Puerto Real, 11 de mayo
Querida Sofía:
Sabía que me iba a pasar esto que me está pasando, pero no creí que tan pronto. No aguanto la soledad, no la aguanto, me da miedo. La casa de Silvia se me cae encima y cuando salgo de ella, a pesar del buen tiempo que hace y de que me doy paseos por el pueblo y las afueras, no soy capaz de encontrar aventura en nada ni de comunicarme con la primavera, con la naturaleza ni con las personas. Y eso que aquí la gente es muy simpática y está deseando pegar la hebra. Entras en un bar o en un chiringuito cualquiera, te ponen una tapa de sepia a la plancha o de pescado frito, y al poco rato notas que podrías sentirte como en casa y que además nadie te va a hacer una pregunta indiscreta, que te miran simplemente como lo que eres en ese momento, una mujer de media edad que está allí en la barra igual que ellos, no importa de dónde venga ni la vida que lleve a las espaldas. La culpa es mía, y eso es lo que me da rabia. Es como si tuviera echado el cerrojo a la puerta por donde quieren entrar las palabras y los gestos de los demás a despertarme curiosidad, a darme un poco de calor.
Decir que echo de menos Madrid y la vida que podría estar llevando ahí ahora sería una de esas medias verdades erizadas de pinchos que no se atreve uno ni a coger ni a dejar. Lo único bastante seguro es que sonaría mucho el teléfono, que no pararía de mirar la agenda y que no tendría tiempo de quedarme a solas conmigo misma ni de preguntarme por qué no me aguanto. Me dedicaría a darles recetas sobre cómo aguantarse a sí mismos a los enfermos que vienen a mi consulta aquejados de esta incapacidad. He escrito muchas páginas acerca del asunto y es una lección que ya me sé, que amplío continuamente con citas de otras publicaciones y que recito sin tropiezos. La piedra de toque está en aprender a enfrentarse cara a cara con el tiempo libre, a torearlo con los pies bien quietos, en vez de dar la espantada ante él. Estos símiles taurinos los uso bastante, porque entre mis clientes abundan los aficionados a la fiesta nacional, pero echo también mano de otro tipo de metáforas, tengo un repertorio bastante variado. Si me quisiera lucir ante ti, me bastaría con espigar de él las frases más brillantes y desplegarlas, como acostumbro hacer, a modo de coraza detrás de la cual me escudo. No siempre lo hago con la convicción necesaria, y algunos de mis pacientes —casi siempre mujeres, en este caso— se dan cuenta de que es una coraza, me lo digan o no. Lo noto por cómo me miran, y ahí es donde patino.
Ayer, sin ir más lejos, hablé por teléfono con la dueña de esta casa, mi amiga Silvia, que ahora está en una finca que tiene en Carmona, porque se ha hundido parte del tejado, una tormenta ha arrancado árboles y no sé cuántos estragos más. Era a última hora de la tarde, la pillé en un momento de euforia y su voz me sonaba un poco a hueco porque la sentía motivada por los vapores del alcohol. Pero estoy tan maleada por mi postura ventajista de detectar mentiras ajenas, que hasta después de un rato no comprendí que era ella, desde su inteligencia potenciada por la bebida, quien estaba penetrando toda mi desazón y pretendía echarme un cable. Era a ella a quien mi llamada le había sonado a hueco desde el principio.
Pero, hablando de principios, ¡qué mal te lo estoy contando todo, Sofía! A ver si empiezo mejor. Me doy cuenta de que todavía no he abierto una sola ranura, en lo que va de carta, para que puedas meter tu ojo de charol y hacerte una idea de cómo es el sitio donde estoy. Es como si te estuviera oyendo decir: «Oye, no; o no me escribes o hay que ajustarse a las reglas del juego epistolar, chapuzas no vale». Pues sí, mi buen Per Abat, tus reglas de oro. Puede que una vez más esto de las reglas me ayude a frenar tanto desarreglo, tanto desmoronamiento como se está produciendo en mi edificio interior, que ya no sé si viene sólo de las tejas o de los cimientos mismos. Si se tambalea la historia es porque no me pongo a ordenarla dentro del marco de su decoración.
Empezaremos por los espejos. En esta casa hay muchos espejos, demasiados. Las otras veces que había venido no me había fijado tanto. Debe ser que estaba yo en un estado de ánimo diferente y por eso no me desasosegaban. Y lo peor es que son solemnes, casi trágicos, y que me salen al paso (o voy yo hacia ellos como atraída por un imán) justamente cuando ver mi imagen es igual que sentir una cuchillada por la espalda, cuando la lucha que me traigo entablada entre aceptarme a mí misma y huir de mí está alcanzando sus cotas más álgidas, de tensión irresistible. No falla. En momentos así, precisamente en ésos, resulta que se me aparece el espejo o que estaba parada delante de él hacía un rato y no me había dado cuenta. Hay cuatro de cuerpo entero, pero el que más me pasa la factura es uno con marco de madera negra labrada, rematado en lo alto por una alegoría de la muerte; que también se necesita imaginación barroca por parte del anónimo maestro carpintero que inventara, sabe Dios cuándo, una ornamentación así. En ése, claro, ya me había fijado otras veces, porque es demasiado aparatoso como para no fijarse, pero bueno, de eso que dices «Madre mía, si lo pillara Visconti», y ya decir tal cosa es como estarlo viendo en una película de Visconti y no incorporado al guión de tu propia película, que se rueda en ese momento aunque no haya cámaras; es una forma de echarle literatura a lo que ya es de por sí pura literatura. Lo tienen en el salón de abajo, una habitación enorme empapelada en rojo y oro, con chimenea de mármol verdoso, cortinajes de terciopelo y mucho sillón con borlas y mucho cuadro de firma representando a antepasados de Silvia y mucho olor a cerrado.
