He dormido, Sofía, en muchas habitaciones de hotel a lo largo de mi vida, y de ellas recuerdo, sobre todo, la extrañeza de los despertares, esos segundos de agonía que acompañan al «¿dónde estoy?» mientras los ojos, aún aletargados, buscan ciegamente alguna referencia que dé claves de aquel espacio raro y enhebre con la peripecia que nos trajo a dormir a él.
Aquí, colgado enfrente de mi cama, hay un grabado grande, lo primero con que se topan mis ojos al abrirse. Representa un barco antiguo con las velas desplegadas en el momento de atravesar el pasillo que dejan entre sí dos icebergs. Un poco anacrónico, ¿no?, porque estamos en el Sur. Supongo que algún día se me cruzará la imagen de este velero y la asociaré con la impotencia de anotar algo sobre unos sueños recién evaporados, aunque el hotel lo confunda con otro de otro país y no recuerde si era invierno o verano ni, por supuesto, de qué sueño se trataba, ya que todavía no he logrado rescatar el argumento de ninguno. Y eso que estos días estoy soñando muchísimo. Conozco los síntomas. ¿Se despierta usted con la cabeza cargada, como si tuviera un peso entre los ojos? Sí, doctora, eso es lo que noto. ¿Y luego se pasa un rato como ausente de todo lo que mira? Sí, sí, a veces la mañana entera. Ya; pues nada, siga procurando recordar algún sueño, aunque sólo sea a trozos, es importante. Y lo apunta, para que no se le olvide. Necesita descargarse de los sueños.
Debajo del cuadro, hay una especie de pupitre alargado con espejo y cajones, incómodo como escritorio porque apenas queda sitio para meter las piernas. Está casi enteramente ocupado, además, por unas pirámides de cartulina, donde se informa al cliente de los prefijos telefónicos de España y el extranjero, horarios de excursiones, precios de cafetería, sauna, planchado y otros servicios extra. En los cálculos de la Dirección de este tipo de hoteles nunca entra la idea de que al huésped le pueda apetecer quedarse a ratos habitando el cuarto como si fuera una casita. Carecen de rincones.
He pedido una mesa supletoria y la tengo instalada junto a la puerta vidriera que coge toda la pared del fondo. Era el único sitio posible. Tuve que empujar un poco para acá el pupitre de los cucuruchos de cartulina porque si no, como es bastante grande, no cabía con holgura suficiente para pasar yo y dejar libre la manivela de la persiana.
Levantar la persiana y correr la puerta vidriera, que da a una terracita con muebles de mimbre, es lo primero que hago al despertarme, casi de forma maquinal, como un borracho busca la botella. Y el glorioso allanamiento de morada consumado por la luz rezumante de mar desvirtúa el efecto tramposo de los icebergs y los relega a cuarteles de fantasía, junto con los detritus de mis imágenes nocturnas, sin que esa delimitación consiga, a pesar de todo, atenuar mi aturdimiento. Al contrario, más bien lo aumenta. Es primavera, sí, y esto un pueblo costero del sur de España, el velero entre hielos no tiene nada que ver, nada, olvídalo, un capricho del dueño del hotel donde duermes. Bueno, ya. Pero ¿y por qué duermo aquí?, ¿qué he venido a buscar o de qué huyo? En el sueño de hoy pasaba algo que tal vez diera claves, pero ya no me acuerdo, claves enmascaradas. ¿Cómo era…? Alguien decía «no le deis de comer», sí, eso era, alguien que estaba en mi mismo cuarto, aunque no nos veíamos, y la persona o fantasma en cuestión no podía saber que yo la estaba oyendo. Además se trataba de un lenguaje cifrado, eso era lo más importante dentro del sueño mismo. Espera un momento. Datos para la pesquisa. ¿Qué estuviste leyendo anoche, antes de dormirte?
Miro hacia la mesa supletoria, tan atestada de papeles y libros como si ya lleváramos ella y yo un año aquí, sospecha inquietante que se esfuma enseguida con la de haber amanecido entre hielos. No me acaba de gustar la colocación, así de esquina, no resulta un rincón acogedor y además siempre te tropiezas. Una policiaca, estuve leyendo una novela policiaca de Ruth Rendell, Hablar con desconocidos, un chico londinense dominado por su adicción a los lenguajes en clave. ¡Ah!, y también trozos del diario de Katherine Mansfield. Trae un retrato de la escritora en 1920, con ojos entre soñadores y angustiados y un flequillo muy negro como de japonesa. Murió sin descendencia, quién sabe adónde habrá ido a parar el original de esa foto desde la que me mira como a un médico cómplice, «claro, tú que me vas a decir, ¿verdad?». Ya le quedaba poca vida, murió a los treinta y tres años, la tuberculosis entonces difícilmente tenía cura, y ella lo sabía, lo dice en su diario.
