XIII. EL VESTIDO ROJO

Yo iba de rojo, con un vestido muy especial. Todo se desencadenó por culpa del vestido rojo. Mejor dicho, de los sentimientos que su estreno desencadenó en mí. He repasado muchas veces los preliminares de aquella tarde y, aun contando con los retoques continuos que imprime la memoria a los cuadros predilectos del pasado, creo poder decir con conocimiento de causa que el argumento central de éste es el vestido rojo. Porque en cuanto cierro los ojos para revivir detalles, ángulos o figuras olvidadas, lo primero que estalla es el color rojo en mitad de todo lo demás, y mi cuerpo resucitando dentro de esa funda de fuego, mientras sigo con la mirada una silueta, nimbada también de resplandores rojos, en cuclillas ante las llamas de cierta chimenea, tratando de avivar las brasas con un fuelle. Yo estoy sentada en un sofá detrás de él. Es un hombre, pero todavía no le he visto el rostro.

Se llamaba María Teresa, de apellido no me acuerdo, la compañera de clase que me llevó allí, una chica de gafas que hablaba de la emancipación femenina, se mordía las uñas y decía tacos, costumbre aún llamativa entre mujeres de la época. Era del grupo de mi hermano Santi, gente de la FUDE, aunque por el cuarto de los conspiradores no pisó nunca, que yo sepa. Chicas iban muy pocas, sólo la novia de alguno a buscarlo, cosa que a mi madre, por cierto, no le hacía gracia ninguna. Como María Teresa prefería los secreteos políticos en el bar a aparecer por clase, nuestra relación se reducía fundamentalmente a la cesión de apuntes, intercambio en el que a mí me había correspondido el papel de prestamista y que para ella parecía tener un interés vital, a juzgar por la insistencia de sus requerimientos y el nerviosismo que los acompañaba. Ya se reflejase en su rostro el afán por mover a piedad o la indignación anticipada ante una posible negativa, siempre formulaba su petición a trompicones, con la respiración alterada y el gesto tenso.

No eran síntomas desconocidos para mí. Durante el bachillerato, Mariana y yo —que siempre estábamos jugando a cosas— habíamos inventado una era de cultura rudimentaria que bautizamos con el nombre de «copiomanuense inferior», cuyos individuos vivían obsesionados por la consecución del apunte ajeno, como fuente primordial de subsistencia. Llegamos a hacer tiras de comic, donde aparecían los copiomanuenses, unos hombrecillos con cabeza de insecto y labios en forma de ventosa. Llevaban taparrabos de piel y un manojo de flechas a la espalda. Cuando los apuntes dormían, ellos se acercaban de puntillas y se arrodillaban para chuparles la sustancia, pero lo más frecuente era que corrieran el riesgo de salir a cazarlos para después llevarlos a su cueva y ofrecérselos como trofeo a sus mujeres. El texto de aquellas aventuras lo escribíamos entre Mariana y yo, sobre dibujos iniciales míos. Todavía hace poco me encontré con una de estas historietas traspapelada dentro de un libro y se la regalé a Encarna, porque le gustó mucho. Dice que me quiere poner en contacto con un amigo suyo que se dedica al comic. Pero el gozo frente a aquella nomenclatura de «apuntodocus» y «apuntosaurios» y la risa cuando hacíamos una tira nueva o nos la mandábamos de pupitre a pupitre, eso no lo puede compartir Encarna, por mucho que nos queramos, ni nadie en el mundo más que Mariana. Ni a mí me divertiría estar hablando de ello con tanto detalle si no la hubiera visto recientemente en la exposición de Gregorio Termes y no nos hubiéramos reído juntas de lo de la liebre en el erial, que fue la inmediata contraseña para reconocernos entre tanta gente desconocida y el pie para que ella me pusiera deberes, siga usted señorita Montalvo, por donde sea.

Pues ya ves, hoy les ha tocado a los copiomanuenses, que no venían en el programa, porque yo esta noche me puse a escribir con el firme propósito de aclarar lo de Guillermo. No se pueden tener firmes propósitos. Tal vez los rodeos que me permito tengan que ver con la oscura certeza de que ese nombre de varón no nos dice lo mismo a ella que a mí, ni las historias que evoca en cada una de nosotras van a unirnos, sino posiblemente todo lo contrario, como ya se insinúa en la única carta que Mariana me ha escrito. Y en cambio aquellas pueriles historietas de cazadores antediluvianos estoy segura de que se esconden en algún repliegue de su memoria con la misma nitidez con que se dibujan ahora en la mía; y eso nos unirá mientras tengamos aliento, porque pertenece al mundo de lo indudable. El paisaje era muy pedregoso, arbolado tipo alcornoque, y por encima de los roquedales y los arbustos volaban los apuntes en su modalidad de pájaros planos y enormes. Otras veces tomaban la forma de canguros o lagartos gigantes de extraños perfiles geométricos, y se ocultaban a saltos oblicuos entre la maleza, para vigilar desde allí, con sus ojos abultados de poliedro, el avance enemigo. Pero tanto si corrían como si volaban, su superficie estaba marcada por las arrugas de una apretada caligrafía simulando un dibujo jaspeado que los identificaba, aun desde lejos, como blanco inconfundible y, desde luego, el más apetecido por las flechas de aquella tribu cazadora.

Pues bueno, María Teresa pertenecía a la especie de los copiomanuenses, que yo creía extinguida. Y hacer frente a aquel ejemplar sin contar con el apoyo y el comentario de Mariana me resultaba pesadísimo. Considerando que en una carrera universitaria las materias que se estudian ya no son tan elementales, mi sorpresa ante la pervivencia del género me llevó a tomarlo inicialmente como una ilusión óptica. No me entraba en la cabeza que nadie pudiera sacar provecho de la caza y captura de apuntes ajenos, ya difíciles de interpretar para el mismo que los ha tomado y hasta para el profesor que los dicta, porque al fin tiene que ir resumiendo, según habla, lo que ha estudiado en distintos libros y poniendo algo de su cosecha. Y luego, que depende del humor que tenga el día que da la clase y de su capacidad de concentración y de cómo haya dormido. Al principio intenté discutir estos asuntos con María Teresa y llevar a su ánimo la inutilidad de su labor copiomanuense en comparación con las ventajas ofrecidas por la bibliografía de primera mano. Pero nunca mostró la menor receptividad ante mis consejos, que achacaba a tacañería, ni por la cuestión en sí, a pesar de que ahondando en ella se puede llegar a la entraña misma del comentario de textos, que a eso se reduce, al fin y al cabo, estudiar Letras. Era como hablarle a la pared. Teniendo en cuenta, además, que María Teresa no brillaba por su sentido del humor, pronto comprendí que nuestras charlas no tenían mucho futuro, y me atuve a esas limitaciones, sin pedirle más peras al olmo.

