7 de mayo, camino del Sur
Querida Sofía:
Está anocheciendo y te escribo sentada en un compartimento de coche-cama, mientras al otro lado de la ventanilla se suceden barriadas modestas, cementerios de coches, huertas, fábricas, desmontes, vertederos de basura y chatarra y esos grupos de chabolas que se van desplazando cada día más allá, propagándose como los labios de una llaga, a medida que los especuladores del terreno baten en retirada con sus excavadoras la miseria del extrarradio, como si quisieran negarle la existencia al apartarla de su vista. El sol se estaba poniendo justo al salir de la estación de Atocha, pero todavía quedan sobre las nubes oscurecidas algunos resplandores de color naranja.
Este tren va a Cádiz, pero yo me bajaré un poquito antes, en Puerto Real, meta de mi viaje. Ya he estado otra vez el año pasado y me encontré a gusto. Una amiga mía de sesenta años, marquesa por más señas, tiene allí una casa grande en la calle de la Amargura, de verdad, se llama así la calle, y a mí me ha dado un juego de llaves de esa casa. Ella la habita poco porque no da abasto a desplazarse de acá para allá y tomar decisiones sobre las muchas fincas y negocios que le cayeron encima a la muerte de su padre, un terrateniente andaluz como de novela decimonónica; así que me agradece que venga yo a Puerto Real cada vez que necesite descanso. Dice que mis ojos, al mirar como refugio la casa deshabitada, la limpian de fantasmas y la desembrujan de tanto tedio y rutina como ha albergado. Hasta en una ocasión, bajo los efectos de la bebida, me propuso regalármela, y creo que iba en serio. Pero yo procuré hacerle entender —lo entendió enseguida porque es muy lista, y cuando bebe, más— que en tal caso los fantasmas empezarían a esclavizarme a mí y adiós refugio provisional; yo miro esos cuadros y esos muebles y lo que me gusta es que no me recuerdan nada, que no me importa el precio que tienen ni a quién han pertenecido ni adónde van a ir a parar cuando yo esté en el otro mundo. Silvia se echó a llorar y dijo que me envidiaba, que cómo le gustaría poder mirar así su propia casa. «Para ti es un novio, claro, y para mí un marido enfermo, y ni siquiera le puedo desear la muerte porque eso lo castiga Dios». Se la desea, sí, como a todas las fincas que tiene, pero es un deseo esquizoide, en lucha con los principios de lealtad al patrimonio familiar que le inculcaron desde niña. Esa contradicción entre el arraigo y el desarraigo forma el núcleo de la neurosis que la trajo a mi consulta cuando se quedó sola en el mundo. Unas veces decide que se va a desprender de todo y otras que no se puede desprender de nada, son rachas, y ella lo sabe. Te diré que la relación con gran parte de las personas que trato actualmente me viene por la vía del diván, lo cual a la larga resulta empobrecedor y fatigoso. O, por lo menos, falto de armonía. Pero bueno, dejemos ahora a Silvia; supongo que ya tendré ocasión de volverte a hablar de ella cuando venga a cuento. Ahora lo que necesito es que escuches el mío.
Me voy, como te digo, a vacunarme de mis amarguras a la mismísima calle de la Amargura, trabalenguas que no deja de tener su miga sarcástica. La vida, hasta cuando la vemos más negra, puede ofrecernos estas compensaciones lingüísticas capaces de arrancarnos una sonrisa momentánea.
Más que irme, me largo. Me he liado la manta a la cabeza y he salido de estampía. De momento no pienso en las consecuencias, procuro sacarle placer a la sensación misma de la huida. Veremos lo que me dura, probablemente poco, porque ha sido una decisión a contrapelo de mi propio acuerdo. Siempre que decido hacer un viaje, supedito el proyecto a fechas libres, a compromisos pendientes. O sea, que prevalece la sensatez. Pero lo de ahora es un arrebato, como la espantada de un torero que tira los trastos y echa a correr ante un toro que amenaza con derrotes de muerte. Si has leído mi carta anterior, no te costará mucho entender que ese toro es Raimundo.
Y el caso es que iba todo tan bien; fue de repente. No hace ni siete horas que estaba en su casa, dispuesta a seguir allí con él el tiempo que hiciera falta, me daba igual que fuera una semana como toda la vida si él me lo pidiera, así como suena, y no sabes lo raro que a mí misma me suena ahora, pero era tan feliz.
Es que, no sé, te lo querría contar bien, porque, si no, no lo voy a entender yo tampoco, menos mal que te puedo escribir. Por favor, no te impacientes.
Desde que salió ayer por la mañana del hospital, en un estado de ánimo totalmente distinto del que yo había previsto (lo suyo es salir por registros inesperados), desde que llamó a un taxi y me dijo: «Pasa, vienes conmigo, ¿no?», supe que me estaba abandonando a lo que él decidiera, porque yo no tenía fuerzas para seguir llevando las riendas de nada. Bueno, es que ha sido una semana de infierno. Me sentía como una niña convaleciente de la que alguien, por lógica, se tiene que hacer cargo; y la voz bien templada de Raimundo, mientras se inclinaba hacia delante y le daba al taxista las señas de su casa, invertía radicalmente los papeles de protector y protegido marcados hasta entonces en el reparto. ¡Qué alivio! Recliné la cabeza en el respaldo del asiento y cerré los ojos, segura de que él lo había entendido así. Su primer gesto de pasarme el brazo izquierdo por los hombros ya fue una garantía esperanzadora. Luego, a lo largo del trayecto —un prólogo con más música que letra—, todo fue un crescendo de aciertos.
