IX. A VUELTAS CON EL TIEMPO

Querida Mariana:

Encima de la frase de don Pedro Larroque, que revives al hacerla suya —«siga usted, señorita Montalvo, siga siempre»—, concretamente encima del «siempre» se me ha caído una lágrima, y enseguida otra, y ya he apartado la carta que tanto había esperado y tan con creces ha colmado mi esperanza, para no dejarla hecha una sopa. Pero también me reía un poco, y al reírme te echaba todavía más en falta que al llorar, porque no me digas que no tiene gracia que salga este nombre a relucir en cuanto pongo «querida Mariana» como si no hubiera pasado el tiempo y se tratara de un personaje actual al que vamos a ver en clase dentro de un rato explicándonos las Coplas de Jorge Manrique, cuya lectura le hacía temblar la voz, por mucho que quisiera disimularlo.

Pues si vemos lo presente

cómo en un punto se es ido

y acabado

si juzgamos sabiamente,

daremos lo no vivido

por pasado.

Te copio esta estrofa así en medio y con buena letra, como la tenía escrita en la primera página de mi cuaderno de Literatura de tercero, ¿te acuerdas?, con un flor dibujada a la izquierda y unas hojas secas a la derecha, que gracias a esa página decorada y a lo que te llamó la atención nos hicimos amigas de otra manera. Y yo te dije —creo que fue ese mismo día— que la voz de don Pedro, cuando leía a Jorge Manrique, no se sabía si era de enamorado o de abuelito. Y te reíste mucho. Pero ahora sé que sólo quien ha conocido un gran amor y lo ha perdido puede tener dotes para convocar a aquel friso de damas perfumadas y vestidas de seda, a aquellos caballeros y juglares de la corte del rey don Juan, traerlos al hoy desde el antaño y hacerlos desfilar por el aula inhóspita, convirtiendo la tarima en el campo de un torneo espectacular pero condenado a muerte, fugaz como las verduras de las eras.

¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados, sus vestidos,

sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

Qué se hizo aquel danzar

y aquellas ropas chapadas

que traían?

Yo por primera vez, y a través de aquella voz desvalida y serena, sentí que se me clavaba el enigma del tiempo, como una saeta alevosa, capaz de imprimir las más inesperadas mutaciones. Y me excitaba de un modo inquietante asomarme a aquel abismo, darle coba anticipada a la nostalgia. «¿Cómo seremos a los veinte años, Mariana? ¿Nos acordaremos de esta tarde de sol?». Y tú, siempre sensata y cartesiana: «¡Qué más da! Eso son abstracciones. Para los veinte años queda mucho. Estamos en tercero». Ya ves, medíamos el tiempo por cursos, cuando ahora de casi todo hace más de tres bachilleratos.

Pero don Pedro Larroque ya debía saber bastante de los estragos del tiempo, por eso se le empañarían los ojos detrás de las gafas cuando recitaba, mirando a la ventana: «No se engañe nadie, no/pensando que ha durar lo que espera/más que duró lo que vio». Tenía una voz que a mí me estremecía algo por dentro. A veces se acariciaba pensativo el pelo escaso, veteado de canas. Y nos preguntábamos si era guapo o feo, si era viejo o joven. Hasta que un día supimos, porque lo dijo él en clase, que tenía la misma edad que Jorge Manrique cuando le traspasó una flecha al asaltar el fuerte de Garci-Muñoz; treinta y nueve años. «Tan mayor y soltero», te dije yo con pena. Ahora, si vive, rondará los ochenta. Posiblemente ni se acordaría de nosotras, caso de que nos encontráramos en algún sitio. Y sin embargo, me sigue hablando a través de tu boca, como Jorge Manrique nos hablaba a través de la suya. Y ya ves, siempre a vueltas con lo mismo, con el tiempo.

Porque lo más prodigioso, Mariana, es que yo, que he vivido tantos años sin que se me pasara por las mientes don Pedro Larroque, no te lo creerás, pero poco antes de recibir tu carta me estaba acordando de él, o sea que ha vuelto a salir a escena normalmente, como si nada, para completar mi evocación con la tuya. Y también a mí me daba alientos para escribir, con una frase que ni siquiera sé si la dijo en su día o la he inventado yo, porque de tanto darle pasto a los recuerdos en plan solitario —no sé si a ti te pasará lo mismo— a veces los adorno sin demasiada convicción y un poco a fondo perdido, como esas señoras que se cambian continuamente de peinado cuando empiezan a darse cuenta de que han dejado de gustarle a sus maridos. «No deje usted nunca el cazamariposas, señorita Montalvo», es lo que me decía hace un rato a mí don Pedro o su fantasma. Pero ni me emocionó ni me sirvió de mucho una frase que, en todo caso, iba dedicada a una niña lejanísima y exangüe que no tiene nada que ver conmigo, condenada a cazar por los siglos de los siglos mariposas de cera cuajadas de diptongos. Bonito, si quieres, surrealista. Pero es una escena embalsamada por la que no corre el aire ni correrá nunca, mientras no se reavive la fe en esa niña y en mi parentesco con ella por métodos que no sean los de la respiración asistida.

En cambio, si tú escribes con tu caligrafía inconfundible, después de tantos años sin recibir una carta tuya: «Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre», ya es distinto. La palabra «siempre» recupera poderes de talismán, levanta la tapa del ataúd donde yacía la Bella Durmiente, y a la señorita Montalvo y a mí, que ahora me llamo señora de Luque, nos vuelve al unísono el color a las mejillas.

Fíjate, aun en el caso de que nuestro viejo profesor se hubiera muerto, que bien pudiera ser, sus palabras, sólo por traérmelas a la memoria ahora tú, se abren camino entre la maleza que ocultaba el castillo de la Bella Durmiente a la vista de los profanos, y me llegan tan directamente a espabilar el corazón y los sentidos como las de nuestra conversación del otro día, la cual también, por cierto, estaba languideciendo y volviéndose discutible y borrosa sin tu concurso. Es decir, que la liebre en el erial empezaba a vivir de respiración asistida, igual que nuestros años de instituto, Guillermo y el reloj que había al final de tu pasillo de la calle de Serrano. Precisamente llevaba varios días preguntándome: «¿Pero vi a Mariana de verdad? ¿Y ella a mí? ¿Y qué vería al mirarme, si nos vimos? ¿Será verdad que me mandó escribir?». En cambio ahora, sé seguro que no lo he inventado, porque me mandas un plano de la habitación desde la que acusas recibo de mis deberes y me pides que siga, porque me cuentas lo que te dije en el cóctel, y porque te acuerdas hasta del color del traje que llevaba puesto en mi casa aquella tarde de junio en que yo empezaba a sufrir por causa de Guillermo, antes de que te fueras a vivir a Barcelona y dejara de verte ya del todo, un vestido rojo, sí, de escote cuadrado, me lo trajo mi madrina de París. Como de cuento de hadas, ¿verdad? Luego te contaré ese cuento del traje rojo si viene al caso, aunque de repente son tantas las historias que se me agolpan pidiendo turno para salir a flote que no sé por dónde voy a empezar. De momento me limito a disfrutar de tu carta y sumergirme en sus «¿te acuerdas?», como si me dejara besar por el sol después de un largo invierno.

No nos damos cuenta, Mariana, de lo maravilloso que es poderle preguntar a alguien: «¿Te acuerdas?», y notar que sí, que se acuerda. Los recuerdos cultivados a solas forman una madeja embarullada por dentro, enganchada entre pinchos, llegas a no diferenciar lo que te pasó de otros jirones descabalados procedentes de escenas callejeras o del cine; pero lo peor es que, de tanto moverte en esa maraña, el ayer te vampiriza, te enrarece el aire y te tapa la luz del día en que estás viviendo. Es difícil salirse del tumor del pasado dejando indemne el tejido del presente, tan delicado y frágil como un pétalo.

Algo parecido pasa con las cartas atrasadas, sobre todo cuando se releen pidiéndole al texto que te provoque el mismo sobresalto y la misma emoción de la primera vez. Intento inútil, claro. La sorpresa es una liebre, como muy bien sabes, y el que sale de caza nunca la verá dormir en el erial. Mi hija Encarna dice que las cartas viejas debían llevar consignado a pie de página el plazo de caducidad, como las medicinas. Y al año, como mucho, tirarlas, en vez de dejar que atiborren el armario.

