Querida Sofía:
Ésta es mi tercera carta desde que salí de Madrid, y no le pongo referencias de lugar ni de fecha para distinguirla de las otras dos, que escribí pensando en mandártelas, aunque luego no lo haya hecho, en parte por pereza y después por tacañería. Las tengo dentro de una carpeta azul comprada en Cádiz, donde también guardo apuntes sueltos sobre el erotismo. Una de ellas —la del tren— metida incluso en un sobre grande con tus señas escritas, la otra ni siquiera. Son fertilizantes para mí. Releerlas me ayuda a coger el hilo del tiempo reciente y estimula no sólo mi recuperación anímica sino también la evolución de mi trabajo, que empieza a enderezarse. Así que ya desde el principio decido no mandarte tampoco la que me pongo a escribirte ahora. Tu nombre y tu recuerdo me sirven de soporte para largar amarras, pero en cambio no me veré obligada a demostrarte que pienso en ti y en tus problemas.
Y es una decisión liberadora. ¡Qué descanso confesarme a mí misma sin rodeos que este vicio epistolar —reiniciado, eso desde luego, gracias al pie que me diste tú— es, como casi todos, un vicio solitario! Además no sé si será porque el texto de mis cartas sin mandar se ha contagiado dentro de la carpeta azul del virus de mis otras cavilaciones sobre el amor y el sexo, pero el caso es que todo me parece pertenecer al mismo discurso: el que, elaborado a partir del desvío de Raimundo, me trajo a la calle de la Amargura, y el que me trae, en plan metafórico, zarandeada a lo largo de esa misma calle. Hace años que deambulo por ella de tumbo en tumbo, borracha de preguntas sin respuesta. Son preguntas que sigo formulándome por deformación profesional, pero también porque en el fondo me gusta. He llegado a no verle a la vida más sentido que el de indagar su sentido, aun a sabiendas de que ninguna pista lleva a aclarar nada, fallando en la pesquisa una vez detrás de otra. Ya ves tú qué diversión más tonta. Es como leer con fruición inalterable una novela policiaca donde nunca aparece el asesino.
Pero bueno, como decía mi padre, la cuestión es pasar el rato. Lo decía mucho. Siempre me había parecido una frase banal, pero una vez, siendo ya él bastante viejo, me aclaró que se refería al rato de vida que nos había correspondido a cada uno al nacer.
—Y lo malo es que la duración del rato no viene consignada en el boleto de la tómbola que expende niños. Depende de nosotros que se haga más largo o más corto, todo consiste en aprender a emplearlo de acuerdo con el ritmo de nuestro cuerpo, como una especie de gimnasia, hija. No hay que angustiarse pensando en lo que va a durar. Esos cálculos no nos incumben a nosotros.
Luego, cuando se murió, me acordaba mucho de eso que dijo. Porque mi padre siempre se las arregló para sacarle a la vida el mejor partido posible y odiaba los agobios inútiles.
La cuestión es pasar el rato, con tal de que aproveche, claro, de que se le consiga tomar gusto a ese pasar inevitable. Cada cual se apunta en este mundo al deporte que más le apetece, y el de ponerlos todos en tela de juicio no deja de ser un deporte como otro cualquiera. Yo lanzo mi perorata al aire por el puro placer de escuchar el eco de la propia voz rebotando contra las esquinas. ¿Y qué? No tengo por qué defenderme cuando Silvia me lo vuelva a echar en cara. Es lo que me gusta: el strep-tease solitario. Ella misma me ha dado pie para entenderlo y aceptarlo. Pero de Silvia hablaré luego.
Piénsalo. Si bien se mira, no tenemos más que eso: el placer de respirar y de ejercitar la propia voz en sus distintas modalidades de tristeza, indignación o entusiasmo: no hay otro elemento base. Y a mí me vicia llevar las riendas de mi propia voz, darle volumen hasta el grito o templarla hasta el susurro, aunque suene sin más acompañamiento que la mención a la falta de compañía. Una mención puramente retórica, como cuando se mete en las coplas flamencas el vocativo: «¡Ay, compañerita de mi alma!», para marcar con trazo más lacerante la ausencia de quien le está haciendo pasarlas moradas al cantante, ajena la amada a su queja y sin malditas las ganas de escucharla, porque si no ya me dirás qué razón de ser tendría el desahogo solitario.