Todavía cuando yo empecé la carrera de Medicina, el bacilo de Koch no era ningún fantasma del pasado. Lo que no sabía yo, y no sé si tú lo sabes, es que ese apellido era el del sabio alemán que lo descubrió, no nos damos cuenta de la cantidad de personas que aparecen solapadas en nuestra conversación y en todo lo que pensamos, como un entramado resistente en cuya tela se borda nuestro propio vivir. Me parece estar viendo el retrato oval de Robert Koch, un Sagitario nacido a mediados del XIX, atildado y pulcro con corbata de lazo, barbita blanca y lentes redondos, tal como venía en una de mis enciclopedias. Hace un siglo que anunció en Berlín, tras laboriosos experimentos, que creía haber aislado y descubierto la bacteria responsable de la tuberculosis. Murió en 1910 en Baden-Baden, diez años antes de que Katherine Mansfield posara para este retrato que ahora tengo delante y que, sin querer, se me superpone al del viejo y bondadoso sabio alemán, porque es que todo se superpone. Pues lo que te decía, cuando yo empecé la carrera el bacilo de Koch todavía conservaba antiguos resplandores y se llevaba a la gente por delante, poderoso monarca en decadencia al que hoy otras hordas despojaron del cetro, sin que haya aparecido todavía el superman de gafitas que se enfrente con ellas, siempre tiene que haber alguna plaga. Las víctimas del bacilo de Koch eran jóvenes indefensos, rebeldes y pálidos, náufragos de alto riesgo, hermanos de la luna, con la mirada mansfield perdida en lo invisible. Se morían soñando otras laderas y un amor más perenne, debatiéndose en vano entre esa añoranza de infinito y las ligaduras de un cuerpo entendido como cárcel. Todo el diario de Katherine es eso, un arduo viaje donde la confesión de impotencia se alterna con los esfuerzos por combatirla y por dejar fe de ella, a medida que se adelgazaba el caudal del tiempo que la separaba de la muerte. Ya ves, Sofía, quién nos iba a decir cuando leíamos Garden party, novelita cursi, mirándolo bien, que su autora sufría como un perro y que lo consignaba en un diario sombrío y desgarrado, droga dura, no te haces una idea. O mejor dicho no me la hacía yo, tú puede que lo conozcas.
Son libros que me compro cuando voy de paseo al pueblo, en una tienda rara que he descubierto y donde venden un poco de todo. Me da la impresión de estar poniendo casa, ya ves qué tontería, y siempre me traigo al hotel una bolsa llena de antojos más o menos inútiles. Mal síntoma, o por lo menos inquietante. Así leo también un poco ahora, a golpe de antojo, picoteando sin orden ni concierto, y todo se queda en inyección subcutánea. Pero no creas que me pasa sólo con los libros, me pasa con todo, Sofía, porque estoy intranquila, sin arraigo. Cambio de sitio a cada momento y de postura y de enfoque, ensayo diferentes estilos de escribir y en ninguno me hallo a gusto, siempre buscando en la literatura, en mis sueños, en conversaciones de olvidados pacientes y hasta en los rostros de la gente que circula por este hotel una referencia, indagando a ver cómo se las arreglan ellos, esos otros, cómo organizan su tiempo. Porque la cuestión, ya lo decía mi padre, es pasar el rato, pasarlo sin daño, que los cristales rotos de ese tiempo devastador no se te claven.
Sólo por amor propio no te llamo, Sofía, y no te grito «¡Ven!», por lo mismo que no te mandaré tampoco esta carta, por no cargar a nadie con mis pesadas disquisiciones. Y sin embargo, en cuanto me pongo a auscultarme, no falla, sale tu nombre. Mejor dicho el mío, porque al tratar de recordar el tono de tu voz, esa voz dice «Mariana», es lo que dice siempre, acentuando la í con dulzura, lo digo yo, te copio, ya ves, como si se pudiera. No encuentro mi voz ni mi sitio, ¿sabes?, eso es en resumen lo que me pasa, y necesito robárselo a otro, a quien sea, lanzarme a la suplantación del prójimo vivo o muerto, ficticio o real, al saqueo de sus respectivos territorios. Yo creo que tú no, que tú no estás así, por mucho que te acose lo doméstico, tú sabes crear sitio hasta en un cóctel, rodearte de esas murallas invisibles que te refugian, eso es lo que más te envidio, tu capacidad para aislarte, lo que más le envidiaba a Guillermo también.