He mirado las fechas de la tuya. Está acabada hace una semana, aunque probablemente echada más tarde. No ha tenido tiempo de perder su virtud curativa. El de «siga usted siempre, señorita Montalvo» es un siempre recién cortado, vitamina fresca, ya me está haciendo efecto hace un rato, por eso se me han saltado las lágrimas. Era justo lo que necesitaba oír. ¡Qué alivio más fulminante!

He seguido un rato con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en las manos, saboreando las lágrimas que me caían por la cara, como cuando en el cine se ve una película de amor, dándome cuenta de lo bien que me sienta llorar así, sin duelo ni desconsuelo. La sensación la reconozco, o sea que no debe ser la primera vez que lloro en este plan tan dulce, que conjura maleficios y deshace nudos negros, pero el tiempo que me separa de esa otra vez, la que fuera, no lo sé calcular. Porque yo, Mariana, y esto te lo quiero decir enseguida para que veas que al menos en ese terreno la vida no ha podido conmigo, nunca he sabido calcular el tiempo ni me interesa. Sólo aspiro a que me acoja, a entrar sin miedo en su recinto sagrado, en vez de estarlo acosando desde fuera, defendiéndome de él, tomándole las medidas. En eso consiste la bienaventuranza, en decir, como decía Guillermo, «ahora es siempre», y creérselo y ser capaz de transmitírselo a los demás. Y mientras me acuerdo de esto y de la mirada de Guillermo fija en las estrellas cuando lo dijo la noche que lo conocí, la palabra «siempre» ahí a mi lado, escrita de tu puño y letra, me manda guiños de luz de faro entre niebla, ligeramente emborronada por mis dos lágrimas recientes, lo cual indica que también tú sigues escribiendo con pluma estilográfica, otra coincidencia.

Y, bueno, ya está bien de preámbulo y vericueto. La ansiedad se ha fundido con las lágrimas y hemos llegado a un claro del bosque. Hagamos un alto, si te parece.

Creo, con poco margen de duda, que le ha tocado el turno a la historia de Guillermo, aunque salga en revoltijo con todas las que puede llevar adheridas, que serán muchas, ya te lo advierto, porque yo a las adherencias no les voy a meter el bisturí. No sé en qué disposición estás tú. Yo por mí me atrevo. En este momento, en este «ahora» acampado entre dos polos de «siempre» me siento instalada en un territorio estratégico para montar el catalejo y otear muy allá, sin olvidar el punto de mira que he tomado ni, por supuesto, que vale rectificarlo. Y aunque el lugar te parezca metafórico, existe; y el suelo que estoy pisando es de fiar. Créeme, por favor. Además hoy no tenemos alrededor comparsas que nos interrumpan. ¿Quieres entrar conmigo, Mariana, en el recinto del cuento?

Te aviso, eso sí, que voy a cambiar de estilo, ya que me has dado carta blanca para que elija libremente. El epistolar lo dejo en reserva, porque nunca se sabe si hará falta volver a echar mano de él para algún adorno, pero de momento no me sirve. Sobre todo por una razón de tipo práctico: no voy a poder mandarte la carta.

Como necesito imaginar, aunque sea aproximadamente, tus puntos cardinales, mientras aparejo los bártulos para la pesca de esta historia esquiva que a las dos nos concierne por igual, he telefoneado a la doctora Josefina Carreras para preguntarle cómo sigue tu amigo y saber dónde estás tú. Habla con voz de doblaje de película. Dice que no puede aclararme nada y que no está autorizada para dar tus señas a nadie. De repente ha sido como si me quitaran un puente, pero me he resistido a colgar.

—Pero a usted la llamará, supongo, para saber qué tal anda la clientela.

—Pues sí, algunas veces.

—Ya. ¿Y qué tal está ella? ¿Se encuentra bien?

—¿Por qué iba a encontrarse mal?

—Ay, mire, hija, pues porque pasa mucho. ¿Usted no se encuentra mal alguna vez? ¿O es que los psiquiatras tienen ustedes bula?

Se le ha escapado una breve risita de compromiso, tal vez porque empezaba a insinuarse en su computadora mental el dilema que ha motivado su primera pregunta directa: quiere saber si soy una amiga tuya o una paciente. Pues vaya perra que os ha entrado con eso. Pero de pronto me he puesto de muy buen humor y, como siempre que me siento ligera, me dan ganas de jugar, de hacer un poco de teatro. En este momento me va un tono extravagante. La doctora Carreras tiene que imaginarme fumando en boquilla.

—¿Amiga suya? —pregunto con voz lánguida—. ¿Usted qué cree, cielo? ¿Eh? Le doy un minuto. Por favor, ponga a funcionar la neurona.

Hay un silencio.

—Yo no tengo por qué creer nada —dice, al cabo.

—¿Ah, no? ¿No cree usted en nada? ¿Ni en Freud?

Su acento, de repente, es algo airado.

—Perdone, ¿la trata la doctora León? Es lo único que he querido preguntarle.

—Pues verá, por ahora sólo por carta. Tratamiento a distancia, ¿sabe?

—¿A distancia? ¡Qué raro! No entiendo.

Procuro dar a mi respuesta un tono entre confidencial y misterioso.

—No me extraña. Es un caso delicado. Hubo un malentendido entre nosotras, sospechas con relación a un presunto robo, espero de su discreción profesional que sepa guardar el secreto, es una causa que ha quedado archivada durante largo tiempo, y se está viendo estos días. Cualquier testimonio, por insignificante que parezca, puede resultar decisivo.

—Sigo sin entender.

—Da igual. Por cierto, ¿sabe usted si un amigo de la doctora León, que intentó suicidarse, está fuera de peligro? ¿O tal vez se ha ido de viaje con ella? Se llama Raimundo, mitad paciente y mitad amigo, según mis noticias, se lo digo para su ficha. ¿Lo conoce usted?

—Bueno, lo conozco de que últimamente está llamando bastante —dice con un acento algo alterado.

Pero enseguida se le nota que se ha arrepentido de decirlo. Yo aprovecho la ocasión para seguir el juego.

—¡Ah, vamos! —digo, exagerando mi imitación de un detective—. Eso indica que no se han ido de viaje juntos, que a él se le puede localizar. Correcto.

—Yo no sé nada. Yo no he dicho eso.

—Está bien. Me empieza usted a aburrir, pero no tema; no la implicaré en nada. Muchas gracias por su colaboración y salga un poco más al cine.

No sé si a estas horas la doctora Carreras se habrá aclarado acerca de la perturbación mental que me aqueja. Yo, por mi parte, lo que he sacado en consecuencia es que escribirte a tus señas de aquí sin saber cuándo vas a volver no merece la pena.

Esta carta, pues, ha dejado de serlo y pasará a engrosar mi cuaderno de deberes. Que todo en él —como verás algún día— va en plan de añicos de espejo. No hay mal que por bien no venga. La historia de Guillermo no puede quedar reflejada en versión única y de cuerpo entero, como una novela rosa perfectamente inteligible e inocua. Se merece otro tratamiento, que iré inventando, porque más que contarla lo que quiero es investigarla, proyectar la perplejidad que me producen sus fisuras, sus quiebros y sus trompe l’oeil. Usaré la técnica del collage y un cierto vaivén en la cronología. Aparte de la versión aportada por tu carta —que adolece de fragmentaria y partidista—, cuento con otros elementos que me pueden servir para refrescar la memoria: varias cartas de amor y de ruptura con el plazo de vigencia más que caducado, retazos de un diario que empecé a raíz de la muerte de mamá y algo mucho más reciente y literariamente más aprovechable: unos apuntes, que paso a poner en limpio, tomados hace pocos días, después de mi conversación con Soledad. (Es la amiga íntima de Amelia, mi hija menor, y hay menciones dispersas a ella en páginas anteriores de este cuaderno, así que no voy a volver sobre lo escrito. Tú misma atarás cabos).

Se inicia la pesquisa. Ahora apártate a escuchar, ¿te importa?, porque estoy hablando de ti con otra persona. Veremos lo que sale.

* * *

—¿Desde que Mariana me habló por primera vez de Guillermo hasta que lo conocí yo? Pues no sé, como medio año pasaría… Me resulta tan raro ponerme a calcularlo, si quieres que te diga la verdad…

—Por supuesto que quiero que me digas la verdad. ¿Raro por qué? —pregunta Soledad.

