III. SE INICIAN LOS EJERCICIOS DE COLLAGE

Eran las cinco y media. Llegó Amelia vestida de azafata y con un maletín en la mano. Venía de Colombia. Se ha cortado el pelo. Ni la esperaba ni la había sentido entrar, así que me quedé un poco cohibida de que me encontrase encerrada en el cuarto que sigue siendo suyo, a pesar de que ya pocas veces se queda a dormir aquí. A mí es el cuarto que más me gusta de toda la casa, y a veces pienso que se lo estoy vampirizando. Pero ella nunca me ha dicho nada, al contrario, parece que lo considera natural. Se acercó a la mesa sonriendo. Me quité las gafas enseguida. No disfruto de un beso si me lo dan con las gafas puestas.

—¿Qué hacías, mamá?

—Nada. Enredos. Hoy me ha dado el pronto por dibujar, me entraron ganas desde que me desperté, ya ves tú. ¿Te molesta que te haya cogido la caja de acuarelas?

—No, no, me encanta. Las cosas se pudren metidas en un cajón, tú lo dices siempre. Yo, ahora, como no dibuje nubes… Pero qué bonito y qué raro, ¿no? ¿Qué es?

—Se titula «Gente en un cóctel». Es un poco en plan collage. Ahora le voy a pegar por todas partes triangulitos de papel de plata, como si fueran trozos de espejo. ¿Ves? Los estaba recortando del forro del Winston.

Se había quedado de pie detrás de mí y me posaba una mano en el hombro. Se la acaricié con la mía.

—¿Y ese conejo blanco que hay en medio? Se parece un poco al de Alicia, ¿no?

—Puede. Pero aquél llevaba chaleco y reloj. Ésta es una liebre, o, bueno, pretendo que sea una liebre. Simboliza la sorpresa, ¿sabes?

—¿Qué sorpresa?

—Pues no sé, la de que hayas aparecido tú ahora, por ejemplo. La sorpresa en general. Pero también puede ser un homenaje a Lewis Carroll. No se me había ocurrido. Si quieres, le ponemos chaleco. Mira, se puede hacer con esta cartulina de rayas verdes y rojas. ¿Qué tal?, ¿se lo ponemos?

Amelia se echó a reír y me abrazó por el cuello.

—Eres un ser tronchante. No sabes lo que me gusta llegar a casa y encontrarte así. Déjame que te saque una foto ahora mismo tal como estás.

Se puso a hurgar en el interior de su bolso grande y atiborrado de objetos dispares. Acabó volcándolo todo encima de una butaca y una vez más me sorprendí de la cantidad de cosas que le caben a Amelia en su bolso. La máquina era una Polaroid, de esas que no dan lugar a la impaciencia por ver el resultado del «clic». La imagen recién captada se va configurando poco a poco ante nuestros ojos, como pasaba con las antiguas calcomanías. A los chicos les hace mucha gracia la mezcla de fascinación y temor reverencial con que me enfrento a cualquier avance de la técnica. La Polaroid ya no es para ellos ninguna liebre blanca. Me pregunto si verán liebres blancas y dónde.

—Extranjero traer collares de abalorios a Gran Jefe Indio —dijo Amelia, al percatarse de mi concentración, a la expectativa del prodigio—, Gran Jefe no temer, no cosa del diablo.

Me vi surgir de la mancha húmeda de aquel rectángulo recién expulsado, como si me abriera paso entre una neblina de color barro, con la barbilla apoyada en las manos y una sonrisa de felicidad que era el reflejo de mirar a Amelia. La luz de la sonrisa se iba acentuando hasta invadirlo todo. También el revoltijo de la mesa quedaba muy bonito, a medida que cada objeto se delimitaba y se iba coloreando: la caja de acuarelas abierta, las tijeras, mis gafas, el cilindro blanco y rojo del pegamento, la cajetilla de Winston, los lápices y la liebre grande campeando en el centro del dibujo. Comprendí que hay que mirar las cosas desde fuera para que el desorden se convierta en orden y tenga un sentido. Todo se entiende y se aprecia de otra manera.

—¡Qué bien he quedado! ¿Verdad?

