XI. DE UNA HABITACIÓN A OTRA

Pensar es ir saltando de una habitación en otra sin ilación aparente, estancias del presente y del pasado, algunas aún accesibles, otras cerradas para siempre o derruidas, nuestras o no, tan pronto morada estable como refugio eventual del que solamente quedó un olor o una sombra movediza proyectada en el techo, en qué ciudad sería, yo tardaba en dormirme y oía ruidos por el pasillo, hotel, casa de gente conocida, de qué mano entré allí. Habitaciones que se dislocan, bifurcan e intercambian volúmenes y adornos cuando surgen en sueños al servicio de un argumento con pegotes del cine o las novelas, y las transita uno disfrazado, sin atreverse a reconocerlas del todo, luchando por entender qué oscura fuerza nos ha vuelto a traer a esos umbrales y por recordar adonde llevaba el largo corredor que se adivina al fondo.

Los recuerdos están repartidos por habitaciones, que el pensamiento visita cuando se le antoja, a un ritmo imprevisible, ajeno a nuestras riendas. Pensar es ir saltando de una en otra, y a esta aventura, si os veis embarcados en ella, no le pidáis razones cronológicas. Cada habitación lleva cuatro o cinco dentro, como las cajitas chinas, con la diferencia de que de una vez para otra alguien a tus espaldas las revuelve y transfigura. Sólo sabes que la de fuera es esa cuyas paredes estás viendo y tocando cuando la cabeza se dispara y empieza a divagar.

«Está bien eso de las habitaciones, muy poético, ¿qué más? ¡Siga, no lo deje!», digo entre dientes. Unas veces en tono grave y apagado si el mensaje que mis labios recogen me llega desde un aula, tal vez ya reformada o desaparecida, del Instituto Beatriz Galindo; otras con voz más cálida y cercana («Sigue, Sofía, por donde sea y hablando de lo que sea»), cuando procede de cierto despacho con diván en el que nunca he entrado, aunque albergue un reloj y una lámpara que me son familiares.

Cuánto me gusta que Mariana en su carta haya entendido que lo más importante era describirme la habitación donde trabaja, y que luego necesitara echar la cortina para seguir hablando conmigo de otra manera, porque la visión del diván le torcía el discurso. Claro, qué bien entiendo eso. He tomado muchas notas en un cuaderno pequeño acerca de lo que significa mudar de sitio los muebles o cambiar de cuarto. También he escrito en ese cuadernito auxiliar un poema, «La casa del mirador», inspirado en nuestra interpretación infantil del dibujo cambiante de las nubes. La casa que Mariana niña veía reflejada en ellas va mudando poco a poco de perfil dentro del poema hasta convertirse en esta que de adulta me describe, una casa incorporada ya para siempre a la mía, a pesar de no haber entrado en ella, igual que mi discurso se engarza con el suyo, aunque cada cual lleve su camino, y ni ella ni yo sepamos siquiera si van a encontrarse, ni cuándo.

«Eran los nuestros sueños divergentes/como también ahora nuestras vidas». Sigue, Sofía, aunque sea en endecasílabos. Sigue por donde sea y hablando de lo que sea. Mariana me lo manda y su carta, tantas veces releída, da pasto continuo a la divagación.

Desde que la recibí duermo en la cama turca del cuarto de Amelia, porque me quedo escribiendo y mirando papeles viejos hasta muy tarde. Enhebrando y tratando de entender historias arrinconadas que convocan el insomnio, mariposas de noche que sólo se dejan perseguir sin testigos y de puntillas. «No suelte usted nunca el cazamariposas, señorita Montalvo». No, ahora lo agarro bien. Pero lo tenía perdido, guardado, sin saberlo, entre los repliegues de este cuarto, que también ha ido sufriendo transformaciones a lo largo de los años, el último que decoré con ilusión para mi última niña.

Ni siquiera ha sido una decisión quedarme aquí, mientras ella viaja por las nubes. Vino rodado, como todo lo que vale la pena, como cualquier cambio revolucionario de puro simple, inconcebible antes de surgir. Pues nada, he abandonado la alcoba conyugal, así como suena. Y para Eduardo creo que ha supuesto un alivio. De todas maneras, la primera noche acusó sorpresa y se sintió en la obligación de preguntarme qué estaba haciendo.