Yo lo que no entiendo es por qué tengo tanta querencia a bajar a ese salón y a pasearme por él, si cuando agarro el picaporte y empujo la puerta siempre me da miedo. Y ya no te digo nada si es después de haber caído el sol y está a oscuras, porque entonces hay que dar la luz buscando a tientas el interruptor dorado, panzudo y con estrías colocado un poco alto a la izquierda de la entrada. Te juro que cuando subo la mano palpando por la pared para encontrarlo y me topo con el desconchado que hay debajo, me falta poco para dar un grito. Tendríamos que ponernos a tirar de Freud para entender por qué entro yo tanto en ese recinto, furtivamente y casi en contra de mi voluntad, como cediendo a la fuerza de un embrujo. Pero bueno, a quién se lo voy a decir, ¿verdad?
La tentación del cuarto cerrado, que ya aparecía en algunos cuentos de hadas y en tantos otros inventados por ti, te resultará más patente cuando te diga que yo no vivo en esta parte de abajo (que vamos a llamar, si te parece, la de los espejos), sino en uno de los apartamentos comunicados con ella por una escalera de caracol que arranca del vestíbulo. Yo habito el de la izquierda, con su entrada independiente que da a un living amplio y decorado de lo más moderno, su cocinita, su baño y su alcoba con hilo musical. Es subir la escalera y franquear siglo y medio en unos minutos, como en las películas de ciencia ficción. Estos dos apartamentos de arriba, que Silvia, en uno de sus raptos de entusiasmo pasajero, proyectó para que pudieran venir a Puerto Real sus amigos y sentirse a gusto, no han estado totalmente rematados hasta hace poco. Bueno, no te lo puedes ni imaginar. Ha sido una obra de romanos. No tanto por lo que haya costado en sí, aunque supongo que también, sino porque, como todas las que inventa Silvia desde que la conozco, se ha visto fatalmente condicionada por la mudanza de sus humores.
Fue la primera reforma de envergadura en la que se metió después de morir su padre, y al poco tiempo de emprenderla le entró una depresión tan horrible que ni atendía a los operarios ni quería saber nada de nadie. La criada no acertaba a decidir, y se quedaron los ladrillos, los tablones, los sacos y los bidés amontonados de mala manera durante varios meses en la escalera, al fondo del pasillo y en un patio precioso que luego hubo que reformar también porque se le habían roto azulejos de tanto obturarlo con material de derribo y aquella cantidad de muebles y aparatos modernos que había encargado Silvia para la parte de arriba y que no paraban de llegar. Total, que parecía la casa un cuartel robado. Y ella metida en la cama del dormitorio grande de abajo, donde había muerto su padre, sin mover ceja ni oreja, agarrada a la botella, así un día y otro día. De vez en cuando, sacaba una mano de las sábanas para firmar cheques en blanco. Era su única actividad. Fue cuando yo empecé a tratarla. De esto hace tres años. Aquí ya se acaba el marco y da comienzo la historia.
Era verano y estaba yo pasando unas vacaciones en Cádiz, mitad de placer y mitad de retiro. Por cierto, lo que son las cosas, que el propósito de mi retiro era empezar a redactar un ensayo bastante ambicioso sobre el erotismo, que he continuado a trancas y barrancas, que tengo muy avanzado y que traía precisamente la idea de rematar aquí estos días. (Una idea, ésa es la verdad, amañada sobre la marcha, según hacía la maleta, para darle algunos visos de lógica a este viaje descabellado). O sea que las fichas y los libros que me llevé al Hotel Atlántico de Cádiz aquel verano son más o menos los mismos que tengo ahora encima de la mesa y que he apartado con aburrimiento para ponerme a escribirte, en vista de que en el otro asunto no doy chispas. Y es que, desengáñate, Sofía, para lidiar con el erotismo, aunque se trate de una lidia a base de fichas, tiene que sentirse uno congraciado con la vida.
Y yo entonces lo estaba; el cuerpo había salido por sus fueros y se había alzado con el estandarte de la victoria, pero pactando con el alma, no llevándola prisionera con cadenas a su campamento. Esta frase del cuerpo pactando con el alma se me ocurrió tal cual, y la escribí en una ficha que pinché en la pared, como hacías tú en época de exámenes con las citas que podían darte ánimos, o sea que te copié, igual que tantas veces. Y me reía yo sola pensando que a ti quizá te habría gustado añadir un collage del cuerpo con alas y una bandera entre nubes, llevando de la mano al alma vestida de normal, puede que hasta comiéndose un bocadillo. Pero, como a mí esas cosas no se me dan, me limité a pegarle con celo una rosa roja —mandada por un chico, claro—, que se fue secando en aquella pared a lo largo de un mes, todavía la guardo. Y también pensaba, al volver al hotel, las noches que volvía, que cuánto te extrañaría a ti que tuviera una rosa pegada en la pared y la mirara envejecer como cuando se quitan las hojas del calendario. Me acordé muchas veces de ti ese verano —el que viene ahora hará tres— y hasta empecé varias cartas que ya desde el principio sabía que no iba a mandarte. En fin, que era muy feliz. Estaba viviendo un amor de epifanía, de los que surgen como liebre en el erial, te aportan una esperanza provisional de resurrección y consiguen dar un mentís a los espejos más despiadados. Era un pintor gaditano bastante más joven que yo, lo había conocido casualmente allí, en una exposición de sus acuarelas. De esas veces que estás dando un paseo solitario y gustoso por una ciudad que no es la tuya, anochece, hay niños jugando en una plaza, no has hablado con nadie en todo el día y de pronto ves gente en un sitio y barullo, y dices: «Voy a entrar ahí». Me llamaron la atención las acuarelas ya desde fuera, eran muy románticas, de barcos. Pero bueno, esta historia vamos a dejarla aparcada por ahora. Sólo te digo que aquel verano, que todavía recuerdo como nimbado de chispitas brillantes, además de embellecida, me encontraba muy lista y se me ocurrían continuamente ideas para organizar el ensayo éste sobre el erotismo, que ahora, en cambio, me pesa como un plomo.