Yo no hablaba ni casi me atrevía a moverme, me dejaba llevar a ciegas, y él me acariciaba de vez en cuando las manos y el pelo con una delicadeza cargada de electricidad. Acercó los labios a mi oído: «Ferme tes jolis yeux, car tout n’est que mensonge» y ahí ya se me empezaron a escapar las lágrimas que a duras penas estaba reteniendo, porque la voz le salía de ese recinto del alma que tienen tan amurallado las personas acostumbradas a fingir y a defenderse. Era una orden bien dulce, la más apropiada para una niña que ha tenido tanta fiebre, tantos delirios, ¿cómo no obedecer? Así que seguí saboreando con los párpados cerrados la vecindad de quien me había recogido y me llevaba con él, el olor de sus ropas y aquellas caricias que ahora se centraban en un recorrido lento de sus pulgares por el surco de humedad que me dejaba el llanto sobre la mejilla, hasta que vomité todo el miedo y el veneno que se me habían depositado durante las noches en vela en el fondo de los ojos.
No los abrí hasta que, al cabo de no sé cuánto tiempo, le oí decir, dirigiéndose al taxista: «Pare un momento aquí, si hace el favor, que a mi novia le gustan mucho las lilas». Fue como salir de un túnel. Estábamos en la glorieta de Alonso Martínez, ya cerca de su casa, hacía mucho sol y en el paso de peatones había una gitana vendiendo flores. Raimundo vino con un ramo de lilas, y todavía huelen como en aquel momento en que salí del túnel, ahora las pondré en agua para que presidan mi viaje, es lo único que me he traído como recuerdo de las horas pasadas con él en su casa, unas treinta según el reloj, pero yo de esas cuentas no hago caso.
Raimundo vive en un piso disparatado en la calle de Covarrubias. Muchas veces me he quedado a dormir allí. O mejor dicho, a lidiar con sus insomnios, a derrochar energía para convencerle de que vale la pena seguir viviendo, aun a riesgo de perder pie y acabar convencida yo de lo contrario, cosa que ocurría con cierta frecuencia. Solía salir de madrugada y generalmente con la moral por los suelos, cuando él ya había conseguido conciliar el sueño. Le dejaba una nota. Podían pasar días, semanas y hasta meses sin volver a tener noticias de su vida más que a través de amigos comunes. Y esas noticias no siempre me tranquilizaban, ni me eran nunca indiferentes.
Al entrar en el portal, cuando estábamos esperando el ascensor, me miró sonriendo y dijo: «Júrame una cosa, que te vas a olvidar de la doctora León, ¿te apetece el plan?». Y yo, abrazada a mi ramo de lilas, hundiendo en él la cara, recité la primera frase de mi nuevo papel: «No hay nada en el mundo que me pueda apetecer más, oh Raymond». Te parecerá de novela rosa, como me lo está pareciendo a mí cuando te lo cuento. Y también entonces, según oía como entre sueños bajar el ascensor, pensé que esa doctora León tenía resonancias de protagonista de Carmen de Icaza, y que ya no estamos en edad. Pero fueron los últimos ramalazos de lucidez hasta esta tarde. Había decidido meterme en la función.
Las horas que hemos pasado en Covarrubias los dos solos, sin atender al teléfono ni al reloj, entreverando con música, café y poemas algunos ratitos de sueño, sin parar de hablar, de reírnos y de acariciarnos, son una creación de Raimundo, que sólo precisaba de mi asentimiento para tomar cuerpo en ese escenario gastado y renovarlo. Era él quien llevaba la batuta en aquella sinfonía de resurrección dedicada exclusivamente a mí. Notaba que me estaba fascinando y eso le espoleaba sus dotes de improvisación verbal, que desde luego no son pequeñas. Se me olvidó que es un ciclotímico, que hace poco más de una semana le dio por mandarles objetos y muebles a varios amigos en plan recuerdo póstumo, que luego tuve que llevarlo casi en coma al hospital, se me olvidó que ni a él hay quien lo aguante ni en su casa hay quien pare, y se me olvidaron, por supuesto, todos mis compromisos y citas pendientes. Hacía años que no lo había visto así, empleado a fondo en gustarme, en echarle cuento al cuento del coup de foudre entre almas gemelas, tan sabio, tan provocador y deslumbrante que llegué a decirle en un momento determinado «¡Max, no te pongas estupendo!». Era como descubrirlo otra vez, como acabar de conocerlo, pero más, una sensación más intensa todavía, porque aunque lo estaba olvidando todo al precio de entregarme a aquella borrachera, siempre hay algo que a los borrachos se les queda en las entretelas del recuerdo por mucho que beban. Y yo lo único que no podía olvidar era la causa que divinizaba aquella borrachera y la hacía distinta de cualquier otra: que Raimundo había estado a punto de morirse, y que mirar sus ojos negros y fulgurantes era como resucitar con él.