Era tarde y oí sus pasos que se paraban delante de la puerta iluminada del cuarto de Amelia, como dudando si entrar o no. Por fin lo hizo y se quedó de pie algo violento, mirando la lámpara encendida y los papeles dispersos encima de la mesa. Tenía mal aspecto y ese gesto de perpetua tensión interior que se refleja en la mirada huidiza.

—¿Tan tarde levantada?

—Ya ves.

—¿Y qué haces?

—Escribir. Cosas mías.

No acusó la menor curiosidad. Todo en su persona exhala ahora como una mezcla de prisa contenida e indiferencia.

—Ya. Pues eso no es malo.

—No, que yo sepa, lo hago por prescripción facultativa.

Pareció alterarse ligeramente y me preguntó que si había vuelto al psiquiatra. Yo bajé los ojos hacia la mesa y mi caligrafía me hacía guiños amistosos desde el cuaderno y los papeles sueltos, como la luz de un faro. Sonreí. Me sentía totalmente dueña de la situación.

—No, hombre, no te preocupes. Es que tengo un alter ego que me manda escribir. Esquizofrenia, si quieres, pero controlada. Delegas en otro para que te cuente lo que te pasa, y ese otro, que también eres tú, lo mira todo desde fuera. Luego, cuando quieres recordar, se ha separado de ti y acaba existiendo. Fue lo que les pasó a Álvaro de Campos y Alberto Caeiro.

Me miraba cada vez más inquieto.

—¿A quiénes?

—Dos de los heterónimos de Pessoa. Y había otro también… ¿Cómo se llamaba el otro?

—No sé, ¡qué humor tan raro tienes!

Apoyé la barbilla en las manos y me quedé mirando al vacío. La lectura de Pessoa la tengo reciente y me apetecía explorar con ella las aguas estancadas del alma de Eduardo, como si echara una caña con cebo.

—Mi carácter es tal que detesto el comienzo y el fin de las cosas —recité—, por ser lo uno y lo otro puntos definidos. Toda la constitución de mi espíritu es de perplejidad y de duda. Así como el panteísta se siente árbol y hasta flor, yo me siento varios seres…

—Por favor, Sofía —me interrumpió impaciente—, no te hagas la sublime, porque no te sigo.

—Ya veo, ya. Pues nada, no hagas esfuerzos.

Trató de dulcificar su respuesta.

—Es que me estoy cayendo de sueño, compréndelo.

—Lo comprendo. El sueño es libre. Entre el mundo y yo hay una niebla que me impide ver las cosas como verdaderamente son: como son para los otros. No pondero, sueño. No estoy inspirado, deliro… ¡Ricardo Reis se llamaba el tercer heterónimo, me acabo de acordar!

—Vaya, mujer, me alegro de que eso no te vaya a quitar el sueño. ¿No estás cansada?

—¿Cansada? ¡Por favor! ¿Sabes lo que voy a hacer? Quedarme a dormir aquí para no molestarte luego.

Hubo una breve pausa.

—Muy bien, como quieras —dijo.

Repitió que él estaba cansadísimo y que se iba a dar un baño. Nos deseamos buenas noches y oí sus pasos que se encaminaban hacia El Escorial. Eso fue todo.

Luego ha estado dos días de viaje, y a la vuelta ya no ha hecho comentarios sobre mi traslado al cuarto de Amelia, como si diera por aceptada esta tregua provisional. Su hermana Desi le llama mucho. Lo noto rarísimo y sé que amaga tormenta. Pero de momento me deja totalmente en paz.

Mientras no reúna las fuerzas y las ganas —si las llego a reunir— de mantener con él una conversación consistente, capaz de abrir brecha en el muro que nos aísla, o al menos intentarlo, me resulta francamente incómodo seguir acostándome al lado de un señor que cuando llega de madrugada no te dice de dónde viene y a quien mis esfuerzos por disimular los cambios de postura que provoca el insomnio y fingir una respiración regular deben resultarle tan penosos como a mí los suyos por amortiguar el zumbido de sus obsesiones ocultas y teñir de normalidad las pocas palabras que me dirige antes o después de meterse en la cama.