Conque al fin y al cabo, Sofía, compañerita que fuiste de mi alma, por más vueltas que le demos, todo es soledad. Y dejar constancia de ello, quebrar las barreras que me impedían decirlo abiertamente, me permite avanzar con más holgura por un territorio que defino al elegirlo, a medida que lo palpo y lo exploro, lo cual supone explorarme a mí misma, que buena falta me hace. Porque ese territorio se revela y toma cuerpo en la escritura. Mejor dicho, es la escritura misma tal como va segregándose y echando corteza, plasmándose en los perfiles que la mirada descubre y trasiega en palabra; con ella engendro mi patria indiscutible, aunque sujeta a mudanza. Mi patria escabrosa y recóndita, siempre esperando por mí. Riachuelos por cuya corriente huyen los peces rojos del pretérito imperfecto, montañitas dentadas de gerundios, cuestas arriba flanqueadas por signos de admiración y puntos suspensivos, angostos desfiladeros donde se hila la oración compuesta, árboles frondosos de adjetivos o desnudos de ellos, praderas atisbadas en sueños y a las que sólo se llega por el puente inestable del condicional.
Al poner un punto detrás de la palabra «condicional» he levantado los ojos y he respirado hondo, con delicia, el olor del mar que se extiende inmenso ante mi vista. Y, como remate a lo que va escrito, me apetece poner un ejemplo de oración condicional, que viene bastante a cuento: «Si mi amiga Silvia se hubiera portado de otra manera, yo seguiría en su casa o habría vuelto a Madrid a reanudar el ejercicio de mi profesión».
Surge a mis espaldas una voz en off inconfundible, la más conocida de todas cuantas conozco, serena e implacable.
—¿Y lo lamentas? —pregunta.
—No —me apresuro a contestar—. Prefiero el presente al condicional.
—Eso, según las consecuencias que traiga.
—Pues me da igual, ya te digo. No lo lamento nada.
—Hace un rato decías lo contrario, que tu equilibrio se había quebrado y andabas como barco a la deriva —insiste la doctora León.
—Perdona que te interrumpa, fíjate en esas nubes. Hoy va a haber una puesta de sol maravillosa. ¿De verdad he dicho yo eso del barco?
—Sí, que Silvia había conseguido alcanzarte en la línea de flotación. Procura no mentirte a ti misma.
—Es lo que trato de hacer. Pero recuerda que no hay una sola verdad, sino muchas. Que cada instante está plagado de átomos que lo refractan en mil sensaciones posibles. Y por favor, cállate, ¿quieres?, no me recuerdes más lo que dije hace un rato, déjame disfrutar simplemente de lo que estoy viendo ahora.
Sonrío absorta a la línea incierta del horizonte que el sol va a teñir de fuego cuando se hunda en el mar dentro de un poco. «Acaríciate con el aire, está lleno de ángeles». Es una frase tuya, Sofía, de la que tal vez no te acuerdes. Pertenece, como la de la liebre en el erial, a tus primeros intentos de conquistar territorio poético. Veníamos de una excursión a Ávila organizada por el instituto, asomadas a la ventanilla del tren. Y yo, no recuerdo por qué, estaba de mal humor. El viento nos alborotaba el pelo. «¡Tengo unas ganas de ser mayor!», dije. Tú me señalaste sin hablar un grupo de nubes doradas que se dibujaban sobre los peñascos. Que me acariciase con el aire, que estaba lleno de ángeles. Cuántos años han pasado hasta poderte obedecer. Ahora que esa frase ha irrumpido de repente, huyendo de tu patria a la mía, derribando las barreras del tiempo, saboreo el prodigio sin pedirle más explicaciones, y los ángeles del aire me abanican de verdad, me rozan los labios con sus alas, me despeinan. Me resisto a enterarme de la hora que es y pido otro gin-tonic. Está subiendo la marea. Algunas olas llegan a mojar los primeros escalones del chiringuito. Yo creo que el camarero, un chico moreno muy simpático, me ha reconocido. Vine varias veces aquí con Manolo Reina, al principio de nuestro idilio.
