Reconozco que no me gusta la realidad, que nunca me ha gustado. He cumplido con ella como Dios me ha dado a entender cuando no había manera de esquivar sus leyes, pero el texto de esas leyes —que además son tantas— no me entra. Lo retengo prendido con alfileres y de una vez para otra se me olvida. Voy de sobresalto en sobresalto, deshaciendo nudos confusos que entorpecen la labor, y siempre me queda la duda de si los habré deshecho bien o mal: no tengo ni idea.
Me pasaba igual con los exámenes de Matemáticas. Nunca me suspendieron en Matemáticas, y llegué a sacar dos notables, uno en quinto y otro en séptimo. Me parece increíble, pero resulta que es verdad. Verdad oficial. Hoy lo he visto escrito y sellado en azul en mi viejo libro escolar, que ha aparecido en el fondo de un cajón grande y revuelto donde estaba hurgando en busca de un papel —no sé cuál— que me había pedido Eduardo para no sé qué. Tengo una ligera idea de que podía ser amarillo y estar algo arrugado. ¿Pero y qué, aunque acertara? Ni aprendería nada nuevo ni me habría divertido. Es un jeroglífico de pacotilla y sin aliciente ninguno, de los muchos que nos equivocan y ponen parches al jeroglífico verdadero. Jeroglífico verdadero. Lo dije varias veces a media voz, deletreando la frase, inventando pausas que la deformaban, columpiándome en su vaivén. «Jero-glífi-co-ver-da-dero-jero». Siempre me ha gustado colgarme de las palabras, desde que era muy pequeña. Es un juego de cierto peligro, como agarrarse a una argolla que, a su vez, está colgada del vacío. Y por eso mismo apasiona.
Estaba sentada en la alfombra, delante del cajón abierto donde tal vez pudiera esconderse el papel amarillo, y me quedé mirando a la ventana mientras canturreaba la frase y la deshacía y la volvía a coger por la cola. Estaba atardeciendo. Pasaban unas nubes rosáceas que se movían sin sentir, que sin sentir mudaban el perfil, de consistencia y de color. Todas las formas que iban tomando, a cual más sugerente, eran cuchilladas de fugacidad que clamaban por ser descifradas. Desde siempre, desde el principio de los siglos; un texto variable e infinito como el de nuestros viajes interiores. Viajamos con las nubes que se disgregan y oscurecen, cambiamos con ellas sin darnos cuenta, a tenor de su frágil dibujo condenado a la agonía antes de que nadie lo haya entendido. En las nubes, y nunca en los papeles, está el jeroglífico verdadero.
Seguí buscando el papel, pero buscaba desganadamente, a contrapelo, sin fe de encontrar nada. Porque además, al abrir el cajón, se había desprendido el tirador, que tenía los tornillos flojos, me quedé con él en la mano. Y eso ya me avisó de que no sirve tirar de los asuntos que no interesan.
¡Pero son tantos, Dios mío! Proliferan por su cuenta, tenaces como la mala hierba, al margen del interés que despierten o dejen de despertar, eso es lo malo. Cada año, cada mes, cada día, un estrato más de papeles que me implican, que llevan mi nombre y a veces hasta mi firma, que de ésa sí que no me puedo desentender. ¿Tan larga ha sido mi vida, tantos papeles he podido criar? Certificados, recibos, notificaciones de bancos, requerimientos notariales, estados de cuentas, apelaciones, avales, recortes de periódico, radiografías, fes de bautismo, carnets caducados, escrituras de donación, seguros de vida, multas, contratos de inquilinato, libro de familia. Mal que me pese, son asuntos que tienen que ver conmigo; alguien me va a pedir cuenta de ellos más tarde o más temprano. Y ese día tendré que buscar el papel correspondiente, reconocerlo por su fisonomía. Me instarán a hacerlo de forma perentoria, sin andar preguntando si me repugna o no, como cuando te llaman para identificar a un muerto y no tienes más remedio que ir y levantar la sábana.
Ayer Eduardo, al pedirme este vago documento y ver la cara que yo ponía, tuvo el mal gusto de recordarme que de la repugnancia a los papeles administrativos arranca mi patología, ese encerramiento obsesivo en lo que el psiquiatra llamó hace algunos años «vivencias de irrealidad». Y aunque aludía a ello en pasado y poniendo gesto de quitarle importancia, esforzándose incluso por sonreír, su voz y su mirada tenían la misma dureza impaciente y autoritaria de cuando me dijo entonces (ya no me acuerdo cuándo fue): «Contigo, Sofía, hay que tomar una determinación. Espero que colabores».