Son dos camas adosadas de pata gruesa y larguero sólido, con cabecera común y cubiertas de día por la misma colcha, regalo de mi cuñada Desi; una tela de dibujo exclusivo, según ella, a quien la palabra «exclusivo» se le derrite en la boca como un tocino de cielo. En rombos rosa y gris. Algo tiesa. Y mala de doblar. Son difíciles de hacer estas camas tan pegadas y que fingen ser una, porque pesan bastante y separarlas cuesta. Se hacen mejor entre dos personas.

—Yo no sé si será por el colchón Flex tan gordo —dice Daría—, pero pesan más que un matrimonio mal llevao.

Lo dice, claro, con intención. Pero lo que encuentra más absurdo es tener que estirar la colcha de los rombos para que parezcan una sola cama, lo ve como una auténtica engañifa.

—Si son dos camas, pues dos camas, ¿no?, y cada una en una esquina, para que cada cual se tumbe cuando quiera, que así se molesta menos al prójimo. Y un biombo en medio, ustedes que se lo pueden pagar, de aquellos de chinos y de pajaritos bordados en la seda, que mire usted que eran preciosos, eso sí que era lujo. Como la cama grande que me regaló usted cuando se mudaron del otro piso, anda que no ha pasado tiempo.

Antes, en el piso de Donoso Cortés, donde vivíamos cuando nacieron los niños, teníamos una cama de matrimonio. Era de madera antigua, con incrustaciones de metal, y procedía de un pueblo de Teruel, de donde es oriunda la familia de Eduardo.

Ya estaba allí antes de casarnos, cuando él vivía solo en ese piso, junto a un pupitre grande y horroroso que ni sé de dónde venía ni dónde habrá ido a parar, estanterías apañadas con ladrillos y multitud de libros por el suelo.

Recuerdo la primera vez que Eduardo me llevó allí. Era a principios de otoño, yo acababa de terminar con Guillermo y estaba muy triste. Entraba una luz grata a través de las persianas verdes, y se notaba una bocanada de fresco viniendo de la calle.

—Parece de película neorrealista italiana —dije, en el umbral de la habitación.

—Tú también pareces en este momento una chica del cine italiano, con ese aire de pordiosera —dijo él—. Así que te va el decorado.

Fue la primera vez que me llamó pordiosera.

—Debe ser que estoy triste. Además lo destartalado no me disgusta.

No le dije por qué estaba triste ni él me lo preguntó.

Habíamos comido en un bar de la zona, y lo último que se me podía ocurrir es que tuviera intención de acostarse conmigo. Pero algunas cosas pasan así, por las buenas, sin que uno se dé cuenta ni se ponga en guardia. El caso es que en aquella casa me quedé yo embarazada de Encarna, que por eso fue el casarnos. Era un piso alquilado de renta antigua, con una distribución muy rara, varios cuartitos chicos que no se sabía para qué podían servir, y una cocina con fogón antiguo. Las dos únicas habitaciones bien arregladas eran las dos del fondo, donde Eduardo había puesto un bufete de abogado laboralista con dos amigos, que lo eran también de mi hermano Santi.

Luego, cuando nos casamos, el dueño nos dejó hacer obra, porque era pariente de Eduardo y además teníamos pensamiento de comprarle el piso. A mí me daba pereza, pero a él no. Siempre le ha exaltado de forma incomprensible el derribo de tabiques. De aquellos tres cuartitos que parecían recodos en el intestino grueso del pasillo salió otro que quedó un poco irregular, pero simpático. Allí se puso el dormitorio de la cama grande. Daba a un patio bastante luminoso, porque era un piso alto. Me casé embarazada de tres meses y las obras continuaron durante algún tiempo. Yo tenía muchas náuseas. Había dejado completamente de escribir.