Una tarde, cuando estaba apuntando cosas en la terracita, de cara al mar, me pasaron una llamada a la habitación. Era Raimundo desde Madrid. Estaba muy preocupado por una amiga suya de Puerto Real, que se había quedado huérfana de padre a primeros de año. Siempre hace lo mismo, se pone a hablar de lo que a él le interesa sin preguntarte siquiera cómo te encuentras tú, qué humor tienes o si estás ocupada. Yo por entonces lo veía muy de tarde en tarde, pero nos habíamos encontrado poco antes de mi viaje cenando en el Hispano y mencioné mis planes de veraneo en plan retiro, unos actores que estaban con él en la mesa comentaron que era mala época para Cádiz por lo del Trofeo Carranza, pero yo ya tenía reservada habitación, fue cuando salió a relucir lo del Hotel Atlántico, y Raimundo quiso enterarse de si tenía amistades allí, le encanta tenerme controlada.
Le escuchaba mirando la rosa, muy reciente entonces, y le dije que no se alargara mucho, que estaba esperando otra llamada. Pero la verdad es que empezaba a intrigarme aquella familia de la que me estaba hablando. Era como cuando te pones a leer una novela sin demasiadas ganas, pero al cabo de un rato no la puedes soltar. El padre de Silvia era un marqués viudo con veleidades intelectuales, bastante conocido en algunos círculos de Madrid, adonde viajaba con frecuencia, acompañado siempre de su única hija soltera. Tenían reservada permanentemente una suite en el Palace. Don Armando —que así se llamaba— conservó hasta edad bastante avanzada una fama de seductor indiscutible. Había sido muy amigo de la madre de Raimundo, con la que tuvo un romance en años de juventud. Un hermano de Silvia, débil de carácter el pobre Félix, murió de accidente de coche sin dejar descendencia y la viuda, una tal Mari Luz, se había vuelto a casar con un industrial muy rico, de tal manera que ahora la herencia del marqués recaía toda en Silvia. Una fortuna incalculable en fincas. Pero ella no lo iba a poder soportar. La simbiosis con el padre había sido demasiado fuerte. Silvia le llevaba todas las cuentas, le pasaba a máquina unos poemas muy largos inspirados en Las soledades de Góngora, asistían siempre juntos a conciertos, fiestas y teatros, cuando viajaban compartían la misma habitación y corría incluso sotto voce una leyenda que les atribuía relaciones incestuosas. Ahora ella estaba enferma.
—¿Qué le pasa? —le pregunté yo.
—Mari Luz, que es la que me ha llamado para contármelo, no se sabe explicar bien. Bueno, no me extraña, es poco objetiva y carga las tintas, porque a Silvia nunca la ha querido bien, la típica relación de cuñadas, ya sabes. Pero un cuadro feo, de todas maneras. Yo me lo temía. Lleva un mes metida en la cama a oscuras, y el médico dice que no tiene nada. Creo que lo que necesita es un psiquiatra.
Me pidió que fuera a verla, ya que estaba tan cerca, aprovechando la coyuntura de que existía, además, un pretexto muy verosímil para la visita.
—Tú nada, tú llegas y te presentas allí como si no supieras nada. Le dices que estás de paso en Puerto Real, que eres amiga mía y que hace tiempo que tienes ganas de conocerla porque yo te he hablado mucho de ella y te he dicho que os podéis caer mutuamente bien. Y es que además te aseguro que lo creo de verdad.
—Pero bueno, Raimundo —le interrumpí—, si lo creyeras de verdad, me habrías hablado de ella alguna vez, ¿no? Es la primera noticia que tengo de semejante personaje.
—Seguro que te he hablado de ella alguna vez y no te acuerdas.
—Que no, Raimundo. Para bien o para mal, me acuerdo perfectamente de las cosas que me cuentas.
—Bien, Mariana, ¡y qué más da! No te conviertas siempre en un fichero. Lo que te digo es que no te vas a arrepentir de conocerla, aparte de que la puedas ayudar. Silvia es maravillosa, no sabes cómo canta, cómo imita a la gente, la capacidad que tiene para entregarse a sus amigos. Todo el mundo creía que se iba a liberar de un peso al morir su padre, pero, claro, quizá la ha pillado un poco mayor. Y lo curioso es que yo la vi en febrero, poco después de los funerales, y estaba muy bien, llena de proyectos. Hasta demasiado eufórica, tanto que me preocupó. En fin. Tú misma juzgarás qué es lo que le pasa, que para eso tienes mucho ojo clínico. Tú simplemente entras y le dices…
—Pero por favor, Raimundo, no me teledirijas —protesté—. Ya veré yo lo que le digo y lo que no. Date cuenta de que todavía no he decidido ir a verla. Si está así en ese plan, lo más probable es que ni siquiera me reciba.
—Te recibirá seguro en cuanto sepa que eres amiga mía. Será para ella como si le entrara por la ventana un rayo de luz. Siempre ha estado un poco enamorada de mí, desde que éramos chicos.
—¡Vaya, hombre! ¿Y por qué no vas a verla tú y me dejas terminar en paz mis vacaciones?
—No empieces a ponerte antipática, Mariana. Sería contraproducente. A mí me tiene demasiado visto.
Ahí sentí la primera punzada de celos, te lo confieso, y se empezó a perfilar una curiosidad morbosa —que no ha hecho más que intensificarse— por asomarme a los secretos del alma de aquella mujer. Yo hasta entonces había creído ser la mejor amiga de Raimundo, posiblemente la única, y la irrupción de aquel personaje femenino me desconcertaba. Siempre he sido un poco impaciente como lectora de novelas, recordarás que soy de las que tienden a saltarse páginas, cosa que tú me afeabas mucho, bien es verdad que con los años he procurado rectificar este defecto.
—¿Tan visto te tiene? —le pregunté a Raimundo.
En la voz de él noté que había registrado la alteración de la mía. Me conoce demasiado.
—Bueno, es un decir. No me he acostado con ella, si es eso lo que me quieres preguntar.
—¿De dónde sacas que te quiero preguntar eso?
—Está bien, perdona, no vamos a discutir. Te lo he dicho por si te interesa, porque me ha parecido que tenías prisa por saltar capítulos. Me refería a que en estos casos da más resultado un extraño, y mejor todavía si tiene costumbre de tratar con desequilibrados. Pero además, Mariana, no me digas que Silvia no te está picando ya la curiosidad.
