V. PULPOS EN UN GARAJE

Desde que me he puesto a escribir, mi vida ha dado un giro copernicano. Creí que me lo notaba yo sola por dentro, pero me debe salir a la cara.

—A usted le pasa algo, no me diga que no —me ha soltado Consuelo esta mañana, a modo de saludo, cuando me ha visto entrar en la cocina, recién duchada, para hacerme un café.

Lleva dos días viniendo ella, porque su madre tiene un ataque de lumbago. Consuelo dice que le ha arreado «el palo de la bruja» que todo el día está buscando querella y que no se la puede aguantar, mayormente por las mañanas.

—Por eso me he quitado de en medio yo hoy más temprano, porque no vea lo borde que se pone, con una cara de kun fu que se la pisa, como si yo tuviera la culpa de sus achaques, en fin, lo que se dice en plan ciezo.

—¿Y yo también estoy en plan ciezo? ¿Es lo que quieres decir? —la interrumpí, mientras buscaba el bote de café, que no lo veía por ninguna parte.

—¡Qué va! Su rollo no tiene nada que ver con eso. Se ve que yo me explico mal o que usted no coge onda. Si busca el café, lo he visto en el «ofís» encima de un taburete, ahora se lo traigo. ¡Qué cuadro de cocina, válgame san Isidro! Esto parece el refu. No sabe una por dónde empezar.

—Prueba a empezar por explicarte mejor, a ver si cojo onda. ¿De qué va mi rollo?

—Usted sabrá. Yo en su vida no me meto. Pero la veo más esponjada que hace unos días, no sé, como en plan pasota. Ahora, cuando la he oído venir cantando por el pasillo, digo «Será Amelia», porque, a ver, descolgarse a estas horas con «El submarino amarillo», ya me explicará. Era «El submarino amarillo», ¿no? Por cierto, lo entona usted de cine, y luego con esa pronunciación tan propia, «llélou saunmarín», es que es precioso.

—A ver si te crees que eres tú la única que sabe cantar.

—Dios me libre, yo no me acampano ni le quito cancha a nadie, al contrario. Si yo le pudiera dar ese toque de inglés, me comía el mundo, jo, pues no me da poca envidia. Se lo decía ayer a Encarna y a un amigo suyo que estaba en el refu, el inglés es lo que más mola. Mola cantidad. Y mira que se empeñaron ustedes en enseñarme, pero yo es que he sido muy burra de pequeña, ahí, ya ve, en eso le doy toda la razón a mi madre. Luego, con los años, te espabilas, no sé cómo decirle, comprendes que hay que estar al loro. Algunas de las letras de los Beatles me las tiene usted que copiar. Es cuestión de paciencia, ¿verdad?

—Sí, hija, todo es cuestión de paciencia.

—Deje, que ya le hago yo el café.

La cocina estaba, efectivamente, muy revuelta. Anoche, cuando volvimos a casa Eduardo y yo, había una nota de Amelia en la entrada diciendo que había venido con Soledad y que se quedaban las dos a dormir en su cuarto, que por favor hasta la hora de comer no las llamáramos porque se dormirían tarde. Nosotros volvimos a las tres y media y al oír la llave en la puerta apagaron inmediatamente la luz. Eduardo no se dio cuenta ni yo le dije nada. Pero enseguida percibimos las huellas del desorden, porque los dos fuimos derechos a la nevera a beber agua. Debía haber estado más gente cenando con ellas en la cocina, y no se habían molestado en recoger nada ni en vaciar los ceniceros. A mí, tratándose de Amelia, que según su hermana lleva camino de solterona maniática, me pareció buen síntoma. La conozco y sé que únicamente se relaja cuando lo está pasando bien, así que me dio gusto pensar que tal vez se hubiera decidido a traer a su novio. Además a mí el desorden, en principio, no me desagrada. Son huellas de vida. Pero Eduardo torció el gesto, y aquello le dio pie para insistir en su obsesión actual predominante: que esta casa no reúne condiciones. ¿Condiciones para qué —pregunto yo—, si apenas para en ella? Pues nada, le da por ahí. Ya en el coche me había venido dando la matraca con lo mismo, y yo poniendo cara de palo, porque si le objetas es peor. Siempre, bajo este tipo de comentarios, late una alusión más o menos velada a que la que no reúne condiciones como ama de casa soy yo. Es un tema que ya viene de antiguo y que se recrudece ante mi rechazo a organizar parties y fiestas similares a las que le dan sus amigos de ahora. Me niego a corresponder, a representar el papel de esposa de alto status, que esconde su cansancio tras una sonrisa, lleva la batuta en conversaciones sin fuste, pasa bandejitas y se siente pagada de su trabajera con la típica frase: «Has estado maravillosa, querida», que le dirige el marido cuando se van los invitados, ninguno de los cuales se ha divertido un pelo. Menos mal que ya me deja por imposible; he conseguido eso, que no es poco conseguir. Y todo a base de actitud pasiva.