Y percibo en el silencio que sigue un clima que podría identificarse con el que se crea cuando el sospechoso se ve acosado por el detective. Últimamente leo muchas novelas policiacas.

—Tal vez, ahora que me lo preguntas —digo repentinamente pensativa—, porque ocurrieron demasiadas cosas, sin que yo me diera cuenta, en un plazo de tiempo aparentemente muerto. A Mariana era evidente que había dejado de divertirle estar conmigo, mejor dicho, se me fue haciendo evidente poco a poco; el punto álgido fue aquella Navidad. Y lo viví como una mutilación insoportable, como un vacío.

—¿Pero cuánto duró? —insiste Soledad—. A veces me recuerdas a mi madre.

—Vamos a ver… Segunda mitad de septiembre, octubre, noviembre, Navidades, enero y febrero. Pues sí, eso, cinco meses y pico, lo que te decía.

La habitación empieza a estar en penumbra. Llevamos mucho rato hablando. Ella me ha mirado contar por los dedos y ahora espera un poco, con aire ensimismado, como si me agradeciera esta pausa. Yo también la agradezco. Parece mentira que sean los tramos más significativos de la historia de una persona los más cuidadosamente archivados en pliegues recónditos de su memoria. De repente me apetece aislarme, como a lo largo de aquellos meses en los que me parecía que no estaba pasando nada, y revivirlos en silencio, hacerme un ovillo dentro de ellos. Porque me doy cuenta de que fueron eso precisamente: el ovillarse de un gusano que se prepara, sin saberlo, para convertirse en crisálida. Y los rescato al entenderlos.

—Bueno, sigue, perdona —dice Soledad—. ¿Te importa que dé la luz?

Muevo negativamente la cabeza y el fulgor rojo de la lamparita de mesa imprime al cuarto de Amelia un retroceso momentáneo a los años en que ella y Soledad empezaron a ser amigas y a hacerse confidencias de las que a esa edad no se le hacen a una madre. Entré una tarde y me la encontré aquí, en el mismo sitio donde está sentada ahora. Nunca la había visto. Una niña de nueve años con un vestido de color celeste que me miraba cara a cara. Había oído sus risas desde el pasillo, cuando llegué de la calle. Se callaron, pero todavía les bailaba la diversión en los ojos. Noté que Amelia escondía unos papeles, pero fingí no haberme dado cuenta. «Es Soledad, una amiga mía del liceo francés —dijo—. Se queda a merendar, si no te importa». Me acerqué a darle un beso. Traía varios paquetes. Luego Amelia me dijo que su amiga me había encontrado muy guapa. «¿Por qué me iba a importar? He comprado croissants. Ahora os aviso». Traía también un paquete de Tampax para Encarna, que acababa de tener su primera regla. Me acuerdo de que, mientras preparaba la merienda para ellas en la cocina, escuchando los comentarios de Daría, la visión fugaz de aquellos papeles hurtándose a mi presunta vigilancia era como un nudo que me oprimía el diafragma, un aviso de que también Amelia empezaba a escaparse de la niñez y a tener secretos para mí.

Soledad pasea ahora lentamente su mirada por la habitación. Luego se sirve un poco más de té. Tal vez está evocando, como yo, aquella primera merienda en casa. Un estrato de tiempo añadido a todos lo que, como brasas removidas, han venido inflamando nuestra conversación de esta tarde, tan pronto rescoldo balsámico como hoguera despiadada. A la luz de la lámpara roja, tiene un gesto de fatiga. Hace un rato estuvo llorando. «Llama a Soledad. Está muy triste por lo de sus padres —me dijo Amelia anteayer al despedirse—. Creo que le puede venir bien hablar contigo». ¿Fue anteayer? Soledad deja la taza de té en la mesa y me mira.

—Es una deformación profesional esto de las fechas; yo es que si no me sitúo en el tiempo no entiendo nada —se disculpa, al ver que no sigo contando la historia de Guillermo—. Claro que no me extraña, entre la tesis y Richard…

Está haciendo en París una tesis doctoral sobre las relaciones de España con Francia en los años anteriores a nuestra guerra civil. Gracias a esta investigación ha conocido recientemente en el Archive d’Affaires Etrangers a un profesor mayor que le tiene sorbido el seso, tan interesante, tan misterioso, tan antiguo estilo. No se ha acostado con él, por supuesto, ni sabe siquiera dónde vive, sólo que se llama Richard y que su padre era republicano y lo fusilaron. Él nació dos meses después en un pueblecito del sur de Francia. «Ya ves —dice con sonrisa complacida—, podría ser mi padre». Intercala sus preguntas sobre mis recuerdos de posguerra y lo que pude oír contar del gobierno de la República con otras mucho más acuciantes (y ya no dirigidas propiamente a mí) acerca de la causa que ha venido a interrumpir su amitié amoureuse y su estudio: el repentino divorcio de sus padres. De pronto es un asunto que se ha convertido también para ella en materia de investigación. Y se desespera porque no le están dando facilidades. A su padre apenas lo ha visto, su madre no suelta prenda y ella necesita aclarar los tramos donde se esconde la clave de ese proceso inesperado; se rebela a aceptar lo que no entiende.

—Siempre has sido igual —le digo sonriendo—. No le eches la culpa a la tesis ni a Richard. Desde que eras pequeña necesitabas entenderlo todo enseguida. «¿Y eso cuándo pasó?». Poner la vida por orden. Y no siempre se puede.

—Es verdad. ¡Cómo te acuerdas! Era una preguntona insoportable. Me tenían que mandar callar en el cine los de la fila de atrás.

—Y ahora lo mismo. El otro día, en la película de Mastroianni, Amelia te estaba diciendo que se la dejaras ver en paz.

(Me fueron a buscar al Ateneo. Yo estaba describiendo, en el cuaderno comprado en Muñagorri, la fiesta de Gregorio Termes. Ahora he empezado otro. ¿Qué ha pasado en medio? El tiempo es un lío. Me pongo a meditar fugazmente en la confortable ambigüedad de la expresión «el otro día»).

—Bueno —dice Soledad—, es que ahí en esa película han metido cosas que no pegan ni con cola con el cuento de Chejov. Lo del camarero del principio no me digas que no está traído por los pelos.

Me callo porque no tengo ganas de ponerme a analizar ahora la película con ella. Sobre todo por la marea que arrastra. A mí me hizo pensar mucho en la relación del amor con la mentira, en lo traicionero de las palabras, en la necesidad de que alguien te oiga y en la dificultad para encararnos con el propio pasado sin embellecerlo. O sea, la realidad frente a la ilusión, lo de siempre. Y yo creo que fue por meterme en reflexiones de ese tipo por lo que se me hizo absurdo seguir escribiendo en plan «yoyeo» (como llama Encarna al narcisismo) un cuaderno que, en el mejor de los casos, va a leer no sé cuándo una amiga que ya tampoco es mi amiga del bachillerato sino cruda y llanamente una psiquiatra de moda. Y me entró la depresión. Ya otras veces que he emprendido un diario con más o menos arrojo, se me ha pinchado el globo por motivos similares. De jovencita, bueno. Pero llega un momento en que ¿a quién vas a deslumbrar? En fin, no quiero hurgar en eso ahora. Soledad no acepta ninguna divagación que no esté bien razonada, y bastantes ramificaciones lleva ya de por sí nuestra charla.

Me sirvo un poco más de té y me limito a decir que a mí Mastroianni es un actor que me gusta mucho. Ella sonríe. Por lo visto su Richard se da un aire a Mastroianni. Pero más al de otras películas en que se le veía más joven, sin michelines ni bolsas en los ojos.

—Pues hija —le digo yo—, entre eso y el misterio debe estar de dulce.

Dice que sí, que a ver si me he creído que voy a tener yo la exclusiva. Y nos reímos. Y yo pienso que en esto las chicas de ahora y las de mi tiempo sí que somos iguales, tal vez en lo único. Sigue significando una garantía avalar la descripción de un pretendiente con la mención a un héroe del celuloide. Antes yo tuve una compensación tardía a este respecto. La primera vez que Mariana me habló de Guillermo, me dijo que tenía cara de lobo, pero no me lo comparó con James Dean, porque las películas de este actor no existían y él sería un mocoso con cara enfurruñada incapaz de llamar la atención de nadie. Pero hace un rato, hablando de Guillermo con Soledad, ya he podido decir que se parecía a James Dean, y ha sido un alivio que ella misma lo haya corroborado cuando le he enseñado una foto suya en que está de medio perfil, con un jersey de cuello alto. Ahora ha vuelto a cogerla y la mira.