Amelia se quitó los zapatos y se tumbó en la cama turca.

—Sí, Gran Jefe, pero no tocar todavía. Dedos dejar huella maligna.

Luego bostezó y dijo que estaba cansada. Le salía una voz mimosa de principios de gripe, de niña que no quiere ir al colegio y remolonea.

A pesar de que es la única que se gana la vida —porque los otros dos no llevan trazas—, sigue siendo la más pequeña y no le da vergüenza que a veces le salga esa voz conmigo en momentos de flojera. Le pregunté que si se iba a quedar a dormir y se tapó la cara con el antebrazo. Dijo que no sabía nada, nada de nada, en un tono de desaliento veteado repentinamente de impaciencia que cerraba la entrada a más preguntas. Hasta hace poco, cuando no andaba por el aire, vivía por Chamberí en el piso de un amigo suyo que se dedica al cine. Yo no lo conozco. Encarna dice que es muy guapo y que Amelia está enamorada como una loca, a estilo antiguo. Pero, según parece, ahora no están en buenas relaciones, lo de siempre, los celos. También me lo ha contado Encarna.

Me puse a recoger la mesa, que estaba hecha un verdadero lío. No quería que se me perdieran los triángulos de espejo y los metí en un sobre.

—¿Hay algo de comer? —preguntó Amelia—. Estoy un poco harta de comidas de plástico y zumo sintético de naranja.

—Voy a ver. Tú quédate ahí relajadita, que ahora te aviso. ¡Qué gusto que hayas venido!

Fui a la cocina. Daría, la asistenta, había tenido que ir al médico porque anda algo pachucha. Me puse a recalentar una cazuelita de bacalao a la gallega que había sobrado de ayer, y estaba empezando a sacar ingredientes para preparar una ensalada imaginativa cuando oí los pasos de Amelia por el pasillo. Asomó la cabeza. Llevaba unas prendas de ropa al hombro.

—Pon la mesa en la cocina, mamá. Me voy a dar una ducha y a cambiarme, a ver si me despejo. ¿Puedo usar El Escorial?

—Sí, claro. Tienes toallas limpias en el vestidor, en un mueble nuevo que verás a la derecha. Y si traes ropa sucia, déjala en el cuartito de la lavadora.

Enseguida supe que el motivo más urgente de su excursión hacia el fondo de la casa había sido el de llamar por teléfono sin testigos. El aparato que hay sobre la mesilla de nuestro dormitorio está conectado con el del office, y repercuten aquí con un tintineo amortiguado los giros que desde allí se van imprimiendo a la ruedecita para marcar los números. Gran Jefe Indio dejar de atender recogida hortalizas y quedarse a la escucha. Venían como de muy lejos los acordes de aquel tam-tam, sonaban espaciados, reflejando la indecisión del dedo que los dirigía. Marcó cinco veces y luego, tras una breve pausa, se percibió una vibración más seca. Había colgado. No resistía la prueba.

Abandoné mis tareas culinarias y me senté de codos en la mesa, con los ojos fijos en el teléfono blanco colgado en la pared del office, en un estado de total concentración. El corazón había empezado a latirme más deprisa, igual que cuando estoy viendo una película y se avecina una escena de esas que permiten el desdoblamiento del espectador, que le brindan una identificación absoluta con el protagonista. No sólo sabía lo que iba a pasar, sino que lo estaba orquestando yo desde mi asiento, dependía de mí, porque yo era ella.

Ahora necesita recuperar confianza y va hacia el espejo del armario de luna, que le devuelve la mirada soñadora y llena de deseo. Se empieza a quitar el vestido, las medias, los zapatos, todo muy lentamente. «Me gusta ver cómo te desnudas», dice una voz a sus espaldas. El espectador sabe que es una voz en off, porque no hay nadie, pero ella se acaricia los hombros y responde pronunciando un nombre casi imperceptible, secreto. Y, por supuesto, susceptible de transformación según las resonancias internas de cada cual. Guillermo-Guillermo-Guillermo. Se tumba en la cama y enciende un pitillo. «Atrévete —me digo a mí misma—, atrévete», y del desván de la memoria surge una combinación de siete cifras invulnerable a la destrucción. Desde que empecé a luchar contra la tentación de usarla, se me quedó grabada a fuego, a medida que cada número, antes marcado con descuido y naturalidad, se iba convirtiendo en una cicatriz, en un paso hacia el abismo. No sabemos lo que es respirar hasta que la respiración se vuelve dificultosa. Anda, llama otra vez, atrévete.