Esta noche pondré la cinta que, después de dejar de vernos, me mandó a Madrid. Escribirme apenas me ha escrito. Las cartas no eran lo suyo, no le gustaban, como al amante de la copla,
… que no sé leer, que no sé leer,
no me mandes papeles
que no sé leer…
Me pongo a canturrear entre dientes la copla, tratando de copiar el tono con que Manolo la cantaba.
Por el correo
por el correo
mándame a tu persona
que la deseo…
No se podía aguantar la voz aquélla de hace dos veranos. Se me está acelerando la respiración y no quiero que nadie se dé cuenta.
Entorno los ojos y, entre destellos de iris, creo ver a lo lejos un barco de dibujo apenas perceptible. Tal vez a la deriva. Pienso que, sin los disparos de Silvia a la línea de flotación del mío, no habría llegado al abrigo de este puerto. Pero, al mismo tiempo, es verdad también que hubo disparos y que la lucha sigue entablada. Una lucha conmigo misma que me atiza desde dentro la doctora León.
No consiente que olvide del todo a Silvia ni que deje de revivir de vez en cuando con desasosiego su presencia derramándose en el valle de los espejos amargos, puro azogue ella misma, invadiendo el espacio, contagiándolo todo. Y lo malo es que no me podía quejar. Era yo quien la había telefoneado para pedirle que viniera a Puerto Real. Le había dicho: «Necesito hablar contigo». No hacía falta que me lo recordara nadie.
Irrumpió al anochecer, y desde que oí su llamada estridente al pie de la escalera, todo mi ser acusó la molestia de su llegada. En primer lugar, porque interrumpía mi trabajo en un momento de verdadera lucidez, cuando estaba logrando por fin que mis tormentas personales no se colaran en el entramado del texto, y en segundo lugar, porque no llegaba sola sino con un profesor americano al que había cogido en autostop al salir de Sevilla e invitado a quedarse a dormir. Seguramente habrían ido haciendo alto en sucesivos bares del camino, porque conozco los gustos de Silvia; y venían bastante cargados, sobre todo ella. Traía un vestido amarillo y hablaba sin dejar meter baza a nadie.
Enseguida, a poco de las presentaciones, comprendí que la compañía de un extraño no sólo no cohibía su propósito inmediato de sacar a relucir asuntos privados, sino que, por el contrario, lo estimulaba. Estábamos en el salón de abajo, yo me iba sintiendo cada vez menos dueña de mí misma y el profesor americano, incomprensiblemente, parecía divertirse. Era rubio, alto y bastante guapo. Fumaba en pipa.
—No deje usted que mi señorita beba tanto —me susurró Brígida la segunda vez que entró con bebidas—. Ya sabe lo mal que se pone luego.
Aquellas palabras aumentaron mi propio malestar. Al fin y al cabo, no dejo de ser su psiquiatra, claro, lo de siempre. Pero, mientras tanto, el hilo de mi discurso mental, tan trabajosamente reanudado, se quebraba por varios puntos y las cuentas del collar estallaban y rodaban por el suelo como inútiles lágrimas. Y tú, doctora, me impedías gritar y me mandabas contestar con mesura a las intrincadas sinrazones de mi paciente, desviándome de pensar que la verdadera paciente era yo, aunque no sea más que por la paciencia que hacía falta para pedirle un mínimo de lógica o de templanza a aquella voz en punto álgido. Al cabo de una hora, el nombre de Raimundo, mezclado con unos filosofemas cada vez más deshilachados, formaba parte de un relato en franca desintegración, falseado y con visos de serial radiofónico.
De pronto, necesité sacar la cabeza de semejante maraña y buscar por mi cuenta alguna razón que me hiciera confesarme implicada en aquella historia de amor, sentirme desesperada, celosa, preocupada por la suerte de Raimundo, añorante de su presencia o algo por el estilo; y tengo que confesar que no la encontré. Sólo podía pensar en una frase que había dejado a medias en la máquina de escribir y que se refería al erotismo solitario. Se me cruzó por la cabeza la idea de seguir encerrada con Raimundo en su casa de Covarrubias, pendiente del sesgo de sus humores, y súbitamente los días transcurridos desde la tarde de mi mareo en el bar de Malasaña se me antojaron una trayectoria gozosa de liberación. Me he librado de un auténtico castigo —me dije—. ¡He conseguido escapar!