No sabía él hasta qué punto me la estaba picando. Pero a aquello no le contesté. Me puse en plan profesional y le prometí acercarme a Puerto Real al día siguiente. Entonces fue cuando me dio las señas de Silvia y escuché por primera vez el nombre de la calle de la Amargura.
—¿A que parece de novela? —me dijo.
—Pues sí, un poco de novela sí parece. Pero sabrás que yo vivo ahora mi propia novela. ¡Dios mío, las nueve! Te dejo. Me está esperando en el callejón del Tinte Manolo Reina, un gaditano muy guapo. Siempre está allí a partir de las ocho, por si voy. Y hoy me apetece ir.
Se echó a reír y me sentó fatal.
—¡No me digas que tienes un novio que se llama Manolo Reina, por favor! Si parece de copla de posguerra.
—¡Qué más quisieras que echártelo a la cara!
Me dio rabia habérselo mencionado siquiera, y más entrar en aquella dialéctica emulativa que a él tanto le divertía. Le colgué en cuanto pude, pero ya me había dejado mal sabor de boca.
A Manolo, que efectivamente me estaba esperando en un café del callejón del Tinte, no le conté nada de todo aquello, porque lo sentía como un asunto personal. Y además porque, como llegué tarde, ya estaba con un grupo de amigos suyos que solían reunirse allí, y ni siquiera me preguntó por qué había tardado, él era de hacer pocas preguntas. En un determinado momento, le dije que al día siguiente no podríamos vernos, que había una paciente en Puerto Real que necesitaba de mis cuidados. En ese momento es cuando se enteró de que yo era psiquiatra. Tenía pensado hacer una excursión conmigo a Arcos de la Frontera, y la dejamos para otro día, no pareció importarle. La verdad es que cuando había más gente, no presumía de intimidad conmigo. Tenía una de sus noches extrovertidas, y nos quedamos hasta bastante tarde allí con aquellos amigos bulliciosos. Luego propusieron ir de copas por el barrio de la Viña, y yo no estaba a gusto. En cuanto se vuelven a cruzar en mi vida historias relacionadas con Raimundo, empiezo a girar otra vez en torno a su órbita. Manolo buscaba de vez en cuando mis ojos a través de mesas y mostradores, pero yo estaba distraída, y aquella noche no quise ir a su estudio, dije que me dolía la cabeza. Me preguntaba obsesivamente por qué Raimundo no me habría hablado nunca de Silvia, si era verdad que la conocía desde hacía tanto tiempo.
Así se inició mi interés por ella y también una de las relaciones de «diván» que más me han desquiciado y hecho perder pie a lo largo de toda mi carrera. Pero nunca me había dado cuenta tanto como en estos días, particularmente después de un insomnio horrible que tuve anoche y en el que se prefiguró la carta que te estoy escribiendo. La verdad es que te la debía desde hace muchos años, desde que protestabas por ser siempre tú la que tenía que contar los cuentos largos.
He hecho una pausa para comerme un sandwich y para abrir el hilo musical en busca de algo relajante. Suena Vivaldi. Estoy en mi apartamento de arriba, donde llevo metida varias horas, desde que te empecé a escribir. Tengo la ventana de par en par y la luna está en cuarto menguante. Asómate, Sofía, mira la luna. Tienes que notar ahora mismo cuánto te necesito y cuánto me importa que estés ahí esperando mi carta, la luna te dará el recado como sea. Mariana te está escribiendo, quieta, ¿no lo notas? Te va a llegar un cuento largo, sí. Y podrías estarla mirando, siempre fuiste viciosa de la luna y de las historias que se inventan o se recuerdan bajo sus efectos narcóticos. Yo esta noche te estoy contando cosas que no he contado nunca, que ni a mí misma me había contado así, tan despiadadamente. Me ha tocado el turno del diván, ya ves lo que son las cosas. Y por primera vez desde que llegué a Puerto Real, me encuentro en paz, sin notar ese nudo de angustia que no me dejaba parar más de media hora. Gracias, Sofía. He releído lo que va de la carta y he tratado de ponerme en tu piel, imaginando el interés que puede despertarte. Creo que el relato se ha enderezado y que, aunque me vea obligada a saltar capítulos, no me está saliendo mal. Pero a tu perspicacia de puntual lectora de novelas no se le habrá escapado —como a mí tampoco— el cambio gradual que ha ido sufriendo Silvia.
En la carta del tren aparecía como un personaje ajeno a la trama y despachado mediante una descripción poco matizada. Pues no, ajeno a la trama desde luego no es. Y además también tergiversé, en esa primera mención, mis relaciones con la calle de la Amargura. Bien es verdad que nunca habían sido tan amargas como en esta ocasión, pero su mar de fondo siempre lo han llevado. Cuando hace unos días, perdida en la calle con mi ramo de lilas, me dio el repente de abandonar Madrid, yo misma me engañaba al pensar en esta casa como en un oasis, me negaba a ver los móviles oscuros de mi espantada hacia Puerto Real y no hacia otro sitio cualquiera de los muchos que hubiera podido elegir, más propicios que éste al descanso y al olvido.
Ahora, mientras escucho la música de Vivaldi, me pregunto por qué he venido a parar precisamente aquí, por qué no soy capaz de marcharme, a pesar de que ni lo estoy pasando bien ni adelanto en mi trabajo. Y sobre todo, por qué caí en la tentación de telefonear ayer a Carmona, sabiendo como sabía de antemano que en esa conversación iba a salir a relucir Raimundo, que es de quien digo estar deseando huir. Pero además, por debajo de esas preguntas, late otra que surgió en cuanto colgué el teléfono. ¿Somos Silvia y yo realmente amigas? ¿La quiero o no?
De los altibajos de mi relación con ella no me voy a meter a hablarte con detalle, por lo menos esta noche. Haría falta ser Faulkner y tener meses por delante. Sólo para ponerte en antecedentes de cómo la conocí he necesitado cuatro folios, y para eso teniendo que dejar en simple esbozo la figura de Manolo Reina, uno de los hombres que mejor me han tratado y me han sabido entender, un verdadero cielo. Un paraíso perdido por mi culpa, que fui quien recogió velas tras el crescendo imparable de aquel verano. Por él, hubiéramos intentado una convivencia más larga, a pesar de la diferencia de edad. Pero tuve miedo. Ahora vive en Nueva York con la dueña de una galería de arte y todavía me escribe de vez en cuando, aunque dice que lo suyo no es la letra escrita. Que lo que necesita es ver a la gente, mirarla a los ojos.
