandonar sin miedo.

Procuré hacer memoria. Manolo había dicho aquella tarde que sólo pintaba cuando tenía ganas, que la vida y el arte eran para él una aventura, y que su única ambición era la de ser feliz. Mi perorata ampulosa, que él truncó con aquella ración inolvidable de mirada, versaba sobre las excelencias del trabajo riguroso y sobre la posibilidad de convertir también la exigencia en aventura, de hacer coexistir la convicción con el sentimiento y depurar esa mezcla, en el alambique de la técnica. «¡Jesús, qué raro!», sonrió él.

¿Por qué me molestaba, pues, ahora que hubiera triunfado como pintor y estuviera satisfecho de ello? Su cambio de estilo no era razón suficiente, porque además no podía pronunciarme sobre unos cuadros que no había visto y que —tenía que reconocerlo— no me producían la menor curiosidad. La raíz de mi molestia estaba en la resistencia a aceptar que la galerista neoyorquina, a quien hasta entonces me había empeñado en considerar como personaje accesorio, hubiera influido sobre él tanto como parecía.

De todas maneras, yo no podía dar fe de esos cambios hasta que no le viera la cara. Necesitaba verlo como nada en este mundo, leer en sus ojos si me había olvidado. No, no podía ser. Decía que yo le gustaba por mi libertad, por mi capacidad de salir siempre por registros inesperados. Tenía que jugar esa carta, saber, a costa de lo que fuera, si me seguía considerando un antídoto contra la monotonía. Presentí que en aquel mismo momento estaba sintiendo mi ausencia, como yo la suya. Bien es verdad que apenas había comido y, en cambio, había bebido bastante, pero ese presentimiento interno y repentino me hizo revivir. Nada de reproches, simplemente reanudar, «decíamos ayer»…, aire intrascendente y deportivo. Como a él le gustaba.

Saqué una caja de papel de cartas color garbanzo, que había comprado en una librería, con sus sobres correspondientes. No traía la estatua de la Libertad en la tapa como la que estrené para escribirte a ti, Sofía, la única carta que te he mandado a principios de este mayo turbulento. Traía —que tampoco está mal— un barco velero. Apoyé un pliego en el mármol del velador y me puse a escribir:

Querido Manolo, estoy en el café del callejón del Tinte, donde me dijiste por primera vez que no te echara discursos. No quiero ir a ver tu exposición, porque me parece que tiras peligrosamente hacia los chafarrinones, y porque en Yanquilandia te han contagiado un tono muy pedante de hablar. Quiero saber si sólo lo usas para contestar a los entrevistadores o hay que bajarte los humos, como tú me los bajaste a mí. En una palabra, quiero verte, lo necesito. Sin discursos. Simplemente para que nos miremos un ratito a los ojos, a ver qué pasa. En principio, con una hora bastaría. ¿Te hace?

Consulta tu agenda. Te daré un pequeño plazo. Te espero pasado mañana por la tarde a partir de las seis en el chiringuito de aquella playa larga donde vimos atardecer un día de duración eterna. Rafa, el camarero, me ha dado recuerdos para ti, y opina que poco vas a parar en América. Cree que somos novios. Yo ahora me albergo en el hotel de cuatro estrellas que se ve desde allí y que tú me recomendaste, uno donde, por las noches, hay pianista. By the way, tenemos pendiente un baile agarrado. Podría bailar con un tal Daniel Rueda, pero no me apetece. Tiene maneras de ejecutivo. Espero que no las hayas cogido también tú. En la foto del periódico estás muy guapo. Necesito oírte y verte.

Te espero pasado mañana en el chiringuito. Como tú dirías, es una orden. Un beso,

Mariana

Metí la carta en su sobre y lo cerré sin releerla. Tal vez las alusiones a Nueva York sobraban, podían sonar algo a reproche. Pero, a pesar de que había recuperado parcialmente la euforia, tenía miedo de volverme a arrugar. Me acordé de tus reglas de oro: «No tachar nunca nada». No convenía andar dudando.

Me levanté hacia el teléfono y comprobé que sentía un mareo que me obligaba a agarrarme a las sillas. Tampoco eran muy seguros ni armoniosos mis gestos, mientras buscaba en la agenda el número de los padres de Manolo, que no encontraba ni en la M ni en la R, y que por fin apareció en la P, donde tengo también apuntados los de otros «padres» de amigos o clientes. Llamé y se puso una señora con voz muy dulce. Le pregunté las señas exactas de la casa y si podía dejar en el buzón una carta para Manolo.

—Bueno, ellos paran en el Hotel Atlántico —dijo.

—¿Pero usted no lo ve?

—¡Cómo no lo voy a ver! Claro. Quedó en venir esta tarde.

—Pues le voy a dejar la carta en su buzón, si no le importa, porque me pilla más cerca. Se la dará, ¿verdad?

—Descuida, hija. ¿No serás Rosalía?

—No, no, soy una amiga de Madrid.

Cuando me acerqué al portal de aquella casa, me temblaban las piernas. Miré alrededor. No pasaba nadie por la calle. Dudé unos instantes entre romper el sobre, que apretaba dentro de mi bolsillo, o echarlo en el buzón. Prevaleció este último propósito, que llevé a cabo a toda prisa, con el nerviosismo de quien deja un paquete bomba. Cuando salí del portal iba corriendo, como si huyera de mí misma. Así llegué a la parada de taxis más cercana, donde cogí uno para volverme aquí. Hice casi todo el trayecto con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, como aquel día —de repente tan lejano— en que acompañé a Raimundo desde el hospital hasta su piso de Covarrubias. Pero ahora no venía nadie a mi lado para acariciarme el pelo.

Todo esto pasó ayer, Sofía. Hoy me he quedado en el hotel escribiéndote y estoy muy excitada. Daría cualquier cosa por saber con qué cara ha leído la carta y si estaba ella a su lado cuando la cogió. Vuelvo a tener miedo, la estela de inquietud típica que dejan las decisiones tomadas bajo los efectos del alcohol. Por una parte, me muero de ganas de que pase el tiempo, pero por otra estoy a gusto así, arropada por esta desazón de lo no resuelto, de lo que se refracta en mil finales porque aún no ha tenido ninguno, a salvo y al mismo tiempo presa en la telaraña de los asuntos pendientes.

Escribirte, de todas maneras, está apaciguando un poco mis zozobras. Porque las cosas más insensatas parecen adquirir sentido al repasarlas. Al fin y al cabo, eso es lo que más importa de las historias, al margen del final que vayan a tener: registrar sus preliminares, ¿no? Así hiciste tú, recapitular minuciosamente todos los detalles anteriores a nuestro encuentro, en tu primera tanda de «deberes». (Que, por cierto, ojalá los hayas seguido). Yo no estoy haciendo más que copiar descaradamente el sistema que tú empleas.

Continuará, Sofía, aunque no sé por dónde.

Un beso,

Mariana

P.D. Los clientes de la 204 se han ido hoy. Pero así, tal como quedan, como personajes accesorios, para mí cobran mucho sentido.