Fue como una bombilla encendida en mi mente. Porque, además, el gozo de comprenderlo arrastró la decisión de una nueva escapatoria. Después de todo, las rejas de la calle de la Amargura son más fáciles de romper. De momento tenía que burlar a aquellos dos carceleros y elaborar mi plan en frío. Estaba demasiado nerviosa. Y por si fuera poco, a medida que yo me replegaba en el silencio, el profesor americano, que no dejaba de beber, había empezado a hacerme preguntas directas, tal vez con la esperanza de que su intervención lograse aplacar el talante agresivo e incoherente de su anfitriona. Yo me limitaba a sonreír y él dijo que le recordaba a Mona Lisa.
—Nunca se sabe en qué piensa —dijo Silvia—. Es uno de sus trucos.
—Tal vez en ese amigo al que ambas aman —intervino él—. Solamente en España acontecen tan extremadas pasiones.
Era un hispanista de Seattle, bastante interesado por los giros coloquiales del castellano, como luego se vio, y a mis temores se añadía el de que se le ocurriera pedirnos alguna interpretación sobre la entrada de España en la OTAN o el amor de don Quijote por Dulcinea.
No me interesaba nada el hispanista, ni Silvia, ni comprobar si era verdad o mentira que Raimundo la telefoneaba a diario para contarle lo mucho que está sufriendo. De lo único que tenía ganas era de subirme a mi apartamento sin resultar demasiado grosera. Porque tú, doctora, no me permites ser grosera ni dejar a un paciente en la estacada, por mucho que lo esté deseando. Y esa simbiosis contigo es mi condena.
Traté de reconducir la conversación hacia temas más asépticos. Y salió a relucir, como débil sol entre nubes, el tema de la soledad irremediable del ser humano. Es demasiado cansado pasarse la vida plantándole cara a la soledad. ¿No resultaría más sensato poder pactar con ella? Peroré sin mucho ahínco acerca de aquello, consciente de que estaba llevando a cabo una faena de aliño. Pero, a pesar de todo, el de Seattle opinó que mis argumentos le parecían enormemente sugestivos.
—Es una idiotez todo lo que habla —le contradijo Silvia—. Lo hace para cambiar de conversación. Para seguir con sus secretos, metida en su concha.
—Puede ser —repuse fríamente—. ¿Y qué? ¿Acaso crees que todo se puede compartir?
Ella se puso de pie y se me enfrentó, mirándome a los ojos como si se fuera a abalanzar sobre mí. Las piernas me temblaban y tenía los dedos helados. Era el miedo. El miedo de siempre a perder el control, o a contagiarme del descontrol ajeno. Silvia estalló en una carcajada. Cuando se pone así su voz suena a doblaje de película antigua.
—¡No! ¿Compartir algo contigo? No, desde luego que no, encanto. Gracias, pero no ha nacido quién. ¿Y sabes por qué? Pues porque nunca te atreves a tocar lo que quema. ¿Cuándo le has metido tú en la boca del lobo, di, cuándo? ¡Nunca! ¡¡Lo tuyo es el strep-tease solitario!!
Estaba fuera de sí, y lo habría notado cualquiera. Pero yo, además, me sentía responsable. En un momento de menos hartazgo, hubiera reaccionado correctamente, encareciendo de forma automática y con acento un tanto doliente mi currículum de excursionista al interior de las más diversas y tenebrosas bocas de lobo. Eso le habría servido a ella de bálsamo para reavivar su fe, y a mí me hubiera entregado de nuevo las riendas de la situación. En una palabra, doctora, que habrían prevalecido tu buen acuerdo y tus cánones. Prohibido confesar ante un paciente, ni aun en trances de desánimo agudo, la falta de vocación o de móviles altruistas. Pues no. No prevalecieron. Aunque, como ejerces sobre mí una coacción tan rígida, tardé unos instantes en desobedecerte. Pero al fin exclamé, ante la incomprensión de Silvia:
—¡Me gusta, sí, qué quieres que haga!
—¿A qué te refieres? —preguntó desconcertada.
—Al strep-tease solitario. Le he tomado gusto, mucho gusto, sí. Y me alegro. ¿Por qué me miras con tanto asombro? ¿Porque lo reconozco?
Silvia me miraba, en efecto, fijamente, entre ceñuda y desvalida, como esforzándose por comprender.