Nunca llegamos a hablar arriba de media hora seguida, excepto aquella tarde en que yo había estrenado el vestido rojo. Ella creo recordar que llevaba un chaquetón de pana, tal vez negro o gris, no lo sé. Si su persona se ha salvado definitivamente de arder en el olvido no es porque nuestra conversación de esa tarde pusiera al descubierto inesperadas afinidades entre ambas, ocultas hasta entonces, sino porque el transcurso de la tarde misma iba a operar el milagro de convertir a aquel ejemplar tardío de copiomanuense inferior en «la chica que me llevó allí» transformación que la ha elevado en mi recuerdo a un estadio superior.

Llevo un rato pensando sólo en Mariana, ya lo he dicho, escribiendo para ella, con la esperanza de que lea esto algún día. Es el único sentido que le encuentro a haberme extendido tanto y con cierta comicidad en la presentación de un ser tan anodino como María Teresa: el recuerdo de lo que le divertían las historias laterales y los personajes secundarios. Lo malo es que ahora me veo obligada a no cortar por lo sano, porque no se pueden meter muchos detalles de una cosa y ninguno de otra, así que por este camino no tengo ni idea de las páginas que me toca llenar antes de que entremos en aquella casa de la chimenea encendida. Seguro que termino este cuaderno. Pero me estoy divirtiendo mucho, ¿no?, y nadie me pide cuentas. Pues ya está. No sé por qué va a ser malo.

Lo primero de todo es hablar del vestido rojo.

Me lo acababa de mandar mi madrina, por medio de unos amigos suyos que venían de París y que estuvieron en casa de visita la tarde anterior, los señores Richard. Con motivo de aquella visita, mis padres habían estado discutiendo por teléfono un rato antes; él llamaba desde el despacho diciendo que posiblemente se retrasaría un cuarto de hora y mamá reaccionó en forma brusca e iracunda: de ninguna manera estaba dispuesta a recibirlos como no viniera él. No sé cómo acabaría la cosa. Yo me fui a la calle y, al volver, ya estaban allí.

Me veo en el inhóspito salón llamado «del biombo» con el paquete de mi madrina apretado contra el pecho, percibiendo a través del papel la blanda contextura de una ropa que se adivina de lujo, mientras atiendo sin ganas a la conversación de mis padres con aquel matrimonio un poco mayor que ellos. Creo que el marido era una persona importante y con la que a mi padre, por las razones que fuera, le interesaba quedar bien. Mi madre se había pintado y se había puesto tacones. Estaban hablando de ir los cuatro juntos al día siguiente a Toledo, ciudad que los Richard no conocían. Yo había sido llamada simplemente para recibir el regalo que traían para mí, y comprendí con toda clarividencia que si cedía a la tentación de sentarme, acabaría viéndome implicada en aquella tediosa excursión. Desde las Navidades, en casa se respiraba un ambiente familiar enrarecido y yo con frecuencia me había avenido a paliarlo y a suavizar tensiones, olvidando mis propias tristezas. Al fin y al cabo, era la chica. Y además una chica que sabe ser simpática cuando quiere y que habla francés correctamente, primor educativo que en aquel caso concreto era un tanto en contra mía. Pero, de pronto, lo único que me interesaba era abrir el regalo, todo lo demás me resultaba insoportable. Y se convirtió en un deseo tan vehemente como el de escaparme del salón y dejar de ver las grullas y mariposas bordadas en la seda gris del biombo, de donde, por otra parte, me costaba separar los ojos, como si allí los sintiera a mejor recaudo.

Madame Richard era una mujer elegante, de rostro menudo y expresivo, y mi madre se esforzaba por mantener con ella una charla que no denotara demasiado su desinterés, pero el rictus de fastidio la traicionaba. Mi padre estaba hablando de la destrucción del Alcázar de Toledo y del «Entierro del Conde de Orgaz». A monsieur Richard le entusiasmaba El Greco, y papá no le llevaba la contraria, aunque en familia siempre había dicho que era un pintor de tuberculosos. Aparté la vista de las grullas del biombo y lo miré. La alarma ante una situación incómoda se le traslucía en un tic nervioso apenas perceptible para los extraños y que consistía en apretar intermitentemente la mandíbula. Era su forma muda de pedir apoyo. Me miró y notó que yo lo había notado.

—¿Qué te pasa, Sofía? —preguntó con cierta severidad—. ¿Por qué no te sientas?

—Perdona, papá, pero iba a salir. Y además estoy deseando abrir el regalo de mi madrina, compréndelo.

Yo, desde niña, sabía darle a mi voz, cuando me dirigía a mi padre, un tono que a él le gustaba, mezcla de dulzura y firmeza. Me salía natural y ejercía efectos inmediatos.

—El paquete lo puedes abrir perfectamente aquí —intervino mi madre.

—Sí, claro, poder podría. Pero…

—¿Pero qué?

Hubo un silencio.

—Pero no quiere y es natural.

Era la señora francesa la que había hablado. Sonreía, comprensiva. Mi madre no replicó, pero el amago de tormenta que se leía en su frente se había acentuado.

—Es muy posible que Sofía le mande algún mensaje dentro del paquete, con lo que a ella le gustan las cartitas —continuó madame Richard—. Y los mensajes de las madrinas son secretos, ¿verdad, chérie?

Me incliné a darle un beso.

—Sí, señora. Gracias por haberlo entendido.

—Siempre te las arreglas para salirte con la tuya —dijo papá, evidentemente dulcificado.

—Eso indica personalidad fuerte —comentó monsieur Richard.

Mamá no dijo nada. Me despedí cortésmente y salí de la habitación como si me hubieran nacido alas en los pies.

Efectivamente, con el vestido rojo venía una cartita. La leí antes de probármelo.

«No sé si es de tu talla —decía—. Pero el fuego no tiene tallas. Espero que en esa hoguera ardan todos tus fantasmas y resucite tu cuerpo».