Había descolgado nuevamente. Esta vez los primeros seis ecos de la llamada se sucedieron más rápido. Luego se produjo una pausa, rematada finalmente por un último tintineo enérgico, que a juzgar por la duración del trayecto debía corresponder a un nueve. Me mantuve a la espera. No cuelgues. No colgó. Se había atrevido. Ahora ya podía desentenderme, el asunto escapaba a mi control.

Me levanté aprisa porque del hornillo encendido venía un olor sospechoso. El guiso de bacalao se estaba pegando. Le bajé el fuego, le añadí un poco de agua y me puse a revolverlo con una cuchara de palo sin convicción, presa de un repentino desfallecimiento.

Tenía el teléfono del office a cinco pasos, podía acercarme y descolgarlo furtivamente, participar como un espía de aquella conversación. Pero no lo iba a hacer, y Amelia estaba segura de que no lo iba a hacer. A mi madre empecé a odiarla desde que supe que me leía las cartas de Guillermo. Hace diez años, cuando murió, me di cuenta de que todavía no había sido capaz de perdonarle aquello. Traté de concentrarme ahora en la ensalada, y encendí la radio para entretener la espera.

Amelia tardó bastante en volver. Yo ya había puesto la mesa hacía rato y estaba abriendo una botella de vino. Siempre se rompen los corchos; lo sé desde el principio que se me van a romper.

—Trae —dijo Amelia—, no seas calamidad. Si es que lo metes torcido. Déjame a mí.

Venía de vaqueros y camiseta color malva con un letrero en blanco donde decía «I’m free». No sé si será tan free como proclama. Nadie lo es cuando se enamora. Noté que no se había duchado, porque ella nunca usa gorro de baño y el pelo lo traía completamente seco. Había estado hablando por teléfono todo el tiempo. Y no parecía haberle sentado demasiado bien.

—Mira que son feos esos uniformes que os ponen, hija. Así estás mucho más guapa, da gusto verte.

—¿Tú crees?

Esbozaba una sonrisa dirigida al sacacorchos, pero se le quebró a medio camino, como tragada hacia un pozo de sombras del que yo no sé nada. Seguramente ella sabe más del mío.

En la radio empezó a sonar la voz de Georges Moustaki:

Votre fille a vingt ans,

¡que le temps passe vite,

madame!

Hier encore elle était si petite…

De pronto, me veía al borde de mi propio pozo, y no quería mirarlo, trataba de resistirme a ese vértigo malsano y capcioso, pero me atraía. La cocina era el pozo, y del fondo surgían como fantasmas movedizos tres rostros infantiles llamándome con voces de sirena, pidiéndome la merienda, tres siluetas confundidas en una que se entrelazaban y bailoteaban a mi alrededor a los sones del clarinete del burro flautista, tirando por el aire cuadernos y cáscaras de plátano. Mamá, mira Lorenzo lo que hace, ¿quién ha roto el tarro de mermelada?, yo no he sido, oye, mírame el cuaderno, no le hagas caso, mamá, mírame, mira qué bien silbo, Daría, cara de arpía, por favor, callaros, mira, Encarna se ha hecho sangre en un dedo, ven, mira-mira-mira. Y mi espejo giraba para dar abasto a todo, yo era un espejo de cuerpo entero que los reflejaba a ellos al mirarlos, al devolverles la imagen que necesitaban para seguir existiendo, absueltos de la culpa y de la amenaza, un espejo que no se podía cuartear ni perder el azogue. No les llagas caso, Daría; venga, sentaros a comer, papá llega enseguida, tocáis a cinco croquetas, ¿sólo?, ¡qué ricas!, ¿las has hecho tú?

Amelia había conseguido sacar el sacacorchos sin que se le rompiera el corcho y se sentó. Tenía una mirada inerte, impenetrable. Era evidente que mi espejo ya no le servía. Dijo que no aguantaba a Moustaki, y cerró la radio.