—No —dijo con voz quebrada—. Es que no lo puedo creer, Mariana. Eso es mentira.
—¿Que lo reconozca?
—No. Que te guste hablar sola, pensar sólo en ti, y eso te baste. Que no luches contra la soledad.
El profesor americano nos miraba como a un paisaje exótico, con sus ojos claros que saltaban de una a otra.
—Ella no ha dicho eso —intervino, como si moderara un coloquio—. Sino más bien que, por luchar demasiadamente contra la soledad, ha llegado a la adivinación de que un camino en lucha no es pertinente, and I think she is right. Montaigne decía…
Silvia se indignó y empezó a insultarnos y a llamarnos pedantes, como si de repente nos considerara aliados en un bloque común contra ella. Se puso a sacar libros viejos de una estantería y a tirarlos por el suelo y contra las paredes. Luego se dejó caer en una butaca y se tapó la cara con las manos.
—¡Libros, libros, qué peste!
Me acerqué y me senté en un brazo de la butaca, maldiciendo mi oficio. Le puse una mano sobre el hombro.
—Vamos, Silvia, no bebas más. ¿Qué tienen que ver los libros ahora?
—Pues tienen que ver mucho, tienen que ver todo, ya está. Y déjame —decía con un tono de rabieta infantil—. A mí no me vengas con citas de libros, eso a Raimundo, que por ahí es por donde le sorbes el seso tú a los hombres, por las citas de libros.
—Yo no he oído a ella citar ningún libro —volvió a intervenir el americano.
—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? —chilló Silvia.
—Creo que si permanezco en la estancia debo manifestar mis opiniones —repuso él con parsimonia y una punta de ironía.
Silvia le dijo de malos modos que se fuera a la cama, pero él se puso a rellenar su pipa sin hacerle caso. Yo estaba agotada y sin ganas de hacer esfuerzos por nadie. Había llegado a no poder soportar una prueba tan necia y a la conclusión de que discutir con Silvia era emprender una batalla perdida de antemano. Pero intuía también turbiamente que ella había disparado contra la línea de flotación de mi barco, mejor dicho del flamante navío de la doctora León. Me levanté.
—Mejor dejarlo, Silvia. Buenas noches. Estamos cansadas.
—No emplees el plural. Lo estarás tú. ¡Tú, tú! ¡Siempre tú!
—De acuerdo. Lo estoy yo. Harta, para ser más precisos. Porque no hay manera de hablar contigo, porque aburres a las ovejas. Una cosa es perder el hilo, y otra es no tenerlo y empeñarse en coser sin hilo.
—¿Lo dices en serio? ¿Qué hilo? —preguntó con voz súbitamente desfallecida—. Perdona, vamos a hablar bien. Ya te atiendo.
El profesor americano dijo que «perder el hilo» y «coser sin hilo» eran expresiones muy interesantes. Sacó un cuadernito para apuntarlas y se sirvió otra copa, aprovechando que Silvia lo hacía. La verdad es que sin copas se aguantaba difícilmente la situación.
—Me aburro, Silvia, lo siento. Esto es un zafarrancho.
—¡Zafarancho! ¡Zafarancho! —rió entusiasmado el profesor, sin dar paz al bolígrafo—. ¡Ésa sí que es buena palabra! La había olvidado. La usa Valle Inclán, I guess…
—¡Cállate, Norman, no seas pelma! —se enfadó Silvia—. Anda, Mariana, por favor, ponme un ejemplo. Te lo pido en buen plan, perdóname…
—¿Un ejemplo de qué?
—No sé…, de eso del hilo.
Me armé de paciencia, mientras me ponía a recoger libros del suelo.
—Por ejemplo, has dicho antes que lo mío es el strep-tease solitario. Eres tú quien lo ha dicho, ¿no?
—No me acuerdo. ¿Y qué?
—Pues que luego cuando yo te doy la razón, saltas con que estoy mintiendo.
—¿Entonces, estamos de acuerdo? —preguntó con voz insegura y mirada turbia—. ¿Es eso lo que quieres decir?
Yo asentí con desgana y en ese momento fue cuando noté que Norman me miraba de forma insistente. De la calle venían rumores de conversación y risas apagadas. Un niño tiró un petardo y asomó el rostro, encaramándose a la reja. Luego desapareció de un brinco. Lo envidié, como el preso que ve volar a un pájaro desde su celda. Se oyeron risas y un trotecillo de pasos alejándose. A Silvia se le había puesto una voz doliente. Se hundió en el fondo de su butaca.