Era exactamente de mi talla y se me adaptaba al cuerpo como un guante. En cuanto a la resurrección y la quema de fantasmas, siendo como eran augurios bastante en consonancia con los formulados por las hadas de los cuentos, tengo que confesar que me quedé un rato largo contemplándome delante del espejo, al acecho de algún prodigio. Y la muchacha de rojo se desprendió de mí como una desconocida, a medida que se acentuaba la sonrisa sensual con que parecía invitarme a un peligroso juego de complicidades. Retrocedía y avanzaba hacia mí con paso lánguido, arqueando los brazos sobre la cabeza y volviéndolos a bajar lentamente. El escote era cuadrado y bastante generoso, con dos clips. Desde luego no era mi estilo de vestir ni de moverme, pero me encontraba guapísima. Pensándolo bien, la mayor trasformación consistía precisamente en aquella complacencia al descubrirme distinta y gustarme. Creo que nunca me he mirado tanto rato seguido al espejo, era como una situación hipnótica.

Desperté de ella bruscamente cuando se abrió la puerta y apareció mi madre para avisarme de que me llamaban por teléfono. Su extrañeza, inicialmente motivada por el hecho de que yo no lo hubiera oído sonar, cuando estaba colgado en el pasillo, junto a la puerta de mi dormitorio, aumentó al verme convertida en una especie de Marilyn que ensaya su papel. Y lo más raro de todo fue que ni siquiera me sentí avergonzada. Al contrario; exageré la pose teatral iniciando una leve reverencia.

—¿Pero qué te pasa? ¿Qué estás haciendo?

—Nada. Probándome el vestido que me ha mandado Sofía.

—¿Y esos gestos tan raros?

—Por favor, mamá, ¿no me puedo divertir un poco? No nos vamos a tomar siempre la vida como un funeral de tercera.

Se apartó para dejarme pasar.

—¡Qué barbaridad! —dijo—. Te queda exageradísimo. Pareces una fulana.

Suspiré mientras la veía alejarse por el pasillo. Luego me apoyé contra la pared y cogí el auricular.

La que me llamaba era María Teresa y debo reconocer que me decepcionó muchísimo. No porque yo esperara aquella tarde alguna llamada de nadie, sino precisamente por eso: ya que no esperaba nada, cabía lo inesperado. Y mientras escuchaba la consabida petición de apuntes, formulada esta vez en términos de agobio, yo, arqueando una rodilla para apoyar el pie contra la pared, acariciaba la falda suave, como de ante, ciñéndose a mis caderas.

—Sofía, ¿estás ahí?

—Sí.

—Creí que se había cortado. Es que voy atrasadísima, en serio. Me faltan todos los de Gramática Histórica desde antes de Navidades, fíjate qué horror. ¿Me estás atendiendo?

—Que sí…

—Pues ¿cómo quedamos, oye?

Al día siguiente era domingo y yo había decidido pasármelo entero en el Ateneo para huir de implicaciones familiares. La cité a las siete en el bar de allí.

Era domingo, pues, el día en que estrené el vestido rojo. Con un abrigo encima, eso sí, porque salí temprano y hacía frío. Pero lo llevaba desabrochado, en plan un poco desafiante.

Nunca me he atenido a la división —mucho más rígida en aquellos años que ahora— entre ropa de diario y ropa de vestir, y además pienso que tardar en estrenar un vestido trae mala suerte. De todos modos, a medida que iba andando y mirándome de refilón en las lunas de los escaparates, yo misma me daba cuenta de que no era una toilette muy adecuada para ir a estudiar al Ateneo. Y me producía cierto malestar reconocer que en mi elección, más que el capricho, habían influido el comentario despectivo de mi madre y el afán por llevarle la contraria. Ya por entonces vislumbraba yo algo que iría quedando cada vez más claro con el correr del tiempo: que no basta con dar un portazo y largarse a la calle para librarse del influjo de otras vidas que inciden en la propia.

Me cundió poco el estudio aquel domingo. Y tampoco escribí nada de fuste, excepto un poema corto titulado «Deshielo» que no está mal. Habla de las ansias con que un alma entumecida otea la llegada de la primavera, como el avance de un ejército enarbolando teas ardientes. Me salió de un tirón. El resto del tiempo, en cambio, lo gasté en empezar varias veces una carta dirigida a Mariana, cuyos principios iba rasgando sucesivamente y tirando a la papelera. No encontraba el tono, y era porque en vez de pensar en lo que quería decir, hacía conjeturas sobre la disponibilidad de su ánimo hacia mí, y las tachaduras eran reflejo de la inseguridad que me invadía. Ensayé finalmente el tono jocoso, pero tampoco resultó. En la última cuartilla que rompí, incluía una tira inédita de copiomanuenses y un dibujito del vestido rojo, con abrazaderas en los hombros como las que llevan las mariquitas recortables. Pero no. Mariana no se iba a divertir con esos dibujos, no iba a recibirlos como un fulgor, o por lo menos no estaba segura. Así que di por definitivamente fallido un intento que tal vez estoy recogiendo hoy. Las cartas sólo se adornan sin trabas cuando se tiene la certeza —equivocada o no— de que el destinatario va a disfrutar muchísimo con su contenido y le va a saber a poco, «siga usted, señorita Montalvo», entonces da igual lo que se ponga aunque sean tonterías. Y ya no lo son. Precisamente deja de ser una tontería lo que se cuenta con ganas. En eso consiste.

En algún momento de la tarde empecé a encontrarme muy a disgusto y a pensar si no habría sido preferible irme con mis padres y los Richard de excursión a Toledo, que por lo menos allí me habría sentido útil y en mi sitio. Se pensaban quedar a dormir. Me inquietaba imaginarlos por las calles estrechas, venciendo sus tensiones interiores, haciendo esfuerzos por que resultara un día digno de recuerdo. Me pesaba de lejos su deambular inútil y me reprochaba un egoísmo que al fin y al cabo no me había servido más que para dinamitar mis propios espejismos de plenitud.

Tenía sentado en el pupitre de enfrente a un chico con calva incipiente y pinta de opositor, que subrayaba compulsivamente ristras de frases con bolígrafos de distintos colores. De vez en cuando resoplaba, se rascaba la cabeza y se me quedaba mirando al escote, primero de reojo y poco a poco con mayor descaro. Eso contribuyó a aumentar mi malestar y mi incapacidad de concentrarme. La tarde había dado un quiebro extraño hacia el aburrimiento. De la complacencia ante mi figura reflejada en el espejo y presagiando inquietantes mutaciones, resbalaba por una cuesta abajo de desconfianza y conciencia de error hacia el ciego deseo de romper a pedradas todos los espejos.