Recobrar siempre ha sido más excitante que cobrar, aunque también más propenso a espejismos. Y por cierto, ahora que escribo esto, me pregunto si no será igualmente un espejismo imaginar que te he recobrado a ti. De todas maneras, bendito espejismo, Sofía, caso de que lo sea. No sabes lo bien que me está sentando pensar en ti como la única destinataria posible de esta carta, que es a su vez mi única tabla de salvación. Y no tengo prisa por terminarla, me pasó lo mismo con la de hace una semana. Tengo toda la noche por delante. Con la ventaja de que hoy no caben interrupciones, porque nadie sabe dónde estoy en este momento. Ni siquiera tú.
* * *
Releo lo anterior y continúo, al cabo de dos horas que he pasado en el coche restaurante. Me había entrado hambre y además comprendí que me estaba liando y que necesitaba una pausa para ordenar la historia que te quiero contar. Tiene demasiadas ramificaciones que no conoces, y no es cosa de caer en el «relato a perdigonadas». Cogí un cuadernito, y según avanzaba de un vagón a otro siguiendo al camarero de la campanilla, se me ocurrió que podía hacer una especie de guión para no perderme y también para que no te pierdas tú. Son rutinas adquiridas en mis viajes a congresos o simposios, aprovechar el avión o el tren para tomar notas sobre una conferencia que llevo sin preparar del todo, prendida con alfileres.
Pero luego, mientras cenaba y veía caer la noche a plomo sobre el campo, lo único que he hecho ha sido pensar en ti, en lo extraño de tu reaparición, y en los incógnitos azares que pueden haber guiado tus pensamientos y tus pasos a lo largo de esta semana. Y también en que la única alternativa que nos cabe a estas alturas es la de perdernos cada una por su lado, sin andar soñando con que vamos a juntar nuestros respectivos perdederos, por mucha noticia que nos demos de ellos. Tu vida, aunque sólo la atisbo a través de una rendija, está claro que lleva un ritmo distinto de la mía. Y es que hemos crecido. Crecer es empezar a separarse de los demás, claro, reconocer esa distancia y aceptarla. El entusiasmo de aquellos encuentros juveniles con personas que despertaban nuestro interés se basaba en que dábamos por supuesta una permeabilidad continua entre nuestra vida y la de ellos, entre nuestros problemas y los de ellos, parecía posible la anexión. Es cierto que aún se dan momentos en que surge esa ilusión de permeabilidad, pero son momentos extraordinarios y fugaces, a los que no se puede pedir continuidad, vigencia permanente. Yo de jovencita —y a ti te pasaba lo mismo— estaba segura de que las gentes que me querían nunca se iban a desentender de mí, que mi vida era indispensable para la suya. Pero, en el fondo, lo que quería es que no me dejaran nunca de necesitar. Pues no. Luego ves que no, y además es mejor que nadie te necesite mucho.
Pensaba con nostalgia en lo fácil que me resultaba escribirte tiempo atrás, cuando no había que hacer un «resumen de lo publicado» cuando bastaba con simples alusiones, con echar mano de un lenguaje común que reflejaba gustos, bromas y emociones comunes. Yo ahora, aparte de que tienes problemas de fontanería, tres hijos y un marido del tipo «ejecutivos al poder», de tus últimos treinta años sé bien poca cosa. Este viaje interrumpe, además, la posibilidad de recuperar una cierta sincronía entre lo que tú me vayas contando y lo que te cuento yo, porque cuando recibas esta carta, sabe Dios el sesgo que habrán tomado tus deberes, caso de que hayas tenido ganas de seguirlos. Se me ha olvidado decirle al portero que me mande el correo a Puerto Real. Bueno, la verdad es que ni siquiera he visto al portero. Me he pasado un rato por casa a meter cuatro cosas en la maleta, a buscar las llaves de la calle de la Amargura y a encargar el billete por teléfono. Ya en el portal, volví a subir para dejarle una nota apresurada a Josefina Carreras, mi suplente. No me ha dado tiempo a otra cosa, perdía el tren.