Antes de toparme con el libro escolar, me estaba acordando precisamente de lo mal que lo pasé la primera vez que Eduardo me acompañó al psiquiatra, de las ganas de desaparecer que tenía. Y sólo de acordarme, ya se me volvían a presentar los mismos síntomas. Por dos veces, dejando de revolver el cajón, me pregunté, sentada allí en medio de la alfombra: «¿Qué hago yo en este sitio? ¿Qué quiere decir "yo"?». Y de verdad que todo me daba vueltas. Me empecé a asustar, porque la sensación de extrañeza se aceleró vertiginosamente, y me iba engordando por dentro del cerebro como un tumor maligno que dañaba a la memoria, al entendimiento y a la voluntad. Y me sorprendí repitiendo entre dientes, como si invocara a los dioses en un trance de sumo peligro: «memoria… entendimiento… voluntad» y no sabía quién era ni desde qué hora ni por qué estaba sentada encima de aquella alfombra. Solamente identificándola con la alfombra de Aladino conseguía un respiro a mi angustia, pensando que tenía que concentrarme si quería que se echara a volar. Y en esos tramos se recomponía el hilo de la voluntad. Porque sí quería. Era lo único que quería: salir volando por la ventana a surcar el cielo de mayo, antes de que se borrara el recado de las nubes.
En el libro escolar con tapas duras de color azul, hay pegada una foto de carnet. Seguro que esa niña de trenzas rubias y cara de interrogación en algún momento supo resolver problemas de Matemáticas; si no, no la habrían aprobado. Pero ella no entendía de números. Los números eran un mero dibujo inalterable y los nombres que los designaban no daban pie a la fantasía. Volví a mirar a la ventana y se empezó a recomponer el hilo de la memoria. Una niña rubia en clase de Matemáticas, y el profesor que dice: «Está usted en las nubes, señorita Montalvo».
A ella le gustaba inventar palabras y desmontar las que oía por primera vez, hacer combinaciones con las piezas resultantes, separar y poner juntas las que se repetían. Las palabras un poco largas eran como vestidos con corpiño, chaleco y falda, y se le podía poner el chaleco de una a la falda de otra con el mismo corpiño, o al revés, que fuera la falda lo que cambiase. Alternando la «f» y la «g» por ejemplo, salían diferentes modalidades de paz, de muerte, de santidad y de testimonio: pacificar y apaciguar, mortificar y amortiguar, santificar y santiguar, testificar y atestiguar; era un juego bastante divertido para hacerlo con diccionario. Algunos corpiños como «filo» que quería decir amistad y «logos» que quería decir palabra, abrigaban mucho y permitían variaciones muy interesantes. Ella un día los puso juntos y resultó un personaje francamente seductor: el filólogo o amigo de las palabras. Lo dibujó en un cuaderno tal como se lo imaginaba, con gafas color malva, un sombrero puntiagudo y en la mano un cazamariposas grande por donde entraban frases en espiral a las que pintó alas. Luego vino a saber que la palabra «filólogo» ya existía, que no la había inventado ella.
—Pero da igual, lo que ha hecho usted es entenderla y aplicársela —le dijo don Pedro Larroque, el profesor de Literatura—. No deje nunca el cazamariposas. Es uno de los entretenimientos más sanos: atrapar palabras y jugar con ellas.
O sea, que le daba alas. Y ella les daba alas a las palabras, porque era su amiga, y porque ser amigo de alguien es desearle que vuele. Dibujó otra versión del filólogo más detallada, y esta vez tenía trenzas rubias. A su espalda, un ángel de pelo escaso y nariz aguileña le estaba prendiendo en los hombros unas alas plateadas.
Al profesor de Matemáticas, en cambio, no le divertían nada estos juegos de palabras, le parecían una desatención a los problemas serios, una manipulación peligrosa del dos y dos son cuatro, una pérdida de tiempo. Cuando un buen día, sin más preámbulo, empezó a hablar de logaritmos, hubo en clase una interrupción inesperada y un tanto escandalosa. La niña del cazamariposas se había puesto de pie para preguntar si aquello, que oía por primera vez, podía significar una mezcla de palabra y ritmo. Las demás alumnas se quedaron con la boca abierta y el profesor se enfadó.