Acabé recogiendo los libros y bajando al bar media hora antes de lo acordado para la cita. La tarde no acababa nunca de pasar.

Cuando llegó María Teresa nos tomamos un café y le pasé los apuntes de Gramática Histórica, que inmediatamente tomó al peso y hojeó abrumada, más que para hacerse una ligera idea de su contenido para contar los folios grapados, tarea en la que se ayudaba mojando un dedo en saliva, y que pareció sumirla en atroz depresión.

—¡Cuarenta hojas! ¡Pero cuántos apuntes ha dado! Son muchísimos, ¿no?

Había en el tono de su voz una sombra de reproche.

—Sí, los de enero y parte de febrero, ahí tienes las fechas. Es que vienes muy poco a clase, chica, qué quieres que te diga.

—Hay cosas más importantes que asistir a clase —dijo con cierta acritud.

—Bueno, eso allá tú, no te lo discuto. Pero luego no te vengas quejando, deja de estudiar y ya está.

Seguía mirando los apuntes.

—¿Tú ya te los sabes todos? —preguntó.

—Yo no. Les echaré una mirada cuando sea el examen. A ver si los copias pronto, tú, que la otra vez te eternizaste.

—A ver —replicó—. Es que son muchos.

Los metió, suspirando, en una carpeta azul deslucida. Luego pagó los cafés y salimos juntas.

—¿Ya no estudias más?

—No. Me ha cundido poco el día. Hay días muy tontos.

Echamos a andar en silencio camino de la Plaza de Santa Ana. Hacía una tarde ventosa y despejada de finales de febrero, y al fondo de la calle del Prado se vislumbraban resplandores de primavera. Me paré a mirar el escaparate de una librería de viejo que todavía existe. Siempre que paso por allí me acuerdo. Había una lámina grande en tonos sepia y rojo, donde se veía a una señorita decimonónica reclinada en un sofá con gesto voluptuoso. En la mano derecha, abandonada sobre la falda, tenía una carta que probablemente acababa de leer. Y sus ojos, dirigidos hacia alguna ventana invisible, conservaban el fulgor provocado por aquellas palabras del enamorado ausente que impregnaban la escena por completo. Aquel descubrimiento daba pie a cualquier novela de las que yo solía inventar para Mariana cuando éramos más pequeñas y soñábamos con el amor romántico. En cuántos poemas y canciones habíamos bebido ese aire inflamado de la ausencia amorosa, la ausencia es aire que apaga el fuego chico y aviva el grande. Y de pronto, al mirarme reflejada en el escaparate, con mi vestido rojo bajo el abrigo desabrochado, vigilando a aquella enamorada de papel, comprendí que estaba deseando descubrir por mí misma, como Mariana, la diferencia entre lo vivo y lo pintado. Comprendí que ya no me bastaba con inventar novelas ni con que me las contaran, que de lo que tenía ganas era de enamorarme yo. Bueno, la verdad es que no sé si me lo formulé exactamente así, pero de esta manera me lo cuento ahora siempre que vuelvo a pasar por delante de aquella librería. Lo que sí es verdad es que me había quedado absorta, que el corazón me latía muy fuerte y que el vestido de la mujer del dibujo era rojo, como el mío.

—¿Qué miras? —me preguntó María Teresa.

—Ese grabado; me gusta mucho.

—¿El de la señora leyendo una carta? Pues hija, a mí no. Lo encuentro una cursilería.

Seguimos andando. Había unas nubes revueltas de color acero. Era la típica noche para haberme quedado a dormir en casa de Mariana, ya que mis padres no volverían hasta el día siguiente. Me invadió una mezcla exaltada de añoranza y rebeldía. Echaba de menos a mi amiga hasta no poder más, pero necesitaba quemar fantasmas, romper la tiranía del círculo vicioso. Algún camino tenía que haber para escaparse hacia lo desconocido.

—¿Hacia dónde vas? —me preguntó María Teresa al llegar a la Plaza de Santa Ana.

—No sé. Puede que dé un paseo. ¿Es tuyo ese Isetta?

—Sí. Te puedo acercar a algún sitio, si quieres.

María Teresa se había parado junto a un dos plazas redondeado y transparente de los que llamaron aquí «huevos» que tenían un diseño como de helicóptero y se abrían por delante. Era un modelo italiano bastante barato y en la España preconsumista hizo furor, aunque duró poco. Miré con envidia a María Teresa, mientras levantaba la cubierta ovalada de su Isetta y quedaban al descubierto los dos asientos. Yo nunca había montado en ningún coche de aquéllos, y me hacía ilusión. Tenía algo de carricoche de tiovivo.

—¿Qué dirección llevas? —le pregunté.

—Voy a casa de unos amigos que viven en comuna por la parte de Pozuelo y celebran un cumpleaños. Por cierto, me han dicho que lleve a quien quiera. Seguramente estará tu hermano. ¿Te apetece venir?

Dije que sí con un repentino entusiasmo. Y así fue como me dirigí montada en aquel ingenio de cristal un tanto surrealista hacia la casa de la chimenea encendida. Pero no estaba mi hermano. Ni nadie que me despertara ningún recuerdo ni a quien tuviera que dar cuentas de mi presencia allí. Mi hada madrina había preparado bien las cosas.

La gente que por aquellos años había empezado a vivir en comuna tenía a gala burlarse de las convenciones burguesas y exhibir cierto grado de desorden vendido como espontaneidad y desinhibición. Las menciones a Marx y a Simone de Beauvoir recibían un refuerzo de modernidad y eficacia cuando se mezclaban con un manejo experto de estadísticas de exilio, natalidad y desempleo, discos de Raimon o de Brassens y exaltación del amor libre. Cuando en una de aquellas viviendas, generalmente chalets de extrarradio alquilados entre varios, se celebraba una reunión política o festiva, el que llegaba por primera vez introducido por algún amigo no podía esperar que nadie le presentara a nadie ni le aclarara quién de los asistentes pernoctaba en la casa de forma fija o de qué madre y padre eran los niños que por allí correteaban.