Y aquí me tienes, bebiendo y pensando en ti, acodada en la mesita de un coche restaurante mientras cae la noche. ¡Qué graciosa eras a los trece años, cuando te peinabas con aquellas trenzas sujetas en lo alto de la cabeza, que tantas veces te deshice y te cepillé, las noches que te dejaban venir a dormir en mi casa de la calle de Serrano! «No os quedéis hablando hasta muy tarde, que luego mañana no hay quien os despierte», decía mamá cuando entraba a darnos un beso. Pero nunca le hacíamos caso, y ella sabía que no se lo íbamos a hacer. Hablábamos incansablemente, en un cuchicheo de cama a cama, ahogando las risas unas veces debajo del embozo y otras notando, aunque estuviéramos a oscuras, que las lágrimas se nos estaban escapando al mismo tiempo. Hablabas sobre todo tú, tus palabras despegaban hacia exóticos territorios de ficción, decías que la noche te soltaba la lengua. Y la noche, como todo lo que nombrabas, se convertía en personaje de cuento. Era el duendecillo Noc, lo sentías revolotear con sus alas irisadas y negras, bajar dulcemente hasta ti, hasta tu boca abierta, y meterse en tu cuerpo; te desataba los lazos de la lengua, irrumpía casa adentro por los pasillos de los pulmones, del corazón y de los intestinos, y notabas cómo a su paso iba apagando los interruptores que dan calambre y encendiendo los que dan luz de luna. Y en todos tus cuentos había luz de luna. Te gustaba, más que nada, fabular situaciones de futuro, enriquecidas con tantos detalles, que oírte era como leer una novela. Un tema recurrente en esas historias era el de nuestro reencuentro cuando fuéramos mayores, después de haber estado largo tiempo separadas por circunstancias de la vida. Tanto estas circunstancias como las del reencuentro tomaban las variantes más inesperadas, según patrones de novela gótica o de caballerías, que eran los géneros que más nos atraían en ese tiempo. Pero mi vida siempre había sido más peligrosa y más romántica que la tuya, y tan pronto me veía atrapada en un castillo del que me resultaba muy difícil salir, como se provocaba una pelea a espada entre dos de mis amantes, como estaba a punto de tomar un transatlántico para no volver nunca al continente. Y en un momento determinado nos volvíamos a encontrar, variaba el paisaje pero había siempre luz de luna, y yo te contaba una historia muy larga que luego tú te ponías a escribir. «Porque yo soy Per Abat —decías—, el transcriptor del Poema del Cid». Y era una risa oír cómo ahuecabas la voz para dar teatralidad a ese personaje borroso del pasado, que acabó convirtiéndose en tu mote. «Anda, cuéntame un cuento, Per Abat».
Por eso me sonreía en el coche restaurante. ¡Qué gusto que hayas resucitado, mi buen Per Abat! Date cuenta de una cosa, de que en el fondo soñábamos con lo que nos está pasando, ¿cabe mayor felicidad? Solamente prestamos atención a lo que ya vivimos o a lo que esperamos vivir; a lo que nos está pasando casi nunca le hacemos caso, contamos con ello como algo normal. Pero no es normal, Sofía, no es nada normal lo que nos está pasando. Una carta tan especial como ésta nunca habrías sabido inventarla para adornar tus versiones de futuro, y sin embargo, ¿a que te habría encantado leerla? Pues ya ves. Va dirigida, en realidad, a la niña de las trenzas, para su archivo.
Y por ahí derivé a pensar en lo enredoso de cualquier empeño de escritura que pretenda coherencia sin renegar de lo anacrónico, y en lo que dijiste de los espejos rotos, y en la relación que guarda el argumento de un mensaje con la situación del que lo recibe, y en Roland Barthes —Le plaisir du texte—, en fin, un absoluto pire que me hizo olvidarme de Raimundo.
Porque es que además, fíjate, ¡hace un rato hemos pasado por Aranjuez, mi buen Per Abat! ¿Se puede pedir más? De repente la excursión que hicimos juntas a Aranjuez el otoño anterior al ennegrecimiento de nuestro oro se convirtió en polo magnético de todo el discurso interior que se me venía desbaratando. Ya ves qué momento para pasar ahora por Aranjuez, una peregrinación en plan conmemorativo no podría venir mejor traída ni más a cuento.
Fue allí donde te hablé por primera vez de Guillermo, ¿te acuerdas?, donde empezamos a ser dos y no una, a crecer. Los resplandores de esa tarde a orillas del Tajo, después de haber estado paseando por los jardines reales, coinciden con los últimos brillos de oro puro que nimban nuestra simbiosis de adolescencia, oro en los árboles, oro en las nubes, oro en tu pelo. Y un deseo agudo, casi doloroso de que el tiempo no pasara. Pero tú me notabas distinta y me empezaste a sonsacar. «¿Distinta, cómo?». «Pues distinta, no sé, como si estuvieras metida dentro de un cuadro de la escuela flamenca, con las manos apretadas escondiendo una cosa que no me quieres enseñar». No, no te la quería enseñar. Le daba largas. Me parecía que algo se iba a estropear si abría las manos y te la enseñaba. Y cuando, al final de la tarde, merendando en La Rana Verde, las abrí por fin y pronuncié el nombre de Guillermo, me di cuenta de que mis recelos eran fundados. No me había gustado decirlo; durante una semana no se lo había dicho más que a él en voz baja y secreta, para recibir a cambio el mío, un intercambio de respiración intransferible, insuflado boca a boca, y ni siquiera tú tenías nada que ver con esa historia. Hubo un silencio incómodo, y el nombre de Guillermo se quedó cruzado entre las dos ya para siempre. Hasta entonces nos habíamos dado parte puntual de nuestros escarceos amorosos con absoluta naturalidad, consciente cada una de que lo más bonito era dejárselos compartir a la otra, y en cierta manera aquellos brotes tomaban cuerpo al comentarlos, se inventaban. Pero no. Tú notaste que aquello era otra cosa, sólo por cómo dije el nombre de Guillermo y cómo inmediatamente me retraje. Te quedaste muy callada mirando al río. Luego me preguntaste que cómo era. «No sé, nunca he conocido a nadie como él. No es muy simpático. Tiene cara de lobo». «Me das envidia», dijiste.
Pues ya ves lo que son las cosas, Sofía, también Raimundo tiene cara de lobo. Te lo tenía que haber dicho antes de nada. Y mira por donde, sin necesidad de tomar notas, he reenganchado con la historia.