—¿Tú y yo de acuerdo, así por las buenas? Lo dices para que me calle. Me das la razón como a los locos. Ella entiende mucho de locos, es su oficio, ¿sabes, Norman?
Al dirigirse al profesor americano, se dio cuenta de que no me quitaba los ojos de encima. Como yo no sabía en qué plan estaba con él ni cuáles eran sus propósitos, tuve miedo de que me montara un tiberio sobre mis posibles intenciones de conquista. Y me dirigí a la puerta, dispuesta a cortar por lo sano.
—Vamos a dejarlo, por favor, qué más da todo. Seguro además que a tu amigo estas cuestiones no le interesan nada.
—Me interesan mucho, por el contrario —aseguró él, imperturbable.
—No es mi amigo —intervino Silvia secamente—, le he dicho que si se quiere quedar a dormir, eso es todo. Tengo tanto sitio que puedo recoger a quien me dé la gana. ¡Amigo!, qué más quisiera yo. Venía diciendo que tenía un sueño horrible. Se debe haber espabilado.
Se acercó a mí en plan confidencial, y me abrazó junto a la puerta, tratando de retenerme. Estaba ya muy borracha. Pero era absurdo esperar que lo reconociera. Dijo algo entre dientes acerca de que, si me gustaba Norman, podíamos llegar a un acuerdo. Fingí ignorar la cuestión.
—En cambio a mí, me está entrando sueño, ya ves —dije en tono conciliador—. Mañana será otro día. Me subo. Buenas noches.
—Pero mañana no querrás verme. Has dicho que lo que te gusta es estar sola. ¿O lo he dicho yo? Por favor, no te vayas, Mariana.
Nos miramos, y su rostro se nubló con una expresión torva. El mío —lo pienso ahora— no debía emitir más que rechazo.
—¡Ni falta que nos haces! —exclamó—. ¡Vete de una vez! ¡No quiero verte!
Y se adentró en la habitación, tambaleándose. Fue a caer en los brazos de Norman, que en aquel momento estaba sentado en el sofá y se incorporó para recibirla.
—Ella no te quiere —decía Silvia con voz pastosa—. No quiere a nadie. Pero yo sí. Eres muy guapo, darling. Bésame.
De pronto me quedé mirando la habitación llena de cortinajes y de cuadros antiguos y sentí mucha tristeza. Me pareció que los tres seres que la ocupábamos éramos unos fantasmas anacrónicos equivocados de teatro. Acepté mi strep-tease solitario y comprendí que no tengo más refugio que el de la escritura. Silvia sabe mejor que nadie que siempre estamos solos, y mis intentos fallidos por hacerme entender eran la mejor prueba. Intentos que, por otra parte, habían ido perdiendo progresivamente su aleteo, como las mariposas gordas de noche que, mientras hablábamos, se metían por la reja a revolotear en torno a la lámpara y algunas caían al suelo como fulminadas por un ataque mortal. Aquella visión fugaz pero intensa es la que me he traído en la retina como símbolo de la segunda cárcel que en pocos días he rechazado.
Me escurrí a la habitación de arriba, hice mis maletas y esperé la madrugada, acechando los ruidos de la casa, hasta que cesaron. En algún momento reconocí la voz de Brígida y me pareció escuchar sus pasos por la escalera hasta la puerta de mi apartamento. Pero tenía la luz apagada y, si era ella —que no lo sé—, no se atrevió a entrar.
Pocas veces he esperado con mayor angustia un amanecer. Dejé una breve nota encima de la mesa con un poema de Pessoa; que a ti, Sofía, te gustaba mucho.
Hoy por la mañana salí muy temprano
por haber despertado aún más temprano
y no tener nada que me apeteciese hacer.
No sabía qué camino tomar,
pero el viento soplaba fuerte
y me empujaba de espaldas;
así que seguí ese camino.
Me alivió dar ese quiebro: confirmaba mi decisión, anticipaba el gozo de la escapatoria y además significaba un homenaje a tu pasión por la literatura portuguesa. Era como esquivar el aparente destinatario y sustituirlo por otro menos hostil.