—Al señor me lo he encontrado en el portal cuando yo entraba —dijo Consuelo—. Iba de mala leche. O, bueno, no sé si es que la tiene tomada conmigo.

—No, mujer. Es que trabaja mucho.

—Jolines, pero también ganará pasta. El que quiere la col, quiere las hojitas de alrededor, ¿no? Ahora, eso sí, lo que está es muy moderno. Se da un flash a Mario Conde.

Luego me preguntó que si anoche habíamos estado de fiesta.

—Sí, pero no aquí, en casa de otra gente. Una casa a todo tren. ¿Te acuerdas de aquel señor alto que nos arregló el cuarto de baño? Pues allí.

—¿El del Escorial? Vaya que si me acuerdo. Estaba como para hacerle padre, ¿no cree usted?

—Yo no. Pero gustos son gustos.

La nevera estaba pelada. Me tomé el café y le dejé dinero a Consuelo para que hiciera una buena compra y les preparara algún guiso rico a las chicas, que seguramente se quedarían a comer.

—¿Qué pasa? ¿Que usted se larga?

—Pues sí, hija, me largo. Es uno de mayo y me voy por ahí a celebrarlo a mi manera.

—¿Es el aniversario de su boda?

—De mis bodas con mayo. ¿Has visto qué día hace? Aquí estoy de más y mayo me echa de menos.

Consuelo se quedó mirándome con los ojos muy abiertos.

—¡Qué fuerte!, mayo me echa de menos. ¿Lo ha inventado usted?

—Sí, ya ves.

—Pues es un título virguero para una canción, un título que rompería pana, de verdad se lo digo. ¿Por qué no la escribe?

—A lo mejor, quién sabe. Según sople el aire. Yo ya del aire es de lo único que me fío.

—¡Cuando yo digo…! ¿Ve como está en plan pasota? Y no sabe lo bien que le sienta. Hasta más guapa la veo. Pero algún secreto tiene. Algo le ronda a usted por la cabeza.

—Pues sí, algo me ronda por la cabeza.

Entré en el cuarto de Amelia para dejarle una nota. Soledad estaba durmiendo en el sofá-cama abrazada al osito de peluche, como cuando eran pequeñas. Olía bastante a tabaco y no habían bajado las persianas. El álbum de fotos estaba tirado abierto encima de la alfombra. Me agaché para cerrarlo y me sonrieron las dos en minifalda desde una calle de Brighton. Les hice yo la foto cuando las fui a buscar a fines de aquel verano tan especial, la primera vez que viajaba sola después de muchos años, cuando se me volvió a aparecer Guillermo como la otra tarde Mariana, cuando menos lo esperaba, en plan «liebre en el erial». Tengo que hacer un ejercicio de redacción sobre aquel viaje mío a Brighton, se podría titular: «Reencuentro con Guillermo en la estación Victoria», bueno, ya no sé la de temas que tengo apuntados para seguir con los deberes, se me salen por las orejas.