Y se me ocurre pensar de pronto: el que salga la Mansfield en mis sueños, si es que ha salido, ¿no podrá ser también una tendencia de mi subconsciente a identificarme contigo? Lo digo por el comienzo de tus «deberes», que tengo precisamente en la mesa supletoria y los he leído tantas veces que todo lo que he escrito desde entonces lleva ese sello tuyo de las descripciones minuciosas. Y es curioso, no necesitaste que yo ni nadie te dijera «apunta tus sueños». La noche antes de encontrarnos en la exposición de Gregorio —que ya me parece que hace siglos— habíamos estado juntas en los pantanos de Gimmerton, o sea que fue Emily Bronté la que nos avisó de que a las pocas horas íbamos a volver a juntarnos de verdad, aunque tú no le das siquiera esa interpretación. Parece que estabas tan de verdad conmigo en aquella ladera primaveral como cuando volviste la cabeza del cuadro de los huevos fritos y nos quedamos frente a frente, mirándonos entre el gentío, no cambias de estilo, eso es lo que me llama la atención. Te limitas a contar una cosa detrás de otra, sin buscarle más tres pies al gato, como si todo perteneciera al mismo reino, la vida corriente y los prodigios, la señora Acosta y las hermanas Bronté, lo irreal y lo tangible, siempre fuiste así, y a mí me daba rabia. «Pero tú estás mal de la cabeza, Sofía, hablas de Yolanda, la hija del Corsario Negro como si acabaras de verla y de hablar con ella». Y tú, con aquellos ojos transparentes y llenos de extrañeza: «Pues claro, es que la he visto, es que la conozco, ¿tú no?». Y yo te envidiaba precisamente por eso, aunque creo que nunca lo has sabido, porque no veías barreras entre la vida y la literatura, por tu estar en las nubes. Te envidiaba profundamente y te quería copiar. Pero nunca me salió bien y, claro, me daba rabia, es como si tú pudieras volar y yo no, y encima no te dieras cuenta de que estabas volando y de que los demás no veían los mismos paisajes que tú. Yo a veces fingía verlos y te engañaba a fuerza de observarte y robarte la luz y las palabras. Era eso lo que hacía: con retales de la labor que dejabas caer inadvertidamente me cosía vestidos que a ti te parecían originales, pero yo sabía bien que no. Hasta que me empecé a encontrar incómoda y se me agrió tu eterno beneplácito, el entusiasmo ante aquellos estilos Montalvo que yo te devolvía caricaturizados. Y por eso a partir de cierta edad, hora es ya de confesártelo, me propuse renegar de aquella simbiosis contigo, que a duras penas me empeñaba en ocultarme a mí misma. Y reaccioné en el sentido contrario, exagerando nuestras diferencias. Pasa mucho.
Pero bueno, qué barato resulta contado así, qué elemental, mi querido Watson, siempre acaba saliendo la doctora. Y en cambio el hilo del sueño se ha ido sin remedio, y se me desdibuja la cara que decía «no le deis de comer», estaba tan oscuro, pero yo creo que era la de Katherine Mansfield, pálida, con esos ojos negros y fijos de moribunda, le doy la vuelta al libro, no la quiero ver más. ¡Cómo me duele la cabeza! Voy a pedir el desayuno.
El desayuno lo suelo tomar en la terraza, porque el buffet de abajo ofrece demasiada tentación de proteínas, y el pantalón vaquero que me compré en Cádiz ya me cierra con dificultad («un café con leche, tostadas y un zumo de naranja para la 203»), y antes de que me lo suban miro la hora, pongo el hilo musical y me meto en la ducha. Y es cuando el día se me ofrece como un cheque en blanco, de una blancura inerte, sin sobresaltos ni provocaciones.