—¿Por qué has puesto dos platos? —preguntó luego—. ¿Es que vas a comer también tú?

—Sí. Antes no tuve ganas. Me deprime comer sola. Y eso que, a estas alturas, ya me tendría que haber acostumbrado.

Inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho. Porque además no es una verdad absoluta, por ejemplo de la canción de Moustaki hubiera disfrutado más estando sola, muchas veces me encuentro muy a gusto sin tener que estar pendiente del gusto de los demás. Pero ya lo había dicho, y el retintín victimista de las últimas palabras se quedó reptando por las paredes de la cocina como una serpentina negra.

Amelia bajó los ojos al plato y se aplicó a comer en silencio, sin decir siquiera si lo que se estaba llevando a la boca le gustaba o no. A lo largo de una serie de años, que ahora se pierden en la niebla, mi equilibrio mental estuvo supeditado al logro de recetas de cocina apetitosas y de un comentario reprobatorio por parte de los duendecillos reflejados en mi espejo. Son vicios que se pueden quedar crónicos si no se lucha contra ellos. Me negaba a preguntarle a Amelia si estaba bueno el bacalao. Pero lo malo es que cualquier otra pregunta de las que se me ocurrían la rechazaba igualmente. Todas me parecían un remiendo torpe sobre aquel desgarrón de silencio que se iba espesando y se bifurcaba en dos caudales divergentes, el suyo y el mío, cada cual arrastrando su propio aluvión, ensombrecidos por la misma serpentina negra.

Llamaron al teléfono y fui a cogerlo al office.

—Si es para mí, no estoy —dijo Amelia.

No era para ella. Era Consuelo, la hija de Daría, otro de los pobladores de las profundidades del pozo, el más descarado y rebelde. Una pelirroja a quien le vino el periodo a los diez años. Los niños se sentían fascinados por su desparpajo de chica barriobajera. Ahora se alterna con su madre, cuando ella no puede venir a hacer las faenas, y además le pago un tanto fijo al mes para que vaya a adecentar un poco el apartamento donde viven Lorenzo y Encarna, que responde, en léxico familiar, al mote de «refugio para tortugas».

Consuelo habla con acento madrileño muy marcado, salpicado de expresiones de reciente hornada que recoge a diario en la calle, porque, según su madre, si la casa se cae, será un milagro que la pille debajo. Su sueño es entrar en un conjunto de rock, y los chicos la animan porque dicen que tiene madera. Su zona de operaciones es Vallecas.

Me telefoneaba desde el refugio o «refu» como lo llama ella, que tiende al apócope. Tardé en entender el problema que motivaba su llamada, pero eso no me cogió de nuevas. Tiene la costumbre —bastante generalizada, por otra parte— de entrar en materia sin ponerle a uno en antecedentes, en plan «relato a perdigonadas» como Mariana y yo llamábamos en tiempos a este tipo de narraciones donde se ignoran los puntos cardinales del interlocutor y su falta de información previa sobre el asunto, generalmente conflictivo, que le disparan sin más preámbulo.

Esta vez el argumento central parecían ser unos jarrones, que Consuelo daba por supuesto que eran míos.

—Y, como yo he dicho al hombre, que desde el tercero los ha tenido que subir a brazo, eso es de la otra casa, eso tiene que ser cosa de la señora, pero él las señas que trae apuntadas son éstas y el nombre del señorito Lorenzo aunque debajo dice «para Antonio» y yo, claro, como no están ahora ninguno no se lo puedo preguntar, pero desde luego aquí en el refu no pegan ni con cola, y dónde los ponemos, si además es que son enormes, ¿cómo se le ha ocurrido a usted comprar unos jarrones tan enormes?, por cierto que debían ser dos, pero de uno viene sólo el soporte, espere un momento… ¿Cómo dice…? Ah, nada, dice este hombre que a él se los han dado así, que no le líe.

—¿Pero se los ha dado quién? ¿Y cuándo? Por lo que más quieras, Consuelo, explícate mejor, yo no sé nada de esos jarrones.

—Son como chinos, con mucho floripondio.

