En ella me fijé desde el primer momento y con una atención especial, donde bullían sentimientos encontrados.
Creo que fue por la manera que tuvo de agarrar la cajetilla de tabaco que le estaba alargando el recepcionista, un gesto que parecía el resultado definitivo, previo ensayo, de sucesivas tomas fotográficas seleccionadas para un anuncio lleno de glamour, cuya leyenda podría ser: «Marlboro, la elegancia natural de lo artificial», o algo por el estilo. A mí las manos se me están estropeando bastante, Sofía, y precisamente porque trato de ignorarlo o de presentar ante mí misma el fenómeno como insignificante, cuando de improviso las contemplo con mirada extraña junto a otras más jóvenes, donde las venas azulean sin sobresalir y los nudillos no son rugosos, esa evidencia del deterioro salta clamando por sus fueros y el temido ajuste de cuentas se sobrepone a las componendas para esquivarlo. Pero lo curioso es que aquella mujer, que inmediatamente se convirtió en foco de indagación para mí, tampoco parecía mucho más joven que yo misma, impresión que se veía reforzada al mirarla un poco más de cerca.
Nos habíamos encontrado en el mostrador de la conserjería, justo cuando yo llegaba con mi equipaje después de una noche en blanco e indecisiones varias sobre mi paradero, con el alma en tormenta y sin duchar. De esas veces que te pesan las ojeras. Era mediodía. Ella entraba de la piscina a buscar tabaco. Llevaba un albornoz corto abierto sobre un bikini de lunares que dejaba ampliamente al descubierto el vientre moreno y terso. Iba descalza.
Nos miramos. Su rostro acumulaba esa inexpresividad crecida a la sombra del ocio y del esfuerzo por mantener a raya cualquier emoción que pueda implicar arrugas supletorias. Seguramente se habría sometido a más de una operación estética. Pero las manos y los pies eran como de gheisa.
Cuando, poco después, el mozo que me había subido el equipaje a la 203, tras explicarme el funcionamiento de la televisión, me dejó sola deseándome feliz estancia y me envolvieron los sones de una música que llegaba de fuera, me di perfecta cuenta, allí paralizada mirando en torno mío, de que el plazo de esa estancia no iba a poder decidirlo yo. Prescrita por mí misma a modo de urgente cura de sueño, e imaginada en principio como un simple alto en el camino antes de regresar a Madrid, se empezaba a configurar como una incógnita, cuya duración se iría resolviendo con el correr de los días.
—No tiene por qué decidirlo ahora. De momento tenemos una habitación que está libre por una semana —me había dicho el recepcionista en tono conciliador, como quien intenta suavizar las asperezas de un trance violento.
Lo era. Porque yo, desde que había mirado las manos aterciopeladas que recogían el paquete de cigarrillos y luego sacaban uno y lo encendían, había sufrido una especie de fuga, lo que la doctora León llama «flashes de ausencia». Y en la sonrisa obsequiosa pero desconcertada del recepcionista capté la incomodidad que le debía transmitir mi gesto reconcentrado y mi chocante silencio ante su pregunta de que cuánto tiempo me pensaba quedar.
—Ya. Pues muchas gracias. Es que no sé. Depende de unas noticas que espero recibir —contesté distraída, mientras miraba alejarse nuevamente a aquella mujer de los pies descalzos como flores.
Seguí pensando en ella durante mucho rato y su figura se interponía a manera de obstáculo en la anhelada conquista del sueño. Bajo su mirada de estatua había aflorado en mí un viejo contencioso, a duras penas refrenado, donde la envidia y el desdén por la mujer-objeto esgrimen alternativamente sus armas, sin que ninguno de los dos bandos alcance más que victorias pasajeras. Ahora el de la envidia estaba tomando posiciones estratégicas.
Debe ser el bajón de la noche en vela, las tensiones a que me ha sometido Silvia —me dije, mientras contemplaba con ojos ofuscados el grabado del iceberg que acababa de descubrir, ahuyentaba todo proyecto de futuro y me prometía un reposo profundo y sin interferencias—. Cuando me despierte, la cabeza funcionará mejor.
Me caía, efectivamente, de sueño y de cansancio. Tanto que ni fuerzas para ducharme tenía. Puse en la puerta el cartelito de «No molesten», saqué un pijama del maletín y, antes de abrir la cama, salí a la terracita de los muebles de mimbre con intención de bajar el toldo.
El lujoso recinto de la piscina, rematado por una barandilla de piedra que se asoma al mar y salpicado de tumbonas de colores vivos, mesitas bajas y quitasoles a rayas, me invadió brutalmente los sentimientos, encendiéndome el deseo de permanencia estable en aquel mundo ocioso y placentero, de sumergirme en él al abrigo de toda responsabilidad, desconectada de cualquier problema o remordimiento, camuflada en el jardín tropical de sus convenciones. Me asomé un poco más.