—No hace al caso, señorita Montalvo. Está usted siempre en las nubes —dijo con gesto severo—. Le traería más cuenta atender.
La niña rubia, que ya estaba empezando a pactar con la realidad y a enterarse de que las cosas que traen cuenta para unos no la traen para otros, se sentó sin decir nada más y apuntó en su cuaderno: «Logaritmo: palabra sin ritmo y sin alas. No trae cuenta».
La miro en la foto de carnet. Un sello morado, donde se lee con la tinta corrida: «Instituto Beatriz Galindo», le alcanza el hombro y emborrona el dibujo del jersey. Es bastante guapa. Pero ¿cómo se imaginaba los logaritmos? ¿Cómo se las arregló para lidiar con ellos sin saber lo que eran? No queda el menor rastro. Yo ahora, si digo «logaritmo», «guarismo», «raíz cuadrada» o «ecuación», veo bastoncitos grises y articulados que reptan por la alfombra como una procesión de gusanos. Y no se atreve uno a tocarlos. Unidades, decenas, centenas, millares, pi, tres-catorce-dieciséis. Dan grima. Se enredan unos con otros, se arremolinan en mi costado izquierdo (porque ya, vencida, me he tumbado en la alfombra), y los miro de reojo, llena de aprensión, avanzar camino abajo, sortear mi cintura, contornear mis piernas. Desplazarme tampoco puedo: estoy cercada. Descubro que hay otra procesión de gusanos, igualmente nutrida, que baja por la derecha más aprisa. Éstos son verdes y, al llegarme a los pies, dan la vuelta y confunden su caudal con el del bando gris. Bullen mezclados, se agrupan y conspiran, como genios del mal que son. Da la impresión de que pesan poco y de que si los soplara se dispersarían como una bandada de plumas. Pero es un error óptico. Pesan más que la alfombra, y entre todos impiden que levante el vuelo. No me dejan olvidar que están ahí. Tampoco el prisionero puede olvidar los barrotes de la cárcel.
Los gusanos verdes son las horas muertas, las horas podridas de mi vida entera, horas gastadas en sortear los escollos de la realidad para lograr aprobar materias que no me acuerdo de qué trataban, en las que ni siquiera me doy por examinada, a pesar de haber lidiado tanto con ellas. Porque lo único que sé de esas asignaturas es que siempre hay que estar haciéndoles frente como si fuera la primera vez, y el miedo a suspenderlas sigue siendo el mismo. Muy parecido, además, al miedo de haber perdido los papeles donde pudiera constar que se han aprobado. Se estudiaban para la nota. No eran optativas. Aprobado en hija de familia. Aprobado en noviazgo. Aprobado en economía doméstica. Aprobado en trato conyugal y en deberes para con la parentela política. Aprobado en partos. Aprobado en suavizar asperezas, en buscar un sitio para cada cosa y en poner a mal tiempo buena cara. Aprobado en maternidad activa, aunque esta asignatura, por ser la más difícil, está sometida a continua revisión. Tales materias, sobre todo la última, pueden llegar a ser apasionantes. Depende de cómo se tomen. Pero se parecen a los problemas de logaritmos en una cosa: en que de una vez para otra ya no se sabe cómo se resolvieron, ni por qué los tenía uno que resolver. Gusanera gris y gusanera verde de conocimientos borrosos, discutibles, agobiantes.
Entró Daría sin hacer ruido, como es su costumbre, y me llevé tal susto que se redobló el suyo. Pero su aparición provocó el contacto con alguien cuyo olor se reconoce, como cuando salimos de una pesadilla y unos ojos amigos nos están mirando. Se arrodilló y me pasó un brazo por los hombros.
—¿Pero qué hace usted aquí tirada en la alfombra? ¿Se encuentra mal? —me preguntó—. ¡Cuánto siento haberla asustado! Venía a decirle que si quería un té. ¿Qué le pasa? ¡Está usted temblando!
Hundí la cara en su hombro. Estábamos sentadas una junto a otra porque ella me había ayudado a incorporarme.
—Yo no sé lo que me pasa. Me encuentro mal, Daría. Debe ser un bajón de tensión.
—¿Ha bebido o algo?
Miró de reojo alrededor, pero no tan disimuladamente como para que yo no me diera cuenta de lo que buscaba ni ella de que me había dado cuenta. Seguí la dirección de sus ojos. No había a la vista ninguna botella. Daría tuvo un parpadeo nervioso.