—Pero ese hombre ¿quién es…? Que no, Consuelo, escucha, que no te estoy preguntando su nombre… no, no, ni tampoco quiero que se ponga al teléfono. Lo único que quiero saber es quién le manda o de dónde trae eso… Sí, de acuerdo, espero.

Amelia había levantado la cabeza del plato y me miró a través del arco que separa la cocina del office.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—No sé, no me aclaro. Una historia barroca de los del refu, ya sabes.

—¡Vaya por Dios! —dijo ella—. Pues a ver en qué para. Si la información viene por radio Consuelo, seguro que se te enfría la comida.

—Bueno, pero te podré hacer un resumen divertido.

—Eso no lo pongo en duda —dijo Amelia, sonriendo por primera vez desde que había entrado en la cocina.

Y siguió comiendo, pero ya no tan abstraída ni tan ausente de mí. Cuando Consuelo reinició sus explicoteos al otro lado del hilo, yo ya estaba mucho más interesada en provocar la sonrisa de Amelia con mis comentarios sobre aquella confusa historia que de entenderla. Hablaba para ella, para ella, para convocar su mirada, que enlazaba con la mía como a través de un puente que se endereza.

—Bueno, a ver. Personajes de la trama —me dijo en cuanto colgué el teléfono y me volví a sentar.

—Un transportista llamado Cayetano Trueba, un señor que vive en la calle Covarrubias, unos jarrones chinos y un tal Antonio habitual del refu que parece ser el destinatario de este misterioso envío. Pero ahora no está allí. No creas que me he enterado de mucho más. Consuelo no es Flaubert precisamente, lo suyo es el rock duro. Confiemos en las dotes narrativas del transportista, que viene para acá, porque, según parece, yo tengo que pagar el porte de esos jarrones. ¿Te sirvo más ensalada?

—Sí, está riquísima. Pero eres tonta, mamá, tú no pagues nada, ¿tú qué tienes que ver? Te tienen comido el coco.

—No creas que tanto. También me hacen pasar ratos muy buenos.

El resto de la comida transcurrió en un clima mucho más distendido, y Amelia llegó a reírse por dos veces a plena carcajada. Las historias del refugio para tortugas siempre han dado mucho juego y a ella le divierten cuando se las cuento en plan comedia de Jardiel Poncela, que he descubierto que es el tono que les va. En cambio la relación directa con sus hermanos —que desde niños formaron un bloque excluyente— se le ha ido haciendo cada vez más difícil con el correr del tiempo, le pone muy nerviosa su desorden y por el refugio va poco, aunque en realidad es de los tres, se lo dejó la abuela en el testamento al morir, y hay sitio de sobra. Cuando ella vivía allí sola, después de morir papá y dividir en dos la casa, lo llamábamos el «c.d.l.» cuarto derecha de Lagasca, creo que el nombre se lo puso Lorenzo. Y últimamente, reunirlos los domingos a los tres para ir a comer al c.d.l. se había convertido en una auténtica caza a lazo. Pero cuando faltaba alguno mamá se disgustaba, y me echaba las culpas a mí, decía que los tenía pocos sujetos, que no me sabía hacer respetar. Me parece mentira que sea la misma casa.

Salieron a relucir recuerdos de la mudanza al «refu» que para mí supone un hito importante en lo que un sociólogo llamaría «dinámica de las relaciones familiares». Pero todo aquel trastorno se convierte en diversión al ser revivido para alguien que entiende sus claves jocosas. Entre Amelia y yo había surgido una complicidad lingüística que nos liberaba de nuestros pozos respectivos, y en medio del erial volvía a dibujarse la liebre rodeada de espejos rotos. Muchísimos. Tantos que no se puede atender a todos a la vez.

Por ejemplo, el fragmento que reflejaba la guarida de Encarna, Lorenzo y sus refugiados eventuales empezaba a quedar desenfocado, tapado por una nube. ¿Qué pasó antes de aquella mudanza? Y ya la luz arrancaba destellos de otro añico de espejo correspondiente a un estrato anterior de la historia. Tengo que atender a este flash back, lo tengo que pegar en el collage, aunque sea con saliva.