Ninguna de las dos se despertó, aunque Amelia ronroneó con gesto voluptuoso cuando me incliné a darle un beso en la frente. Luego bajé las persianas procurando no hacer ruido. En la nota ponía: «Parece que me rondan las musas. Me voy al Ateneo porque en casa me distraigo. Si me necesitáis para algo o queréis pasaros a verme, el teléfono es el 4194939. Consuelo os va a dejar hecha comida rica. Os llamará a la una. Podéis usar El Escorial. Besos: Gran Jefe».

Ahora son las cuatro de la tarde y acaba de subir a la biblioteca uno de los conserjes del Ateneo, que me conoce de hace mucho, para decirme que me llamaban por teléfono. Era Amelia. Tenía una voz muy dulce y tranquilizadora. Todo en orden. No hay como quitarse de en medio para dejar de ser imprescindible. La comida estupenda. Ningún recado. Se habían reído muchísimo con Consuelo. ¿Y yo qué tal? ¿Me estaba cundiendo? Amelia vuelve a salir mañana de viaje transoceánico y esta noche quiere invitarme a ver una película de Mastroianni que echan de reestreno. Soledad también viene, porque tiene ganas de verme. He quedado con ellas a las diez a la puerta del cine. Me apetece mucho, pero más todavía que falten seis horas. Otras seis horas para mí. Evidentemente mayo me estaba echando de menos.

Estoy sentada en el pupitre 22, que es el que solía ocupar en mis tiempos de estudiante, y me he quedado mirando un rato la claraboya de cristales un poco sucios que forman el techo de esta sala, con esa sonrisa algo embobada que se le pone a uno cuando intenta evocar en bloque tramos de tiempo que no se sabe cuándo se iniciaron ni cuándo dejaron de tener vigencia. Siempre me ha gustado leer y escribir en las bibliotecas públicas, y todavía me sigo refugiando de tarde en tarde en este viejo local que tanto quiero, aunque ya no conozco a nadie de la gente que viene aquí. He comido de bocadillo en el bar y me siento libre y feliz reanudando mis deberes. Empiezo a tomármelos en serio.

Me quedé en lo de Cayetano Trueba. Pero como Mariana todavía no me ha escrito ni sé nada de ella, esta mañana me desperté decidida a pasar en limpio esa última tanda de deberes en preparación para que no se me pierdan los papelitos donde los tenía anotados de mala manera.

Se me ha ido el tiempo sin sentir, porque el mismo gusto que da pasar a limpio los apuntes, sin prisa, tratando de entenderlos, y de que vayan en letra clara, te obliga a corregirlos y adornarlos con historias laterales, que sólo estaban en borrador. Como la de Cayetano Trueba, que si le he dado tanta coba en esta segunda versión del cuaderno es con el propósito de que Mariana se ría cuando la pueda leer. Yo misma me he reído, porque realmente C. T. era un personaje muy gracioso, aunque no vuelva a salir. A Mariana siempre le encantaron los actores secundarios de las películas americanas. Era de los que más se acordaba cuando luego comentábamos el argumento.

De pronto me hace ilusión meter lo que sea, como ella me aconsejó el otro día en el cóctel, como me decía también cuando éramos pequeñas y me pedía que le contara cuentos, sigue, sigue por donde sea. La cuestión ahora es llenar este cuaderno de limpio para poder regalárselo el día que la vuelva a ver. «Mira, te he traído de regalo un cuaderno con deberes, ¿te gusta?». No sé qué día será ni dónde estaremos ni qué cara pondrá ella. Me basta con imaginármelo. Es un móvil suficiente. Me basta con estar segura de que voy a volver a verla. Antes de la exposición de Gregorio Termes, la idea de volver a ver a Mariana era una esperanza abstracta, como una flor marchita a la que se le ha desvirtuado el olor. Ahora no. Ahora vivo la espera apaciblemente, arrullada por el ruidito de la pluma estilográfica al correr sobre las hojas satinadas. Vivir la espera. Era la retórica imperante en nuestra juventud. Poner los cimientos de un deseo y alimentarlo para que dure. Parecía que la felicidad se iba a desvanecer entre los dedos en cuanto la tocáramos. Yo he deseado pocas cosas con la fuerza con que deseo en este momento volver a ver a Mariana, donde sea, cuando sea (sé que va a pasar), y poderle decir: «Mira, te he traído de regalo este cuaderno», así que me gozo en irlo llenando despacio, esmerándome en la letra. Eso es como estar ya con ella también ahora según lo escribo, un anticipo de felicidad que conjura la muerte del tiempo. Y da también gusto en sí, un placer raro que se basa en lo anacrónico, porque ¿quién estrena ya un cuaderno con tanto mimo?, ni los niños siquiera. Se siente uno a contra corriente en plena era de las computadoras y de las máquinas de pantalla, casi como un artesano fin de raza. Y me parece notar, filtrándose por la claraboya de cristales, además de la luz de primeros de mayo, el alma de los ateneístas contumaces del siglo XIX, algunos de cuyos rostros me miran desde la galería de retratos cuando subo la escalera. Ellos también se sentaron en esta biblioteca a vivir la espera, mientras tomaban notas en sus cuadernos.