—A ver, póngase de pie. Así. Respire hondo. No es nada.
La verdad es que no era nada. Podía andar perfectamente, no me mareaba ni notaba más que un poco de anquilosamiento, como cuando te has quedado dormido en una mala postura. Respiraba normalmente. Y encima de la alfombra, por entre los papeles esparcidos, no se veía moverse a ningún bicho ni gris ni verde.
—¿Le recojo esos papeles que tiene por el suelo? ¡Madre mía, cuántos papeles!
—No, por favor, déjelo ahora, Daría.
Pero ya se había inclinado, los estaba mirando y, al hacer el ademán de recogerlos, resucitaban los certificados, los recibos, las notificaciones de banco, los avales, las radiografías, las fes de bautismo, las multas, los carnets caducados. Y perdí los nervios. Creo que incluso me tapé la cara con las manos.
—¡Déjelo, le he dicho! ¡Déjelo! No lo quiero ver. ¡¡Déjelo!!
Sentí sus dedos en mi hombro, como quien ampara a un accidentado. Y su voz tenía un tono parecido al que se emplea para consolar a los niños.
—Bueno, vale, no se ponga así, mujer. Yo era para que no se pisaran. Espere, vamos a abrir la ventana, si le parece. Huele mucho a tabaco aquí.
La abrió y yo me senté en una butaca. No entraba frío. El sol acababa de ponerse y sobre el cielo palidecido se consumían los últimos tiznones del jeroglífico.
Daría se quedó frente a mí de pie, como esperando. Guardábamos silencio. Vi que miraba con suspicacia la cómoda de mi madre, que antes estaba apoyada en otra pared. ¿Pero cuándo? ¿Antes de qué? Llevo días sin escribir, sin atender al cuándo y al porqué de las cosas —¿cuántos días?—, y he perdido el hilo, eso es lo que me pasa. Viajé con los ojos de una pared a otra, como extraviada. Luego los alcé hacia Daría y vi que ponía un gesto de disgusto.
—La tiemblo cuando se pone usted a cambiar los muebles de sitio, se lo digo de verdad. Además, la cómoda de la difunta señora ahí estorba más el paso.
No le dije nada. También cuando empecé a ir al psiquiatra me había dado por acarrear muebles de un sitio a otro sin finalidad aparente. Seguro que Daría, al mirar la cómoda, se estaba acordando. Su capacidad para la asociación de ideas es sorprendente. Por de pronto, para volver a enhebrar con el motivo de su entrada en la habitación, me preguntó que si me apetecía un té. Sentí que se operaba un conato de restablecimiento.
—Se lo voy a traer con un bizcocho que acabo de hacer, porque es usted capaz de no haber comido. Yo llegué a las cuatro, y en la cocina, desde luego, restos de comida no había.
Miré por primera vez el reloj. Marcaba las siete. Yo a Daría no la había sentido entrar. Se lo dije.
—Claro, estaba usted dormida.
—¿Dormida? Es que a veces los días se hacen tan largos…
—Será a usted —dijo Daría—, a mí se me van en un vuelo.
—Pero no me conviene dormir de día, no me conviene nada. ¿Y desde cuándo estaría yo dormida?
Daría se encogió de hombros.
—¿Han comido ustedes fuera? —preguntó luego, como para ayudarme a atar cabos.
Ese plural me trajo la imagen de Eduardo con su pelo repeinado, con sus chaquetas italianas, con su perpetuo gesto de «estrés» y la rechacé como una mentira. Era un personaje que se había metido equivocadamente en la escena. ¿Salir a comer con él? No, no, qué cosa más aburrida. Menos mal que ya hace mucho que no me lo propone. ¿Y es normal que yo lo acepte con tanta frialdad? ¿Desde cuándo? ¿Cuándo empezó a traerme sin cuidado su existencia? Tengo que ir a ver a Mariana León. No a la amiga del instituto para preguntarle si recibió mi primera tanda de deberes, sino a la psiquiatra que trata a las señoras con chaleco de lentejuelas, a mujeres de ejecutivo con hijos problemáticos, a gente que se le va la cabeza por un raíl y la vida por otro. Tengo que ir a verla porque no me acuerdo de dónde he comido hoy ni sé qué papel buscaba hace un momento, porque me horrorizaría que me llamara mi marido para ir al cine, porque no entiendo mi conducta ni la controlo. Porque estoy de psiquiatra, en una palabra. Ahora no me lo tiene que descubrir Eduardo ni enterarse de que lo he descubierto yo. Le engañaré, los engañaré a todos. Yo me lo guiso y yo me lo como. Engañar es lo que más me apetece, llevar una doble vida. Yo elijo mi propio psiquiatra, porque me da la gana. Ya lo he elegido. Y nadie lo sabe. Es un secreto entre Mariana y yo, como cuando éramos pequeñas, ¡qué excitante!