—Yo no tengo ninguna foto de Richard —dice—. Viene una en la solapa de un libro que ha escrito sobre Marat. Pero no ha salido bien. Y además el libro lo he dejado en París. Ya te puedes imaginar. Me he venido con lo puesto, como aquel que dice. Y en cuanto vea a mamá un poco mejor, me vuelvo. ¡Pero es que no sé, ha tomado una actitud pasiva tan desesperante!

Soledad tiene ojeras y, cuando se acalora, sus manos largas y expresivas se agitan subrayando el discurso, tratando de reencauzarlo. Se retiran el pelo de la cara, buscan un pitillo, acarician las mías. Me pide perdón por sus continuas interrupciones y yo le digo que todo en esta vida es una pura interrupción, que no se afane tanto en separar las cosas unas de otras, porque todas bullen al mismo tiempo, por mucho empeño que pongamos en evitarlo, lo banal mezclado con lo grave, lo presente con lo pasado, lo necesario con lo azaroso, y que de entender algo es sólo así como se entiende, aceptando esa misma confusión como pista valedera. Por eso es tan difícil escribir una novela.

—¿Estás escribiendo una novela? —me pregunta con auténtica curiosidad—. Amelia dice que cree que sí.

—Bueno, lo he intentado algunas veces. Tengo por ahí muchas carpetas con comienzos. Pero luego viene el lío.

—¡Es que hay que fechar! ¿Lo ves? —dice Soledad, impaciente—. Los líos vienen por no fechar.

—Ya, y por más cosas. Una novela tiene muchos personajes. Y es cuestión de armonizar la versión de cada uno con la de los demás. Que no suelen casar, claro. Porque no todo el mundo vive los acontecimientos de la misma manera. Ni todos los personajes dicen la verdad, o por lo menos no dicen lo mismo en circunstancias diferentes. La memoria es tornadiza. Y luego que se cambia, cambiamos todos sin saber cómo. Si no se cuenta con la mentira y con las transformaciones incomprensibles, las fechas sirven de poco.

De pronto me da por pensar en que el comienzo de esta novela debía coincidir con el análisis de aquellos cinco meses y pico en que la hoy doctora León se convirtió para mí en una desconocida. Y ya que Soledad pide fechas, se podría elegir una tarde de la segunda mitad de diciembre, en que yo había discutido con mi madre y, sin pensarlo más, decidí ir a ver a Mariana, aun a riesgo de no encontrarla. Estaba nevando. Debía ser el día veinte o por ahí. Me la encontré haciendo la maleta, porque se iba a pasar las Navidades a Barcelona a casa de sus abuelos. Enseguida noté que mi visita le había resultado inoportuna. Y algo más grave: que ya no éramos amigas. Una fecha clave en ese periodo: la última vez en mi vida que he llorado delante de ella.

(Por cierto, Mariana, necesito hacer un paréntesis y volver momentáneamente al estilo epistolar, el único que me sirve para el reproche. Mi conversación con Soledad, que ahora estoy rescatando con sus correspondientes adornos literarios, tuvo lugar antes de recibir tu carta. Ahora acabo de releerla en busca de confrontación, y la verdad, hija, te digo que no hay derecho. Ni la más mínima mención a esos cinco meses y pico. Para ti no han existido. Parece como si la ruptura de nuestras relaciones datara exclusivamente del día en que una compañera te contó que me había visto con Guillermo en el bosquecillo. ¿Pero y antes? ¿Quién empezó a distanciarse de quién? Tiene razón Soledad, hay que fechar, no cuentes las cosas como te da la gana porque no vale. La pregunta de «¿Quién ennegreció el oro?» que, según dices, te atormentó durante aquella primavera, te la hice yo a ti en tu casa, aviva el seso, mientras caía la nieve en la calle, precisamente esa tarde en que me presenté a verte de sopetón al filo de las Navidades. ¿Es que ya no te acuerdas de cómo me recibiste ni del tono con que me tachaste de infantil cuando me eché a llorar? Bueno, en vista de que no puedes contestarme, me salgo del paréntesis para no ahogarme en él como dentro de un túnel. Te describiré la escena desde fuera, tal como se me vino a las mientes, a modo de flash, antes de leer tu carta, según estaba hablando con Soledad. Por un gesto de impaciencia que hizo ella con las cejas, ya ves, parecido a otro tuyo de esa tarde que digo. La típica asociación de ideas).

—¡No tiene por qué haber cambios incomprensibles! —dice Soledad irritada, frunciendo las cejas—. Eres como mamá, parece como si quisierais escudaros en que todo es un lío y en que las cosas no tienen remedio ni explicación, para escapar de la realidad, para no plantarle cara. Bueno, por lo menos ella, tú no sé. Tiene miedo a la realidad, se lo ha tenido siempre. Miedo a crecer.

Cierro los ojos para recordar.

—¡Ojalá superes pronto esa etapa de Peter Pan! —dice Mariana irritada, frunciendo las cejas—. Te va durando demasiado, es preocupante. ¡Hay tanta gente que pasa hambre, que está en la cárcel y que llora por motivos realmente importantes! ¿Te has parado a pensarlo?

La veía borrosa a través de las lágrimas, y, tal vez por eso, sus gestos mientras metía cosas en la maleta me parecían inarmónicos y desconectados de su objetivo. Llevaba unos pantalones negros de pana. Era la primera vez que me hablaba así, al menos cara a cara. Por teléfono ya la había notado a veces cortante e impaciente. O no estaba o tenía mucho que hacer. Precisamente había ido a verla porque llevaba mucho tiempo sin saber nada de ella más que a través de breves y desganados informes telefónicos, a pedirle explicaciones de lo que le pasaba conmigo. Porque algo le pasaba, que no me dijera que no. Y las lágrimas habían empezado a saltárseme bajo los copos de nieve de sus monosílabos, más fríos que los que bajaban del cielo y bailaban a la luz de las farolas, que nada, que por favor, que qué niñería, y a todo esto sin acercarse a mí. Yo no podía aceptar que me fuera tan difícil hacerle preguntas, no era capaz de identificar aquel temor a ser indiscreta con la pérdida de la confianza y del amor. No pensaba —y se lo dije, aunque haciendo un esfuerzo— que tener novio fuera motivo para distanciarse así de una amiga, todo lo contrario. Yo, si alguna vez me enamoraba, estaba segura de que iba a querer mucho más a todo el mundo, a ser más buena, más generosa, más alegre, a despedir el triple de energía. ¿O es que tenía algún disgusto con Guillermo y no me lo quería decir? Pronuncié aquel nombre con reparo, como el de un fantasma inquietante. Mariana, sin contestar a mi pregunta, dijo que mi noción del amor entre un hombre y una mujer era completamente de Walt Disney y que tenía un empacho de literatura. Todo aquello no eran más que personalismos y complacencias burguesas. Por favor, ya éramos mayores, ¿no? Y estaban ocurriendo cosas muy graves en el mundo. En nuestro propio país, sin ir más lejos. Pero no me miraba al decirlo. Yo me sequé las lágrimas y me apoyé en la pared.

—¿Quién ennegreció el oro? —recité como para mí misma—. ¿Por qué el oro fino perdió su brillo?

Y supe por primera vez que este tipo de preguntas no tienen jamás respuesta. Y también que por primera vez me estaba enfrentando conmigo misma, sin más auxilio que la aceptación de mi desamparo. Y que tenía que ponerme a escribir: ése era el único refugio posible.

—¿Por qué cierras los ojos? —pregunta Soledad—. ¿Te encuentras mal? Claro, es que soy una egoísta, te estoy mareando con mis problemas.

Ha venido a arrodillarse junto a mí y apoya la cabeza en mi regazo. Hay un silencio. Empiezo a acariciarle el pelo muy despacio, como si fuera una niña. Una niña —lo compruebo con mudo deslumbramiento— tan sabia como para ayudarme a recobrar tramos borrados de un cuento que había empezado a contarle con desgana, para distraerla de sus fantasmas y sus miedos.

—Perdona, Sofía —dice—. Es que tengo que desahogarme con alguien. Llevo unos días que no puedo más. ¡Estoy tan cansada de hacer de madre de mi propia madre!