Debajo de mi terraza vi la barra ovalada de un bar estilo cubista con taburetes rosa y negro, y de aquel punto procedía la música que, unida al olor del mar, multiplicaba el desfallecimiento de mi voluntad y aguzaba la alerta de mis sentidos. Era una canción de los Beatles la que estaba sonando en aquel momento:
I’d like to be
under the sea
in an octopus' garden
in the shade…
La oí por primera vez en Barcelona, en casa de un chico catalán con el que yo salía entonces, Sergi Casal, me acuerdo porque dio lugar a una de nuestras riñas de cariz más o menos político, creo que la última. No fue un novio estable. Nunca he tenido un novio estable. Vivía con sus padres, gente de dinero pero bastante culta, en una casa espaciosa donde gozaba de una independencia poco habitual y de los privilegios del hijo único superdotado y con madera de líder. Ahora es un pediatra muy conocido. Me lo he encontrado en algún congreso. A él le encantaban los Beatles.
—¡Qué estupidez! —dije yo—. ¿Es que no te das cuenta de lo absurda que es esa letra? «Me gustaría estar/en el fondo del mar/a la sombra de un jardín de pulpos», como todas las de esos chicos, por otra parte. ¡En un jardín de pulpos! Vamos, ¿a quién se le ocurre?
—Esas cosas sólo se les pueden ocurrir a los poetas, claro —dijo Sergi—. Si le pides lógica a la poesía es que tu inteligencia se empieza a oxidar. Ojo, Mariana, encanto.
Yo me exalté mucho. El mensaje que estaban mandando los Beatles a todo el mundo, dorándonos la píldora con un espolvoreo de poesía, era peor que estúpido o absurdo, eran consignas de evasión, como el «let it be», como el «a here comes the sun» o el «submarino amarillo» esperanzas ñoñas de inmersión en lo irreal, que a la larga iban a hacer mucho daño a la gente, la iban a despolitizar y a volverla más indolente, más sensual, a rebajar sus defensas y su criterio, qué más da, tú escurre el bulto, here comes the sun, todo está bien como está, let it be, y que siga la fiesta. Fue un discurso bastante visceral, lo reconozco.
—¿Qué diferencia encuentras —concluí— entre todo eso y el reaccionario Manuel Machado de las antologías con su alma de nardo del árabe español? «Mi voluntad se ha muerto una noche de luna en que era muy hermoso no pensar ni querer», ahí lo tienes; no necesitamos que nos lo descubran desde Liverpool esos cuatro alfeñiques.
Sergi, que estaba junto al mueble bar sirviéndose una copa, volvió a poner el disco que momentáneamente había quitado, como si quisiera dejar patente que era mi discurso el que había interrumpido el de los Beatles y no al revés. De momento casi no me di cuenta. Me había acalorado mucho y tenía la respiración muy agitada. Sergi vino a sentarse a mi lado en el sofá y me cogió una mano. Sonreía, entre irónico y seductor. La canción que aconsejaba buscar escondite en un jardín submarino a la sombra de los pulpos volvía a trepar por las paredes de la habitación empapelada en tonos verdes, sobre la que empezaba a caer una grata penumbra, «I want to be under the sea» giraba, rebotaba contra las esquinas, amenazaba con distorsionar la realidad. Quise decir algo, pero Sergi puso el dedo índice en mis labios.
—¡Qué cerril eres a veces, Ninotchska! —me dijo casi al oído—. Si no fueras tan rabiosamente guapa… Anda, por favor, calla un poco, let it be… ¿No quieres beber algo?
Yo me levanté sin decir una palabra y me fui de aquella casa dando un portazo. Enseguida comprendí que había sido una reacción excesiva y me detuve junto al ascensor. Estaba segura de que él iba a salir a llamarme, como en las películas. Pero no lo hizo.
Anochecía. Recuerdo que iba llorando de rabia por la calle Aribau, mirando hacia los balcones y acordándome de Andrea, la protagonista de Carmen Laforet, que vivía por allí, y me gustaba imaginar que podía encontrármela y cogerme de su brazo como del de una amiga antigua. Tal vez estaba a punto de volver a aquella casa oscura donde vivían sus parientes, un ambiente opresivo que a ti, Sofía, te recordaba el de Cumbres borrascosas, y ella llegaba allí después de haber estado deambulando sin rumbo por la ciudad, con su trajecillo raído, se paraba vacilante ante el portal de la casa, le daba pereza subir a encerrarse, yo la llamaría: «¡Andrea!», y nos reconoceríamos de inmediato. Empecé a andar más despacio, como extrañándome a mí misma. Hacía tiempo que no sufría ese tipo de alucinaciones, casi siempre nacidas, Sofía, al calor de las tuyas. Y además de noche, porque era aquel olvidado duendecillo Noc, padre de todas las historias, el que ponía el mundo patas arriba. Y el corazón me dio un vuelco al verlo resucitar entre piruetas, colgado de los hierros de un viejo balcón de la calle Aribau, a la luz de los faroles. Andrea-Noc, una de esas asociaciones de ideas tan intensas y arbitrarias que desplazan en el recuerdo al razonamiento que las motivó, lo cual no deja de ser poesía pura. Ojo, Mariana, encanto, si le pides lógica a la poesía es que tu inteligencia se empieza a oxidar. Tenía razón Sergi. ¿Por qué me empeñaba siempre en vivir a la defensiva?