—¡Ay, no se quede usted mirando así, que parece que le ha dado un pasmo! —se asustó Daría ante mi mutismo.
—Es que no me acuerdo de si he comido, ni de cuándo cambié la cómoda de sitio, ni de nada, Daría, ¡de nada! ¿Usted cree que es normal?
Daría se encogió de hombros con un gesto de resignación.
—Pues no, ¡no lo es! —recalqué yo con saña—. Lo mío es ya de preocupar, se lo digo en serio. Voy a tener que tomar una determinación.
—Venga, no empecemos. Lo que tiene que tomar, por de pronto, es un té —dijo ella, haciendo ademán de salir—. Y voy a preparárselo ahora mismo.
—Bueno, gracias. Póngale un poco de miel. Y cierre la puerta, por favor.
En cuanto salió, busqué mi agenda, que la tenía dentro del bolso. En la «L» junto a las señas de Mariana, había apuntado también su teléfono la tarde que la vi en la exposición. Marqué las siete cifras decididamente, con golpes enérgicos, y el corazón me latía muy fuerte. Pero la espera fue corta. Dos llamadas rematadas por un leve crujido.
«Le habla el contestador automático de la doctora León. Estaré fuera de Madrid durante algunos días. Para cualquier asunto relacionado con la consulta, diríjanse a la doctora Carreras, teléfono 5768527. Repito: 5768527. Si quieren dejarme algún recado de tipo personal, háganlo por favor después de oír la señal. Muchas gracias».
Apunté automáticamente el teléfono de la doctora Carreras, y luego, cuando sonó el pitido, estaba a punto de colgar. Pero reaccioné con ira:
—¡Chica, te digo la verdad, no sé cómo puedes tener clientela con esa voz de hielo! Ya me lo dijo el otro día una paciente tuya, que hablabas como desde el Olimpo. Tu mensaje no invita a nada y además es gramaticalmente incorrecto, porque parece que es el contestador el que se ha ido de viaje. Bueno, soy Sofía. Te mandé unos deberes, ¿los recibiste?, y luego he seguido escribiendo cosas en un cuaderno. Me estaba quedando bastante bonito, pero de pronto se me ha acabado el gas, no le veo sentido. Necesito que me vuelvas a mandar escribir, porque, si no, me parece que es una alucinación mía, que no te vi de verdad esa tarde, cuando lo de la liebre en el erial. Que, por cierto, no sé cuántos días hace, pierdo mucho la brújula del tiempo. No sé si lo que te digo te parecerá personal o de consulta. Igual te selecciona el género el propio contestador. Yo más bien lo catalogaría como relato a perdigonadas. Pero, bromas aparte, estoy bastante mal y quiero consultarte algunas cosas. Llámame cuando vuelvas de donde sea. Te quiero mucho y me encantó encontrarte. En el cóctel no me hablaste con voz de hielo. Adiós.
Las últimas palabras creo que ya no quedaron registradas, porque se cortó. Pero de pronto me había quedado tranquila. Existe Mariana León. No me la invento. Está de viaje, pero existe.
Cuando entró Daría con el té, la habitación había recuperado una fisonomía perfectamente reconocible, y además me aportaba datos de cronología reciente. La cómoda la cambié de sitio el jueves, que es cuando vino a visitarme Soledad; después de marcharse ella, porque la conversación que tuvimos me removió muchas cosas. Podría convertirse en un capítulo del cuaderno. Estuvimos hablando de la separación de sus padres y ese tema tiró de otros y dio pie a mis confidencias. Me quedó una excitación rara, como de borrachera. A Soledad desde que era niña le gustaba mucho oírme. Amelia se había marchado el día anterior. Salieron a relucir historias antiguas mías, y de Mariana, y de Guillermo, cosas que nunca había contado. Se nos hizo casi de noche. Cogí luego unos apuntes de la conversación y les puse fecha. Creo que es la última vez que he escrito algo. En el cuaderno no, en papeles sueltos. ¿Dónde los pondría? Es fatal lo de los papeles sueltos. «Los debería pasar a limpio —recuerdo que pensaba, mientras cambiaba la cómoda de sitio—. Todo consiste en seguir escribiendo despacito, puntada a puntada».