Y vuelvo a saber una vez más que la vida está en esos vertederos de escoria y confusión que tantas veces he explorado sin mancharme las manos, hurgando en ellos desde arriba con un bastón para analizar la etiología de sus distintos detritus e intentar clasificarlos. Tarea no tan fácil, porque bullen amalgamados con la materia orgánica y de la mezcla sube un fuerte olor no siempre estimulante sino más bien nauseabundo; y he seguido con desigual convicción mi empeño de revolver con la mano derecha esa basura ajena, mientras me tapaba las narices con la otra, pensando más de una vez que estoy engañando a quienes pretendo ayudar y sometiéndolos a un experimento doloroso e inútil, robándoles su tiempo y su dinero, porque la vida no se puede catalogar más que falseándola; la vida que salpica y dispara desde distintos flancos a la vez y se nos abraza al cuello como un pulpo, ésa hay que sortearla como sea, jugándose cada cual su pellejo, unas veces sale mejor y otras peor, no sirven las reglas. Y comprenderlo aumenta la desazón.
Apunte usted sus sueños.
—Claro, se dice pronto —como me contestó un día una viuda ya no demasiado joven, atormentada por la urgencia de sus frecuentes deseos sexuales y la necesidad de prohibírselos—, o son sueños y se toman como son, o se apuntan, y entonces ya no son sueños. Además yo bastante tengo con ejercer por el día de viuda, en vez de cantar a voz en cuello cuando me apetece, y por la noche no poder tirarme a la calle a buscar un tío, porque no me han educado para eso, y luego el miedo a cogerte lo que no tienes, y qué dirán los hijos, que quieras o no se acaban siempre por enterar. Pero en mis sueños, pues es eso lo que sale, qué otra cosa va a salir. Que me caso vestida de blanco y que hago recados y visitas y comidas y maletas y que voy al cine siempre con el mismo señor, con eso nunca sueño, porque es una pesadez, y otros veintitantos años aguantando mecha no los querría ni loca, pero un poco de juerga sí. Son cosas que no se pueden decir y por eso acaba una mal de los nervios, pero yo a Luis lo echo de menos sólo por las noches, lo de la cama sí, lo de la cama me encanta.
Se llamaba Almudena, de condición social inferior a la de su marido. Lo tengo en una cinta que resumí a máquina en Puerto Real, trabajo atrasado, y ayer estuve leyendo la ficha, cuánto trabajo atrasado se amontona, y total para qué. Almudena Sánchez viuda de Portillo. Vino muchas veces y su discurso era liberador, adulterado y exuberante, me dejaba como de palo y, desde luego, sin argumentos.
—Se lo cuento —me dijo un día— para que usted lo escriba, porque así no lo desperdicio y un poco para desahogarme, por eso hablo con usted, que no se escandaliza de nada, como es natural, y me resulta cómodo. Pero no para que me cure, eso ni por las entretelas del cerebro se me pasa, porque la vida, doctora, no tiene cura.
No, no la tiene. Anoche precisamente lo pensaba yo, porque estuve oyendo la cinta que me grabó Manolo Reina con su voz, una voz que me sigue poniendo los pelos de punta, y me acordé de Almudena, que, por cierto, es una paciente antigua que ya no ha vuelto, de cuando decía que lo más difícil para ciertas mujeres es resignarse a no adornar una pasión, simplemente sufrirla o disfrutarla, pero comérsela en crudo sin más aderezos.
—Debe ser —me dijo— porque como nos dan de pequeñas tantas recetas de guisos y leemos tantas revistas que tratan del adorno, pues anda, adorno y guiso también para justificar aquello de «hasta que la muerte nos separe», que además es mentira, porque luego la muerte nos separa y como si nada, ya ve usted lo que me está pasando a mí.
Era graciosísima aquella Almudena, parecía una actriz de cine italiano, y lista como un rayo, de las que te ven pensar. Y anoche, cuando estaba oyendo la voz de Manolo en la terraza y mirando las estrellas, se me cruzó su imagen sin saber por qué: me pareció volverla a ver mirándome con aquella especie de cachondeo:
—¿Ya usted qué le pasa? ¿Es de corcho? Porque los de su oficio nunca sueltan prenda. Sería mejor que también usted me contara algo.