Y me daba cuenta, aunque fuera subterráneamente, de que mi llanto había dejado de ser una rabieta de amor propio. Era ya puramente poético y contradecía a la lógica, porque se basaba en la añoranza de un personaje de novela con el que nunca hasta ese momento se me había ocurrido identificarme. Y si lo rememoraba, no era tanto porque me sintiera sola e incomprendida por las calles de Barcelona, como Andrea en los años cuarenta, sino porque Nada fue una de las primeras novelas que tú me recomendaste apasionadamente, Sofía, aunque tu madre no nos la dejaba leer. Y en ese momento, recién expulsada por mi propia soberbia del jardín de los pulpos que me brindaba Sergi, me refugiaba en el recuerdo de nuestras primeras lecturas clandestinas, cuando a todos los jardines de cuento me introducías tú de la mano, y la sorpresa era una liebre blanca que sólo descubren los que no salen de caza. En una palabra, era a ti a quien echaba de menos, Aribau abajo, para contarte mis males, que venían de atrás; desde que había dejado de contártelos. Necesitaba oír tu opinión sobre casi todo. El recuerdo de nuestras cabezas juntas bajo la lámpara de mi cuarto con la novela de Carmen Laforet encima de la mesa es lo que había acarreado la añoranza de unos pasos nocturnos acompañando a los míos. Por eso había revivido también Noc, claro, y se había eclipsado inmediatamente. Porque, sin ti, él se aburre. Tanto Noc como yo era a ti y no a Andrea a quien necesitábamos encontrar. Me pareció deslumbrante aquella asociación de ideas. Cada vez veía más clara mi vocación de psiquiatra. ¡Oh, investigar los caminos tortuosos del mundo interior! Ya por entonces, mi último curso de Medicina, lo tenía casi completamente decidido.
Pero ahora que lo pienso, en mi desazón de aquel paseo nocturno por las calles de Barcelona, tal vez empezaba a insinuarse también esa polémica secreta frente al asunto de la mujer-objeto, donde no siempre mis posiciones han estado bien definidas, con lo que a mí me gusta definirlo todo. Consideraba una ofensa que Sergi me hubiera llamado guapa para zanjar una discusión que a mí me parecía más seria, cuando por otra parte yo nunca he podido vivir sin que los hombres, de una manera o de otra, me hagan entender que me encuentran guapa. Pero mejor de lejos, sin acercarse mucho. Desde los once años me pasa lo mismo, tú lo sabes muy bien, Sofía.
—¿Pero cómo te puede bastar con eso? —me preguntabas a veces, muy extrañada.
—Bueno, no sé si me basta, pero saber que gusto me alimenta y me anima. No me quiero meter en más líos.
—¿A qué le llamas lío?
—Pues lío le llamo a atarme, hija, la palabra lo dice, a depender de otro.
—¿Te da miedo?
Y yo te decía que no, que no era miedo propiamente. Pero sí lo era.
Y una noche, durante una fiesta de cumpleaños en casa de Sergi, poco antes de lo del jardín de pulpos, me emborraché por primera vez en mi vida, yo que tanto he presumido de aguantar bien el alcohol y saberlo controlar. Había muchos amigos del grupo, casi todos hombres, con los que más o menos debía haber andado yo coqueteando. No me acuerdo de nada, pero por lo visto (se lo sonsaqué luego a la novia de uno de ellos) me dio por llorar y por decir que yo era una farsante, y que daría todos mis estudios y desvelos por el futuro de la clase obrera a cambio de perderle el miedo al placer, a la buena vida y a los hombres. Fue lo que me valió el apodo de Ninotchska.
En fin, que cuánto tiempo ha pasado desde aquella tarde en que oí por primera vez el «octopus' garden» y cuánta menos resistencia le opongo ahora a esa letra que se me va infiltrando insensiblemente en la sangre, qué pena no volver a tener veintipocos años, cuando llorar por la calle te embellecía, ni siquiera tenías que comprobarlo espiándote de reojo en la luna de los escaparates, se daba por hecho, todo te embellecía, nada dejaba marca. Eso es lo que pensaba el otro día cuando, recién llegada aquí, me asomé a la terraza de la 203 y estaba sonando la canción de los Beatles, que se extendía en ondas suaves por todo el ámbito de la piscina hasta escurrirse por entre la barandilla de piedra, rodar por la playa y luego hundirse en el mar. «Me gustaría estar en el fondo del mar, a la sombra de un jardín de pulpos», ya lo creo, ¡qué divertido!, «en un escondrijo entre las olas», sí, y no tener que volver a sacar nunca la cabeza, nunca. A escondidas, a espaldas de todo, en un jardín clandestino.
Y en ese momento un camarero se dirigió con su bandeja a una de las mesas resguardadas por quitasoles, y cuando dejó el martini y los aperitivos, me fijé en la mano rematada por uñas primorosas que surgía de las profundidades de la tumbona para firmar la nota que el camarero le tendía. Y era ella, la mujer que me había salido al encuentro en recepción.