Daría me acercó una mesita a la butaca y puso en ella la bandeja con el té y el bizcocho. Me partió un trozo.
—¿Se puede saber en qué piensa?
—En unos papeles que no sé dónde habré metido. No tengo ni idea, y me hacen falta.
—¡Ay, déjese ahora de papeles! La van a comer los papeles. Tómese el té. Luego los busca.
—Bueno, pero siéntese un ratito conmigo. ¿O tiene usted prisa?
—Ya sabe usted que eso de la prisa es según y conforme se lo tome una —dijo, al tiempo que acercaba una silla y se sentaba enfrente de mí—. Yo las tareas ya las he acabado. Pero se nota que he faltado unos días, vaya que si se nota.
—Es verdad. Por cierto, ¿qué tal va usted del lumbago? Se me había olvidado preguntarle.
—Mejor. A partir de mañana le tengo que meter un limpión a fondo a la casa, porque mi Consuelo le da poco a la aspiradora y a la fregona. Y como usted no le dice nada. Ha nacido para escurrir el bulto. Si le hubieran echado en la vida tantos como a mí. Sólo le daba la cuarta parte de lo que yo pasé estando preso mi Elías. Pero es tontería hablarle a la juventud de la guerra civil nuestra, que ellos qué tienen que ver con esa historia, es lo que te dicen, que allá penas.
La voz de Daría me traía a un mundo confortable, de hilo, de pausa, de sentido común. El bizcocho mojado en el té estaba muy bueno.
—No sé cómo la aguanta usted —continuó—. Yo se lo digo siempre: «Anda, que como te hubieras topado con una señora que no fuera ésa». Y los chicos igual, han salido a usted en la conformidad con todo. Hasta se pasan, la verdad. La propia Consuelo se harta de decirlo, que está por una vez que le pidan una cosa de malas maneras. Ni de buenas. Que no le piden nada, vamos, es lo que saco en consecuencia. Así que, conociéndola a ella, como no le pidan nada y haga sólo lo que le dé la gana, bonito debe estar el famoso refugio ése, ¡si la difunta señora levantara la cabeza…!
Yo estaba sorbiendo el té. Daría siempre suministra datos de fiar para tomar tierra.
—A la Consuelo se lo tengo dicho, no crea usted que no, yo por el refugio no aparezco como no sea por causa de fuerza mayor. Me bastó con una vez que estuve. Buena gana de sufrir. Porque lo que es también Encarna y Lorencito, ésos buenos son desde niños para obedecer ni para recoger nada. Y sus amigos igual. A don Eduardo esos amigos le gustan poco, ¿verdad?
—Tampoco a ellos le gustan los suyos.
—Ya. Se entienden mal. Acuérdese las broncas, la última temporada que pasaron aquí, particularmente antes de morir la abuela. Era decir el padre blanco y ellos negro, y como no estaba usted para parar los golpes… ¡Qué verano me dieron! No me quiero acordar.
—¿A qué verano se refiere?
—Cuando se fue usted a Londres a recoger a Amelia y a su amiga. Que, por cierto, más viajes de ésos debía usted hacer, porque vino como nueva. Claro que le duró poco… ¿Qué ha sido de aquella chica tan mona? Soledad se llamaba, ¿no?
—Sí. Ha estado aquí el otro día. Sus padres se separan.
—Vaya, nunca es tarde si la dicha es buena. A ver si cunde el ejemplo. Yo lo veo bien. Lo que es teniendo dinero, buena gana de aguantar toda la vida una cosa que no te gusta. ¿Pero qué le pasa? ¿Se vuelve a marear?
Negué con los ojos cerrados, pero todo me daba vueltas.
—Como cierra los ojos. Si quiere, la dejo sola.
—No, no… Es que quiero acordarme de las cosas, de cuándo pasaron, de cómo pasaron, de la relación que tiene lo de antes con lo de ahora, y la vida de los demás con la mía, porque todo tiene que ver, de eso estoy segura… Es como tratar de deshacer los nudos de un ovillo enredado con otros, con miles de ovillos… Y me vuelvo loca. Daría, no sé por dónde empezar, no me concentro.