Dejé las llaves encima de la nota junto a un ramo de jazmín. Era consciente de que a Silvia le iba a irritar, más todavía que el mensaje, el hecho de que le devolviera las llaves. Pero había decidido romper relaciones y necesitaba aquella rúbrica.
Abrí la puerta con todo sigilo y me deslicé de puntillas escalera abajo, hasta alcanzar el gran portal, que siempre chirría un poco. Y cuando salí, con mi maleta en la mano, no me atrevía a mirar para atrás. El miedo de que me persiguieran aceleró durante un tramo mi respiración, que poco a poco se fue serenando. Era aún casi de noche, y oyendo resonar mis pasos en la calle desierta, camino de la estación, me acordé de un cuadro de Remedios Varo que se titula «Rompiendo el círculo vicioso» y representa a una mujer que lleva dentro del pecho un bosque rodeado de alambradas. Nada me consuela tanto en este momento, Sofía, como pensar que puedas conocer ese cuadro.
De todo esto hace dos días, creo. O tal vez tres. Luego, si merece la pena, echaré las cuentas del tiempo y hablaré del hotel de playa, plagado de turistas alemanes y daneses, donde he venido a parar para seguir dándole coba a mi strep-tease solitario.
Y sin embargo, ahora que acaba de ponerse el sol, dejando sobre el mar como un rastro sangriento, y se inicia ese periplo espinoso por el callejón de la noche, en cuyos recodos siempre pueden estar acechándonos alimañas inesperadas, miro con envidia la silueta de dos jóvenes que vienen paseando descalzos y cogidos de la mano por el borde de la playa. El tiempo es para ellos un jardín encantado e infinito. De vez en cuando se detienen, se agachan a coger algo en la arena, corren cuando los alcanza la marea, se ríen y se abrazan. Luego continúan enlazados por la cintura. Andan muy despacio, a un ritmo acompasado e ingrávido. Inconfundible. Seguro que esta noche no van a separarse.
Acaba de encenderse la luz del faro que está en un promontorio a mano derecha. Termino mi gin-tonic y le pido la cuenta al camarero. Me mira. Sonríe. Esta vez ya estoy segura de que me ha reconocido.
—¿Qué ha sido del señorito Manolo? No ha vuelto por aquí.
Me esfuerzo por pensar que acaba de levantarse para ir a la barra a saludar a un amigo y que va a volver enseguida. Ya viene. Espero su roce en mi hombro. «¿Qué pasa, niña, nos vamos?». ¡Qué voz tenía! ¡Y qué manera de posar levemente sus dedos sobre el mundo entero de aquel instante, y de mirar de refilón, como si no estuviera mirando!
—Hace bastante que no sé nada de él. Ahora vive en América.
El camarero se echa a reír, mientras me devuelve el cambio.
—¿Y qué se le ha perdido tan lejos? Poco durará ése en América, ya lo verá usted, que lo conozco. Gaditano puro. Si le escribe, mándele recuerdos del Rafa.
—No crea que le escribo mucho.
—Pues eso está mal, que luego igual se lo pisa otra. Chaval más majo. Hacen ustedes muy buena pareja.
Me ha gustado que lo diga en presente. Sonrío, le doy las gracias y me levanto para irme. Y de repente se me clava en el costado la saeta envenenada de una ansiedad antigua que, en contra de todos mis esfuerzos por desactivarla, va a presidir —lo sé— mi insomnio de esta noche. Procuraré paliarla recurriendo al magnetófono. He traído la cinta que me grabó Manolo poco después de despedirnos y me mandó a Madrid. Recuerdo que tenía yo mucho trabajo por aquellos días y tardé en ponerla. Entonces no me hizo tanta impresión como ahora. Como los buenos vinos, gana con el tiempo. De todas maneras, casi nunca, por mucho que cierre los ojos, logro sentir esa voz como reciente y dirigida a mí en el mismo momento en que la escucho. Porque faltan el aliento, el gesto y la mirada.
Y aquí sí que vendrían a cuento mis apuntes sobre el erotismo, que ya empujan para ponerse en primer plano, ansiosos de romper diques y engrosar el caudal de esta carta, si es que puede llamarse así a un discurso que, al haber nacido destinado a desembocar en la carpeta azul, más bien se convierte en afluente del otro.