A veces, cuando salgo del pretencioso baño-Escorial y miro este dormitorio de ahora con la colcha de rombos, tengo que hacer un verdadero esfuerzo para reconstruir cómo era nuestra vida al principio en Donoso Cortés, sobre qué versaban nuestras conversaciones nocturnas. La verdad es que a Eduardo la fiebre por ganar más dinero a costa de lo que fuera se le declaró muy pronto y vino a invadir con sospechosa celeridad el terreno de sus ideales políticos, a un ritmo tal que cuando me quise dar cuenta, ya la nueva obsesión los había desplazado por completo. Su hermana Desi se había casado con un hombre de empresa riquísimo y bastante mayor que ella, que empezó de empleado en una gasolinera. Para Eduardo era, y ha seguido siendo durante mucho tiempo, un ejemplo a seguir. Fue quien empezó a meterle en negocios de importación y exportación, que, según Eduardo, tenían mucho futuro. A mí la palabra futuro, en este contexto de los negocios y del dinero, me sonaba peor todavía que cuando aparecía adornando un discurso político. De todas maneras, aquella especie de diosa del futuro, tirando trabajosamente de carros y carretas, no era santo de mi devoción. Y Eduardo se empezó a quejar muy pronto de que yo no secundara sus proyectos ni espoleara sus ambiciones.

O sea que por las noches, aparte de fundir nuestros cuerpos con más o menos convicción en la gran cama turolense, hablábamos sobre todo de dinero. Mejor dicho hablaba él. Yo recuerdo una sensación de humedad y tristeza. De decepción.

—Parece que no me escuchas cuando te hablo —decía.

Era verdad. Sus palabras nacían ya anestesiadas para el recuerdo. Yo por entonces pensaba muy despacio, como si las ideas se abrieran paso trabajosamente entre surcos fangosos. Le escuchaba mirando al techo y no sabía qué contestar, ni si tenía que contestar algo. Dicen que les pasa a algunas mujeres durante los embarazos y después del parto. No sé. A mí me pasaba.

De todas maneras, antes de conocer a Eduardo ya algunas personas se me habían quejado de que estaba distraída cuando me daban recados o me hablaban de cosas prácticas. Pero lo curioso es que las conversaciones sobre política, tan cultivadas entre la gente cuando me matriculé en la universidad, tampoco conseguían prender mi atención, me producían una extraña desconfianza. Dios había muerto y había que buscarle ídolos de recambio. A mí, que abomino de todo apostolado, no me divertía nada la agresividad verbal de aquellos disidentes clandestinos. Y desde luego, no estaba dispuesta a derribar a Cristo para entronizar al Che Guevara. Precisamente ésa fue una de las cosas, como creo haber dicho ya, que me habían venido alejando de Mariana desde nuestro último curso de bachillerato. Aquel impaciente afán por desterrar cualquier rastro de injusticia y por solidarizarse en bloque con todos los desheredados del mundo me parecía particularmente insincero en algunas personas de extracción humilde, pero que habían logrado a fuerza de tesón y amor propio descollar en los estudios.

Era exactamente el caso de aquel chico aragonés de labios finos y ceño fruncido que venía a veces a las reuniones organizadas en casa por Santi, mi hermano mayor, aunque tardé bastante tiempo en fijarme en él. Yo los llamaba los conspiradores. La memoria es antojadiza y no sabemos con arreglo a qué criterio selecciona como perdurables ciertos decorados, mientras que otros, que albergaron en su día escenas más significativas, son relegados al reino de las sombras. Digo esto porque la habitación de casa de mis padres donde Santi se reunía con los conspiradores (y que ahora está incorporada al cuarto izquierda, donde vive otra gente) suele meterse de forma tan intempestiva en mis cavilaciones y cruzarse dentro de mis sueños con tal pertinacia, que he llegado a considerarla incorporada anatómicamente a mí, como una especie de tumor benigno enquistado en un repliegue del cerebro y acerca de cuya naturaleza ningún cirujano, en caso de autopsia, sería capaz de emitir dictamen. No recuerdo que en aquel cuarto me ocurriera nada digno de especial mención, aunque dentro de él se estuviera gestando mi destino.

Era el mayor de la casa, tenía un mirador de esquina y siempre estaba lleno de humo. Yo dormía en el de al lado, y por las noches el runrún de los conspiradores me hacía compañía y funcionaba como música de fondo para mis ensoñaciones solitarias, que buscaban a tientas un eco en la escritura. Pero, aparte de la voz de mi hermano, no reconocía ninguna en especial.