Pero volviendo a Silvia, lo que sí quiero decirte es que ya en aquella primera visita que le hice, cuando estos muebles del apartamento andaban amontonados por la parte de abajo, se pusieron unos cimientos poco estables para lo que ella considera su amistad más importante con otra mujer. Tengo que reconocer que yo, al principio, le di pie para que lo creyera, que la engañé, queriendo o sin querer, eso quién sabe. Y cuando ayer por teléfono me lo echó en cara, yo me defendí con argumentos cuya debilidad habría percibido incluso un ser menos inteligente que Silvia. Nunca he depuesto mi suspicacia para con ella, en eso tiene razón. He estado en parte a la defensiva y en parte al acecho.
Para que lo entiendas mejor, te diré que en un trabajo como el mío se requiere un raro equilibrio entre la curiosidad y la pasividad. Hay que escuchar con interés lo que te cuentan, claro, pero todo se tuerce si el receptor de confidencias está impaciente por sonsacar más de las que le hacen. Esta avidez incapacita para interpretar correctamente los datos recibidos: se escucha mal. Yo siempre he estado ansiosa frente a Silvia, desde el primer día, y cada vez más. La perturbación que me producen sus informes sobre Raimundo —mayor aún por culpa de mi empeño en disimularla— es un estorbo para hacerme cargo de sus propias perturbaciones. Ella a Raimundo lo ha visto crecer, ha conocido a sus amistades de juventud, a su madre, a una hermana muerta en temprana edad de la que él casi nunca habla, y hasta se sabe de memoria antiguos poemas suyos donde ya apuntaba su conflicto frente a la homosexualidad. Y las imágenes de él que, a lo largo del psicoanálisis, ha ido regalándome, no sé bien cómo colocarlas. Componen un relato que socava los cimientos del mío.
En cuanto empecé a tratarla más en serio (pronto empezó a hacer viajes a Madrid sólo para verme), me di cuenta de que a Raimundo lo conocía mejor que yo, cosa que mi amor propio encajó mal. De todas maneras, hasta el año pasado no me enteré de lo más grave: de que él le hace confidencias sobre mí. No moví un músculo de la cara cuando me enteré, ya me conoces, pero estuve varias noches durmiendo mal, indecisa como ante una encrucijada. Se me había abierto un portillo inquietante y tentador, que no sabía si aprovechar o no, para enterarme de cómo me ve en realidad Raimundo. Es un dilema que aún no he resuelto y me martiriza. Casi siempre, a base de fingida indiferencia, procuraba que Silvia cambiara de conversación y no me transmitiera aquellas confidencias.
Otras veces, sin embargo, era yo quien propiciaba solapadamente la transmisión, aunque luego me maldijera a mí misma por hacerlo. Lo que nunca se me ocurría era abrirle mi corazón, confiarle mis zozobras como a una amiga de verdad. Me tenía prohibido hacerle preguntas directas. Y ella, ignorante de mi desazón, iba soltando sus comentarios más o menos extravagantes, pero que nunca se atienen a falsilla freudiana, con esa mezcla de desgarro, humor y ternura que le son característicos.
Ayer tarde, antes de llamarla por teléfono, estuve hablando con Brígida, que vive en la parte de abajo como una sombra, y a la que yo llamo para mis adentros la señora Dean. Supongo que con esta referencia a Cumbres borrascosas ya te habrás orientado. Siempre tiene que volver a salir Emily Bronté. Ya la comparé con la señora Dean hace tres años, cuando me abrió por primera vez la puerta de esta casa, y me dijo, con lágrimas en los ojos, que ya nadie quería pisar por aquí, que a la señorita Silvia la tenía poseída el demonio y que era Dios quien me enviaba. En este viaje de ahora, en cambio, me ha recibido con frialdad, noto que me evita, que no tiene ganas de hablar conmigo, y la verdad es que apenas la veo. Al principio lo tuve por una bendición, pero con el paso de los días se me ha ido haciendo casi insoportable su presencia silenciosa. Es una de esas criadas viejas de toda la vida, las que más cuidadosamente archivan las historias, las que mejor podrían escribir la novela de la familia, porque se han pasado años y más años mirando sin decir nada, han tomado nota de todo y han descartado lo superfluo para quedarse con lo esencial.
Ayer no la había visto en todo el día. Me desperté muy temprano y cogí un coche de línea que lleva a Cádiz. Estuve deambulando por la Caleta, por el barrio de la Viña y por distintas calles y plazas que me traían el recuerdo idealizado de Manolo. Me quedé un rato apoyada en el mirador de Santa Elena, viendo los trenes desde arriba, todo ese laberinto de vías que se cruzan, con la bahía al fondo. Tiene una hermosura desolada, de postal antigua. «Es un sitio adonde vengo desde pequeño siempre que tengo ganas de llorar», me confesó Manolo en el último paseo que dimos juntos aquel verano, poco antes de que saliera mi tren. No habíamos hablado mucho. Él había quedado en que me iría a visitar a Madrid, pero yo sabía que ya todo iba a ser distinto, que se estaba consumiendo un verano irrepetible. «Márchate —le dije ya en la estación, adonde habíamos llegado con mucho tiempo—. No me gustan las despedidas. No sabe uno qué decir». No dijo nada. Acababa de ayudarme a poner los bultos en la red de mi compartimento de Wagon-lit, y estábamos sentados allí, en el borde del sofá, como dos tontos. Todavía recuerdo el beso que me dio antes de levantarse y salir corriendo, como alma que lleva el diablo. Un beso de fuego líquido, de los que dejan cicatriz. Poco después, cuando el tren emprendió la marcha, iba yo asomada a una de las ventanillas del pasillo, y reconocí, a la luz del ocaso, el murallón donde viene pintado con letras enormes el nombre de la ciudad. Coronándolo, está el mirador de Santa Elena. Alcé los ojos con una súbita corazonada. Había allí un hombre agitando un pañuelo.