Es muy raro lo que se me está ocurriendo, en plan de insólita asociación de ideas, según escribo esto. Pero de pronto me parece haber hallado el patrón escondido sobre el que se organizan —contando con todas las diferencias aparentes que pueden camuflar el parecido— fiestas de «élite» como la del otro día en casa de Gregorio Termes, donde la consigna es no hacer caso de nadie, porque todos se consideran elegidos y cómplices. Seguro que Gregorio fue un progre de los sesenta, se bañó poco, vivió en comuna y atacó de forma furibunda el orden burgués. A saber si no estaría incluso en aquella casa de Pozuelo cuando María Teresa y yo llegamos en el Isetta.

Eran dos habitaciones grandes y un poco destartaladas formando ángulo y separadas por una puerta corredera que tenían abierta. Tampoco estaba cerrada la que daba al jardín y que María Teresa simplemente empujó, sin andar llamando a ningún timbre. Las paredes estaban forradas de corcho y había una escalera de acceso a los pisos superiores, donde debía estar el grueso de la reunión, a juzgar por un rumor intermitente de voces, risas y música que bajaba de allí. Adultos en la parte de abajo se veían pocos, pero sí varios grupos de niños tirados por el suelo leyendo tebeos o jugando con construcciones de madera. Otros salían o entraban del jardín un tanto descuidado, donde vi una piscina de azulejos mellados con un fondo de agua verdinosa. Había también un perro.

Creo que María Teresa desapareció enseguida escaleras arriba. Tal vez saludó antes a alguien. Tal vez me preguntó que si quería subir con ella. No sé. No me acuerdo de nada. Desde que entré en aquel recinto en forma de ele lleno de estanterías de ladrillo y posters sujetos al corcho, de botellas semivacías, juguetes, almohadones, ceniceros y libros abandonados por el suelo, no me fijé más que en un chico rubio con pantalones de pana y camisa a cuadros, que estaba en cuclillas en el rincón de la derecha delante de una chimenea de fuego mortecino, cuyas brasas removía cuidadosamente con un hierro. De espaldas a cualquier solicitación ajena, transmitía a través de su actitud absorta la impresión de estar entregado a una tarea de importancia fundamental: reavivar un fuego. No sé cuánto tiempo lo estuve mirando antes de echar a andar despacio pero inevitablemente en aquella dirección.

De camino, sobre una mesita octogonal, vi una bandeja con bebidas y me paré a servirme un vaso de vino. Era tinto corriente, y los vasos de cartón. No se trataba de ninguna copa de cristal tallado ni de un líquido con reflejos ambarinos como uno se imagina los filtros de amor que transformaron a la infanta Flérida o enajenaron la voluntad de Isolda, no había razón para ponerse en guardia. Bebí, pues, el primer sorbo despreocupadamente, como si hiciera un alto en mi viaje. Me sentó bien y me arrancó un suspiro profundo, de olvido e ingravidez. Miraba subyugada el rescoldo de aquel fuego y la figura inclinada de quien intentaba hacerlo revivir. Tal vez yo iba en su ayuda, pero no tenía prisa por llegar, me bastaba con saber que quería ir allí y con inspeccionar desde fuera los accesos al recinto (limitado por un sofá y dos butacas) donde se guarecía el chico rubio, igual que cuando el niño perdido de los cuentos cree ver brillar entre las tinieblas del bosque la lucecita de una casa lejana y se para a gozar de su esperanza y su deslumbramiento repentinos. ¡Quién volviera a ese instante de tiempo detenido! Yo vuelvo muchas veces, aunque por vericuetos que no arrancan de la mesita octogonal sino de distintos lugares superpuestos, de mis bosques de ahora. Y la escena aparece siempre igual.

Es una foto fija como la que, al principio de algunas películas, congela la imagen de los actores, mientras aparece a la derecha su nombre de verdad junto al que les ha tocado en el reparto. La muchacha de rojo: Sofía Montalvo. Aún no sabemos lo que les va a pasar. Un cromo repetido que se cuela entre medias de mis sueños, que interrumpe también, cuando menos lo espero, algún quehacer, recado o argumento tedioso y me rapta en volandas de la sombra a la luz. Está usted en las nubes, señorita Montalvo. ¿En qué piensas, Sofía? Y yo ya en otro tiempo, en otro ámbito, dentro de la burbuja, sin entender por dónde he vuelto a entrar en ella, con miedo a que el calor la haga estallar. Pero no, eso es postizo, miedo no. La chica de rojo no tenía miedo, y tú eres la chica de rojo. Estás parada en medio de la habitación desconocida, a unos quince pasos de la chimenea, y te has llevado el vaso de cartón a los labios. ¡Quieta! Concéntrate. La mirada no debe apartarse de los hombros del chico rubio, que aún no conoce tu existencia, igual que tú no sabes que de la curva de esos hombros es de donde brota la fuerza que te llama, ni sabes que has tomado un bebedizo, porque ¿quién desconfía de un vaso de cartón? Sonríes, has brindado por el fuego y te pesa el abrigo. Concéntrate en tu cuerpo, ya te puedes mover un poco, como si te miraras al espejo. ¡Acción!

Volví a llenar el vaso y lo apuré de un trago. Luego avancé hacia el recinto de la chimenea, sorteando algunos cachivaches tirados por el suelo, en línea oblicua, atenta a cada paso que iba dando. Las butacas eran grandes y estaban muy pegadas al sofá. No me convenía ni correrlas para abrir un pasillito de acceso ni entrar por los dos huecos que dejaban en la parte delantera, más cerca del fuego, porque cualquiera de estas opciones delataría mi intrusión. Así que me quité el abrigo para sentirme más libre de movimientos, lo puse en el respaldo del sofá y luego, sentándome en el brazo izquierdo, me dejé resbalar despacito al asiento y giré las piernas en el aire. En ese momento él le había dado la vuelta al único tronco grueso que quedaba encendido. No daba la impresión de que fuera a prender. Me quedé un rato completamente inmóvil. Ni siquiera me estiré la falda, que se me había subido —estrecha como era— bastante por encima de las rodillas. Y el corazón me latía muy fuerte, como cuando has llamado al timbre de una puerta desconocida y empiezan a oírse dentro los pasos de alguien que viene a abrir y ya no puedes volverte atrás.