En el fondo, no se ama ni se habla ni se escribe para convencer a nadie de nada, sino para convencerse uno a sí mismo de que sigue en forma y aún puede permitirse acrobacias que pongan a prueba el cuerpo, la mente, y sobre todo la relación acompasada entre uno y otra. Milagroso equilibrio, como el de respirar, que parece tan fácil, ya ves tú.
Hace un par de semanas, cuando Raimundo estaba en la UVI con respiración asistida, pensé mucho en la poca importancia que le damos al ejercicio inadvertido, tenaz y preciso que se traen a diario los pulmones para alimentarnos de aire. Todo —el ritmo del cuerpo, la mirada, las ideas, los gestos y palabras— depende de esa oxigenación. Pero incluso en aquel momento, cuando lo estaba pensando angustiada, lo pensaba desde el privilegio de poder respirar yo. Y siempre es así. El hecho de que en este momento Raimundo, Silvia, Manolo o tú sigáis respirando se me plantea como una certeza abstracta, de la que no puedo gozar ni dar fe. Porque no me concierne. Si dijera lo contrario, mentiría.
Ya estoy en mi habitación del hotel, que tiene una terracita. He cenado simplemente un sandwich y un vaso de leche, y se ven muchas estrellas. Me sigo acordando furiosamente de Manolo Reina, que para ti, aun cuando decidiera mandarte esta carta tan descarnada, no sería más que un nombre. Porque a nuestra edad, Sofía, pocas cosas ni placenteras ni angustiosas se pueden realmente compartir. Y el amor, claro, menos que ninguna. Por eso le da tanto pasto a la literatura.
Te decía antes que mi patria es la escritura. Algún día te invitaré a visitarla. Como cuando de niñas nos leíamos nuestros respectivos diarios. Pero el gozo de inventarla y las fatigas para cultivarla son míos, sólo míos. Como sólo tuyas son también la decisión y la audacia precisas para crear un paisaje imaginario, el que hace crecer súbitamente un manzano en tu cuarto de baño para poder descansar a su sombra de los problemas de fontanería que te plantea la vecina del séptimo. Una sombra fugaz y anchurosa que sólo te refresca a ti cuando logras convocarla, aunque a mí me haga gracia lo surrealista de la escena. Pero no formo parte de ella.
Nos visitaremos, sí, algún día. Tú vendrás a mi país y yo al tuyo, y cada cual mirará el de la otra con ojos de extranjero, aunque consciente de que lo que reflejen será recogido ávidamente por los otros ojos al acecho. ¿Qué te ha parecido? Pues mira, tal o cual. El comentario puede ser largo y luego nos despediremos. Eso será todo. No quiero decir que vaya a ser desagradable visitarnos, ni mucho menos. Ya hemos hecho una prueba, y por lo menos la tuya (tu primera tanda de deberes, que releo mucho) ha supuesto un abono revitalizante para mi huerto seco y descuidado, porque de entonces acá no paro de podar y de rastrillar cada vez más a fondo, arrancando hierbajos.
Y te di las gracias, aunque no consigo recordar en qué términos. Es un hito que falta en mi carpeta azul y ahora lo echo de menos. Me refiero a mi primera carta, la única que eché al buzón. Supongo que a estas alturas ya la habrás recibido, y me complace pensar que haya podido dar pie a sucesivos envíos.
Pero si quieres que te sea sincera, en este momento mi interés por tus nuevos «deberes» no nace del altruismo. Simplemente, me muero de ganas de saber cómo respondes a lo que yo te decía para recuperarlo, porque se me ha borrado, aunque sé que descorché una botella de champán y que me sentía feliz. Mucho más que si te tuviera al lado, porque te estaba pensando a mi manera. Es decir, lo que necesito es que me devuelvas, reflejada en tus comentarios, la muestra de tierra que te envié. Lo espero como el resultado de una biopsia. Porque es muy posible que, oculta en algún repliegue del terreno, hayas descubierto —a ti no se te va una— la mala hierba de la mentira.
Lo comprobaré a mi vuelta a Madrid, que no sé cuándo tendrá lugar, a la vista de cómo se van sucediendo los humores dentro del alambique de mi alma, y teniendo además en cuenta el deterioro de mis relaciones con la doctora León.