Se incorporó para saborear el trago rojo a través de la pajita y pinchó con desganada elegancia una aceituna. En toda su actitud se leía el tedio. «Llevo tanto tiempo hurgando en los motivos de ese tedio —pensé—, asistiendo como mero comparsa a las fiestas donde se incuba, recogiendo los añicos de los destrozos que provoca». Pero no podía dejar de mirarla fascinada. Se había levantado y avanzaba ahora hacia el trampolín, cuyos escalones subió, tras una ligera ducha. Sin gorro, por supuesto. El pelo lo lleva corto. Creo que teñido, no sé. Pero, en todo caso, con muy buenos productos.
Una vez en lo alto del trampolín, recortándose contra el mar, miró hacia mi habitación, que cae justo enfrente. Sonrió e hizo un saludo antes de arrojarse al líquido color turquesa en un salto impecable. Retrocedí como cogida en falta. Fue cuando me di cuenta de que alguien, que estaba en la terraza de al lado, se había percatado de mi presencia. Posiblemente la misma persona a quien iba dirigido el saludo desde el trampolín. Era un hombre delgado, pero solamente conseguí atisbar su silueta borrosa a través de la mampara de cristal esmerilado que separa cada terraza de su vecina. Inclinó la cabeza rápidamente. Me pareció que estaba leyendo un periódico.
Me metí, bajé la persiana a toda prisa y me acosté pensando que me cuido muy poco, que tal vez me convendría cortarme el pelo. Y desde luego perder por los menos cuatro kilos. Imaginando lo excitante que debe ser practicar el esquí acuático, nadar correctamente a crol, hacer una excursión en yate, o proyectar un viaje de placer con alguien que te dé todas las cosas resueltas. Pero esa última idea la descarté como falaz. En el ascensor, junto al espejo, había visto anunciados servicios de sauna, gimnasia pasiva, masaje, peluquería y clases de natación. Decidí que quería volver como nueva a Madrid, que Raimundo no me reconociera. Pero la imagen de Raimundo también la descarté como falaz.
Las sábanas estaban bien planchadas y la penumbra, veteada por los ruidos que llegaban de fuera, era muy relajante. Pero daba vueltas en la cama y no conseguía dormirme. Porque, junto con mis propósitos de embellecimiento, surgía la descalificación desdeñosa de la persona que los había provocado. Contra el deseo turbador de parecerme a ella, se enfrentaba la convicción altiva de mi superioridad y se insinuaba la tentación paralela de buscar una ocasión para amonestarla sobre la vacuidad de una vida sin otros estímulos que los del consumo. Imaginaba a retazos las diferentes circunstancias que podrían acompañar a nuestra conversación. Y acababa convenciéndome de que, en cualquier caso, sería aburridísima y sin interés ninguno, de que aquella mujer era un cromo que tenía «repe».
La sospecha de conocerla ya, de haberla visto en otro sitio, se alternaba con la impresión de estarme recordando a alguien sobre quien yo ejercía influencia, posiblemente a alguna paciente. Con el diván por medio, nunca la habría envidiado. Estaba segura. Pero también sabía que no tenía ganas de volver a la habitación del diván, identificada cada vez más con la boca de un lobo. No, allí no, sólo de pensar en eso me entraban sudores de angustia que hacían más delicioso, por contraste, un salto imaginario desde el trampolín. Y ella estaba allí abajo, deslizándose como una sirena por las aguas color turquesa, mientras yo me palpaba los michelines del estómago y me perdía en sórdidos soliloquios. Con el diván por el medio, no la habría envidiado. Claro que no. Pero no había venido a mi consulta. Nos habíamos conocido en su campo, me tocaba jugar ahí, en campo adversario. Y una de dos: o bien tiraba la toalla, o bien tenía que contar con tan desventajoso detalle. Y saber que en ese campo, el reino por excelencia de la mujer objeto, ella llevaba, en principio, las de ganar.
Por lo menos eso fue lo que pensé antes de levantarme a buscar una pastilla de orfidal, tomármela con un botellín de agua de Vichy que saqué de la nevera, volver a ingresar en cama y abandonarme definitivamente al sueño.
Me desperté a eso de las seis. Deshice a medias la maleta, me duché y di mi primer paseo a pie hasta el pueblo por el camino que aleja de la playa, sin enterarme de si el trayecto se me hacía largo o corto ni preguntarme para qué iba allí. Pero congraciada con mis pasos.
Ya esa primera tarde descubrí la tienda adonde luego he ido tantas veces y me llamó la atención su aspecto híbrido de almoneda, mercería y librería de viejo. Compré un palillero de China en forma de perrito, un cuaderno rayado marca Centauro y el Diario de Katherine Mansfield. En la misma calle está la parada de autobuses de línea que enlazan regularmente con Cádiz y otros pueblos de la costa. Pedí los horarios.