El mío es de argollas, tamaño folio, rayado, con las tapas negras. Bastante caro, porque tiene muy buen papel. Lo he comprado en Muñagorri antes de venir aquí, y también un tintero, pegamento y una carpeta con cintas rosas. Hace mucho que no iba de papelerías. En la primera página he pegado el collage de la liebre blanca, aunque está por rematar. De momento, le he añadido los triangulitos de espejo que recorté del forro del Winston.

Y hablando de espejos rotos, tiene que salir a relucir otra vez Gregorio Termes, porque anoche estuvimos en su casa. Daba una cena informal, para celebrar lo de su exposición, que ha tenido, según parece, un éxito mayúsculo. En menos de una semana le han quitado de las manos todos los lienzos aquellos con churretes de huevo frito, y eso que se cotizan de millón y medio para arriba. O, bueno, quizá los haya vendido precisamente por eso. En los tiempos que corren lo barato no gusta nada, está desprestigiado por principio, ya se sabe. Pero anoche me dio la impresión de que además resulta incluso un poco ofensivo en ciertos ambientes hablar de personas, de instituciones o de actividades que no mueven mucho dinero, pero no así como quiera, dinero a paletadas, manejan cifras que es que ya no le entran en la cabeza a un cristiano, qué exageración. Y la unidad de referencia es el kilo.

Gregorio Termes vive en un chalet enorme con piscina que se acaba de construir por Puerta de Hierro; y a través de los comentarios de algunos asistentes a la fiesta (que se daba también para inaugurar este Escorial Posmoderno), me enteré de que todos los objetos, muebles y enseres que componen la decoración y menaje son de dibujo exclusivo, «first class» incluida en el ajuar una rubita muy pálida con gesto displicente y pantalones de seda tornasolada estilo moruno. Yo al principio creí que sería hija del anfitrión, porque era la única que parecía controlar, aunque con mando a distancia, aquella confusa Babel. Pero no. A sus hijos y a su santa esposa se ve que Gregorio los tiene aparcados en otra casa del barrio de Argüelles donde vivían antes de ser él tan moderno. A lo largo de la noche, me fui enterando de eso y de más cosas, basta con escuchar las conversaciones de los demás y poner cara de que ya lo sabes todo. La mujer de Gregorio es hija de un financiero, le lleva cinco años y aluden a ella como «la pobre Fefa». Se separaron cuando volvió él de Nueva York, donde estuvo un año ampliando conocimientos más o menos por cuenta del suegro. Atando cabos, pienso que entonces es cuando lo debió conocer Eduardo, cuando se empezó a hablar de la entrada en el dichoso Mercado Común. La fecha de aparición de la rubita de los pantalones morunos plantea una incógnita, pero supongo que será cosa reciente, porque no representa arriba de diecinueve años, por mucho que cultive un cierto parecido con Marlene Dietrich y otras pérfidas del cine antiguo. Se llama Aglae y es una diseñadora de modas con mucho futuro. Lo que no sé es si vive fija en el chalet o medio pensionista. Parece como si entre ella y todo lo que la rodea existiera un cristal grueso de tonos ahumados.