Ayer, recordando aquella tarde, era yo la que tenía ganas de llorar asomada al mirador de Santa Elena con los ojos fijos en las vías que se cruzan. Fui a ponerle un telegrama a Manolo a la central de Correos. Sus señas de Nueva York me las sé de memoria, aunque le he escrito pocas veces. Viven en el East Side. El empleado de la ventanilla se me quedó mirando con cierta curiosidad después de leer el texto, «Se canta lo que se pierde», una estrofa de Machado que a él le gustaba mucho. «¿No lleva firma?», me preguntó. «No señor, no hace falta». Se encogió de hombros. «Usted sabrá, más barato le sale».
Luego me entraron tentaciones consumistas, como siempre que me ronda la depresión. En una tienda del barrio de la Catedral me compré unos vaqueros que saqué puestos de allí y todavía no me los he quitado. Creo que me habría sentado mejor la talla 44, no sé lo que diría él. Me miraba de reojo, al pasar, en la luna de los escaparates, imaginando la presión de su mano en mi cintura, el ritmo de sus andares junto a los míos, aquellas palabras repentinas e intrépidas que saltaban a mi oído cuando menos lo esperaba, que me iban aprisionando lentamente como un cerco de fuego, en espera de la noche. ¿Valía la pena haber renunciado a todo eso para escribir un ensayo sobre el erotismo?
Apenas tuve ganas de comer, y a media tarde, aburrida como pocas veces de mí misma, recalé en la estación de autobuses y emprendí viaje de vuelta a Puerto Real. Hacía una tarde rara, de nubes revueltas y violáceas, como transida de irrealidad. Durante el trayecto había empezado a abrirse camino en mi mente, a modo de nave fantasma surcando aguas tormentosas, la idea de que aquí no pinto nada y que me tengo que volver a Madrid sin más remedio.
Al llegar a la calle de la Amargura y meter la llave en la puerta, esa idea se convirtió casi en decisión. La casa se me caía encima con su silencio sepulcral. Me paré en el pasillo. «Nada, Mariana —me dije—, no puedes seguir así, te vas a volver loca. Ahora mismo subes arriba, preparas la maleta, te tomas un somnífero y, mañana por la mañana, al tren». Mis pasos, sin embargo, no obedecieron a mis palabras. Es lo típico de las situaciones de empantanamiento, ya lo sé muy bien: se impone una inercia que te empuja a hacer exactamente lo contrario de aquello que te conviene.
Entré en el salón para nada, como siempre. Acababan de dar las ocho y ya estaba un poco en penumbra, pero no encendí la luz. Me dirigí despacio hacia el espejo con una cierta aprensión. Intuía que necesitaba consultarle mi decisión de irme más que preguntarle qué tal me sentaban los vaqueros. Emitía un resplandor apagado, como de plata sucia. Nada más pararme delante de él, se dibujó en su interior un bulto que quedaba a mis espaldas, y me volví sobrecogida.
La señora Dean estaba sentada en una butaca del fondo. Pasaba entre los dedos las cuentas de un rosario y se mantenía muy tiesa, con los ojos entrecerrados. Los abrió un poco al oírme volver sobre mis pasos, pero no me preguntó que si necesitaba algo ni nada por el estilo. Seguía rezando sin inmutarse. Me senté en una butaca cercana a la suya, y guardamos silencio unos instantes. Si no hubiera sido porque los labios y los dedos se le movían, aunque de forma casi imperceptible, podría habérsela tomado por una figura de cera.
—No sé qué va ser de nosotros, pobres pecadores —musitó al cabo, después de lanzar un gran suspiro.
Fue uno de esos momentos en que se precipita lo pasado mezclado con lo presente, con lo propio y con lo ajeno, en que resulta ridículo cualquier empeño de poner diques a la emoción, y sólo se sabe que es imprescindible refugiarse en otro ser humano, como ocurre ante un barrunto de hecatombe. Ni tragar saliva podía. Me levanté de mi butaca y me senté en la alfombra, a los pies de Brígida, que seguía bisbiseando oraciones, con los ojos perdidos en el vacío. Al otro extremo del salón, se columbraban nuestros dos bultos dentro del espejo rematado por la alegoría de la muerte. Noté que Brígida empezaba a rezar en voz alta, aunque muy quedo todavía.
—Quinto misterio doloroso. Jesús expira en la cruz. Padre nuestro que estás en los cielos…
De repente me sorprendí contestando a aquel padrenuestro, luego a las avemarías que le siguieron y por último, con rotundos «ora pro nobis», a la letanía en latín que cierra el rezo del rosario, ristra encendida de piropos a la Reina de los Cielos, prudentísima, admirable, inmaculada, invulnerable al miedo. La voz de Brígida se fue haciendo más animosa y coloreada y marcaba las pausas, en espera de mi estribillo.
Al final, puso una mano sobre las mías y me miró. Me dijo que desde la muerte de don Armando no había vuelto a rezar el rosario en compañía. Yo sentía mucho encogimiento y no sabía qué decir. El tacto de las manos de la señora Dean era áspero. Ninguna de las dos nos movíamos.
—Andan ustedes como ovejas desorientadas, señorita, perdone que se lo diga —sentenció ella de pronto—. Y un rebaño sin pastor no puede ir más que al extravío y a la catástrofe. Tanto afanarse, tanto moverse de acá para allá, tanto querer abarcar. ¿Y para qué, si no hay amor?, ¿me lo puede explicar, usted que tiene tantos estudios?
Bajé la cabeza.
—No, Brígida —reconocí—. No se lo puedo explicar.
Entonces fue cuando empezó a contarme lo preocupada que estaba por Silvia y a reprocharme que no la hubiera llamado todavía a Carmona. Me dijo que había vuelto a beber mucho y que no le sentaba nada bien quedarse allí completamente sola, haciendo frente a barcos que se hunden y a estragos que sobrepasarían incluso a hombres hechos y derechos.
—Tan ricamente como estarían ustedes aquí las dos juntas —concluyó—, saliendo, yendo al cine, contándose sus cosas, en fin, yo qué sé.