La escena se desarrolla en un aeropuerto. Es verano. Yo he ido allí a despedir a dos amigas de dieciséis años que viajan por primera vez juntas al extranjero. Cuchichean en voz baja y excitada, sin hacerme caso, radiantes, ingrávidas, mientras yo recuento los bultos del equipaje y pugno por identificarme con su aventura. ¡Qué ganas me dan de irme con vosotras!, les digo. Soledad me sonríe como por cumplir, pero Amelia ni siquiera me ha oído. Me han expulsado del paraíso, no son ellas las que se despiden, sino yo. Lo noté como una corazonada.

—Se me olvidaba decirte que el otro día llamó Soledad preguntando por ti.

Los ojos de Amelia se encendieron como ascuas y todo su rostro se transfiguró.

—Pero, por Dios, mamá, ¿cómo no me has dicho eso lo primero de todo? Le escribí hace muy poco a unas señas que tenía de París y me devolvieron la carta. ¿Llamaba desde París?

—No, está aquí.

Amelia se puso de pie y tiró la servilleta por el aire como si fuera un cartón de bingo premiado.

—¡I can’t believe it! —gritó—. ¡I am happy! ¿Cuántos días va a quedarse en Madrid? No se habrá ido.

—No creo. Quedó en venir a verme, dijo que tenía ganas de hablar conmigo. Sus padres se han divorciado, por lo visto, así, sin más ni más, una cosa de repente. Bueno, ya sabes que Soledad, cuando erais más pequeñas, me contaba siempre sus cosas. Yo creo que me quería tanto como tú.

Amelia no me escuchaba.

—Parece un milagro, de verdad, mamá. Llevo varios meses pensando en ella sin parar, te distancias por tonterías de gente que ha sido fundamental para ti, a mí me ha pasado con ella, pierdes el rastro de su vida, y de pronto comprendes que no puede ser, esta misma tarde lo venía pensando cuando aterrizábamos en Barajas, yo me muero de tanto como necesito volver a ver a Soledad, sin ella se me cruzan los cables. No sabes que palo cuando me devolvieron hace poco la carta larguísima con todo lo que no le he contado en estos años. Y ahora, fíjate, ¡la voy a ver!, seguro que la veo y es mejor que ninguna carta, que con sólo oírle la voz volvemos a estar montadas en el avión que nos llevaba a Brighton, aquella maravilla de ir subiendo juntas, de mirar las nubes, con lo que me aburre a mí ahora viajar en avión. No sé si te ha pasado alguna vez una cosa así, que de pronto, cuando más lo estás necesitando, hay algo que hace «clic» que te revive, ¿lo entiendes?

Puse una mano sobre la suya, que tenía posada en la mesa, y acaricié brevemente sus dedos delgados y fríos. En el anular lleva una sortija fina con brillantitos que era de mi madre y a mí ya no me cabe. La llevaba puesta la primera vez que Guillermo me cogió una mano.

—Claro que lo entiendo. También a mí me ha pasado. Hace dos días.

Pareció despertar de su arrebato y me miró extrañada.

—¿Que te ha pasado qué?

—Un encuentro de esos de liebre blanca. ¿Te acuerdas de Mariana León? Te he enseñado fotos suyas varias veces, aquella amiga mía del instituto.

Amelia puso una cara neutra.

—No me acuerdo. Me lo cuentas luego, ¿eh?, si no te importa. Voy a llamar a Soledad sin perder más tiempo. ¡Vaya por Dios! Lo siento mucho. Es que estoy tan nerviosa.

Al retirar su mano de la mía con cierta brusquedad, había derramado un vaso de vino.

—Da igual, no te preocupes. Corre a ver si la encuentras, anda.

Me quedé sola, mirando la mancha roja sobre el mantel. Casi enseguida volvieron a sonar los timbrazos amortiguados en el teléfono del office. Ni siquiera puse de pie el vaso volcado, tanta era mi apatía. De pronto no tenía ganas de nada más que de irme. La simple idea de recoger la cocina se me hacía una montaña, y otra todavía mayor esperar a que volviera Amelia y esforzarme por compartir sus emociones. Necesitaba salir, concederme una tregua.