Fue cuando de repente me puse a hablar con ella. Al principio, me estaba dirigiendo a Manolo. Le había dado al stop del radio-casette para interrumpir su discurso en un momento álgido: empezaba imitando el ronroneo de un gato —que lo hace muy bien, sobre todo al oído—, y luego se oía el mar, «son efectos especiales, Mariana», y ya cambiando el tono seguía repitiendo mi nombre muchas veces, despacito, como si respirara, y tras una pausa, sobre el fondo de olas rompiendo, de nuevo su voz: «Te necesito ahora mismo, ¿te enteras?, a-ho-ra a-ho-ra a-ho-ra, me acuerdo de ti furiosamente, oyes el mar, ¿verdad?». Y metí una cinta virgen para contestar a eso casi a tres años de distancia, porque la voz es lo que tiene, que te puede emborrachar aunque esté embotellada, hacerte perder la brújula, y fue lo que me pasó, que me sentí como extraviada en un laberinto que anulaba el tiempo y desenfocaba la perspectiva, debió influir el rumor de las olas allá abajo en la playa, tan igual a sí mismo, tan eterno. Me temblaban los dedos al poner la cinta nueva, de pura prisa por aprovechar aquella coincidencia de ritmos, por adecuar mi vértigo al suyo. «Oigo el mar, sí, lo oigo, qué voz tienes, por favor, dime más, pero escúchame también, a-ho-ra a-ho-ra a-ho-ra, yo también te necesito precisamente ahora, ¿te gusta que te lo diga…?». Y de pronto, sin transición, se me quebró el susurro y pensé: pero bueno, si él ya tiene otra novia, otra vida, si nos separan miles de millas, ¿de qué le estoy hablando y a quién?, es engaño de los sentidos, por no coincidir, ni la hora coincide, porque en Nueva York será media tarde y ni siquiera puede estar mirando estas mismas estrellas que yo miro, y se me empezaron a caer las lágrimas por la cara, se habrá ido al cine con su chica, una yuppie de treinta años, ¿cómo será?, nunca me han mandado fotos, dominante seguro la tal Sheila, no le debe dejar ni respirar, las cinco de la tarde en Manhattan, viven en el East Side, puede que esté tumbado en su apartamento esperando a que ella vuelva de la galería de arte, o tal vez tengan perro y lo haya sacado de paseo, o esté eligiendo latas de conserva en un supermercado, qué más da, en todo caso, ¿a qué soñarlo como receptor de este mensaje intempestivo?, le sonaría a chino.
Y ahí es donde se me cruzó el recuerdo de Almudena, que tantas veces se había quejado de que los psiquiatras no contamos nada, y cambié de interlocutor sin más ni más. Todo eso del perro y del supermercado y de la novia neoyorquina absorbente ya se lo estaba contando a Almudena, presa de un ataque de celos extravagante, pero tan intenso que no dejaba de llorar y tuve que echar mano de un kleenex. «Para que veas, guapa, que los psiquiatras no somos de corcho», concluí, extrañada yo misma de la obsesión que me ha entrado estos días con Manolo Reina, mucho más que cuando lo tenía disponible y se refería con toda convicción a un futuro en el que compartiríamos sueños, lecturas y viajes, que entonces hasta me empachaba un poco, sí, cuando yo le recitaba aquello de «se canta lo que se pierde». Pero, en el fondo, sus proyectos de futuro me inyectaban futuro, y por eso me podía permitir el lujo de rechazarlos, porque me convertían en alguien que tiene unos cimientos sólidos y la vida por delante. La vida aquel verano, cuando entré por primera vez en la calle de la Amargura, era un camino largo lleno de encrucijadas donde aún iban a aparecer muchas posadas para hacer noche, y también cabía pasar la noche al raso, que así duerme la liebre en el erial, podía escaparme, si lo elegía, y transformarme en liebre solitaria y arisca, mandar yo en mi destino. Lo que no aguanto es la idea de sentirme mandada retirar, ahí está el quid de la cuestión, el amor para mí es un pretexto, me da pie para jugar a todo o nada, para desafiar el riesgo de perder sin dejar de llevar las riendas, retirarme yo de la mesa cuando lo decido, no cuando me retiran. Los hombres, Almudena, siempre han sido un pretexto para mí. ¿Me ves llorando ahora?, pues hace dos semanas lloraba igual por otro, y me parecía que aquello era el fin del mundo, pero sobre todo por eso, porque se me hundió el mundo al sentirme mandada retirar, que qué razón tuvo él al decirme que estaba de psiquiatra.
Y por ahí ya salió a relucir la historia de Raimundo con menciones a Silvia, y hasta la de Guillermo, aunque de Guillermo, si pretendo ser sincera, hace siglos que no me acordaba, ya cuando fui a estudiar a Barcelona la evocación de su imagen no me producía el menor trastorno, y le confesé a Almudena que si me había sentido impulsada recientemente a novelar ese amor antiguo la causa había sido tu reaparición, Sofía, que me ha removido tantas aguas turbias y me ha puesto en el disparadero del strep-tease solitario. De tal manera que acabé hablándole no sólo de ti y de las cartas que te escribo y no te mando, sino dirigiéndome también a ti cuando venía a cuento, y a Raimundo y a Silvia, y a Manolo, con lo cual cada vez se llenaba de más presencias fantasmales la terraza y mi monólogo tomaba un sesgo delirante, quizá una buena idea para pedir una beca de teatro al Centro de Nuevas Tendencias Escénicas; aunque puede que ya esté inventado esto del interlocutor múltiple.