«¿Conocéis a mi hermana?», les preguntaba él algunas veces cuando nos tropezábamos casualmente por el pasillo. Y yo, según parece, ponía cara de estar en las nubes, posiblemente un gesto parecido al que, años atrás, me reprochaba el profesor de Matemáticas cuando hablaba de logaritmos. Algunos contestaban que sí, que ya me conocían, e incluso me saludaban llamándome por mi nombre. A mí los suyos acabaron por serme bastante familiares, pero no siempre los casaba con la imagen que le correspondía a cada cual. Concretamente aquel aragonés de extracción rural, Eduardo Luque, que había acabado Derecho con veintiún años y fue quien puso de moda en el grupo un acusado desaliño en el vestir, se me borraba de una vez para otra. Luego supe por él mismo que Santi me lo había presentado cinco veces en cinco sitios distintos, y yo sin reconocerlo nunca, que parece ser que eso a él fue lo que más le picó.

Pero volviendo al cuarto del mirador, lo más raro es que mi subconsciente, en modalidad de sueños o fantasías diurnas, lo asocie con Guillermo, que nunca puso los pies en él, como tampoco en ningún otro de los de aquella casa. Porque —hora es ya de decirlo— Guillermo no alcanzó a rozar más que tangencialmente mi vida cotidiana, y nuestras relaciones, aparte de que duraron poco, se desarrollaron en una especie de tierra de nadie donde no tiene cabida ni el pasado ni el futuro. Por eso me resulta tan difícil reseñarlas, aunque me empeñe en ello, como acotar el área de sus influjos. Tal vez la memoria —que podría no ser tan caprichosa como parece— haya elegido el cuarto de los conspiradores para esconder a Guillermo entre sus volutas de humo porque, en los meses anteriores a nuestro primer encuentro, aquella madriguera, separada de la mía por un simple tabique, era muchas veces mi único puente con el mundo exterior, frontera entre la historia y la fantasía, una especie de asidero cuando la marea de la irrealidad me anegaba demasiado. Y esas crecidas periódicas de marea azotaban también a una frágil barquilla que llevaba las palabras Mariana-Guillermo escritas en el costado. El guión que separa esos nombres unía para mí el dolor de la ausencia con el miedo a lo desconocido.

El invierno, que aquel año había empezado a anunciar sus rigores desde primeros de octubre, se me hizo muy largo. Tengo aquí delante de los ojos dos cartas de mi madrina, que no copio para que este relato no se vuelva tan largo como aquel invierno. Pero su lectura me está ayudando a reconstituir la sensación de zozobra y desarraigo que acompañaron a mi insensible espera del amor, mientras en la estancia contigua un amortiguado coro de voces masculinas vaticinaba el porvenir político de España.

Sofía Montalvo, mi madrina y tocaya, vivía en París, era prima de papá y mis fantasías sobre un posible romance juvenil entre ambos datan de la primera infancia. En los cuentos que inventaba para Mariana cuando éramos pequeñas, aparecía con frecuencia la figura radiante de la madrina salvadora, pero tardé bastante en hablarle de la mía. Cuando una tarde le conté que se llamaba igual que yo y que vivía en París, se quedó pensativa, como queriéndole buscar alguna razón de ser a aquella inesperada noticia. El gesto que acompañaba a esta actitud suya de pesquisa interior era siempre el mismo: se quedaba con los ojos en el vacío y el índice ligeramente doblado contra la boca como pidiendo silencio, yo lo había bautizado como «poner cara de detective».

Recuerdo que estábamos en una cafetería de la calle de Hermosilla, donde habíamos entrado a merendar al salir del instituto. El olor a tortitas con nata lo asocio siempre a la decoración de aquella cafetería y a la mezcla de exaltación y deleite que produce a los catorce años entrar con una amiga en un local público e intercambiar con ella confidencias a media voz, una sensación de protagonismo y de fe en la vida que jamás se volverá a repetir. Miré a Mariana, extrañada de su súbito silencio y le vi el gesto aquél. El nombre de mi madrina se había quedado flotando sobre las tortitas con nata y sobre nuestras cabezas, mezclado con las volutas de humo del pitillo de Mariana. Yo no fumaba por entonces todavía.

—Eso debe querer decir algo —dijo, al cabo, muy seria.

—¿Qué? ¿Lo de mi madrina? Quiere decir lo que dice, no pongas cara de detective. Que tengo una madrina en París.