Me miró con cierto escándalo cuando le pedí polvos de talco para una mancha de mayonesa que se me había caído en la falda. Luego se echó a reír, una risa pasada por amortiguadores y sometida a una mezcla de efectos especiales.

—¿Polvos de talco? ¿Are you kidding? There are no babies here, oh, thanks.

Tiene razón Consuelo. El inglés mola cantidad. Pero yo ya tenía algunas copas y preferí desahogarme en la lengua de mis mayores, que la domino mejor.

—Oye, guapa, pero aunque no haya niños chicos. Una casa sin polvos de talco, bicarbonato y un huevo de madera, malos cimientos tiene.

Una señora con chaleco de lentejuelas, que llevaba un rato rondando alrededor mío, me rió la gracia a carcajadas estridentes, tanto que algunas caras se volvieron; pero a Aglae le sentó mal, dijo que para qué estaban los tintes y se fue hacia el buffet mirando al vacío. Me tropecé, de lejos, con los ojos serios de Eduardo y le saludé con la mano, en plan comedia americana:

—¡Enseguida soy con usted, mister Frivoly!

—¿Con quién hablas ahora? —me preguntó la señora del chaleco de lentejuelas, que evidentemente estaba algo trompa.

—Con William Powell.

Eduardo me contestó con una sonrisa tensa, parecida a la que traía en el coche. Se ve que mi nueva actitud le desconcierta. Estaba con una chica pelirroja bastante guapa, que también me había llamado la atención el día del cóctel, porque presenta un programa en televisión. Los dos tenían platos de comida en la mano. Se desplazaron de las cercanías del buffet y se orillaron hacia la puerta de la terraza.

El buffet, con sus faldones de sábana y su exhibición de manjares en tecnicolor, unos fríos y otros calientes, estaba instalado a la izquierda del inmenso living, y era lugar de frotación, como un abrevadero al que se acudía a repostar euforia. A eso de la medianoche, la gente se aglomeraba ante él ya sin rebozos. Le dije a la señora del chaleco de lentejuelas que si no le recordaba aquello al metro en hora punta y ella se rió mucho —se reía por casi todo—, pero me confesó que en el metro no montaba desde el día que asesinaron a Carrero Blanco, de esas cosas que se te quedan en la cabeza, y es que se enteró por la calle de Velázquez y le daba un miedo cerval andar por la superficie. Más de quince años ya. Ahora da miedo el metro, lo de arriba y todo, ¡qué hampa! Iba peinada con un moño muy historiado de trenzas y tenía un tic de parpadeo algo inquietante. Pero no era fea ni mucho menos. Le calculé unos cincuenta años. Me di cuenta de que no se encontraba muy feliz allí y de que estaba deseando pegar la hebra con alguien.

—Y tiene que venir más gente —comentó—. Algunos vendrán a la salida de los espectáculos o de otro compromiso. La movida de Madrid, el mogollón, ya sabes lo que son los viernes.

Gente, desde luego, no paraba de llegar. Yo cada vez que veía a la tal Aglae pasar porteando abrigos y chaquetas hacia las habitaciones del fondo, echaba una mirada escrutadora hacia el grupo de los recién llegados. ¿Vendría Mariana? Al fin y al cabo, a mucha de esta gente la conoce ella, fueron los comparsas del otro día, los adornos de espejo alrededor de la gran liebre blanca.

Pero los prodigios es difícil que se den dos veces seguidas. El que sale de caza nunca verá dormir a la liebre en el erial, claro, ¿cómo se me podía haber olvidado eso, después de darle tanta coba? Reaccioné cuando me dijo la señora del chaleco de lentejuelas que por qué miraba tanto a la puerta, que si esperaba a alguien. Le contesté con toda convicción que no y dejé de estar al acecho, es decir de esperar a Mariana. A cambio, me fijaría mejor en todo y le podría escribir deberes divertidos sobre los comparsas. Fue cuando decidí empezar un cuaderno de limpio. Cuanto más chocante sea lo que se mira, mejor. Pero bueno, ¿y aquel cuadro?, si era casi del tamaño de Las Meninas, ¡cuántos huevos fritos desperdiciados!