Pero se me fue desinflando el impulso creativo y al final mi parlamento volvió a los carriles teóricos, como una conferencia impecablemente preparada, donde los nombres propios eran meras citas a pie de página. Echaba mano de ellos para ir orientando el rumbo de mi discurso hacia un final no feliz. Como un niño avieso que se goza en sacarle las tripas a todos sus juguetes, así iba yo haciendo la autopsia del éxtasis amoroso, cada vez más doctora-león ante la distante Almudena, haciendo gala de mi lucidez pero consciente de que obedecía a un resorte defensivo, de que todas mis teorías sobre el amor pretenden ser vacuna contra el veneno incubado en ese agujero negro que excava impenitente la soledad.
¿Y qué le decía, a fin de cuentas? ¿Qué había sacado en consecuencia de mis experiencias eróticas? Pues, en resumen, eso: que no nos podemos meter en la piel de nadie por mucho que nos parezca haberlo logrado mediante un espejismo momentáneo de fusión, eso es lo que creía ver claro acurrucada en la terraza con mi pijama de seda y hablándole bajito al magnetófono, aunque en un tono opaco, bien distinto del que me provocó el espejismo de fusión con Manolo. Que el amor es aventura sin designio, según reza el credo de los agnósticos, una creencia fría, nítida y azulada como la luz de luna sobre las olas agonizantes, que no hay fusión que valga, desengáñate, Almudena, que cada ser es radicalmente distinto de otro cualquiera, aunque a veces estallemos al mismo tiempo, como las olas que se persiguen y coinciden un instante en su cumbre de espuma, sí, exactamente igual que las olas, repetía tristemente acunada por su rumor apagado y uniforme allá abajo en la playa, gozar, deshacerse y dejar paso a las que vienen detrás, y así una vez y otra. Somos seres discontinuos, qué le vamos a hacer. Pero se aguanta mal. Por eso nos agarramos como a un clavo ardiendo al encuentro amoroso, por nostalgia de la continuidad perdida, ya lo dice Bataille, porque nos resistimos a morir encerrados en nuestra individualidad caduca. La plétora sexual es un sucedáneo que trata de remediar el aislamiento del ser, pero sólo lo proyecta fuera de sí. Y aunque, en el mejor de los casos, pueda coincidir con la proyección fuera de sí desencadenada en otro, siempre se tratará de dos individuos que, si comparten algo, es un estado de crisis. La crisis más intensa que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo la más insignificante. Lo mismo que las olas, perseguirse, gozar y luego deshacerse por separado.
Y hubo un momento en que resultaba tan descarado que estaba resumiendo lecturas recientes y aprovechando comienzos de un trabajo que no sale, que me paré en seco, creo que fue entonces cuando le di a la tecla de stop, porque me acordé de que a Almudena Sánchez difícilmente se le metía gato por liebre y me imaginé su gesto burlón, mientras entornaba los ojos un poco miopes cercados de arruguitas: «Pero bueno, doctora, se está volviendo a ir usted por los cerros de Úbeda y no me cuenta lo principal, qué tal le iban las cosas con ese chico de la voz bonita. ¿No le gustaría que de repente la llamara desde recepción y le dijera que si puede subir?, con esta luna entrando en el cuarto, vamos, no me diga, por poco que durara el espejismo de fusión, que además no tenía por qué durar tan poco, depende del chico». No sé si esto o algo parecido lo llegué a decir yo misma en voz alta, tal vez copiando la voz de Almudena, ya me enteraré cuando ponga la cinta, si es que me apetece algún día, la he debido dejar en la mesita supletoria, ahora sólo pensar en volver a oírla me da náusea, ¡son tantos testimonios descabalados, metidos en pequeños ataúdes de cristal!
Estaba completamente desvelada y me quedó una desazón que fue en aumento y me llevó luego, ya en la cama, a coger la novela policiaca y el diario de la Mansfield. Porque necesito más que nunca escribir, Sofía, pero del ensayo me he aburrido, ninguno de los comienzos me sirve, y ando buscando otros modelos literarios para dar salida a todo lo que tengo pendiente, me gustaría consultar contigo estas dificultades, que nos pusiéramos a hurgar juntas en el montón de historias propias y ajenas que guardo sin entender, aunque lo que sí empiezo a entender es que del choque de unas cosas con otras surge esa especie de fosforescencia que me inquieta pero también me guía, la misma que aparece en mis sueños.