—Pero nunca me habías hablado de ella.

—¿Y qué? Ni tú a mí de la tuya. Y también tendrás una madrina, ¿o no?

—Sí, pero es distinto. La mía es una tía abuela y además aburridísima.

Para mí la familia de Mariana era mucho más atractiva que la mía y me halagó notar que me envidiaba la madrina, que desde ese momento subió varios puntos de mi consideración. De todas maneras me vi obligada a confesar que la había tratado muy poco y que podía darse el caso de que también fuera aburrida.

—No, seguro que no —dijo Mariana—. Y además tú la idealizas. ¿Por qué, si no, salen tanto las madrinas en tus cuentos, di? Seguro que quiere decir algo.

Yo creo que a Mariana se le apuntaba desde pequeña ese afán por buscar tres pies al gato tan típico de los psiquiatras. Desde luego su capacidad para imponerles a los demás una interpretación personal de los hechos era tan notable como difícil escapar a su influencia. Siguió durante algún tiempo dándole vueltas al tema de mi madrina, y empeñada en que podía servir para explicar algunos aspectos de mi manera de ser y de las relaciones poco cordiales que mantenía con mi madre. Desde luego mi madre a «S. M. bis», como llamaba a la prima de papá, la tenía atragantada, e intentaba malmeterme con ella.

En fin, lo cierto es que yo tenía una madrina en París. Digo tenía porque ya murió. La había visto poco, me escribía esporádicamente y las dos cartas que me la han hecho traer ahora a colación contestaban a una mía donde yo, por lo visto, le contaba que había perdido a mi mejor amiga sin razón aparente y le pedía no sólo consuelo, sino también consejo sobre el modo de recuperar su cariño. Ella opinaba que ciertos cariños de adolescencia cumplen sencillamente una etapa, como un compás de espera para amores de mayor envergadura. La letra de mi madrina se parece un poco a la mía, pero en más picudo. No sé si para Mariana también esto querrá decir algo. No se me había ocurrido pensarlo hasta hoy, frente a sus cartas desdobladas. Escribía en papel muy fino, de tono azulado.

«Calla, calla, princesa, dice el hada madrina…». A mí no me gusta Rubén Darío. Son demasiados cisnes y nenúfares y caballos con alas que hacia acá se encaminan. Y sin embargo, al ver ahora copiadas unas estrofas de su famosa «Sonatina» de puño y letra de aquella Sofía Montalvo, tengo que reconocer que tuvo algo de sibila. Porque, considerando las cosas con mirada retrospectiva, resulta evidente que lo que yo estaba necesitando aquel invierno era enamorarme. ¿A qué venían si no la continua flojera en las articulaciones y aquella especie de desasimiento ante cualquier incentivo que pudiera ofrecerme el mundo? Claro, «los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color», no había bufón capaz de divertirme con sus piruetas. El desvío de Mariana no había hecho más que abonar el terreno de mi transformación en mujer y predisponerme para recibir la llamarada del amor en cuanto se produjera. Pero sus rayos de fuego no surgían del cuarto de los conspiradores, aunque uno de ellos ya hubiera reparado en mí —o eso dice— con voluptuosa atención. Yo, desde luego, no me había dado cuenta.

No es que yo no supiera que podía gustarle a los hombres, claro que lo sabía. Pero se trataba de una información recogida en distintas ocasiones y guardada en reserva, frente a la que todavía no había tomado partido, porque no alteraba mis proyectos ni el ritmo de mi respiración.

Como consecuencia, no solía enterarme de cuando le gustaba a un chico; casi siempre era Mariana la que me ponía sobre aviso, y ni siquiera entonces lo admitía con esa adhesión que provocan en el alma las verdaderas creencias. Tampoco me inquietaba imaginar por anticipado los posibles trastornos que pudiera acarrear el amor.

—Y lo raro —se extrañaba Mariana— es que seas capaz, en cambio, de inventar unas historias de amor tan bonitas y que llores leyendo los sonetos de Garcilaso y Petrarca.

—Pues sí, ya ves, yo tampoco lo entiendo.