Ya hace bastante rato que estoy acostada en la litera, con las piernas en pico donde apoyo este bloc de papel avión, la lucecita encendida y la cortinilla de la ventana levantada para ver la noche contra la que se dibujan perfiles fugaces. El duendecillo Noc se me ha metido en la sangre y la luna está en cuarto creciente. Me abandono al traqueteo del tren que me lleva en volandas.
Pues sí, tiene cara de lobo. Y yo creo que eso fue lo que me pasó ayer, ahora lo he entendido, que le vi como por primera vez la cara de lobo y se me fue la cabeza. Porque lo raro es que había dejado de tenerle miedo, y hasta su cubil, del que he renegado tantas veces, que me ha llegado a producir repugnancia, me atraía como una promesa gloriosa de pasión y desorden, como la cueva de un brujo que te está dando a beber elixir de juventud en una pócima amarga. Sí, se me fue la cabeza. ¡Qué gusto! Estoy harta de mantenerla en su sitio, de aguantarla sobre los hombros en equilibrio inestable; se echó a rodar por debajo del sofá, a rebotar contra las paredes, a posarse encima de la librería, y sobre todo a acurrucarse entre las patas de ese hombre lobo que está en su derecho de destruirla o someterla a mutaciones inquietantes, cabeza loca, sí, desaforada, entregada al hechizo de una alimaña antojadiza y cruel. Que hiciera con mi cabeza y con mi vida lo que le diera la gana, con tal de que no dejara de dedicarme todos sus aullidos de placer y de dolor, todas sus miradas, con tal de ser su única presa, de que no volviera a necesitar a nadie más que a mí. En modalidad de copla gitana: «Si tú me pidieras que al fuego me echase,/ igual que madera me consumiría./ Si tú me pidieras que abriera mis venas,/ un chorro de sangre te salpicaría». Y en jerga psicoanalítica de la doctora León: Inmolarse en aras de la discutible felicidad que la disgregación de uno mismo puede proporcionar a otro. Pero no es broma, Sofía, lo malo es que no es broma. ¡Qué condena llevamos las mujeres con esta retórica de la abnegación, cómo se nos agarra a las tripas, por mucho que nos pasemos la vida tratando de reírnos de ella! Yo, aunque me dé vergüenza, te tengo que confesar —porque esta carta va de confesión— que mis ensueños eróticos más secretos se abrasan en el deseo de disolverme en otro, de entregarme a alguien sin reservas para que disponga de mí a su capricho; deseo analizado luego despiadadamente en mis horas de vigilia y amordazado sin más contemplaciones. Porque sé que es una pendiente resbaladiza. Y más que caer en ella lo que me espanta es que alguien lo note.
Pues bueno, ayer Raimundo lo notó. Y supongo que era eso lo que le hacía sentirse tan feliz, tan excitado y seguro de sí mismo. Y también lo que le llevó a cansarse antes de que en mi actitud se reflejara el menor síntoma de cansancio. Tomar la delantera, ¡cuánto gusta! A partir de las cinco de la tarde, sin una transición justificada, la euforia que le producía saberse dueño de la situación empezó a canalizarla por vías más tortuosas.
El antecedente fueron dos llamadas por teléfono entre las que mediaría un cuarto de hora, y a ninguna de las cuales se atendió. Pero Raimundo las recibió de una manera distinta de cómo había recibido todas las anteriores, que o no le habían inmutado o le provocaron comentarios de hartazgo, rematados a veces por la decisión de dejar el teléfono descolgado durante un rato. Luego lo volvía a colgar porque decía que era peor, que la señal de estar comunicando significaba ya de por sí un indicio que podía animar a algunos amigos a presentarse. Se resiste a poner contestador automático.
Estas dos llamadas, sin embargo, sí lo inmutaron, aunque no dijo nada. Lo sumieron en un silencio que presagiaba extrañas mudanzas. Cuando se inició la segunda, insoportablemente tenaz, Raimundo se levantó bruscamente y se puso a pasearse por la habitación. Se acercó al tocadiscos, donde sonaba la Quinta Sinfonía de Beethoven, dirigida por Von Karajan, y la quitó, sin consultarme si me gustaba o no seguirla oyendo. Se quedó de pie junto al teléfono, con las manos en los bolsillos, mirándolo, aunque no lo descolgó. Cuando se hizo el silencio, que para mí fue un enorme alivio, fingió que estaba buscando un libro en esa parte de la habitación. Se demoró bastante. Yo no me atrevía a preguntarle nada. Al cabo volvió a sentarse en la butaca enfrente de la mía. Se acariciaba el pelo voluptuosamente, mirando distraído hacia la ventana. Lo más bonito que tiene Raimundo es el pelo, suave, ondulado y casi completamente blanco. Presume de pelo, sabe que es su primer reclamo erótico.
—Supongo que tendrás que hacer algo —dijo de pronto—. No nos vamos a pasar así toda la vida.
Era un comentario totalmente lógico, pero me pilló desprevenida. Además no me miraba. Seguía acariciándose el pelo.
—Bueno, claro que tengo qué hacer, ya lo sabes, montones de cosas. Pero no me lo recuerdes ahora.