De pronto pasó algo muy raro: supe que el chico rubio había detectado mi presencia. Ni yo me había movido ni él había vuelto la cabeza. Pero se estiró hacia la derecha para coger un fuelle, y cuando lo aplicó al corazón de la brasa, ya sabía que alguien había invadido su recinto. Me acurruqué en un rincón del sofá esperando que se volviera irritado o al menos curioso. Pero no lo hizo. Tenía unas manos muy bonitas y sus gestos eran cada vez más delicados. Se movía para mí, le gustaba que estuviera mirándolo. No sé cómo se entienden estas cosas, así por lo fulminante, pero cuando ocurre ni hace falta pedir garantías ni hay rectificación que valga. Mera cuestión de fe. Era así. Me estaba dedicando aquellos gestos, tal vez me hubiera visto de reojo, como los toros vislumbran el revoleo de un capote, quién sabe. Pero del fuego ya se había distraído, aunque seguía atizándolo cada vez más lentamente, sin eficacia alguna. Había pasado a ser un incendio de teatro, un pretexto para lucir sus manos y su nuca ante mí. Además el tronco aquél no prendía, hacía falta un poco de leña menuda. Era demasiado gordo.

Entorné los ojos y apoyé la cabeza en el respaldo del sofá, dispuesta a improvisar mi papel en cuanto me dieran pie. Me lo tenía que dar él, porque seguía sin aparecer nadie más. Seguramente sería una frase interrogativa, es lo más corriente para iniciar el diálogo entre personas que no se conocen. Y a mí no me tocaba hablar la primera, esa posibilidad prefería descartarla. ¿Pero a qué perder el tiempo en conjeturas? Lo importante era hacer acopio de serenidad y saborear aquella excitación tan grande ante la idea de contestar «quiero» a cualquier invitación o desafío. Se avecinaba un juego inédito, aunque muy antiguo también, el gran juego apasionante del que todo el mundo tiene referencias y que hasta entonces yo sólo había disfrutado a través de las que me llegaban del cine y los libros. Mariana opinaba que me estaba envenenando con tantas historias de amor literarias y que aquellas pistas falaces de las novelas y del cine me iban a despistar cuando intentara aplicarlas a mi propia historia.

—No tendré que pedir ninguna pista a nadie, no te preocupes —protestaba yo—. Sabré yo sola muy bien lo que tengo que hacer cuando llegue el caso.

—¿Y cómo sabrás que ha llegado el caso? —insistía Mariana.

—Porque tendré ganas de gustar. Me lo dirá el cuerpo. Y la imaginación y la inteligencia se crecerán, obedeciendo a las señales del cuerpo, querrán ponerse a su altura.

Todo se iba cumpliendo, con el añadido de un regalo premonitorio. La imaginación tenía que abarcar mucho para ponerse a la altura de un cuerpo que llevaba veinticuatro horas con ganas de gustar, que, resucitando inopinadamente al conjuro de un hada madrina, se había vestido de gala y había ensayado ante el espejo una función sin réplica; que estaba deseando convertirse, a su vez, en espejo. El mismo cuerpo que ahora acababa de desprenderse en silencio de los zapatos y subía los pies al sofá con languidez teatral; gesto, por cierto, que pareció hallar eco en el otro actor y provocar un amago de torsión en su cabeza, aunque tan tenue y breve que la chica de rojo no tuvo tiempo más que para adivinar entre pestañas el remate de una garganta memorable. Menos mal que no llegó a emitir sonido alguno. Pero había rondado ese peligro.

Me temblaban un poco las manos. Comprendí que tenía que estar alerta, sin que se notara, a la frase que aquel joven, digno de ser amado como Calisto o Romeo, podía pronunciar intempestivamente, hasta incluso de espaldas, golpe traicionero que haría la réplica más arriesgada.

Pero bueno, el caso era perder el miedo y fomentar la imaginación. No podía defraudar a mi madrina. Me había vestido de rojo para ver si alguien quería jugar conmigo a un juego cuyas reglas iría aprendiendo a medida que me metiera en él. Las cosas no iban mal. Era evidente que el otro jugador había aparecido, aunque por ahora fuera un enigma. Pero como encarnación del enigma no podía darse una figura más sugestiva. Además no todo dependía de él, sino también de mis capacidades para descifrarlo.

Así que me puse ya descaradamente en posición horizontal, y como vi que estaba a punto de caer la noche, decidí invocar a un viejo amigo que apadrinaba siempre mis relatos y ensoñaciones: el duendecillo Noc. Crucé las manos sobre el regazo, y con los ojos cerrados le pedí sabiduría para tantear el enigma y audacia para suplantar su poder de fascinación. Le pedí que encendiera en el chico rubio la sorpresa y la sed por escuchar mis fantasías solitarias, todos mis cuentos descabalados que se pudrían para nadie, gracia para coser esas historias rotas y acierto para entender que él me las exigía, paciencia para esperar la señal, oh Noc. Le pedí que me inflamara con su numen para vestir de oro mis palabras y verlas reflejadas en los ojos ansiosos que aún no me habían mirado; suéltame la lengua, oh Noc, le pedí, pero también refrénamela, como hiciste con Sherezade, márcame a tiempo las pausas para que siempre quede algo por contar y por escuchar, mañana sigo, mañana vuelvo, amén, oh Noc, amén.

«Estoy apostando a ciegas —pensaba de repente, como en una ráfaga de lucidez que disipaba mi borrachera— porque aún no me ha mirado ni se ha dirigido a mí. Y puede ser su rostro de los que no dan pie y su voz de las que no piden respuesta ni invitan a nada. Si fuera así, mejor que tarde en mirarme, ¿no te parece, Noc?, mejor que no me mire nunca ni se mueva. Avísame si se mueve, yo no pienso abrir los ojos».

Y Noc, el diosecillo que presidió siempre mis cuentos nocturnos inventados para Mariana, sonreía burlón y revoloteaba por encima de mí con sus orejas puntiagudas. Pero yo no pensaba en Mariana, no me acordaba de ella para nada.

En el piso de arriba empezó a sonar «Rien de rien» en la voz de Edith Piaff. Música francesa, naturalmente. Mi madrina no iba a descuidar ese detalle. Muy bonito como banda sonora de película. Y también quedaba muy de película que la chica de rojo sonriera en plan un poco soñador con los párpados abatidos, mientras seguía como en un rezo las palabras de la canción. Je m’en fous du passé, barrido el ayer, dejado atrás, nada, no me arrepiento de nada, ni del mal que me hicieron, ni del bien, qué más da, con mis recuerdos he encendido el fuego, con mis penas y gozos.