Me quedé un rato callada, con la cabeza apoyada en la pared de la terraza, conteniendo un poquito la respiración —«basta, no pienses nada, quieta»—, como si quisiera purgarme de tanta palabrería y dejarme invadir simplemente por el olor del mar y la brisa fresca de la noche, que ya ni de eso sabemos gozar —«cuántas vueltas le das a todo, Mariana, mujer, vas a perder la cabeza, anda, no te importe llorar», y a la claridad azulada de la luna, que dulcificaba mis lágrimas, se añadían las rachas interminables de luz de un faro que se ve a la derecha de la playa, en lo alto de un promontorio.
A la izquierda de ese faro está el chiringuito al que me llevó varias veces Manolo aquel verano. Le gustaba mucho el sitio. «¿Vamos al bar de Rafa?». Precisamente fue él quien me dijo una tarde que cerca de allí había un hotel muy bueno, por si algún día me daba por escaparme de los locos y meterme a pensar en ellos, y me lo señaló cuando salíamos a buscar su coche para volver a Cádiz, un Fiat Uno azul con tres abolladuras. Fue la primera vez que vi este sitio, destellando a la luz de un ocaso lento y encendido que nos paramos a saborear con el aire en la cara hasta que se apagaron los últimos resplandores. «Para mañana se barrunta Levante», dijo él. Había sido un día entero al aire libre, con parada y baño en distintas playas de la zona, suero en vena, de esas raras veces en que todo te sabe a estreno y te vivifica minuto a minuto. Y aquel sol rojo, al hundirse en el mar, parecía estar ahuyentando el miedo para siempre, impregnando de libertad todos los momentos que fueran a seguir a aquél. «Pues es un paraíso de hotel, ya te digo, por las noches traen orquestas estupendas, por cierto, ¿te gusta bailar?», le dije que sí, y quedamos en venir a bailar alguna noche, pero luego nunca se terció. Eran los comienzos de nuestra breve historia. Nos quedamos allí juntos a media cuesta, cogidos de la mano, hasta que la última uñita colorada de la bola de fuego se llevó aquel día, cuyas promesas de continuidad tantas veces he querido rescatar sin conseguirlo. Anoche, ahora que lo pienso, es eso lo que intentaba hacer cuando le hablaba al magnetófono: volver a vivir aquellos comienzos, hacer eterna la esencia de lo fugaz. Lo que también pretendía Katherine Mansfield, pobre chica. Está visto: no hay como ducharse para entender las cosas.
Y ya completamente espabilada debajo de la ducha, las palabras provisionales del diario de la Mansfield, desnudas de retórica como los quejidos de un enfermo, me vuelven a traer su añoranza de infinito, su rebeldía inexpresable e inútil. Todo lo diferido se va pudriendo, ella lo sabe, se desespera de saberlo, de no tener tiempo para dejar en el mundo algo parecido a una huella; y esta noche en el sueño lo que ha hecho ha sido pasarme la antorcha de esa inquietud candente. «No le deis de comer», claro, ahora me acuerdo, se desdobla en otra que le manda escribir y desatender las coartadas de la inercia. «Una de las K. M. está triste —escribe—. Pues dejadla. No le deis de comer». Ésa era la clave: No dar pasto al desánimo.
Clave de sombra, Sofía, ahí la tienes, escondida bajo ese tropel discontinuo de imágenes que la doctora León aconseja controlar. Imágenes que cabalgan por pasadizos abovedados en cuanto cerramos los ojos y quitamos el dique que la voluntad o el reloj suponen para su vocación de desbordamiento. Porque han nacido para desbordarse y luego perecer. Y también son caducas las arengas que dirigimos —y por el orden en que se las dirigimos— a los fantasmas de nuestro teatrito particular. Personajes variables y ambiguos, que en el caleidoscopio de ese desbordamiento van cambiando de rostro, de nombre y condición, disfrazándose, con ropajes que sus antecesores han dejado caer.
Siempre, hasta en sueños, funciona en mí la metáfora del teatro. Abandonarse al sueño o a la ensoñación es como entrar en el teatro y al salir recordar la función sólo a medias, a sabiendas de que se va a borrar si no tenemos ocasión de comentarla con alguien. Hasta que, claro, se borra.