—Eres más rara que un perro azul —me dijo la señora de las lentejuelas—. ¿De qué te ríes ahora?

—Estaba mirando ese cuadro grande, y por ahí me he puesto a pensar en otras cosas, en lo que es pintar algo y lo que es no pintar nada. O sea, en vez de decir: «Estoy como un pulpo en un garaje; ¿qué pinto yo aquí?», te pones a mirar con atención y ya estás pintando más que nadie.

—¡Chica, qué trabalenguas! ¿Y ese cuadro te gusta? A mí te diré que nada. Es de Gregorio.

—Ya, no hace falta ser ningún ojo de águila.

Me puso la mano en el hombro y su risa se volvió confidencial.

—Todo lo que pinta es lo mismo. Pero si te fías por los títulos, te despistas, dices: será que no he entendido yo. ¿Sabes cómo se llama ése…? «Transformación geométrica con orgasmo», de verdad, me lo ha dicho él antes, y que es su mejor cuadro, que no lo vende ni por tres kilos. Por cierto, ¿de qué conoces a Gregorio?

—Me arregló un cuarto de baño. Mis hijos lo llaman El Escorial. Al cuarto de baño, quiero decir. Pero también se podría titular «Transformación geométrica sin orgasmo», ahora que lo pienso.

La señora aquélla se mondaba de risa, y yo también empezaba a estar de buen humor. Pasó un camarero con copas y cogimos dos de champán.

—Oye —dijo ella—, si no esperas a nadie, yo he venido sola… Me llamo Daniela. ¿Y tú?

—Yo Sofía.

—Estoy un poco trompa. Eres muy guapa, ¿por qué no te maquillas?

—No tengo costumbre.

—Yo, desde que me dejó Fernando, me pinto como un coche. Pero luego, como siempre acabo llorando, se me corre el rimmel. ¿Por qué brindamos? Inventa algo, que se te ve lista.

—¿Te parece bien por los comparsas?

—¡Por los comparsas, eso mismo! ¡A trago matased! —exclamó Daniela levantando su copa.

Se la bebió de una sentada. Luego se le agudizó el tic de los párpados, dijo que la vida era un asco y se empezó a poner un poco patosa.

No dejaba de circular gente con platos de comida en la mano. La habitación, de pronto, me pareció un hangar enorme, y me acordé de que le he oído decir a Lorenzo que ése es el último grito en Nueva York. Los arquitectos de vanguardia se han dedicado a reformar naves y almacenes medio derruidos en el barrio de Soho, y la moda es que sobre mucho sitio por todas partes, alguna columna en medio, desnudez ambiental y vivir como en un garaje. Como un pulpo en un garaje, vamos. Se me ocurrió que podía ser una idea bonita para un collage. El garaje de Gregorio Termes lleno de pulpos pequeños de colores, entre dos más grandes flanqueando los extremos, uno en plateado con mi cara y otro en dorado con la cara de Eduardo. Las caras las recortaría de fotos de carnet. Podía quedar precioso. «Pulpos en un garaje». El champán se me subía poco a poco y el pulpo-Eduardo me seguía mirando a veces desde lejos, intrigado, como si me quisiera controlar. Pero no se acercaba. No se atreve.

Ya venía reservón en el coche, callado, mirándome de reojo, porque desde hace unos días le pasa lo que a Consuelo, que no entiende lo que me ronda por la cabeza. Le había extrañado que aceptara inmediatamente la idea de acompañarle a conocer el chalet de Gregorio Termes, dando muestras incluso de cierto entusiasmo. Y lo comprendo. De dónde me iban a haber pillado a mí hace unos meses en un festejo así. Habría puesto un pretexto y él no habría insistido, eso seguro. La depresión que se me acentuó a raíz de la reforma del cuarto de baño —aunque ya la venía padeciendo de mucho más atrás en modalidad de desgana generalizada—, le ha debido dar pretexto últimamente para hablar de mí como «la pobre Sofía», dejando traslucir mi edad crítica y mi incapacidad de adaptación al medio. No sé, el caso es que si me invitan con él a algún sitio es por cumplir; deben pensar que estamos medios separados. Y aunque yo, desde luego, por pura apatía, haya dado pie a esa interpretación, anoche me pareció entender que él la fomenta entre sus nuevas relaciones. A mí nadie me preguntó nada, pero sí me miraban bastante. Al fin y al cabo las pobres Fefas y las pobres Danielas son moneda corriente, y como tampoco se estilan las presentaciones, depende de cómo se lo tome cada cual; el que se sienta desplazado será más bien por cosa de su carácter. Eso ya lo noté en el cóctel, que fue también multitudinario. Claro que allí se me apareció Mariana, y quién iba a fijarse en otras minucias, me fijo ahora. Todo se va posando. Yo anoche, para usar la jerga de Consuelo, iba decidida a romper pana.