Empecé a sentir mala conciencia.
—¿Tan mal está? —le pregunté—. ¿Ha hablado usted con ella?
—Sí, hija, hace dos horas. Y no tiene atadero, anda delirando. Yo no le he dicho que ha venido usted, y no por falta de ganas… Pero, claro, como no quiere usted que ella lo sepa. Es lo primero que me advirtió nada más salirle yo el otro día a la puerta, cuando la sentí de pronto a usted entrar, casi antes de saludarme, acuérdese, que tampoco son maneras de llegar a una casa, digo yo.
Me buscó la mirada, y yo me limité a un breve asentimiento con la cabeza.
—No lo entiendo, la verdad —insistió ella—. A mí no me gusta un pelo que la señorita no sepa que está usted aquí. No lo veo normal.
—Es que yo tampoco me encuentro bien, Brígida. No me caben más problemas en la cabeza. He venido a descansar.
—¡Pero si no descansa usted nada! ¿Se cree que no la oigo paseando arriba y abajo por el maldito apartamento ése que el diablo confunda, y poniendo la radio toda la noche? Además, ¿cómo va usted a descansar, después de lo de don Raimundo? ¡Otro pobre que no sabe por dónde se anda, el Señor lo tenga en su mano! Y es que también usted dejarlo así tirado cuando más la podía necesitar… ¡Jesús María!
Así fue como me enteré de que Silvia y Raimundo habían hablado por teléfono, y de que él le había contado las cosas a su manera, tanto lo de su intento de suicidio como el hecho de que yo hubiera desaparecido de Madrid de la noche a la mañana sin dejar señas de mi paradero.
—Y yo sin más remedio que callarme —proseguía su perorata la señora Dean—, qué le vamos a hacer, se ve que es mi sino.
Hizo una pausa para santiguarse y añadió:
—Dios nuestro Señor, por los méritos de su preciosísima sangre nos perdone las palabras que se nos escapan de la boca sin deber y las que por cobardía nos tragamos. Ya ve usted qué cruz la mía de hoy, sabiendo que está usted aquí y que la buscan como a un fugado de la justicia. ¿De quién se esconde usted? ¿De mi pobre señorita? Antes las amigas nos tratábamos de otra manera más llana, sin tanto recoveco ni secreteo. Tendríamos menos amigos, no se lo discuto. Pero eran de ley.
—¿Ha preguntado Silvia si estaba yo aquí?
—No. Pero el no decírselo yo no deja de ser mentir, y encima meterme en un lío que no entiendo.
Le prometí a la señora Dean telefonear a Silvia inmediatamente, le di un beso, y me subí a mi cuarto, dejándola un poco más consolada.
Silvia estaba bastante borracha, como te dije al principio, y uno de los efectos del alcohol en ella es que le hace perder temporalmente toda clase de referencias. En cuanto oyó mi voz, sin preguntarme siquiera dónde estaba y prescindiendo de todo preámbulo, se puso a contarme una historia delirante sobre un obrero llamado Fabián, que estaba retejando la finca de Carmona y le había hecho proposiciones deshonestas. A ella le gustaba el tipo, ¿qué me parecía a mí que debía hacer? Seguro que si cedía a sus requerimientos, el chisme se corría por todo Carmona como un reguero de pólvora. Y además yo ya sabía que sus problemas con respecto al erotismo eran peliagudos. No se explicaba cómo a Fabián le podía poner cachondo una mujer tan mayor, aunque, claro, la moral se la había subido mucho, para qué iba a negármelo. Me sonaba todo un poco a cuento chino. No es la primera vez que Silvia se inventa historias montadas sobre un detalle nimio; ella misma me lo ha confesado a veces. Dice que, sin esas fantasías, la vida es muy difícil de resistir. Me puse a seguirle la corriente sin ganas, tratando de desvelar, a través de las inflexiones de su voz, lo que podía haber de verdad y de mentira en aquel relato. Pero me sentía cada vez más incómoda. Y a mí la incomodidad se me trasluce en falta de atención. Silvia lo notó.
—Oye, Mariana —me interrumpió de repente—, ¿se puede saber para qué diablos me has llamado? Porque a mí, guapa, no me la das con queso. Y no me saltes con que me pongo agresiva. Que mis razones tengo. Ya llueve sobre mojado.
—Todo te lo dices tú. Te he llamado para saber cómo te encuentras, porque hace mucho tiempo que no sé nada de ti. ¿Qué tiene de raro?
—¡Mentira! —gritó—. No te importa nada de mí, absolutamente nada. Ni de nadie. De Raimundo tampoco. Te lo quitas de en medio en cuanto te estorba. Lo tienes en jaque. Es lo que te gusta, ¿verdad?, tenerlo en jaque. Y a todo esto, ¿tú dónde estás?
—Estoy en Puerto Real, en tu casa. Pero no se lo digas, si hablas con él, te lo pido por favor. Me resulta difícil explicarte lo mal que lo estoy pasando.
Se echó a reír y noté como si me dejara desnuda.
—¿Pasarlo mal tú? Lo apuntaré en mi diario. ¿Qué es?, ¿que te fallan las defensas?
Sí, me fallaban totalmente las defensas, de lo único que tenía ganas era de llorar.
—Por lo que más quieras, Silvia, no me hables así.
—Yo a Raimundo nunca lo dejaría tirado, nunca —seguía ella cada vez más excitada—. Porque siempre lo he querido, no como tú. Daría cualquier cosa por verle, aunque sólo fueran diez minutos, unos ojos como los que me pone Fabián. Dios le da pañuelo a quien no tiene narices. A ti, que no eres capaz de querer a nadie, todos te quieren.
—Por si te consuela saberlo, Raimundo no me quiere. Me hace sufrir continuamente. Si te cuenta lo contrario, no le hagas caso. Y además, ¡basta! No quiero hablar de Raimundo ni volverlo a ver. Se acabó esa historia para siempre.
—¿Es verdad eso? —preguntó Silvia, cambiando de tono.
—Te lo juro.
—¿Y cómo puedes decirlo sin llorar?