Andaba sin designio, sumida en una placentera sensación de irrealidad que potenciaba, por contraste, la realidad de mi propio cuerpo, dotando a la mirada de tensión y descanso, una mezcla muy rara de lograr, Sofía, para mí: esa percepción que emana de concentrarse simplemente en abarcar lo concreto y considerar sus límites, colores y reflejos. Durante el paseo de ida, entre chalets, había visto varios senderos a la derecha que bajaban hacia el mar. No los tomé, pero, subida en un montículo, había hecho un alto para orientarme. La marea estaba baja, y desde la punta del pueblo hasta el hotel podía volver por la playa, si quería. No había rocas ni edificaciones que lo impidieran. Aunque no decidí nada, la posibilidad de ese regreso nocturno a la orilla del mar me acompañaba luego en mi deambular por el pueblo a medida que lo recorría y notaba que iba cayendo la tarde y el aire se hacía más frío.
Se me había olvidado el reloj de pulsera, seguramente en la repisa del baño, y lo tuve por buen augurio. «No me lo vuelvo a poner hasta que me vea llegando a Madrid», me prometí a mí misma. Y por primera vez la idea de reanudar mis horarios de trabajo se me presentó como algo inminente y se me hizo intolerable. Porque además cada día que pasa estoy quedando peor con Josefina Carreras, la doctora que me suple desde lo de Raimundo y que debe estar preocupadísima. Solamente he conectado una vez con ella desde Puerto Real. «Tengo que llamarla mañana mismo», me dije. Pero sabía que no lo iba a hacer.
Me entró de repente mucha hambre y estuve cenando en un restaurante del pueblo bastante destartalado, de vigas altas, atendido por un solo camarero visible, de aire un tanto fantasmal y edad indecisa, que sonreía sutilmente, como si todas sus palabras llevaran doble intención.
—¿Le quito el otro cubierto o espera a alguien? —me preguntó, mientras tomaba nota de lo que me apetecía cenar, entre los manjares que había recitado de memoria, sin dejar de mirarme.
—No espero a nadie. Quítelo. Y vaya trayéndome, por favor, un fino frío.
Hizo un gesto como de tirarme un beso y comentó que a los españoles nos gusta poco estar solos. Sonreí sin ganas.
—Al fondo hay más sitio, si quiere usted pensar —añadió.
—¿Pensar? No, no. Estoy bien aquí.
—Digo allí al fondo, pasando el mostrador. Junto a la puerta del callejón.
—Que no. Gracias.
Volvió a hacer el gesto aquél con los labios y comprendí que era un tic. Luego se alejó hacia el mostrador con barandilla de zinc y desapareció por una puertecita que había detrás.
El local, débilmente iluminado, era una especie de bodega inmensa, sin ventanas, y tenía un aire buñuelesco. Daba la impresión de que por todas partes sobraba pared y de que los grandes bodegones de hule colocados irregularmente estaban tapando algún desperfecto o ventana camuflada. Supuse que todavía debía ser temprano para cenar. No había más que una mesa ocupada por un chico joven y una mujer menos joven. Podía haber elegido otro rincón cualquiera para sentarme, ya que estaba vacío, pero me había puesto cerca de ellos sin poderlo remediar. Me atrajeron desde que los vi. Era una pareja intensa, con historia.
Aunque no captaba más que a medias su conversación, ya antes de que el camarero me retirara los entremeses me había enterado de que se trataba de un reencuentro y de que el tiempo que llevaban sin verse a ella se le había hecho más largo que a él. Me hubiera ayudado bastante para aclarar la historia tomar nota de sus respectivos gestos, sobre todo durante las pausas, que no eran pocas. Pero mi baza más segura estaba en disimular la curiosidad creciente que me estaba invadiendo y que a mí misma me parecía exagerada. Era incapaz de decir: «Esto no me concierne». Saqué el libro de Katherine Mansfield y me puse a hojearlo con ficticia atención. Ellos, si me miraban, podrían tomarme por una profesora extranjera en vacaciones. Nos separaba un aparador antiguo en cuyo estante superior, debajo de un bodegón con sandías, campeaba una gaviota disecada y tuerta, porque uno de los ojos de cristal se le había caído.
Mientras saboreaba la cena y fingía mantener un coloquio mudo, a ratos con la Mansfield y a ratos con la gaviota disecada, me di cuenta de que ellos, en cambio, tenían poco apetito y de que la mujer bebía más agresivamente que su compañero. Todo en su voz rezumaba pasión contenida, y las preguntas que le hacía sobre su trabajo, lugares del recuerdo o amigos comunes iban desplazando, a medida que bebía, el tono a duras penas festivo para adquirir otro más inquisitorial, aceleraban su ritmo, intensificaban incontroladamente los agudos finales y traspasaban la zona de las buenas maneras. Siempre he detectado la disparidad del sentimiento amoroso a tenor de la desigual distribución de preguntas y respuestas intercambiadas por los amantes. En el caso de aquellos dos, que sin duda lo habían sido, las preguntas las formulaba la mujer y el chico las padecía. Contestaba brevemente, en un tono apagado, o bien intentando cambiar de conversación. Entonces la voz se le coloreaba y adquiría cierto vuelo hacia unos imposibles cerros de Úbeda, divagación que ella solía cortar impaciente —«Pero no estábamos hablando de eso»—, y que se remataba con un «Bueno, mujer, perdona», una risa forzada o un silencio de aquellos cada vez más frecuentes que sólo de reojo me permitía a mí misma indagar. Pero él no preguntaba nada. Ni se percibía estremecimiento o emoción en su voz. Sólo a veces un poco de fastidio.