Agarré el cuadernito donde apunta Daría si hay que comprar leche, azúcar o patatas y le arranqué la segunda hoja, que estaba limpia. «Gran Jefe, ahogado pozo doméstico, largarse calle. Be happy», escribí. Luego llevé la nota al cuarto de Amelia y se la dejé encima de la cama.

Salí, sin peinarme siquiera, sin cambiarme de pantalones, sin bolso. No había cogido más que las llaves y el monedero, como cuando bajo al bar a comprar tabaco. Crucé el portal casi corriendo.

—¿Va usted a volver ahora? —me preguntó el portero, que estaba hablando con otro hombre.

Quería preguntarme cuándo nos viene bien que nos pase la factura de los gastos del mes. Es verdad, ya estamos en los umbrales de mayo. Le dije en tono cortante que tenía prisa, que se lo preguntara a mi marido. Una reacción histérica. Pero es que al bajar en el ascensor había visto parada en el séptimo a la señora Acosta y la cosa que menos me apetecía en este mundo era encontrarme con ella, hay pendiente un recibo de no sé qué, no quería saber nada del pozo ni de sus pobladores. De todas maneras, al decir «mi marido» ya me había asomado al pozo sin darme cuenta, y su visión furtiva me paralizaba. Miré el reloj, habíamos quedado en ir al teatro con su hermano y su cuñada, tendría que subir a dejar otra nota. ¿Es posible que no me hubiera acordado de Eduardo en todo el día? Y además me daba cuenta de algo que me dejaba aún más confusa: de que Amelia ni siquiera me había preguntado por él. Demasiadas perplejidades. Tenía que ventilarlas en la calle, eso es lo único que quedaba claro. Gran Jefe pozo no volver ahora.

—Perdone —dijo el portero—. Este hombre creo que pregunta por usted.

Le miré. Era un hombre fornido, un poco calvo, de mirada franca. ¿Lo conocería de algo? Me tendió la mano con cierta familiaridad.

—Cayetano Trueba, para servirla —dijo.

El ascensor había subido y estaba volviendo a bajar. No, ver a la señora Acosta sí que no.

—¡Ah, ya, el transportista de lo de mis hijos! Mucho gusto. Si no le importa, venga conmigo, entramos en el bar a que me cambien y allí le pago. Vamos.

Las últimas palabras las dije ya en pleno trotecillo hacia la salida, sin comprobar si él me seguía o no, hasta que llegué a la puerta del bar y me paré. Lo tenía junto a mí. Llevaba una chaqueta de pana.

—Sí que anda usted ligera, mujer —comentó sonriendo.

Pero era un comentario limpio, gracioso, desde fuera. Algo que no requería explicaciones. Y era grato oír la voz de un desconocido que ya a primera vista inspira confianza y hace compañía.

En cuanto empujé la puerta del bar y empecé a oler a gambas a la plancha y a café, me sentí provisionalmente a salvo y se me apaciguó el agobio. Había bastante gente y se oían fragmentos de conversaciones ensordecidas por un chirriar de máquinas tragaperras. Todos estaban allí buscando alivio a algo, restañando la herida de la media tarde. Los miraba con curiosidad serena, no incidían en mis humores ni yo en los suyos, nos admitíamos unos a otros sin exigirnos nada.

Cayetano Trueba es de un pueblo de la Alcarria, de familia de mieleros. Me lo contó mientras nos tomábamos unas cervezas en la barra por iniciativa mía. Él está muy apegado a su tierra y a sus parientes y ahora tiene encima un disgusto horrible porque se ha extendido por toda España una plaga que se llama barroasis y que no está dejando abeja sana; hay familias enteras —y no sólo la suya— que se van a quedar en la miseria. En toda la comarca de Las Hurdes, por la parte de Salamanca, la gente anda llorando por las calles. Un dolor.