Hubo un silencio. Las lágrimas que me desbordaban los ojos dieron paso a hipos entrecortados. Silvia se ablandó.
—Perdóname, Mariana. He bebido mucho. Sólo te voy a hacer otra pregunta, para mí importantísima. ¿Me consideras una amiga íntima tuya? Pero no me contestes por lo que te tienes explicado en la cabeza, contéstame de corazón, lo que sientas.
Le dije que me encontraba muy mal y que no me parecía un asunto para ventilarlo por teléfono, y eso ya la sacó de quicio y provocó la avalancha de «verdades del barquero» que desembocó en mi insomnio de anoche. A las doce y media la volví a telefonear en un estado de ánimo desastroso. Pero necesitaba tranquilizarme la conciencia y pedirle perdón. Le dije que viniera a Puerto Real, por favor, que quería hablar con ella despacio. Que si no, iría yo a Carmona. Tardó en reaccionar. Me di cuenta de que la había despertado.
—Gracias, Mariana —me dijo, al cabo, con una voz muy dulce—. Es la primera vez que me pides una cosa. Pasado mañana, en cuanto remate unos asuntos, me tienes ahí por la tarde.
Llega mañana. Pero ya la sola idea de enfrentarme con ella me pesa como una losa. Necesito estar descansada y dormir. Son las tres de la madrugada. Y sin embargo, hoy me voy a la cama sabiendo que algo ha quedado aclarado.
Por lo menos, Sofía, entiendo para qué he venido a Puerto Real. Para escribirte esta carta. Espero no haberte aburrido.
Que duermas bien. Se lo pido a la luna.
Un beso,
Mariana
P.D. Como no me duermo, porque no hay manera, me he levantado y me he puesto a revisar mis apuntes sobre el erotismo. Llevo un rato con ello, pero está siendo peor el remedio que la enfermedad, porque no me gusta nada de lo que tengo escrito. Y al preguntarme por qué no me gusta, por dónde falla este análisis que emprendí hace unos años con tanta arrogancia, se vuelve a abrir la herida de mis obsesiones más secretas. Una vez que le estaba hablando a Raimundo de este ensayo con bastante entusiasmo, porque creía verlo todo muy claro, me dijo sonriendo que la debilidad de mis argumentos estaba precisamente en eso, en que lo veía todo demasiado claro, cuando el erotismo es por su propia esencia contradicción y oscuridad. Según él, yo a esos pozos de oscuridad no me digno bajar porque me da miedo.
—Bueno —matizó ante mis protestas—, no digo que no hayas bajado alguna vez, pero como un submarinista cauto y sofisticado, protegido por artilugios de seguridad respiratoria, que tiene buen cuidado de revisar previamente para que no le fallen. Es lo que hacéis generalmente los profesores. Por eso vuestras aportaciones al esclarecimiento de los problemas confusos son correctas pero insuficientes. Precisamente el erotismo es como una marea que rompe los diques de lo inteligible. Y tú quieres entender sin arriesgarte a dejarte anegar por esa marea.
—No me gusta correr riesgos que me anulen el entendimiento.
—Ya lo sé. Pero apóyate en la experiencia de otros que los hayan corrido. ¿Por qué no relees, por ejemplo, a Bataille?
Desde aquella conversación, mi trabajo sobre el erotismo empezó a despedir un tufillo a rancio, a caldo de cerebro, que ya no ha perdido. Y esta noche lo reconozco más que nunca. Mis ojos se han quedado prendidos precisamente en una cita de Bataille que acentúa mi malestar.
La vida humana —dice— tiende a la prodigalidad. Una agitación febril latente en nosotros pide a la muerte que ejerza sus estragos a nuestras expensas. El amor y la muerte no son más que momentos álgidos de una fiesta que la naturaleza celebra con la multitud inagotable de los seres, pues uno y otra llevan consigo el despilfarro ilimitado al que propende la naturaleza, en contra del deseo de durar que es propio de cada ser.
Al leer esta frase y copiarla ahora para ti, se me viene a la memoria alguien que la hubiera suscrito apasionadamente, que vivía gastándose. Ya sabes quién te digo. ¿Verdad que todas sus teorías sobre el deseo amoroso iban por ese registro? Aunque la verdad es que no eran teorías siquiera, eran oleadas que irrumpían sin más. Teorías eran las que le oponía yo, en un intento terco de amurallar el mar para que no me invadiera la casa. Nunca me atreví a adaptarme a su ritmo ni fui feliz con él, ya era hora de que lo dijera, Sofía. Necesitaba imaginármelo de otra manera para poderlo resistir y soñar que lo dominaba. La exaltación que provocaba en mis sentidos la sometía a una especie de alquimia y la convertía en excitación polémica. No disfrutaba de él tal como era, sino de las estrategias que montaba yo para poner a prueba su amor, explorarlo desde mi terreno y canalizar su turbulencia. A través del Guillermo que inventé y que no existía —plegado y deslumbrado ante mí, domesticado por una inteligencia serena y superior— me amaba más que nunca a mí misma. Fue mi primer fracaso, aunque he tardado en entenderlo, el primer eslabón de una cadena de bravatas sin otro objetivo que el de ocultar mi cobardía frente al erotismo tumultuoso.
Seguramente tú supiste seguirle mejor que yo en su tendencia a la prodigalidad y al despilfarro, en la alegría sensual de vivir el instante presente de acuerdo con el puro surgir de los instintos. Tú también eras así, también te atraía el fuego. Estaba escrito que os encontrarais y os amarais «en contra del deseo de durar que es propio de cada ser». Esta noche os envidio retrospectivamente y pienso que solamente la ceguera y la soberbia me han podido hacer creer a veces que necesitabais de mi absolución. ¡Qué tontería! Ni Catherine ni Heathcliff necesitaron nunca que los perdonara el mesurado Linton. La novela no puede acabar de otra manera, igual que tampoco pudo tener happy end la tuya con Guillermo, porque el erotismo es una hoguera que consume lo mismo que va creando y encendiendo. Nada más que por eso.
Sospecho que tú lo has entendido hace mucho tiempo. Está empezando a amanecer. Buenos días, bonita.
M.