Y entonces pensé en Mariana, claro, pero como en algo a lo que se dice definitivamente adiós. Tal vez ella lo hubiera sentido igual cuando se enamoró, y en ese momento me pareció lógico que no hubiera querido o sido capaz de compartir conmigo sus amores. Lo entendí de lejos y sin daño, con la extraña nubosidad mezclada de certeza con que a veces se entienden las cosas en sueños o se ve una ciudad a nuestros pies cuando empieza a subir el avión que tal vez, sin que lo sepamos, nos aleja para siempre de ella, y dice uno «por allí cae tal plaza, tal edificio, tal parque», y pega la nariz a la ventanilla, los reconoce dibujados primorosamente como entre los caminos de un cementerio, adiós, je ne regrette rien, ahora emprendo viaje hacia otros pagos. Pero me estaba despidiendo de la infancia, ésa era la verdad. Y también, en nombre suyo, de la de Mariana, a quien siempre gustaron poco las ceremonias solemnes.

Lo mejor para llevar las riendas de una situación es abstraerse. Con los ojos cerrados, me desentendí de la hoguera del chico rubio para encender la mía, mi propia hoguera-Piaff, donde crepitaban como hojas secas las voces de la infancia y todos los cuentos leídos e inventados para entretener la espera del amor. Perdí la noción del tiempo.

—No llores —oí que decía luego cerca de mí la voz más dulce del mundo—. ¿Te encuentras mal?

Abrí los ojos. El chico rubio se había sentado en el suelo junto al sofá, y me estaba mirando. Mi silencio y tal vez mi expresión de pasmo al verlo allí tan cerca y tan de sopetón le animaron a poner una mano sobre mis rodillas y acariciarlas como al descuido. Fue una caricia breve, pero definitiva, que se adueñó de todo mi futuro.

—No llores, por favor —me seguía diciendo—. Estás temblando.

Yo me ahogaba de emoción. Creo que ya he dicho en otro sitio de estos cuadernos a quién se parecía el chico rubio, así que para qué voy a explicar nada. Por una parte, no habiendo visto nunca una película de James Dean, la impresión fue mayor. Pero además no le había oído sentarse allí ni recordaba por qué empecé a llorar. Eran demasiadas sorpresas a la vez, y encima la caricia a traición en mis rodillas, que eso ya de por sí minaba cualquier terreno y era el golpe de gracia para que el argumento, después de haberle estado dando vueltas tanto rato, campase por sus fueros, ajeno totalmente a mi control. Bajé las piernas del sofá y estiré un poco la falda. Nada de aquello venía en mi programa.

—No quería llorar. No pensaba llorar —dije como una tonta, mientras me llevaba los dedos a las mejillas, para comprobar la huella de mis propias lágrimas.

—¿Ah, no? —preguntó repentinamente divertido—. ¿Pues qué pensabas hacer?

Desvié la vista, porque su mirada no la resistía. El fuego se había apagado completamente.

—Decirte que no sabes avivar fuegos, entre otras cosas. Que no se pueden avivar sin leña menuda o por lo menos sin gurruños de papel. Y unas gotas de fe, claro. ¿De qué te ríes? Yo también te podré preguntar de qué te ríes.

—De la palabra gurruños. Creí que era exclusiva de mi abuela. Y yo no te he preguntado por qué lloras, que conste, guapa. Te he pedido sólo que no lo hicieras. Es distinto, ¿no?

Me había llamado guapa, pero no como yo hubiera querido oírlo, como se lo diría yo si me atreviera, y ahí me sonó la alarma, ojo, debe estar más que harto de oírse llamar guapo, igual es un presumido insoportable, protégeme, oh Noc, empiezo a perder pie.

—Sí, es un poco distinto —dije—, perdona. Siempre te tienes que salir con la tuya, ¿verdad?

Me sentí un poco violenta. Era lo mismo que me había dicho a mí mi padre antes de probarme el vestido rojo. Las palabras se me estaban escapando sin querer y en un tono que no venía a cuento. Decidí rectificar.

El chico rubio se había quedado serio, mirando el rescoldo de la hoguera. De pronto no me pareció tan joven. «Es de los que cambian según la luz», pensé con agrado.

—Bueno —dijo—, menos en lo de reavivar fuegos. En eso no parece que me haya salido con la mía.

—Te fallaría la fe.

—Muy probable. ¿Vas a llorar más?

—No.

—Pues anda, sécate las lágrimas que te quedan.

Me tendió un pañuelo muy limpio que se sacó del bolsillo. Pero sin el menor aire de conquistador. Lo estaba haciendo todo muy bien. Me lo pasé despacio por las mejillas y nos miramos sonriendo. También con mutua curiosidad. Una mirada de tanteo.

—¿Quieres que pruebe yo? Queda un poco de brasa —dije, señalando a la chimenea—. Antes no me atreví a proponértelo. ¿Sabes dónde hay leña menuda o periódicos viejos?

—No tengo ni idea. Sólo he venido otra vez a esta casa. Además, gracias, pero tu fe no me vale. Se trataba de una apuesta conmigo mismo, ¿sabes?, y la he perdido. Eso es todo.

—Lo siento —dije.

—Yo no. Je ne regrette rien. Era un fuego condenado a apagarse.

Se puso de rodillas en el sofá, mirando hacia el jardín oscurecido a través de la ventana. De perfil era todavía más guapo.

—¿Te gusta Rabindranath Tagore? —me preguntó después de un silencio bastante largo.

—Sí. Pero no está de moda. Me extraña que te guste a ti.

—Ni yo pretendo estar de moda ni he dicho que me guste.

—¿Y entonces?

Me puse de rodillas yo también y me abracé al respaldo del sofá. Daba la impresión de que se avecinaba un cuento.

—Verás —empezó—, de niño me gustaba muchísimo… Mejor dicho, le gustaba muchísimo a mi abuela.

—¿La de los gurruños?

—Esa misma. Y de tanto leérmelo, me aficioné a aquel lenguaje poético, que se me hizo familiar como el de la calle. Ya ves qué absurdo, y me sabía trozos enteros de memoria. Así me pasé gran parte de la infancia, fanático perdido de Tagore. Luego, como a todos mis amigos les parecía muy cursi, cosa de señoritas remilgadas, me llegué a avergonzar de que me hubiera gustado tanto. Bueno, también puede ser que de verdad me empachara. El caso es que renegué de aquella pasión.

Hablaba muy despacio, como para sí mismo, y ahora se había callado.