—Porque además, fíjese usted, es visto y no visto. Llegas un buen día a visitar las colmenas, un poco como a ver si sigue durmiendo un niño, porque ya sabe usted que todo el invierno los avichuchos se lo pasan en letargo, y nada, que no están. Busca por arriba, busca por abajo, ¿pero cómo que no están?, no puede ser, pues nada, ni rastros, ni siquiera el consuelo de verlas muertas, porque es que cuando las ataca el mal ése se escapan y se van a morir por el campo, fuera de la colmena, ¿qué instinto las empujará?, debe ser que no quieren funerales. Dicen que es un acárido, yo no sé lo que es eso, pero vamos, que no hay remedio, como una especie de sida, hablan de que están inventando una vacuna, ¿pero quién ha vacunado nunca a las abejas?, ¿de cuándo acá?, si es que no puede ser, las dos vaquerías que hay en mi pueblo parecen farmacias de tanto potingue para que no se les pongan pachuchos los animales, y los peces de los ríos muriéndose y muchas especies del coto de Doñana, que ya las tienen como entre algodones, lo habrá usted oído decir. Y, claro, es que está todo envenenado, el aire, el agua, todo. Yo eso de la barroasis, ya ve, en mi vida lo había oído y ahora de la noche a la mañana ¡toma barroasis!, es una palabra que te la tienes que aprender quieras o no, yo por lo menos la tengo metida en los sesos.

Me dijo que antes de casarse él también era mielero, se vino porque a su mujer le tiraba la capital. Aquí ha trabajado el camión hasta hace unos años, pero era una vida mucho más dura; prefiere los transportes, por lo menos se conocen casas distintas y se ven gentes muy particulares, da lugar a un trato, a una cavilación. Y luego, como ahora el personal se muda tanto, porque es que nadie para, pues trabajo no falta, gracias a Dios.

Me dio una tarjeta donde ponía: «Un rayo soy y donde me llaman voy: Transportes EL OSO». Así se llama su furgoneta, la suele aparcar junto al Palacio de los Deportes. Ahora ha comprado otra para su hijo, un chaval muy majo, no tiene más que ése. Vive con ellos.

—Usted ¿cuántos hijos tiene? —me preguntó.

—Yo tres, pero ya no viven en casa.

—Vaya, tan joven. Pues ahora lo que hace falta es que los vea bien casados. ¿O está ya casado alguno?

—No, ahora la gente joven no se casa tan fácil. Son más listos que nosotros.

—Ya, tiempo tienen, en eso lleva usted razón. Y luego con el paro que hay.

—Pues sí.

Me cambiaron cinco mil pesetas y le pagué, pero no consintió que le invitara a las cañas. Los de la Alcarria no tienen por costumbre dejar que pague la mujer; se verá antiguo, pero a él le parece una cosa bonita. Dijo que había pasado un rato muy bueno. En las capitales se va perdiendo el gusto por la tertulia, cada cual va a lo suyo, pero de todas maneras siempre aparecen personas tratables. Ya se lo había advertido la chica pelirroja, que yo era muy tratable. Una chica bien simpática, por cierto, un cascabel. El a lo primero creyó que era de la familia por cómo hablaba de nosotros, con esa confianza.

—Sí, claro, es que Consuelo ha crecido en casa, como aquel que dice.

Al despedirse, ya en la calle, me preguntó si tampoco, entonces, era familia nuestra don Raimundo.

—¿Qué don Raimundo?

—El que manda los jarrones ésos. Por cierto, ¡qué casa más rara tiene! ¿Ha visto usted su casa?

—Yo no, si no lo conozco. Debe ser un amigo de mis hijos.

—Es un señor muy nervioso —se limitó a decir.

No le fui tras la pregunta: le tendí la mano y le dije que le llamaría cuando tuviera algún traslado que hacer. Ya eran muchos trocitos de espejo. Demasiados.

Eché a andar por la acera sin rumbo fijo, a buen paso. Se había quedado una tarde muy fría. Yo iba a cuerpo, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, en plan «pordio» y me sentía libre.

Necesitaba pensar, por lo menos durante media hora, exclusivamente en Mariana León. Había huido para pensar en ella, para tratar de recordar su voz y reproducir sus gestos. La otra tarde hubo momentos en que me pareció la misma de antes, pero no sé, la vida nos cambia tanto. Al acordarme de la seguridad con que se mueve y de toda la gente a la que conoce, me arrepentía de haberle mandado mi primera tanda de deberes y sentía una punzada de celos. No podré descansar hasta que me escriba.