A ella le gustaba gustar, decía que, sólo notarlo, le producía una sensación de poder. Tenía un don de influencia innato y debe seguir conservándolo, aunque mantenga todavía la opinión de que ella siempre ha dejado en libertad a todo el mundo para que haga lo que le dé la gana. No sé, me parece que se engaña. En fin, no se trata de volver sobre esto ahora. Queda pendiente para cuando cuente lo de Guillermo, si es que llego a contarlo, porque esta narración, o lo que sea, se está convirtiendo en un puro vericueto.

El caso es, volviendo a los vaticinios de mi madrina, que los síntomas de languidez diagnosticados por Rubén Darío como heraldos del despertar de los sentidos eran más o menos los que yo padecía ese invierno, aunque el príncipe en ciernes no viviera en Golconda o en China sino en la calle de Sagasta. Una casa, por cierto, en la que nunca he entrado, aunque la miré y la sigo mirando muchas veces desde fuera, cuando paso por allí. Tiene balcones panzudos con herrajes un poco antiguos. Creo que la abuela de Guillermo todavía vive en ella. (O por lo menos eso me dijo él en Londres; así que ese «vive» después de diez años, resulta más que problemático). Es una de las casas que más salen en mis sueños, tiene muchos pasillos circulares, un poco en cuesta, todas las habitaciones tienen dos niveles, separados por un escalón, y en el de arriba siempre estoy yo mirando. Reconozco la casa por pura intuición, como cuando de un determinado gabinete dices que te recuerda al de Madame Bovary, donde, como es natural, no ha entrado ninguno de los lectores de esta novela.

Creo haber dicho ya que fue un invierno muy frío. A lo largo de él, aparte de la incomprensible distancia entre Mariana y yo, me había dado cuenta de otra cosa: de que mis padres se llevaban cada vez peor.

(Al llegar aquí, he sentido la necesidad de revisar lo que escribí el otro día sobre mi conversación con Soledad. Al principio, lo buscaba en este mismo cuaderno, pero la parte que me interesa encontrar ahora está en el anterior. Y no puedo dejar de reseñar aquí la alegría que me da tener ya un cuaderno lleno y otro a medias. Ya lo he encontrado. Me decía Soledad que Amelia y ella hablaban a los dieciséis años con toda naturalidad de las relaciones matrimoniales de sus padres. Eso en mi tiempo no ocurría. Nunca comenté con nadie, ni siquiera con mi hermano, el que nuestros padres se llevaran mal, a pesar de que estaba persuadida de que él lo tenía que notar igual que yo. Y ahora pienso que el sufrimiento sordo y solitario que me produjo aquel descubrimiento puede haber influido en mi afán por ocultar a mis hijos el deterioro de mi relación con Eduardo. Es evidente que no me ha servido de nada).

De aquel periodo de encierro invernal, asociado en mi recuerdo al runrún de los conspiradores, se destacan con toda nitidez dos fechas especialmente gélidas: una la de mi visita a Mariana (que queda apuntada en el cuaderno anterior) y otra la del último de año. Por la mañana, mi madre me preguntó que qué planes tenía para esa noche, que si no tenía ninguno podía ir con ellos a casa de unos amigos de esos de toda la vida que hay en las familias. Como no me apetecía nada, le dije que había quedado con un grupo de la Facultad.

—¿Quiénes son? —me preguntó mi madre—. Decías que no tenías amigos en la Facultad.

—Bueno, no son muy amigos. Pero para comer las uvas no hace falta una intimidad especial.

—Menos mal que te animas a salir un poco —remachó mi madre—. Pero podías haberles dicho que vinieran aquí. Ya sabes que me gusta conocer a tus amigos.

Me encogí de hombros y no contesté nada. El afán de mi madre por fiscalizar todos mis movimientos no lo podía resistir, porque además encubría intenciones casamenteras.

—Por cierto —dijo ella—, tienes una tarjeta de Mariana desde Barcelona. ¿Es que estáis enfadadas?

Me indigné. Aquella pregunta revelaba claramente que mi madre había leído el texto de la tarjeta.

—¿Y tú por qué tienes que meter las narices en mis cosas? ¡Dame esa tarjeta!

—Es lo que pensaba hacer —dijo, sacándola del bolsillo del delantal—. Desde luego, hija, cada día estás más loca.