Seguramente —pensé— se encuentra a disgusto metido en una situación que no ha elegido, pero que se siente obligado a controlar, ya que no tiene más remedio que apechar con ella. La cuestión reside en mantener los reflejos, no perderle la cara al oponente, no soltar prenda, rendirlo por cansancio. Tarea defensiva, al fin y al cabo. Su malestar derivaba del reencuentro en sí, no rebasaba esos límites. Para él, de lo que se trataba era de dominar la escena a que yo misma estaba asistiendo como espectador, y salir airoso, dejarla bien resuelta. Saqué el cuaderno recién comprado que llevaba en el bolso y apunté: «Como un actor. Como un torero. Problemas de destreza y de inventiva que se reducen a superar cada tramo de la lidia o del texto. Entrega al presente».
El malestar de ella, en cambio, como el de la mayoría de mis pacientes femeninas, como el mío también cuando pierdo pie, era de índole distinta. Al malestar presente se le añaden resonancias que lo distorsionan y dificultan la búsqueda de recursos para enfrentarse a ese conflicto concreto y analizar sus particularidades. «La perturbación de las adherencias», le llamo yo a eso en mi argot profesional. El problema está en que no se sabe acotar el asalto del pasado ni vacunarse contra su contagio. En la situación vigente se infiltran para enturbiarla otras ya marchitas y deformadas por el recuerdo. Estas reflexiones me ocuparon toda la cena.
Cuando ya había terminado el café y pedido la cuenta, ellos llevaban un rato callados y seguía sin entrar nadie más en el local. De pronto sentí mucha angustia y me invadió una extraña sospecha; la de que aquella pareja, con su silencio tenso, me estaba transfiriendo su problema, implicándome en él. Necesitaba huir de ese maleficio, desactivarlo mediante la palabra, como en los cuentos de hadas, como en las pesadillas cuando se grita antes de despertar. Comprendí que tenía que dirigirme a ellos y decir algo, lo más banal que se me ocurriera, simplemente para comprobar que a mí no me estaba pasando nada de aquello, que no los conocía, para desligarme de su enredo.
Me atreví, pues, haciendo un esfuerzo, a desviar los ojos de la gaviota tuerta fijándolos de plano en la mesa vecina, llena de restos de comida, y en los rostros de quienes la ocupaban. Ella se había puesto unas gafas ahumadas, apoyaba la cara en una mano y con la otra estaba haciendo caminitos sobre el mantel con regueros de azúcar y migas de pan. Así que me dirigí a él, que acababa de encender un pitillo, e inmediatamente respondió a mi mirada con una sonrisa casi cómplice.
—¿Sería tan amable de decirme qué hora es? —pregunté.
Se levantó la bocamanga de la chaqueta y, a cierta altura de la muñeca, apareció un reloj grande y anticuado que volvió a cubrir enseguida.
—Y media. Las diez y media.
—Muchas gracias.
En ese momento la mano de ella aferró bruscamente aquella manga y luego se metió por debajo con gesto furtivo a palpar el antebrazo del chico. Parecía fuera de sí.
—¡Quieta, Eloísa, por favor! ¿Qué haces? —intentaba defenderse él, muy violento.
—¿Que qué hago? ¿Y esto? Decías que nunca llevarías reloj, acuérdate. ¿No te acuerdas?, que el tiempo se mide de otra manera, decías…
—Bueno, sí, pero no pasa nada. Estoy harto de tus «¿te acuerdas?». He cambiado de opinión. Y basta.
—No. No basta. Tenías que habérmelo dicho. ¿Es que no merezco yo que se me explique un cambio tan importante? Es como si no te conociera. Di algo. ¿Por qué llevas ese reloj tan horrible? Es horrible.
La voz de él era seca y tajante cuando dijo, desprendiéndose de la mano que lo agarraba y protegiendo el reloj con gesto cuidadoso:
—No es horrible, Eloísa. Es el regalo de una persona a quien quiero mucho, para que te enteres.
—¿Lo ves?, ¿lo ves? ¿Desde cuándo lo llevas? ¿Qué persona?
Me dirigí al mostrador para pagar allí la nota, perseguida por el llanto de Eloísa. Ni siquiera atendí a lo que me decía el camarero. Ni siquiera esperé el cambio. Era tal la sensación de claustrofobia que cuando traspuse el umbral de la puerta del fondo, que daba a un callejón, iba casi corriendo. Me di cuenta de que ya era completamente de noche y me puse un pullover que llevaba en la bolsa, porque se notaba frío. Una vez perdida, pero a salvo, por las distintas calles y callejas que me alejaban cada vez más de aquel local, aunque me había ido sosegando, seguí andando deprisa y sin volver la cabeza. Hasta que me orienté.