Sigo acariciándole el pelo y le digo que no se lo tome tan a pecho, pero no se me ocurre argumentar mi consejo con explicoteos, take it easy —le digo simplemente—, y sé que la flecha ha dado en la diana, porque en tiempos, cuando ella y Amelia empezaban a hacer progresos en el inglés, esa frase nos encantaba pronunciarla a tres voces y era como un conjuro, ya sólo con repetirla («teiquitisi-teiquitisi-teiquitisi») despacito pero rotundamente nos hacía tanta gracia que por muy mal humor que tuviéramos se nos iban los demonios, nos desendemoniábamos, según expresión de Amelia. «¿Te acuerdas?», pregunto, y Soledad se acuerda, claro, cómo no se va a acordar; si las bromas verbales de la primera edad es el último texto que se borra del cerebro, incluso cuando ya todos los textos se confunden y enmarañan. Y se ríe. Que es lo que yo quería, verla desendemoniarse.

—Pero no era «desendemoniar» lo que decía Amelia —puntualiza—, era «desbrujar» una palabra todavía más rara, y la sigue usando, me la ha dicho al despedirse, que me desbruje.

Ha hablado bajito, sin alzar la cara de mi regazo, como pidiéndome que le siga rascando la cabeza y hablándole de cualquier cosa, se acomoda mejor y me señala la sienes, y yo le digo que qué pelo tiene tan bonito, que no se le ocurra cortárselo ni hacerse la permanente y niega con un dedo y emite un leve ronroneo de placer, y me doy cuenta de lo importante que es el contacto físico entre dos personas que se quieren. Pero no pienso en el contacto sexual, qué pesadez, cualquiera diría que es el único que existe. El tiempo se convierte en eternidad cuando surgen estos viáticos de camino, te parece que vas a donde sea pero en compañía y por buen camino, el roce de otro te calma y disipa las nieblas que rodeaban tu existencia. Me gusta tanto que haya venido Soledad y que se deje acariciar como un gatito.

—A veces uno solo pierde la brújula —digo.

—Se desbrujula uno, en vez de desbrujarse —dice ella con voz de risa—. ¡Qué distinto!, ¿no?, y con lo parecidas que suenan las palabras.

Y yo le digo que sí, que todo en el fondo es cuestión de palabras, de combinarlas, de jugar con ellas, es lo que tiene la literatura, que dicen que se acaba por culpa de los vídeos, pero eso no cuela, es un disparate, la gente sigue loca por inventar escritos que convenzan de algo o emocionen, aunque sea mentira, vamos, que te lo creas, depende de cómo te digan las palabras y cómo las escuches tú. El amor mismo, a ver, ¿no es sobre todo cuestión de palabras?, por lo menos el de las novelas que es el que hace llorar, algo tendrá el agua cuando la bendicen, y ella asiente, levantándose el pelo al mismo tiempo para dejar al descubierto la nuca. A mí ya me lo recomendó hace muchísimos años un profesor de Literatura que tuve en el instituto, que no dejara nunca el cazamariposas para atrapar palabras, me lo dijo por un collage que había hecho yo que se titulaba «El filólogo» don Pedro Larroque se llamaba, y gracias al consejo sigo en pie, porque a mí la literatura me ha salvado de muchos pozos negros.

—¿Te acuerdas del juego aquél de diccionario? —dice Soledad—. ¿Quién lo inventó?

Y sí, de pronto me acuerdo, lo inventé yo para entretener a los niños. Consistía en buscar por turno en el diccionario una palabra poco conocida y apuntar debajo la definición verdadera junto con otras dos o tres inventadas y de lo más dispar, «fruta tropical» «actitud de resentimiento» y «habitante de región montuosa», por ejemplo, y los otros jugadores tenían que adivinar cuál era el significado auténtico. A veces salían definiciones tan propias y tan despistantes que le pegaban a la palabra más que la suya de verdad, como suele pasar con algunos nombres de pila, que parece que se los han puesto a la gente equivocados.

—A ti se te daba genial el juego del diccionario —le digo a Soledad, mientras empiezo a hacerle un poco de masaje en la nuca—. Siempre perdíamos los demás cuanto te tocaba a ti inventar definiciones.

—¡Ay sí, sí, en las cervicales!, ¡qué gusto! —contesta ella.

Se desabrocha la blusa un poco, se acomoda mejor y yo misma noto la energía benéfica que baja a desaguar en las yemas de mis dedos.

Sigo hablando por un lado y pensando por otro, como si viajara al mismo tiempo por dos vías paralelas, acrobacia que, por cierto, da mucho pie a la fantasía. Me imagino que soy un curandero cuyas recetas mágicas le sanan a él tanto como al enfermo, es una ensoñación que tengo algunas veces, con ligeras variantes en mi edad y vestimenta, en el paisaje y en la identidad de los seres que me vienen a ver diciendo que están enfermos, pero lo que se repite siempre es la sensación de que las recetas del curandero son de aplicación verbal directa y sólo tienen virtud según él las va formulando, generalmente le salen las letras de la boca como en los comics, pero el letrero se deshace como humo, o sea que la fugacidad es su esencia, luego se borra el efecto y no se pueden repetir, una cosa muy especial, hay que estar bien atentos para coger la receta en el aire, porque además eso precisamente es lo que cura al curandero y le posibilita para seguir ejerciendo su trabajo, si no, se convierte en un pobre mendigo.

—Da gusto, hoy tienes energía positiva en los dedos —dice Soledad.

—Y tú en el cuello, es droga compartida.

Y pensando en la virtud de las drogas compartidas, se me viene al recuerdo una canción muy larga y monótona que aprendí de mi abuela y que yo les cantaba luego a mis hijos para que se durmieran. Empezaba diciendo:

Antonio divino y santo

suplicóle a Dios inmenso

que por su gracia divina

alumbre su entendimiento

para que su lengua

refiera el milagro

que en el huerto obrasteis

de edad de ocho años…

Muy raro este «obrasteis» porque de pronto se rompe el estilo en tercera persona y parece que se está estableciendo un diálogo con el mismísimo Creador o con San Antonio ya de viejo, no queda nada claro; pero mi abuela decía seguro que era «obrasteis» que la canción siempre se había cantado así, y que quién era yo para darle lecciones a ella, qué niña tan refitolera —era una palabra que usaba ella para llamarme marisabidilla o algo así—. Y el milagro consistía en que un domingo su padre le había encargado al niño Antonio que, durante su ausencia en misa, vigilara para que los pájaros de variadas especies que solían buscar alimento por aquella zona no entraran en el huerto ni picotearan el sembrado porque todo lo echaban a perder; y el niño se quedó, efectivamente, al cuidado del huerto, pero consciente de la vanidad de sus esfuerzos para espantar a todas aquellas nutridas y diversas bandadas de pájaros que se le venían encima, optó por empezar a hablarles con gran dulzura y persuasión, tanta que los cientos de aves picoteadoras, cuyas especies designaba el texto, habían bajado a posarse en torno suyo para escucharle y le habían obedecido, o sea que el padre, al volver de la iglesia, se había quedado en trance ante la escena de su hijo de edad de ocho años contándoles cuentos a los pájaros para hacerles entrar en razón, pero era una canción larguísima, y por eso tan buena para servir de nana, porque al final acababa viniendo el mismísimo señor obispo, que, avisado del milagro, había dicho que si no lo contemplaba con sus propios ojos, no le podía dar crédito. Y para cuando llegaba el obispo ya tanto el niño insomne como la madre que mecía su cuna eran partícipes del mismo sosiego que destilaba aquel romance interminable y naif, y lo que yo notaba, sobre todo, era que había desaparecido aquella prisa por que el niño se durmiera. Y también la sensación de fastidio con que atacaba la melopea («y ahora, por si era poco la desazón de todo el día, ¡toma postre, a cantar el antonio-divino-y-santo!»); me había aplicado con toda concentración a entonar bien las estrofas sin saltarme ninguna, y ya no necesitaba comprobar los resultados del remedio lanzando miradas de reojo a la cuna, porque los experimentaba en mí, en mis nervios aplacados, y el niño se dormía por eso, porque me había tranquilizado yo. Ahora hay algunas estrofas que se me han borrado de la cabeza y eso me intranquiliza, no sólo porque me evidencia el paso del tiempo desde que canté por última vez de corrido el antonio divino y santo, siendo Amelia un bebé, sino porque me acuerdo de que a esas alturas de mi último parto necesitaba más que nunca los relajantes efectos de esa droga nocturna. Por entonces ya había quedado más que claro que Eduardo y yo no teníamos nada que compartir, ni en el reino de los sueños ni en el de las realidades.