No contestó. Entonces me acerqué a su butaca y me arrodillé sobre la alfombra.
—Raimundo, ¿qué te pasa? No me digas que no te pasa algo. Por favor, mírame.
Me miró, disimulando torpemente su impaciencia detrás de una sonrisa de mal actor.
—¿Qué me va a pasar, mujer? No lo eches todo a perder, no empecemos con interrogatorios.
Bajé los ojos a la alfombra. Estaba muy sucia, incluso había colillas pisadas. A saber el tiempo que lleva Covarrubias sin que entre una mujer a limpiar. Y de repente me sorprendí imaginándome con un mandil y un escobón, abriendo las ventanas y entonando coplas alegres, mientras de la cocina venía un olor a guiso casero, y yo me acercaba a la mesa grande, casi con devoción, a poner en orden los papeles de Raimundo.
—No, es que me pareció que me estabas echando —dije en un tono algo mimoso, sin levantar los ojos de la alfombra.
Estaba empezando a resbalar por la pendiente y lo sabía. Ahora le tocaba a él pedirme que lo mirase, pero se saltó el turno. El cuarto olía a cerrado, a tabaco, a sudor.
—No te echo, reina, quédate si quieres —dijo con voz desenfadada—. Lo único es que voy a salir un rato. Empiezo a sentir un poco de claustrofobia y necesito darme una vuelta. Me imagino que lo comprenderás, ¿no?
—Sí, claro. ¿Te apetece que te acompañe?
—Pues mucho no, francamente. Veo que no lo has comprendido.
—¿Y adónde vas?
—No sé, igual me paso a ver a gente que a ti no te cae muy bien. Seguro que han llamado muchos de mis amigos. Como no has querido que cojamos el teléfono.
Levanté la cara y noté que me ardía. Se me desencadenaron los demonios.
—¿Yo? ¡Eras tú el que no quería saber nada de nadie! Lo has dicho ayer, acuérdate. Que te bastaba y te sobraba conmigo. Raimundo, por lo que más quieras, contesta. ¿Lo dijiste o no?
Se echó a reír.
—Anda, guapa, no me montes un número ahora, que no te va. Si lo he dicho, ¡qué importa!, habré cambiado de opinión. ¡Quién habló! ¿O es que tú no cambias nunca de opinión?
Ahí ya perdí los estribos. Comprendo que los perdí. Los estribos de la dialéctica, en este caso. Conozco muy bien el fenómeno. Consiste en dejar de escuchar al otro, en cargar las baterías de la propia obsesión y dispararlas como contra una pared, sin atender a más razones. Me abracé a sus rodillas, que de pronto se habían vuelto de piedra. Le pedí que no volviera a meterse en la espiral de buscar a esa gente que lo vampiriza para luego burlarse de él, que por Dios no se dejara arrastrar hacia semejante sumidero de dependencia, que son ellos los que le han anulado la voluntad y lo empujan al hoyo. Llegué a hablar de tortuosos manejos. Un discurso típico de madre acaparadora que pone a su hijo en guardia contra las malas compañías. Y, entrándole por ese lado, Raimundo se resabia y empieza hacer extraños, cosa que, por otra parte, es natural. Cada cual se defiende como puede.
¿Sumidero? ¿Manejos? ¿Vampirismo? Por favor, sonaba a serial radiofónico. Me propuso discutir la cuestión en un plano más teórico, y en ese terreno llevaba las de ganar por la sencilla razón de que él estaba completamente tranquilo y yo, en cambio, fuera de mí. Me acusó de subjetividad y falta de perspectiva, rebatió mis metáforas, que le parecían demasiado elementales, y se enredó en una brillante disquisición sobre la cara y cruz de esa tendencia al dramatismo que caracteriza a los españoles y que los lleva a considerar como pecado el derecho al placer. Experimentar emociones peligrosas no tenía por qué significar caer en un hoyo, sino simplemente explorarlo, sobrevolarlo. Aprender buceando en las sombras, no sólo en la luz. Yo le seguía a duras penas. Lo único que captaba era la altivez de su tono y me daba miedo. ¿Cuántas horas harían falta para que se volviera contra él mismo, hecha añicos, esa dialéctica del explorador de ruinas ajenas?
—Además —concluyó—, ¿tú qué sabes de hoyos?
Pues sí, de hoyos sabía mucho, ¿cómo no iba a saber yo de hoyos y de sumideros y de conductos subterráneos?
—Por los libros, claro —dijo él.
—¡Por los libros y por vosotros que me lo contáis!
No hay mayor torpeza que repetirle en voz alta a un paciente los mismos argumentos que en alguna ocasión él pudo haber empleado para poner en evidencia sus propias contradicciones. Un buen psiquiatra tiene que hacer como que no recuerda ninguna confesión de las que brotaron en sesiones anteriores, fingir que no existieron. Pero a veces no se puede. ¿Por quién sino por Raimundo me he enterado yo de que se mete a sabiendas en callejones sin salida, de que se mezcla con personas que ni le entienden ni le llegan a la suela del zapato? Y encima ni siquiera siempre se ve guapo en esos espejos de alquiler, son como los espejos deformantes del callejón del Gato, él mismo lo ha dicho con esas palabras, no viene en ningún libro de los que yo estudio. Si no quería que me hubiera enterado de los detalles de este proceso que acaba convirtiéndolo en un guiñapo, no habérmelo contado en cientos de versiones ni haberme llamado en su ayuda cuando se ha visto por los suelos. Yo no tengo la culpa de tener buena memoria.