Salí a la playa desde el final del pueblo, y al llegar a la orilla me quité los zapatos y eché a andar en dirección al hotel, cuyas luces se veían a lo lejos delante de la del faro, que extendía su amplio haz de plata recorriendo la superficie quieta del mar. Durante un buen trecho, la última pregunta de aquella mujer de las gafas ahumadas —«¿Qué persona, di, qué persona?»—, entrecortada por los sollozos y sin hallar respuesta, me resonaba machaconamente, agudizando mi conciencia de huida, y la vaga sensación de haber dejado a mis espaldas sin resolver algo que no me era totalmente ajeno, un asunto irremediable. Se me vino a la memoria como imagen lejanísima la escena en casa de Raimundo, salvada por un tris de caer en un desagüe igualmente catastrófico. Nunca más, nunca más caer en precipicios así.
La marea estaba muy baja y daba gusto caminar con el agua que venía a mojarme los pies. Me remangué los vaqueros hasta la pantorrilla. A medida que avanzaba, idealizaba mi vuelta al hotel, la necesidad de amueblarlo para mí sola, de hacerme una casita, un refugio donde nunca sonara el teléfono ni tuviera que preguntarle a nadie, al despertar de la siesta: «¿Te apetece dar un paseo?» o «¿Qué te pasa que no hablas?». De pronto caí en la cuenta de que gracias a aquel disgusto con Raimundo —tan absurdo, tan distante— estaba disfrutando del aire de la noche andaluza, cargado de olor salino y de la libertad que da saber que nadie te va a pedir cuentas de tu tardanza ni tiene noticia de tu paradero.
Hacía tiempo que no paseaba sola de noche, y menos por parajes tan desiertos. Sólo se oía el rumor apagado de las olas que venían a morir a mis pies. De vez en cuando hacía un alto de espaldas a la playa, me metía un poco más en el mar y echaba la cabeza hacia atrás para dejarme alcanzar por el dardo mágico de las estrellas, que no hace blanco, según decías tú, más que en la gente tranquila y sin agobios. La misma en cuyos corazones prenden y encuentran cobijo las historias de Noc. Apelar a tu recuerdo, Sofía, es mi verdadera ancla, ya lo ves. Mejor dicho, lo verás porque espero compartir contigo algún día las impresiones de este viaje. Eres tú quien me estimula a repasarlas, quien las estructura y sujeta, como un esqueleto que no se ve, pero que va a perdurar cuando desaparezca todo.
Estaba llegando a la parte trasera del hotel, rematado por un letrero luminoso de color rojo que se leía del revés, porque los clientes, claro, llegan por el otro camino de delante y allí aparcan sus coches. Desde la playa se sube a la explanada de la piscina por una escalera bastante empinada excavada en la roca, ya me había dado cuenta cuando me asomé por la mañana. En el primer descansillo me paré a mirar las terracitas de las habitaciones, tratando de localizar la mía, cosa que no logré con exactitud. Algunas estaban encendidas, en otras había gente sentada o moviéndose. Debía ser bastante tarde. Venía del interior del hotel una música de blues, y a medida que seguía subiendo, con los ojos fijos en aquella fachada, surgió en mí, como una fiebre, la extrañeza. Tú conoces bien la sensación, Sofía, ese desarraigo repentino que nos hace cortar amarras con las referencias habituales, desenfoca los perfiles del mundo y nos lleva a la deriva hacia las costas de la literatura. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿De verdad una de aquellas terracitas apagadas era la de mi cuarto? Ni siquiera me acordaba del número de la llave ni de la disposición de los muebles. Entonces, ¿por qué lo llamaba mío? Tengo que conquistarlo primero con los ojos —me dije— y luego habitarlo. Llamaré a Josefina Carreras para decirle que prolongo mi viaje. Las estancias de paso son huellas en el agua.
Acababa de subir la escalera y me senté a sacudirme la arena de los pies, a desdoblarme el bajo de los pantalones y a calzarme. Era un piano lo que estaba sonando, y ahora se oía más cerca. Hubo una breve pausa y enseguida atacó los compases iniciales de «Strangers in the night». Fue en ese momento, justo cuando me había puesto de pie y echaba a andar hacia el vestíbulo del hotel atraída por aquella melodía, cuando me asaltó, vivísima, la tentación de escribir una novela, y me dejé herir por su flechazo. ¿Por qué no? Se me habían cruzado, días atrás, cientos de ideas y de comienzos posibles, pero mi compromiso anterior con el ensayo les había venido poniendo una barrera. Es un viejo proyecto aletargado que por fin revivía, tomaba vuelo y se apoderaba gozosamente de mi voluntad. Me pareció verte sonreír satisfecha: «Claro, mujer, nada de teorías. Un libro con portada de novela rosa dibujada por Penagos. El ensayo ése sobre el erotismo te está aburriendo, huele a puchero de enfermo, reconócelo». Tienes razón. Además podía aprovechar alguna de sus notas más inspiradas, sin obligarme a citas ni a conclusiones, simplemente como adorno del argumento central: la escapatoria de una mujer madura. Me acordé de todas las cartas que te he escrito y no te he mandado desde que tomé un tren camino del Sur, y mi entusiasmo se redobló. «Para Sofía y para Noc, desde lejos». Busqué en el cielo la Osa Mayor, sentí tu mano en la mía y fueron lágrimas de infancia las que acudieron a mis ojos. Los astros desdeñan nuestras cuentas mezquinas, nuestro orden cronológico. Podía ser una especie de diario desordenado, sin un antes y un después demasiado precisos, escrito a partir de sensaciones de extrañeza, jugando con el contraste de emociones inesperadas, con la corriente alterna de los humores dispares que transforman insensiblemente a una misma persona.