Se la arranqué de las manos y salí de la cocina airadamente, dando una patada a la puerta, que es de vaivén. Sigue siéndolo. Es de las pocas cosas que no han cambiando en el refu: la cocina. Pero los cambios de fisonomía de esa casa desde que mis padres se casaron hasta ahora darían por sí solos para otro cuaderno. (Por cierto, que no se me olvide, tengo que ir al refu).

Me metí en mi cuarto con la tarjeta de Mariana. Representaba un paisaje nevado con abetos y un Papá Noel. La nieve de las montañas y la barba del personaje, vestido de rojo y cargado de juguetes, estaban cuajadas de chispitas de plata, rugosas al tacto. La miré un rato antes de darle la vuelta. El texto era tan frío como el paisaje que representaba, y aludía a nuestro último encuentro en su casa. Frío sobre frío. «Feliz año nuevo, Sofía. Y a ver si creces de una vez». Pensé, pero aún con más certeza que la tarde de nuestra despedida: «No está enamorada. No lo puede estar. Una persona enamorada emitiría otro resplandor, sería capaz de calentar a los demás con su propio fuego». Rompí la tarjeta y la tiré a la papelera, mientras volvía a preguntarme una vez más si realmente existiría aquel fantasmal Guillermo que tenía cara de lobo, si estaría con ella en Barcelona y si renegaría también de los personalismos y complacencias burguesas que Mariana me había echado en cara. Mirando los pedacitos del Papá Noel y de las montañas nevadas que brillaban en la papelera, se me llenaron los ojos de lágrimas pensando en ellos, deseándoles lo mejor.

No daba por cancelada ninguna etapa, pero sí decidí crecer a mi manera. No fui a ninguna fiesta, quería recibir yo sola el año nuevo. Y aquella noche me senté a escribir. Era la primera vez que no lo hacía por darle gusto a Mariana o al profesor de Literatura, sino por necesidad imperiosa, porque no tenía otro camino. Seguirlo era cuestión de vida o muerte. Y supe también que era un camino escarpado, pero que me gustaba ser capaz de subirlo, y que lo iba a subir yo sola. Cuando oí los primeros ruidos en casa de los que regresaban de sus fiestas respectivas, apagué la luz y me metí en la cama vestida. No había cenado, no me había enterado del paso de un año a otro, y me parecía imposible que hubieran transcurrido tantas horas.

En los meses que siguieron, dejé de inventar historias sentimentales de final más o menos feliz para anotar mis sensaciones de una forma inmediata y descarnada. Me salían aforismos y poemas dedicados a mí misma. Con tinta roja los de las horas de cierta euforia. Con tinta negra aquellos en que gritaba mi impotencia para expresar lo que me oprimía. A los de tinta roja volvía en mis horas bajas y me servían de cierto consuelo. Aprendí a irme abriendo camino a tientas, a esperar sin esperanza, a no exigir de nadie una respuesta, a alimentarme únicamente de mi hambre de vivir, aunque la sintiera aletargada. Ése ha sido mi norte toda la vida, no convertirme en una mujer amargada, agarrarme a lo que sea para lograrlo. Y desde luego, no hay mejor tabla de salvación que la pluma. Gracias, Mariana, por habérmelo vuelto a recordar. Que ya he llenado casi la mitad del segundo cuaderno. Claro que éste es más delgadito.

Cuando me encerraba con mis libros en casa o en un rincón de la biblioteca del Ateneo, la necesidad de explorar aquel vacío en que me había sumido la ausencia de Mariana arrasaba mis propósitos de estudio y desembocaba en balbuceos poéticos a través de los cuales me parecía estar tocando la entraña del mundo. Interrogaciones urgentes lanzadas al vacío, intercaladas como descargas eléctricas en las páginas de todos mis cuadernos de clase, entre fechas de batallas, de inventos, de revoluciones culturales, de muertes de reyes y nacimiento de santos y poetas, de conmemoraciones, de pestes y naufragios. A aquel mar revuelto echaba mis poemas, como flores de una ofrenda anacrónica. Y a veces los fechaba también.

Hay uno del 27 de febrero titulado «Deshielo». Lo escribí por la mañana. Aquella tarde conocí a Guillermo.