—¿Y para qué se va a concentrar? También son ganas de montarse la cabeza. Eso, ni siendo Dios. Ni Dios mismo se debe concentrar, tal como está el mundo, y él, el pobre, ya tan viejo que lo mirará y no será capaz de reconocerlo. Dirá: ¿Pero en eso se ha convertido aquella ocurrencia mía de «a mi imagen y semejanza»? Pues menuda la formé. Y una de dos, o reconoce que se equivocó, o se tendrá que echar una siesta. Parece que le gusta el bizcocho. Ha salido esponjoso, ¿verdad?
—Sí, está riquísimo.
—Pues mejor cuando se enfríe del todo.
—Pero, Daría, dígame una cosa… ¿Cuándo me empezaron a tratar a mí de los nervios? ¿Fue ese año que estuve en Inglaterra?
—¡Y dale! ¡Qué más dará! Lo pasao, pasao.
—No, por favor, usted se tiene que acordar, porque se acuerda de todo. Fue ese año, ¿verdad?
—Pues sí, el ochenta. Después del verano. A poco de mudarse los chicos al piso que les dejó la abuela. Ella murió en septiembre, Dios la tenga en su gloria. Y ellos, nada, a los pocos meses se mudaron allí. En Navidad, creo. Yo no sé si fue malo o bueno que heredaran a la abuela tan jóvenes.
—Yo tampoco lo sé, no sé nada… Y sin embargo, algo ha salido mal por mi culpa. Ahora me acuerdo de que fue al volver de Londres cuando lo vi claro.
—¿Qué es lo que vio claro?
—Pues que Encarna y Lorenzo no aceptan la realidad tal como es, que no quieren parecerse a su padre en nada. Y que yo tengo la culpa. De eso hablaba con el psiquiatra. Los comprendo, no les doy alas pero los comprendo. No lo puedo remediar.
—Pues yo a mi Consuelo ni la comprendo ni la doy alas. Y ha salido igual de respondona con el padre que los de usted. Hasta le llama carroza en su cara. Un dolor. Anda, que si yo le llego a hablar a mi padre así, menuda torta me mete. Conque déjese de culpas, con los chicos de hoy en día nunca se acierta. ¿Y Lorenzo qué pasa? ¿No se decide a ganarse la vida en serio? También don Eduardo le podía ayudar, con la de conocimientos que tiene ahora.
—Si es que no hay manera, Daría, cuanto mejor le va al padre en los negocios y a más gente influyente trata, más desprecian ellos el dinero.
—Jolines, porque lo tienen.
—De lo de la abuela, poco les debe quedar.
—Claro, a base de malrotarlo desde el principio. Tampoco fue consideración, no me diga, vender por cuatro perras los muebles tan buenos de la difunta señora, que parecía que les quemaba tenerlos. Menos mal que muchos se los llevó Santi. Pero también en América, tan lejos… A usted aquello la trastornó bastante.
—No crea, a mí también me quemaba tenerlos, no le tengo apego a lo viejo. A mí lo que me trastorna, Daría, es tener que decidir. Tomar partido. Aconsejar. Dar la razón a unos y quitársela a otros, verme implicada en la vida y destinos de los demás. Por allegados que sean. ¡Eso es lo que me trastorna! Por irse, pues que se fueran, pero yo no podía estar dentro de ellos, y dentro de mi hermano y dentro de mi marido, cada cual con su guerra, ¡uf!
—Bueno, pero no se excite. ¿Para qué coños se me habrá ocurrido a mí mentar el refu?
—¿Qué pintaba yo en todo aquello? Y todos esperando que yo me pronunciara, que dijera algo, todos discutiendo. Me daba todo igual, vender, comprar, repartir, hipotecar, no iba conmigo. Ni siquiera, fíjese lo que le voy a decir, ni siquiera la muerte de mi madre iba conmigo. Habría sonado como una monstruosidad decirlo entonces, por eso no lo dije, pero lo sentía así.
—Nunca la quiso mucho.
—No. Y me reconcomía. Y me sentía culpable.
—¡Ay, Señor, dichosas culpas! Culpa la del que creara el mundo, ya se lo he dicho antes.