La cena, según me dijo Daniela, la habían encargado a un restaurante muy famoso, que la trae a domicilio con dos camareros incluidos, uno para atender el buffet y otro para ir pasando bebidas.

—Y luego ellos mismos lo recogen todo, se termine a la hora que se termine. Lo que le habrán cobrado, fíjate, un pastón. No bajará del kilo y medio…, ¿qué digo…?, más. Y Fefa en su casa llorando, como si lo viera. En cuanto dejan a la santa esposa, se desmadran. Él vuela muy alto.

El adjetivo de informal aplicado a este tipo de cenas no se refiere, por lo tanto, ni a una improvisación ni a que se haya reparado en gastos. Yo creo que, de referirse a algo, se refiere a la incomodidad. Todo lo que nos dieron estaba buenísimo, y lo mismo la vajilla de porcelana negra y perfiles octogonales como los cubiertos con mango de cristal opaco apilados en el buffet, seguro que serían de dibujo exclusivo. Pero lo malo es que luego, cuando has logrado llenar el plato, esquivando codazos, no sabes si tomarte aquello sentado o de pie. Lo informal consiste en ese deambular por el garaje, entre otros pulpos acuciados por el mismo dilema, a la busca disimulada de un rincón medianamente confortable.

En casa de Gregorio Termes, todos los asientos que hay, en una gama de colores del lila al verde manzana, están bastante lejos unos de otros y son muy bajos, de esos que como te sientes, te hundes sin remisión. Y las mesas —que tiene muchas, aunque cabría holgadamente otra docena—, además de ser también muy bajas y estar, a su vez, lejos de los asientos, es que no sirven para apoyar nada por culpa de las revistas, colecciones de cajitas, fotos enmarcadas y pesadas esculturas abstractas que las atiborran. El camarero pasa recogiendo copas vacías y ofreciendo otras llenas, pero el problema de asentar el plato y la copa no te lo resuelve nadie. O sea, que mucha gente se mancha, claro. Es natural.

Me dieron ganas de preguntar dónde estaba el teléfono y llamar a Encarna al refu sólo para decirle: «Oye, ¿sabes que estoy en una casa de mesitas, de esas donde no se puede apoyar "libro, copa, cenicero, ni aun triste codo" como dices tú?», y para oír cómo se reía. Porque me hacía falta el calor de una risa cómplice. Pero luego pensé que igual la pillaba de humor «atra» o lo más probable todavía, siendo viernes por la noche como era, no la pillaba en casa ni «atra ni contra ni sin sobre tras» que era, por cierto, otro de nuestros trabalenguas surrealistas. De todas las cosas que puede uno llegar a hacer solo en la vida, reírse es la más difícil. Por lo menos a Robinson siempre lo pintan serio, hasta que llegó viernes. «Bueno —me dije mientras me servía otra copa—, hoy tengo un viernes robinsón». Pero tampoco conseguí reírme.