Se lo solté todo a borbotones, sin método ni cautela, casi gritando, como si se estuviera prendiendo fuego a la habitación y fuera yo el único testigo capaz de ver subir las llamas y de pedir socorro. No podía tratar aquello en plan teórico, que no me pidiera eso, porque no.
Los ojos de Raimundo se fueron ensombreciendo hasta adquirir un tinte casi de ferocidad. Una mirada que ya conoce bien la doctora León y que a veces, a base de tacto y paciencia, ha conseguido desactivar. Pero la doctora León no estaba, no me podía echar una mano. Se habría avergonzado de verme allí derrotada sobre la alfombra, disparando argumentos mal enhebrados, perdiendo pie, abrazándome angustiada a las rodillas del hombre lobo.
—¡Volverás a las andadas, pero entonces a mí no acudas, ya te lo aviso, Raimundo! ¡Tendrás que salir tú sólo de la caverna, te lo juro por Dios! ¡O buscarte otro psiquiatra que te saque, y no te será fácil encontrarlo!
Se desprendió de mí y se puso de pie.
—¡Basta, Mariana, ya está bien! Recapacita un momento, cuando se te pase el ataque, y dime quién está aquí de psiquiatra, ¿tú o yo?
El colmo. Aquello era ya tocar fondo. Comprendí que había que levantarse del suelo y tomar una determinación. Pero no tenía fuerzas. Ahora él había vuelto a acercarse. Vi sus botas cortas de ante que se paraban a poca distancia de mis rodillas, los pantalones de terciopelo gris ceñidos a la pantorrilla recta. Me rozó brevemente el pelo con la punta de los dedos.
—Es que a veces, niña, para que te enteres, los psiquiatras necesitáis de un desequilibrado que os abra los ojos —dijo en un tono superior y condescendiente, bien distinto del que usó en el taxi para pedirme poéticamente que los cerrara.
Escondí la cabeza entre los brazos y la apoyé en el asiento que él había dejado vacío, tratando de evocar el aliento cálido de aquella voz que me susurró al oído: «Ferme tes jolis yeux, car tout n’est que mensonge». Cerrar los ojos. Dormir. Todo es mentira. Todo.
—Estás muy cansada, se te nota —dijo Raimundo—. Lo que te convendría, te lo digo de verdad, es pasarte dos días enteros durmiendo. Pero, en fin, haz lo que quieras. Yo me voy a lavar la cabeza. Tengo el pelo asqueroso.
No contesté. Sus pies volvieron a alejarse de mi campo visual. Oí que sonaba el teléfono y que él lo cogía enseguida. Entonces levanté la vista y agucé la atención. Hay media pared de librería dividiendo el cuarto y el teléfono está al otro lado, de manera que le podía escuchar sin que nos viéramos las caras. Pero la expresión de la suya, a juzgar por el tono de la voz, debía ser de profundo júbilo. Hablaba bajo.
—¡Salve, hombre! ¿Qué pasa…? ¿A mí? A mí nada, me encuentro más en forma que nunca… En plan ave fénix, sí, un cambio de piel… ¿De verdad? No halagues mis bajos instintos, honey… Pues solo… Sí, en serio, estoy solo, ¿por qué…? Ah, ya te entiendo.
Me levanté sin hacer ruido, cogí el bolso y el ramo de lilas y me dirigí de puntillas hacia la puerta. Aún alcancé a oírle decir, ahora más susurrado:
—¿Estás en casa…? Es que me has pillado en la ducha, no hay más misterio que ése… Sí, claro, desnudo… Anda, calla… Te llamo dentro de diez minutos… Que sí, palabra… Palabra de monstruo, sí… ¿Qué dices?
Salí silenciosamente, sin dar portazo, con los gestos lentos y cronometrados del ladrón furtivo de las películas, y, una vez fuera del recinto amenazador, eché a correr escaleras abajo como alma que lleva el diablo, despeinada, con las mejillas ardiendo.
No sé lo que pensaría Raimundo al volver y no encontrarme. No sé lo que habrá sido de él ni si habrá llamado o no, ni a quién estará dedicando esta noche de brisa tibia la letanía gloriosa de su resurrección. No sé nada ni quiero imaginármelo.
Eran la seis y cuarto y hacía una tarde muy buena. Anduve bastante rato por la calle sin rumbo fijo, tropezándome con la gente y haciendo eses, como cuando se sale de la montaña rusa. Luego me acordé de que apenas habíamos comido y en cambio no habíamos parado de fumar y de beber. El mareo podía venir de eso. Y de la falta de sueño.
Me metí en un bar de la plaza del Dos de Mayo, pedí un café en la barra, y nada más caerme en el estómago me entró un sudor frío, me dieron arcadas y tuve que salir pitando para el servicio, con la boca tapada por un pañuelo.
Las lilas las había dejado en el mostrador, y volverlas a oler después de la vomitona me dio la ilusión de un cierto restablecimiento. Pero en el espejo que había detrás de las botellas me vi una cara muy pálida y además me notaba las piernas como de trapo, casi no me sostenían. Me acordé del poema de Poe: «Nunca más, nunca más».