Toda esa riqueza camina en espiral y haciendo remolinos a sumideros invisibles, conjurada por la luz que pone en fuga a los murciélagos, disuelta con el agua de la ducha que me resbala por la piel.
El día es un cheque en blanco, pienso de nuevo cuando, ya duchada y vestida, le abro la puerta a la camarera que viene con el desayuno y el periódico local.
—¿En la terraza, como siempre?
Y yo le digo que sí, que como siempre, y la palabra «siempre» me hace cosquillas porque me pregunto cuánto tiempo llevo aquí. Y veo que la camarera, al avanzar, echa una mirada incrédula hacia la mesa supletoria cada vez más atiborrada de papeles.
—Tenía usted razón que le hacía falta, y yo decía que por qué no se arreglaba con la de mimbre, no le cabe ni un alfiler.
Y vuelvo a acordarme de la Mansfield y noto en la desgana con que merodeo por esa zona, como quien hace cola en una oficina de desempleo y no sabe siquiera de qué color es el impreso que tiene que rellenar, que pocas veces he tenido menos claro el tipo de trabajo que he venido a hacer aquí, cuando, por otra parte, la urgencia por meterme a trabajar a fondo me inyecta una olvidada sensación de fe ante este propósito de escollos y perfiles cambiantes. Y pienso que todo sigue pendiente, y que lo que tendría que hacer es…
Y me aparto para que pase la camarera, porque no sé lo que tendría que hacer, de momento espabilarme un poco. Y la sigo a la terraza, y vislumbro al pasar varios papeles que dejé escritos anoche a modo de recordatorio con consejos y advertencias para aprovechar mejor el tiempo de hoy, como si adivinara que iba a necesitar contrarrestar el opio de esta retahíla provocada por las fragmentarias imágenes nocturnas.
Imágenes mestizas, que son sin embargo —y eso es lo único que he sacado en limpio— la misma vida que en vano lucho por apresar en mis escritos diurnos, organizados y sensatos. En ellas late el pulso del tiempo que se me va, en ellas se adivina su verdadero rostro. Lo que quizá tendría que hacer es atreverme con un texto poético donde diera rienda suelta a todas estas contradicciones, con una novela quizá, y dejarme de tanto psicoanálisis. Y siento la tentación como una punzada muy intensa. Tal vez empezando por describir la puesta de sol de aquella tarde cuando Manolo Reina me señaló este hotel por vez primera. Seguramente es lo que harías tú, Sofía.
La camarera ya ha dejado el desayuno en la terraza y me está mirando perpleja, porque le corto el paso para salir.
—¿Quería usted algo más?
—No, gracias.
—Pues nada, hasta luego y que aproveche. Me han preguntado en la sauna que si va usted a bajar antes de las once.
—No sé. Ahora llamaré.
Desde la terraza se ve el recinto lujoso de la piscina y se vislumbra el interior de otras habitaciones que, como la mía, se asoman a ella. En casi todas las terracitas hay toalla y bañadores. Otro día te hablaré de mis vecinos de la 204. Ellos solos dan para otra carta. Hace un día glorioso, y un empleado con mono naranja está limpiando fondos en la piscina aún solitaria.
¿Qué voy a hacer después de desayunar? Seguro que, a pesar de los consejos de la Mansfield, la voluntad, como descabezada de su tronco, quedará a merced de errabundos instintos que me sacarán del cuarto y acabarán llevándome a vagabundear por ahí, sin que tampoco mis pasos me deparen un especial disfrute, obsesionada como estoy por la relación que guardan entre sí los papeles de la mesita supletoria, por las preguntas que plantean. Y se me cruza, como un relámpago, la certeza de que en cuanto volviera a Madrid y entrara en mi despacho del mirador desaparecería esta sensación de incertidumbre. Pero rechazo la idea. Desde la cuerda floja por la que avanzo, aquello me parece un bunker. Tengo que afrontar el vértigo de la indecisión, que es de donde podría salir algo que valga la pena, una revisión de mi rumbo.
Desde la piscina se baja a la playa por unas escaleras bastante empinadas. La playa es de arena muy dura y cuando la marea está baja como hoy, se puede llegar al pueblo andando por ella. Unos cinco kilómetros. Pero yo suelo ir por el otro camino interior.
Cruzo las piernas y extiendo con toda parsimonia la mantequilla sobre la tostada. Desayunar en un hotel de lujo cuando seamos mayores… ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí, Sofía!