Es un recuerdo que me ha puesto automáticamente tensa. Me quedo callada, y el silencio se vuelve incómodo. Se ha quebrado el fluido mágico que me estaba uniendo con Soledad y ella lo nota. Se incorpora, me da las gracias, se alisa el pelo.

—Haces el masaje cada día mejor. Y al final, encima canturreando. Ni una profesional.

—Ya ves. Pues no será porque me ejercite mucho.

—Un poco más y me quedo dormida.

Hay un silencio. Soledad se ha terminado de abrochar la blusa y me mira, como desorientada.

—Oye, ¿de qué estábamos hablando antes?

—¿Antes de qué? Supongo que del tiempo, no hemos hablado de otra cosa en toda la tarde, si te fijas bien. Tratábamos, creo, de acotar cinco meses y pico de mi vida.

—Ya. Pero te pasa algo, te has puesto triste.

—Que no, qué tontería. Salió todo por lo de las fechas. Y creo que decíamos… No sé. El tiempo, desde luego, es un albergue tramposo y poco de fiar. Cuando se dice «se me hizo la tarde eterna», por ejemplo, ¿tú qué entiendes?

—Que se te hizo pesada.

—Ya ves, pues yo no, para mí lo eterno es lo que no pesa, cuando el tiempo, de tan feliz que eres, pasa sin sentir. Pero por eso mismo, como cada cual vive el tiempo a su manera, tiene que haber unas reglas, claro, si no sería un lío. Así que tampoco viene mal ajustar las cuentas con el tiempo. Fechar, tienes razón. Cinco meses son cinco meses. Por cierto, ¿qué hora es? ¿No habías quedado con tu madre?

—Sí —dice, echando una mirada desganada al reloj—. Pero me queda un ratito.

Se ha quedado pensativa. Acordarse de su madre no le sienta bien. Se lo noto en el tono exaltado con que reencauza la conversación hacia su tema obsesivo.

—Claro, fechar. Si es lo que yo me harto de decirle a ella. Por lo menos que diferencie lo que estaba antes de lo que estaba después, ¿no? Cualquier proceso judicial, psicológico, histórico, lo que sea, habrá que ordenarlo, es elemental, mi querido Watson. Pues ella nada, con ella es imposible, vive en un perpetuo caos.

Ahora sus ojos se clavan en los míos como si estuviera implorando consejo de una persona sensata. Renuncio a hablarle de mi propio caos y pongo cara de persona sensata. Pero esta historia de matrimonio fallido me agobia ya un poco, y me pongo de nuevo a pensar, que me descansa, en aquellos cinco meses y pico anteriores a mi descubrimiento del amor. Seguramente, si empiezo a hurgar en ellos, salen muchas cosas. De lo que más me acuerdo es de que escribía muchísimo. Poemas, comienzos de novela, diario. Algunos cuadernos se me han perdido o los he quemado. Otros los guardo todavía. En ese periodo se consolidaron mis amores con la literatura. Aunque nunca desembocaron en compromiso. Y si duran es porque siempre fueron fluctuantes, contradictorios y arriesgados, como los que más tarde mantuve con Guillermo. Por eso me sigo acordando de él. Hay amores de novela y amores para casarse.

—Con mamá es imposible aclarar nada —dice Soledad—. Ella se bloquea. Porque lo que yo digo, en algún momento notaría que las cosas empezaban a ir peor con mi padre, ¿no? Nada se produce así porque sí, de la noche a la mañana. ¿No te parece? ¿En qué piensas, Sofía?

—Bueno —digo—, no creas. Hay transformaciones que se operan de puntillas. Y otras que surgen de pronto. Como una erupción. O un milagro. No sé. Depende.

—¿Te refieres al amor?

—Sí, pero también al aborrecimiento. Y en general a todos los humores que nos recorren a lo largo del día, que tan pronto te quieres morir como te emborracha la vida. Tu madre lo estará pasando mal, sí, pero no la agobies. Estará buscando ella sola la explicación. A veces la madeja no la puede desenredar más que el que la ha enredado.

Soledad suspira. Cambia de asiento.

—Tiene pocas amigas. ¿Por qué no la llamas tú alguna vez?

—Mujer, le extrañaría, si casi no la conozco. Sólo la vi aquel día en el aeropuerto, cuando Amelia y tú os ibais a Brighton. Me pareció que formaba un bloque indisoluble con tu padre. Ya hará diez años, ¿no?, a ti que te gustan tanto las fechas.

Soledad asiente. Su rostro se ha ensombrecido, mientras juguetea con el montón de fotos viejas que saqué antes para enseñárselas. Tiene un gesto obsesivo, reconcentrado, ausente.

Un poco como el chico del jersey de cuello alto. Aunque él podía tener miles de caras. Habría valido para el cine.

—Me gustaría saber si ha habido algún Guillermo en su vida. ¿Por qué tú me lo puedes contar y ella no?

—Muy fácil. Porque no soy tu madre. Yo no te cargo con la responsabilidad de mis historias. Ni las tuyas son un fardo para mí. Por mucho que nos queramos.

Se queda pensativa.

—Es verdad. Amelia también lo dice.

Ha sido como un trallazo dentro de mí. De pronto me siento desalojada del refugio, expuesta nuevamente al ventisquero de la realidad.

—¿Qué dice Amelia? ¡Si vieras lo rara que ha estado conmigo este viaje!

—Le preocupan sus hermanos.

—Ya. Y a mí también. Pero de mí, ¿qué dice? Vamos, si no es un secreto…

—No mujer. Pues eso, que entre ella y tú hay siempre una zona de medias verdades y que, por mucho que te empeñes en tratarla como a una amiga, eres su madre, y eso no tiene remedio. Además… Bueno, nada.

—No, por favor, di lo que sea. Además, ¿qué?

—Pues no sé…, cree que en algunas cosas tú metes la cabeza debajo del ala. Lo dice en buen plan, no como crítica. Te quiere un montón y se preocupa por ti más de lo que te imaginas. Pero en fin, ella lo vuestro lo tiene supermasticado, no le coge de nuevas. Claro que también yo, como llevo mucho tiempo viviendo fuera…

—¿No le coge de nuevas, qué? —la interrumpo.

Y noto que estoy lanzándome a una piscina de agua helada.

Soledad me mira cohibida, como si se arrepintiera de lo que ha dicho. Luego desvía la vista.

—Que Eduardo no te quiere y eso.

Bajo los ojos inquieta. Escarbar ahí no me gusta, y Encarna, la más directa de mis hijos, lo sabe de sobra. ¿Es que le quiero yo? ¿Es que le he querido alguna vez? Tengo que ir al refu a hablar con Encarna, de eso y de otras muchas cosas. Y con Lorenzo también, aunque me desquicie. Su padre no puede seguir creyendo que ha terminado la carrera y que tiene un trabajo. Ni yo puedo seguir metiendo la cabeza debajo del ala. La culpa de que Eduardo y yo apenas nos hablemos no sólo la tiene él. No sé por qué digo que me ha decepcionado, si no me interesó nunca conocerlo a fondo. Di por hecho que lo conocía y me desentendí; sólo te enamora lo que te intriga, yo con Eduardo me casé sin estar enamorada y de ahí viene todo. Podía tener los mismos defectos que tiene, a nadie se le deja de querer por sus defectos, sino porque descubres que no te interesa interpretarlos ni comprenderlos. Es que ni siquiera consigue sacarme de quicio. No me puedo quejar de nada, él no tiene la culpa.

Pero basta, no quiero volver a meterme en este atolladero de las culpas, porque me sienta fatal. Encarna siempre me lo está diciendo, que nadie tiene la culpa de nada, que eso son vestigios de la educación judeocristiana; y Lorenzo lo mismo, él más tajante todavía —«corta el rollo, mamá, las cosas pasan y punto, no le des más vueltas»—, con eso queda zanjado todo. ¿Será verdad que ellos viven tan al margen como parece de todo sentimiento de culpa y de pecado?, siempre acaban igual nuestras conversaciones: «Tú tranquila, pasa de fantasmas, desenchufa la pila», y de momento me siento a gusto, como flotando, pero luego comprendo que con ellos no se resuelve nunca nada, que todo queda pendiente. Decir las cosas puedes no decirlas y hasta parece que así has dejado de pensarlas, pero no, las piensas igual o más, te andan por dentro arañando, cavando surcos, y quién sabe si no dañarán al bazo o al páncreas esos surcos, yo por esas zonas localizo la erosión. Eduardo me aburre, me aburre de muerte. No estoy segura de saberlo todo de él, pero lo que sé me importa un comino. ¿Y por qué no se lo digo? Claro que se dará cuenta, pero decírselo sería un desahogo muy beneficioso, la llamada catarsis, y la única manera posible de acabar. A gritos, con remate de portazo. Pero no, por favor, eso no.