—Pasa mucho —dije yo—. A mí me ha pasado con Hermann Hesse.

—Pero de lo que se ha llevado tan adentro, siempre quedan huellas. Por ejemplo, muchas veces me he preguntado…

Se interrumpió súbitamente y se encogió de hombros, sin dejar de mirar a la ventana.

—¿Qué?

—Bueno, una tontería, en realidad. Que cómo sería sonreír con máscara de ausencia plena, que es una frase de Tagore, no sé si la recuerdas. Durante mucho tiempo soñé con encontrar ese gesto en la cara de alguna niña; sabía que lo reconocería, a pesar de tratarse de unas señas bastante inconcretas. No apareció nunca aquella niña, claro. Y de la frase me había olvidado ya. Llevaba años sin acordarme, eso es lo raro.

Hubo un silencio que parecía definitivo. En el piso de arriba aumentaba el jaleo. Ahora estaban poniendo música de jazz.

—¿Por qué me cuentas eso? —pregunté al cabo con un hilo de voz, mientras pensaba que el duendecillo Noc era evidente que se había pasado al otro bando.

—Porque antes, cuando se me apagó el fuego, y me volví, y estabas ahí tumbada con los ojos cerrados y ese vestido rojo, llorando y sonriendo al mismo tiempo, se me vino de repente a la memoria la frase de Tagore, pero reciente, igual que si la leyera por primera vez o la estuviera inventando yo, «¡cómo sonríes con tu máscara de ausencia plena!», parecías estar tan lejos y tan cerca… Pero, además, cambias.

—Tú también.

No me miraba. Pero era maravilloso oírle hablar.

—Y encima un encuentro tan anacrónico, ¿no? —añadió, ahora ya en otro tono—. Es evidente que la ausencia plena se ha equivocado de escenario.

—¿Tú crees?

—Y tanto que lo creo. En esta casa seguro que les nombras a Tagore y te llaman pequeñoburgués… Y a propósito, ¿qué has venido tú a hacer aquí? Y con ese traje… No te pega nada.

Ahora me estaba mirando de plano. Y no sólo a la cara.

—¿El traje o haber venido aquí?

—Haber venido aquí. El traje… Bueno, el traje es de escalofrío… Las de arriba llevan todas pantalones o ropas flojas.

Me congracié repentinamente con el vestido rojo, con mi cuerpo, con mis ansias de aventura. Ahora me tocaba el turno. Tenía que lanzarme con una réplica de cine en blanco y negro. Eché mano a mis dotes imitativas.

—Enciendes muy deprisa una hoguera con otra, forastero —dije con voz de doblaje de película.

Había dado en el blanco; se echó a reír. ¡Qué alivio! De pronto éramos amigos de toda la vida. No se sabe lo que había podido pasar para lograr aquel ajuste de ritmo en tan poco tiempo.

—Y tú te sacas de la manga mucha leña menuda, niña. Me gustaría saber de dónde sales.

—Adivínalo. No pretenderás que te resuma mi vida, después de eso de la ausencia plena que queda tan bonito.

—No, por Dios, sería una vulgaridad —dijo—. No me gusta que nadie me resuma su vida ni pretenda que yo le resuma la mía, ni que tenga prisa, ni que me diga «defínete», «hay que ser responsables» o «la unión hace la fuerza». Ah, y tampoco me gustan las reuniones de mucha gente. El número ideal es el dos. ¿Te adaptas a eso?

—Lo procuraré, jefe.

Se levantó y se agachó a ponerme los zapatos. Luego me cogió de la mano.

—Pues entonces no sé qué pintamos aquí. Vámonos. No tendrás que despedirte de nadie, supongo.

Me dejé arrastrar de su mano hacia la salida.

—No propiamente. ¿Y tú?

—Tampoco.

Cuando ya estábamos en el jardín, miré al cielo. Habían salido las primeras estrellas, y una luna muy grande. Me acordé de que podía llegar a casa a la hora que me diera la gana, respiré hondo, y era tan feliz como no he vuelto a serlo nunca en mi vida.

—¿Sabes adónde vamos? —le pregunté.

—Yo no. Me figuro que tú tampoco.

—No; no conozco este barrio ni tengo coche.

—Me tranquilizas.

Echamos a andar entre chalets, por calles desconocidas. Y pensaba, cogida de su mano, que era un milagro que a él le estuviera corriendo la sangre por las venas al mismo tiempo que a mí, y que hubiera descubierto en mi rostro la máscara de ausencia plena y que aquella luna que nos miraba estuviera iluminando también mares bravíos, montañas solitarias, caminos perdidos, ciudades ruidosas, tejados, valles, aves nocturnas, y los fuera a seguir iluminando en el futuro; y las palabras en mi garganta eran olas contenidas que se preparaban, oh Noc, para anegarlo todo.

Y él dijo, deteniéndose debajo de un farol, antes de besarme: «¿No te parece que ahora es siempre?». Y fue cuando supe que aquel amor me iba a asesinar lentamente, porque no era para durar.

Queda contado lo único que puede transmitirse de una historia de amor: los preliminares. Que es donde estalla su verdadero fulgor.

Pero si algún día, Mariana, lees este cuaderno, que en el fondo para eso lo escribo, quiero que sepas que tu nombre no salió a relucir esa noche entre nosotros. Ni durante algún tiempo. Se limitó a decirme de pasada que había roto con una novia demasiado racional y dominante para un lector de Tagore. Y que más o menos esperaba encontrarla en aquella casa, pero que ella no había ido.

—¿La de la hoguera apagada?

—Justo, la de la hoguera.

Pero no le pregunté más porque la noche iba de adivinanzas y de símbolos y de réplicas brillantes. Prohibido indagar.

Y aunque horas más tarde, en un local del Madrid viejo donde estuvimos bailando boleros, el corazón me diera un vuelco raro al enterarme de que se llamaba Guillermo, me tranquilicé pensando que, después de todo, no es un nombre tan infrecuente.

—¿Te pasa algo? —me preguntó—. Te has quedado muy callada. ¿Por qué me miras así?

—No sé, ¿cómo te miro?

—Raro.

—¡Es que eres tan diferente de perfil!

Fijándose bien, y dado que aún no se le podía comparar con James Dean, puede, sí, que Guillermo tuviera algo de cara de lobo. Que era la única seña llamativa que tú me habías dado de tu novio la primera tarde que me hablaste de él. Pero yo a los lobos nunca me los había imaginado rubios.