—Me voy a sentar un momento en aquella mesa, oye —le dije al camarero.
—¿Te llevo otro café?
—No, un vaso de agua, por favor.
Cuando me lo trajo, yo había apoyado la cabeza contra la pared, y miraba con los ojos entrecerrados las figuras que se movían perezosamente fuera, al otro lado de la ventana. Trataba de respirar hondo y de concentrarme en la decisión de no montar una escena de llanto, decisión fluctuante, como todos los humores y jugos de mi cuerpo en aquel momento. El camarero dejó el vaso de agua encima del velador y se sentó a mi lado con total naturalidad. Era un chico delgado, muy guapo, con pelo afro. Llevaba un pendiente en la oreja izquierda. Yo seguía oliendo las lilas de vez en cuando.
—¿Cómo va la cosa? —me preguntó sonriendo—. Estás muy pálida.
—Se pasa, gracias.
—¿Es lipotimia o mareo de coco?
—Pues serán las dos cosas. ¡Yo qué sé!
—¿Y ahora te montas el pire a base de jarabe de lila? Pero venga, tía, no llores. Bebe agua, anda. El pulso lo tienes bien.
Me había cogido la muñeca, no me la soltaba y estuvimos así un rato sin hablar. No me resultaba violento ni llorar ni sentirlo tan cerca, atento a mis pulsaciones. Al contrario, me gustaba. La tarde se detenía estática sobre la plaza.
—Oye, ¿y a ti qué te pasa?, ¿qué vas de abstracta por la vida?
—¿Por qué?
—No sé, por cómo lloras, yo es que te veo llorar y alucino. ¿Has visto Casablanca?
—Sí, pero allí no lloraba nadie, que yo recuerde.
—Bueno, da igual, tampoco aquí hay piano; se me ocurre eso porque has entrado como Ingrid Bergman buscando al Humphrey. ¿O no? Eres demasiado. Te veo en blanco y negro.
El local estaba casi vacío, sólo había tres chicos en la barra, pero no nos miraban. Me sequé las lágrimas con la mano libre.
—¡Tino! —llamó uno de ellos—, ¿me pones otro cubata?
Tino se levantó y me dio un golpecito amistoso en la rodilla.
—Te dejo para que pienses en tus cosas. Pero no te comas el tarro. ¿De verdad no quieres otro café?
—De verdad, si además me voy a ir enseguida.
—Quédate lo que quieras. Tú tranquila. Y hazme caso, no te comas el tarro, que no vale la pena.
—Gracias. Tienes razón.
Me quedé un ratito arropada por aquella gente desconocida y me iba encontrando cada vez mejor. Sí, era como una escena de cine en blanco y negro. De vez en cuando, Tino me miraba desde la barra y yo le sonreía. Cuando me levanté para pagarle, no me quiso cobrar, dijo que allí los vómitos los daban gratis. Arranqué un ramito de lilas y se lo alargué. Me miraba fijamente al cogerlo, y, sin dejar de mirarme, se inclinó hacia mí a través del mostrador.
—Oye, ¿no has salido tú en la tele hace cosa de una semana hablando de la movida de los drogotas?
Los otros lo habían oído y me miraron también.
—¿En la tele? Yo no. Sería otra.
—Pues se parecía a ti un montón —dijo uno que llevaba una cazadora de tela vaquera con un tigre estampado en la parte de atrás.
—Ella es mucho más guapa —dijo Tino—. Es una tía total. ¿A que ligas de espaldas?
—Bueno, también es que las lilas le dan un toque guay dijo el del tigre.
Me despedí muy recuperada y con la promesa de volver otro día. ¡Qué bien se está a veces en los bares de Madrid a media tarde!
Al salir de aquél y enfilar la calle de Ruiz, me iba diciendo para mis adentros, mientras recuperaba el ritmo de mi habitual caminar, que ni Raimundo ni nadie se merecen un mareo de coco, que cada palo aguante su vela, que más pierde él y que no hay derecho a que me traiga arrastrada por la calle de la amargura. En ese momento fue cuando se me presentó a la imaginación, como dentro de una nubecita de tebeo, la casa de mi amiga Silvia en Puerto Real. Al llegar a la Glorieta de Bilbao, cogí un taxi. Poner tierra por medio, largarse, ¡qué maravilla! A la amargura con lo amargo.
Y hacia allá me dirijo, rumbo a la calle de la Amargura. Ya veremos lo que pasa.
Pero mira, en una cosa tenía razón Raimundo, por mucho que me doliera oírselo decir, que es lo que más me dolió. Ya era hora de que me enterara y de que se me bajaran los humos. Yo estoy necesitando de un psiquiatra más que todos mis pacientes juntos. Y si no, que te lo digan a ti, mi buen Per Abat. Menos mal que has aparecido, que puedo imaginar que me escuchas.
Son las tres y me está entrando sueño. Voy a apagar la luz y a darle coba a la idea de que vas durmiendo en la litera de arriba. Me encuentro muy a gusto.
Buenas noches, donde estés.
Te volveré a escribir desde Puerto Real.
Te quiere mucho,
Mariana