Miro a Soledad buscando un asidero, igual que ella hace un rato me miraba a mí. Me tiene que notar la angustia en la cara. No puedo ni respirar, ya está ahí la hoja de acero que se me clava en las costillas. Y me agobia más todavía pensar que la estoy cargando a ella con mi agobio. Bajo los ojos.

—Perdona —digo con un hilo de voz.

Sé que se me han empezado a caer lágrimas encima de la mano. Me da mucha rabia. Soledad me tiende un kleenex.

—Vamos, bonita, no digas bobadas. Llora todo lo que quieras, anda.

Tiene ahora una voz muy dulce. ¿Será la misma que emplea para consolar a su madre? ¿O ella la pondrá más nerviosa que yo?

—¿Tu madre se casó enamorada de tu padre? —le pregunto.

—Ella dice que sí, que locamente.

—Pues ya ves, da igual. Todo termina igual —digo en voz tan baja que no creo que me haya oído.

Por lo menos, si me ha oído, guarda silencio. El derrotero que está tomando la conversación no debe divertirle ni un pelo. Ha dicho antes que a Amelia no le coge de nuevas lo nuestro. Y sin embargo, yo no recuerdo haberles dicho nunca a mis hijos que no me casé enamorada de su padre. A él sí se lo dije. Claro que haciendo trampas, las famosas medias verdades, porque de Guillermo le hablé sólo de pasada, como de un amorío sin importancia. Y Eduardo era práctico, seguro de sí mismo. Practicaba la política de los hechos consumados. No paró hasta arrancarme el apetecido «sí» pero antes ya me había dejado embarazada. «Ya me querrás —dijo—, siempre conviene que el hombre quiera más que la mujer. Yo te voy a querer por los dos». Y aquello me gustó oírlo. Yo estaba deseando irme de casa cuanto antes. Y tener hijos. Guillermo tampoco tuvo la culpa. Hay hombres que son para casarse y otros para recordarlos siempre como amores de novela. Yo Guillermo ya sabía desde el principio que pertenecía a este segundo grupo.

Se lo dije muchos años después, cuando me lo volví a encontrar en Londres. Que, por cierto, lo que son las cosas, era él entonces quien me proponía divorciarme de Eduardo para casarnos él y yo, o largarnos sin más, eso ya se vería. Pero yo no quería que la novela terminara como Anna Karenina. «No, Guillermo, no quiero terminar como Anna Karenina», le dije con una repentina lucidez la noche de nuestra despedida. Estábamos en el cuarto empapelado de azul de su pensión londinense, y yo miraba de reojo nuestros cuerpos enlazados reflejándose en un armario de luna que, por cierto, cerraba mal. Un cuarto algo destartalado, pero acogedor, como su dueña, una tal mistress Morrison, que lo quería como de familia. Vivía allí desde que se separó de su mujer, o más bien me pareció adivinar que le había abandonado ella. Me habló poco de esa historia, sólo que fue breve y que no habían tenido hijos.

—Yo lo único que no entiendo, y Amelia tampoco, es por qué Eduardo y tú no os separáis —dice Soledad.

Me encojo de hombros.

—No sé, por cobardía. Es que me espantan las situaciones violentas. Todo lo que sea agresividad. Nunca he sido capaz de dar un portazo. Debe ser por los muchos que daba mi madre.

—No tendrías por qué dar un portazo. Simplemente hablar con él. Eduardo es una persona razonable, no parece ningún salvaje.

—No. Pero la idea de hablar con él me espanta.

—No entiendo por qué.

—Bueno, hija, tú no lo entenderás, pero es así. Es que no sabes desde lo atrás que habría que coger el hilo. Y además, ¿cuál de los hilos…? ¡Uf! Si salen cabos sueltos por todos lados, es de mareo.

—No te pongas nerviosa, anda, mujer. Yo me refería a que hablaras con él sólo de lo vuestro, serenamente, de lo que os pasa ahora, no me refiero a los trapos sucios.

—Hablar con él me resulta cada vez más difícil, te lo digo, pero no sólo de eso, de lo que sea. No se prestaría.

—Pues chica, no sé, déjale una carta como en las novelas.

—Ya, se dice fácil. ¿Y dónde me voy?

—Al refu. Echas a los del refu y te metes tú allí. Sin más. Es lo que dice Amelia.

Poco a poco me voy tranquilizando. Ya no noto la cuchillada en las costillas al respirar.

—Dime la verdad, ¿cuándo te ha hablado Amelia de eso? De Eduardo y de mí, quiero decir.

—Bueno, por favor, ¿dónde va la fecha? Desde que estuvimos juntas en Brighton. O puede que antes. Pero sobre todo entonces.

—¿En Brighton?

—Sí. Como pasábamos el día juntas, durmiendo en el mismo cuarto y todo, pues ya sabes, no hay secretos. Y los padres salen a relucir, es natural. Bueno, los míos salían menos. Yo a los míos no les veía conflicto.

—¿Ella a nosotros sí?

—Sí, claro, problemones. Y sufría mucho por ti, tenía como mala conciencia de estarlo pasando ella tan bien. A veces lloraba leyendo tus cartas. Por eso te animó a que nos fueras a buscar.

¿Mis cartas? Es increíble cómo se le borran a uno las cosas. Debo haber escrito en la vida tantas cartas de las que no me acuerdo… Siento un remordimiento retrospectivo y ciego, que son los peores, parecen babosas. Van dejando encima de los recuerdos ya doblados y metidos en cajones entre manzanas y tomillo ese rastro sucio y pringoso del mal que se hizo sin querer.

—¡Pobrecita Amelia! ¿De verdad lloraba? Yo no me acuerdo de haberle escrito contándole penas.

—Propiamente penas no. Pero sí le escribías mucho, unas cartas muy bonitas. A veces me leía párrafos. No me acuerdo muy bien de qué le hablabas. De nada concreto, en plan poético pero depre. A vueltas con el tiempo creo recordar.

—Ya, bueno, lo de siempre. Eso no es una pista. ¿Y fue ella la que me animó a iros a buscar…? Es verdad, no me acordaba… Me lo diría con la boca chica, supongo.

De pronto tengo ganas de quedarme sola, me estorba todo lo que interfiera mi evocación de la llegada a Londres. Les había escrito que no me fueran a esperar, que no se preocuparan por mí. Cogí un taxi en el aeropuerto. «A la estación Victoria», iba recontando los bultos, y me gustaba estar viajando sola después de tanto tiempo, era como si me nacieran alas. Libre y sola, con sed de aventura. «Reencuentro con Guillermo en la estación Victoria», la verdad es que ése debía ser el capítulo primero, empezar por ahí la novela. Yo cargada de bultos, preguntando por los horarios de tren para Brighton, y aquel tropezón con un hombre alto y desconocido, en cuyos brazos casi caí. Como en las películas. Sorry. Pero no era un desconocido. Era el lobo rubio, con algunas canas.

—Bueno —dice Soledad—, como al final es siempre cuando mejor se pasa, y ya estábamos ambientadas, y teníamos cada uno un medio noviete, pues la verdad es que cuando por fin decidiste venir a buscarnos, mucho no nos apetecía. Creía Amelia que íbamos a tener que estar pendientes de ti, haciéndote de cicerone para que te extasiaras ante el Palace Pier, y la playa de guijarros grises que sale en todas las películas. Pero sí, sí… Nos quedamos las dos viendo visiones cuando llamaste desde Londres diciendo que te habías encontrado casualmente con unos amigos y que ibas a pasar una semana en su casa, que al fin y al cabo Londres era más interesante que Brighton. Fue como si nos hubiera tocado la lotería, para qué te voy a decir otra cosa. Sobre todo porque, según me contó Amelia, a ti se te oía una voz tan alegre.