A eso de la una salí a la terraza, huyendo de Daniela, que ya estaba grogui. Me había referido con toda clase de pormenores las faenas que le había aguantado a su exmarido, del que, por otra parte, juraba y perjuraba que le importaba un rábano. Pero estaba insegura sin él, no se divertía en ningún sitio. Yo le pregunté que si se divertía antes y me dijo que tampoco, pero que había pasado por carros y carretas, y que vale mejor una dicha pagada con llanto. Esto lo dijo canturreando, con música de bolero, y desafinaba notablemente, porque las lágrimas le quebraban la voz. Había caído en el error de sentarme con ella en uno de aquellos sofás bajísimos y no sabía cómo levantarme. Era complicado de por sí y además la cabeza de Daniela, apoyada al final de mi hombro, dificultaba el propósito. El rimmel, como ella misma vaticinó, le empezaba a dejar regueros negros por las mejillas, parpadeaba neuróticamente y el moño lo tenía medio deshecho. Insistía en que yo era muy buena y muy guapa y en que nos teníamos que ver más.

—Oye, ¿a ti también te trata la doctora León? —me preguntó de repente.

—A mí no. ¿Por qué?

—Como el otro día hablabas tanto con ella.

—Es que fuimos compañeras de instituto.

Se puso a hablar de Mariana en términos contradictorios. La necesitaba, no podía vivir sin ella, pero era odiosa. Siempre inalterable, siempre por encima de todo, fría como un témpano, no sabía lo que era una pasión, y con Fefa igual, Fefa decía lo mismo.

Sentí como una cuchillada intempestiva en las vísceras al acordarme de la reacción que tuvo cuando yo me enamoré de Guillermo. Creí que tenía enterradas estas heridas tan antiguas. Y todo el edificio de mi vida se tambaleó. Daniela seguía con su discurso incoherente y me acariciaba los hombros con una mano, mientras con la otra asía débilmente sobre su regazo un plato con restos de comida. Hablaba de las relaciones de odio-amor y de su viaje de novios. Decidí no beber más y darme una vuelta por la terraza.

—Quita un momento, por favor, Daniela. Y dame ese plato, que te lo llevo al buffet. Te estás poniendo perdida —dije con voz resuelta.

Y al levantarme noté que las piernas las tenía entumecidas y que la cabeza me daba vueltas. Pero también que era como salir de un pozo. Daniela lloraba con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón.

—Perdóname, pero vuelve, Sofía. No me dejes sola —dijo con los ojos cerrados—. A mí ya no me quiere nadie.

Me crucé con Gregorio.

—¿Qué le pasa a Daniela? —me preguntó, mirando hacia el sofá—. ¿Se te ha puesto en plan tortolita? Ahora le da por las señoras.

—No, es que ha bebido mucho. Lo debe pasar mal.

—Voy a ver quién la lleva. O si no que se acueste. Siempre el mismo número. Es una plasta. ¿Buscas a tu marido?

—No especialmente.

Gregorio me miró con una mezcla de atención e intriga.

—Oye, tú has mejorado mucho desde que te conocí —dijo.

—¿En qué?

—No sé. Estás como más suelta.

—Pues el buey suelto bien se lame.

—¡Qué chula!

—Ya ves. Hasta luego, maestro.

Salí a la terraza, después de dejar el plato de Daniela sobre una bandeja y darme una vuelta por el garaje. A Eduardo no lo vi por ningún lado. Algunos pulpos habían empezado a bailar a los sones de una música estridente. Otros, los más, seguían hablando de dinero y de los negocios que tienen éxito.

Se oían bastante las palabras tema, problemática, cotización, proyección de futuro, coyuntural y obsoleto. Pero sobre todo kilos. No kilos de filetes, ni kilos de oro, ni kilos de papel, kilos de nada, una masa informe, pastosa y marrón en la que se chapoteaba compulsivamente, que pringaba hasta los ojos, kilos de mierda.

Por unos escalones que había en la terraza se bajaba a un espacio ajardinado con piscina iluminada en medio. Se había quedado una noche muy agradable y unas nubes delgadas navegaban oblicuamente entre las estrellas. Suspiré hondo. A veces nos olvidamos de lo bueno que es suspirar. Algo aflora a través del maquillaje del alma. Es una necesidad física de tregua, como bajar el telón para empezar otro acto. Y contener el suspiro puede proporcionar trastornos.

Estaba empezando el mes de mayo. Me senté junto a la piscina, me acordé de Mariana y me eché a llorar desconsoladamente.