Por ejemplo, según pensaba eso y atravesaba a paso ágil y animoso el recinto de la piscina, completamente vacío a aquellas horas y con las hamacas recogidas, miré el trampolín reflejado en el agua inmóvil y no pude por menos de preguntarme si era yo quien había dado alas, algunas horas antes, a aquellas cavilaciones tortuosas sobre la mujer-objeto, disipadas sin más como una bandada de pájaros negros. Del hall, separado de la piscina por unas columnas que forman arco, es de donde venía la música de piano. Me dirigí hacia allí, tarareando las palabras con las que Frank Sinatra inmortalizó a todos los extraños que se cruzan en la noche.
¡Qué divertido, Sofía, entrar ahora al hotel por la puerta de atrás! Mejor, ¿a que sí?, mucho mejor. La señora que llegó esta mañana por la otra puerta no me gusta, y seguro que a ti tampoco si la hubieras visto. Ojalá no vuelva. Oye, a esto de las dos puertas se le podría sacar un partido enorme para la novela, no me digas que no. Un día entre dos puertas. Llegué como náufrago y vuelvo como detective. Por cierto, cuántas casualidades, también en el mesón de la gaviota entré por una puerta y salí por otra. ¿Querrá decir algo? ¡Qué risa si estuvieras aquí! Me dirías: «Anda, no pongas cara de detective, vamos a meternos de puntillas en ese vestíbulo tan lujoso. ¿Te das cuenta de lo bien que suena la música y de lo brillantes que son las baldosas? Y tú como un golfillo, con el borde de los vaqueros mojado. Vamos a jugar a ser Heathcliff y Katherine cuando se metieron de noche en el jardín de la Granja de los Tordos y se auparon al alféizar de una ventana para fisgar desde fuera el salón de los Linton. No hagas ruido, Mariana, no nos vayan a echar los perros».
Era un pianista negro el que tocaba y había poca gente oyéndolo, repartida en tres o cuatro mesas alrededor de una pequeña pista de baile. Apoyada en una de las columnas de acceso al hall y oculta a medias por ella, esperé a que terminara «Strangers in the night» para salir de mi escondite y avanzar resueltamente hacia una de las mesitas vacías, la más pegada al piano. Estaban sonando unos débiles aplausos a los que uní el mío, sonoro y prolongado. El pianista me pagó con una sonrisa y yo correspondí con otra.
—Por favor, ¿conoce usted «Perfidia?» —le pregunté, ya sentada.
—Seguro, madame. Lo tocaré para usted con placer.
—Y para una amiga mía, si no le importa —murmuré—. A ella le encanta.
Vino el camarero y me preguntó si estaba en el hotel. Le dije que sí, pero que no me acordaba del número de la habitación, y le tendí con gesto indolente una tarjeta de visita para que confirmara mi nombre en recepción. Me divertía muchísimo todo aquello, que naturalmente te estaba dedicando, como la petición de «Perfidia». Pedí un café con hielo. Luego cerré los ojos para escuchar a gusto la melodía que empezaba a sonar para ti de joven, porque el tiempo no existe.
Y tú quién sabe por dónde andarás,
quién sabe qué aventura tendrás,
¡qué lejos estás de mí!
Y deseé que estuviera a punto de ocurrirte una aventura bonita, algo que te saque de tu rutina matrimonial y tus problemas de fontanería.
Cuando me trajeron el café con hielo, abrí los ojos lánguidamente y en ese momento lo vi a él. Estaba solo, sentado justo enfrente, con las largas piernas cruzadas y sujetando entre los dedos un vaso mediado de whisky. Llevaba una chaqueta de ante y no me quitaba los ojos de encima. Ya ves lo que son las cosas, un ejecutivo de buen ver, con un ligero aire a Gregorio Termes, interesado por la señora despeinada y sin maquillar que pone cara de detective. Le sostuve momentáneamente la mirada. Es un género que interesa poco, pero menos da una piedra, ¿no?, y para la novela puede hacer caldo. Estaba claro que se aburría.
Cuando acabó «Perfidia» y le di las gracias al pianista, saqué del bolso el cuaderno estrenado en el mesón de la gaviota tuerta y me puse a tomar notas febrilmente para lo que estoy escribiendo ahora, varios días después. Me sentía sofocada, embellecida, feliz. Siempre que levantaba la cabeza, como al descuido, me encontraba con los ojos del hombre de la chaqueta de ante, buscando los míos. Desde esa noche no ha dejado de mirarme.
Lo que no sabía —y seguro que va a hacerte mucha gracia— es que viaja con la mujer-objeto. Son mis vecinos de la 204.