Sí, muy alegre. Estaba él conmigo en la cabina. Y antes me había cogido en brazos, allí en pleno andén con mis maletas por el suelo. Fue como un sueño. Enseguida me llevó a su pensión, como si fuera la continuación lógica de aquel encuentro, la única posible. Y yo también lo encontraba natural, no opuse la menor resistencia, ni pregunté nada. Iba transida. ¡Qué días, sobre todo los primeros! Después las cosas cambiaron un poco, aunque seguía abierta la sed. Pero el espejismo se enturbiaba. Me había fascinado la imagen de un Guillermo que continuaba manteniéndose fiel a sus rebeldes sueños de juventud, negándose a adaptarse a una sociedad que le era hostil y a pactar con el dinero. Pero luego me fue pareciendo poco a poco que hacía demasiada ostentación de esa actitud frente a mí, que mi entusiasta predisposición a escuchar sus palabras le aportaba una gasolina inflamable para reavivar un relato que se había quedado sin interlocutores. (De eso trataba precisamente la película de Mastroianni). Empecé a sospechar que me tomaba como tabla de salvación cuando, invalidando la credibilidad de un discurso cuajado hasta entonces de cánticos a la libertad, me pidió que me separara de mi marido para quedarme a vivir con él. Pero eso fue más tarde. Porque volví más veces a verlo. Bueno, la verdad es que no me acuerdo muy bien de cómo pasó el tiempo.

—Luego, además cuando por fin llegaste aquel sábado, ¿te acuerdas?, cargada de regalos, Amelia me decía: «¿Te das cuenta de cómo puede cambiar en cuanto está sola? ¿No la ves guapísima? Es que revive sin papá, le saca partido a todo. ¿A que sí? ¿A que parece otra?». Y tenía razón, yo también lo noté. Parecías otra. Bueno —añade después de un silencio—, es que en realidad tú cambias mucho.

—Todo el mundo cambia —digo distraída.

—Pero lo tuyo es de un momento a otro.

Tal vez si no me sintiera tan alterada, le confesaría a Soledad la razón por la cual era otra —y no sólo lo parecía— la mujer que vieron bajar de aquel tren que la traía a Brighton desde Londres. Pero es que este capítulo, si se metiera ahora, entraría en conflicto con los criterios cronológicos de Soledad. A ella le gusta más cosa por cosa. Aparte de que habría que ponerse a contarlo placenteramente y con mucho tiempo por delante. Y mejor escribirlo. Creo que resultaría bien en tercera persona.

Soledad sigue mirándome desconcertada. Debe notar que no soy la misma que le hacía masaje en la espalda hace unos instantes.

—Sí, es verdad, cambio mucho —digo con una sonrisa que trata de encubrir mi súbita desgana—. Pero oye, ¿no te das cuenta de que esto parece el cuento de la buena pipa?

—La culpa la tengo yo —dice Soledad—. ¿Por dónde íbamos?

—¿De qué?

—Del cuento de tu amiga.

—Ah, ya… Pues mira, ni me acuerdo.

El cansancio se contagia, lo he experimentado muchas veces. No hace falta percibir síntomas físicos del tipo de un bostezo, por ejemplo, para saber cuándo se le está acabando la cuerda al mismo tiempo al que habla y al que oye. En eso se reconocen los tramos muertos de una novela, en que empiezan a pesar por los mismos sitios por donde al autor se le empezaron a hacer pesados. Se sabe seguro, aunque no quepa comprobación, ni se haya inventado ningún aparato para sincronizar un hastío con otro.

Soledad está ahora manoseando las fotos que quedaron revueltas encima de la mesa, como si pretendiera atizar, sin mucha convicción, las brasas de ese cuento rezagado. Ha cogido una donde aparece Mariana apoyada en el tronco de un árbol. Se la hice yo en Aranjuez. Lleva una blusa con escote en pico.

—Era guapísima tu amiga —dice Soledad.

—Sí, todavía lo es. Ya te he dicho que la he visto hace poco en un cóctel. No sé si se habrá hecho alguna operación estética. Y además, parece tan segura de sí misma. Da incluso un poco de miedo.

—Pero no te desvíes. Nos quedamos en cuando te dijo que tenía novio. Y pasan cinco meses y pico hasta que tú lo conoces. Y en esos meses, ¿qué? Algo ocurriría.

—Nada especial que yo recuerde. Dejé casi de verla. Y cuando la veía estaba distraída, distante. Las pocas veces que me volvió a hablar de Guillermo fue para darme informes muy de pasada; que era un noviazgo conflictivo saqué en consecuencia. «A ver cuándo me lo presentas», le decía yo. Pero cambiaba de conversación. Hasta que se lo dejé de decir. Algo se había roto entre nosotras, no sé qué.

—Es que lo de escoger carreras distintas separa mucho —dice Soledad—. Yo lo he estado hablando estos días con Amelia. A nosotras fue lo que nos pasó.

—Sí, pudo influir eso. Además Mariana se había metido en política, que no te lo había dicho. Bueno, casi toda la gente de aquel tiempo, hasta Eduardo…, Eduardo era de la FUDE, ya ves, qué cosas, hija; en fin, tú ni sabrás lo que era la FUDE. Pero da igual, tampoco lo sabía yo.

—¿A ti no te interesaba la política?

—Pues no mucho. Para mí era como una música de fondo. Ahora me entero más de las cosas que estaban pasando por ese tiempo en el mundo que entonces. Casi me apetece ponerme a hacer una tesis doctoral como la tuya, de tan lejos como lo veo todo…

—¿Y Guillermo también era de la FUDE?

—No, él pasaba de política. Iba por libre. Pero eso no lo supe hasta más tarde. Como Mariana no me contaba nada de él, a mí me pegaba que fuera un activista.

—¿Y cómo te explicas que no te quisiera hablar de él?

—Entonces no me lo explicaba.

—¿Y ahora?

Me empiezo a cansar horriblemente del interrogatorio, se me debe notar en la cara.

—Bueno, cuando te explicas las cosas a posteriori, exprimes toda clase de razones, pero luego sólo te bebes el zumo de las que te parecen menos amargas.

—Te estás desviando a propósito para no contarme lo de Guillermo.

—Puede ser. Es que estoy algo cansada.

—Pero dime nada más una cosa. Te enamoraste de él en cuanto Mariana te lo presentó, ¿a que sí?

Me quedo mirando a la ventana, como si quisiera buscar los puntos cardinales. No, en esa dirección no. Era al noroeste, y había luna llena. 27 de febrero, de esa fecha no me olvido. Yo sabía que esa noche me tenía que pasar algo, necesitaba emborracharme, olvidarme de Mariana, abrirme a la vida.

—No me lo presentó ella —digo—. Lo conocí en una casa, cerca de Pozuelo, donde los dos caímos por casualidad. Ni él ni yo éramos muy amigos de la gente que había allí. Celebraban un cumpleaños. Todos muy «progres» de los que habían quitado a la Virgen de Lourdes para poner al Che Guevara. El Che Guevara sí sabrás quién era.

Soledad sonríe.

—El Che Guevara, sí, mujer, hasta ahí ya llego. En cambio tú no sabías quién era James Dean.

—Ahí está; y me pilló desprevenida su aparición. Porque de verdad fue como una aparición. En fin, resumiendo, que cuando supe más tarde que aquel James Dean avant la lettre era el Guillermo de Mariana ya era tarde para mí, aunque te suene a copla de Rocío Jurado. Supongo que ya sabes lo que pasa cuando un hombre te despierta por primera vez los sentidos. Es inútil luchar contra esa marea.

—Sí —dice Soledad—, completamente inútil.

—Pues entonces, ya has entendido lo principal. El cuento se queda para otro día, ¿te parece?, porque es muy tarde.

—De acuerdo, Sherezade.

Pero mira el reloj, se pone de pie y dice que efectivamente se le ha hecho tardísimo.

La acompaño a la puerta y nos besamos. Las dos estamos tristes.

—Gracias por el masaje —dice.

—Y a ti. Ha sido lo mejor de la tarde.

—Eso no, mujer. Todo ha sido bueno.

Cuando se va, me quedo muy nerviosa. Me prometo a mí misma seguir escribiendo, lo cual significa, como siempre, empezar a escribir por otro lado. Pero lo único que hago es ponerme a cambiar muebles de sitio y a encender un pitillo detrás de otro.