—Había sido un viaje maravilloso el de Inglaterra. Y fue como aterrizar en el infierno. No he vuelto a salir de él.
—Vamos, tampoco exagere.
Me quedé mirando a la ventana. ¿Cuántos días hace que he dejado de escribir? ¿Y por qué? Escribir me sacaba del infierno. Tengo que encontrar los apuntes de la tarde que vino Soledad. Seguro que hay datos clave. Daría se había puesto de pie. Noté que, mientras recogía la bandeja de la merienda, volvía a mirarme, como si me espiara.
—Pues la Consuelo me ha dicho que estaba usted muy bien estos días de atrás, que parecía que la habían quitado años de encima, todo el rato cantando y haciendo bromas. Llegó a decir, ya sabe cómo es ella, que si no tendría usted por ahí algún amorío, y yo le contesté: «Pues hija, ¡ojalá!», me salió del alma. Y es la verdad, haría usted más que bien. ¿No buscan ellos fuera de casa?
—A mí esas cosas ya no me interesan, Daría.
—¡Claro, a base de abstinencia! Lo mío es al revés, que yo a mi marido me lo tengo que quitar de encima a manotadas. Ya ve usted estos días, baldada con el lumbago como estaba, pues nada, le da igual. Hasta decía el condenao que le gustaba el olor del spray ése que me mandó el médico. ¡Vaya, mujer, menos mal que se ríe! Yo no he visto a nadie que le cambie la cara en medio minuto tanto como a usted. No se da cuenta. Es un caso.
—Sí, Soledad también me lo dice.
Me puse de pie. Me acababa de acordar dónde había puesto los apuntes que tomé el día que vino a verme Soledad: dentro de una novela de Patricia Highsmith que estaba leyendo. Con eso, algunas cartas viejas y trozos del diario de mi viaje a Inglaterra, se puede hacer un collage que me ayude a enterarme un poco mejor de lo que significó Guillermo para mí. Le pasé a Daría un brazo por los hombros.
—Sí, son rachas. De pronto me encuentro muy bien. Y con ánimos. El alma humana se parece a las nubes. No hay quien la coja quieta en la misma postura.
—Pues hija, si ya lo sabe, déjela a su aire y no se ande inventando cepos para cazarla. ¡Qué vicio!
—Es un vicio, tiene razón. A ver si aprendo.
—Y ya le digo, nada de infiernos ni de culpas. Las mujeres para pasarlo bien en la cama estamos en la mejor edad rondando los cincuenta, que ya no anda una con miedos de nada. Mi marido será todo lo bestia que usted quiera, que burro es muy burro el Elías, pero eso por lo menos lo comprende. Y si el suyo no lo entiende, pues búsquese otro por ahí y santas pascuas.
Me eché a reír.
—Tampoco es tan fácil, compréndalo, Daría. Hombres, lo que se dicen hombres, quedan pocos.
—Ahí le doy la razón. Bueno, y me voy, si no manda otra cosa, que se ha hecho algo tarde.
Le di las gracias por su compañía y ella me recomendó que no me quedara tantas horas encerrada sola en casa, que saliera algo más.
Al poco rato, cuando, ya con la chaqueta puesta, asomó la cabeza para despedirse, acababa de encontrar Mar de fondo, la novela de Patricia Highsmith. Los papeles estaban dentro. «Contar lo de Guillermo como se lo hubiera contado esta tarde a Soledad —leí—. En plan novela. Como si todo lo que pasó le hubiera pasado a otra persona. Con el humor y la distancia que él me aconsejaba cultivar siempre para sobrevivir».
—¿Eran esos papeles los que buscaba? —preguntó Daría.
—Sí. Gracias.
—¿Ve como todo acaba por aparecer…? Ah, hablando de papeles, se me olvidaba. Tiene usted una carta certificada. Muy gorda.
Levanté los ojos del nombre de Guillermo.
—¿Una carta? ¿Dónde? —pregunté con el corazón alborotado.
—En la bandeja de la entrada. Vino antes. Como estaba usted dormida, firmé yo el recibí. ¿Se la traigo?
—No hace falta. Ahora iré yo.
Hacía esfuerzos por hablar normal.
—Pues hasta mañana.
—Adiós, Daría.
Esperé a oír cerrarse la puerta de la calle para salir corriendo al vestíbulo a recoger la que ya sabía, antes de verla, que era la primera carta de Mariana León después de tantos años.