II. LA BOCA DEL LOBO

Madrid, 30 de abril, noche

Querida Sofía:

A pesar de los años que hace que no te escribo una carta, no he olvidado el ritual a que siempre nos ateníamos. Lo primero de todo, ponerse en postura cómoda y elegir un rincón grato, ya sea local cerrado o al aire libre. Luego, dar noticia un poco detallada de ese lugar, igual que se describe previamente el escenario donde va a desarrollarse un texto teatral, es de día, en primer término sofá, por el lateral derecha puerta que da al jardín, lo que sea, para que el destinatario de la carta se oriente y pueda meterse en situación desde el principio. Son pautas que sugeriste tú —lo recordarás—, como marcabas, casi sin que se diera uno cuenta, las reglas de todos los juegos.

Pues bueno, ya me he puesto cómoda, y además he descorchado una botella de champán francés que tenía en la nevera desde Navidades. Con taponazo hasta el techo. Ha habido motivo, y no pequeño. Si supieras el milagro que es para mí volver a tener ganas de escribir una carta no de negocios, no de reproches, no de consejos, no para resolver nada. Una carta porque sí, sin tener de antemano el borrador en la cabeza, porque te sale del alma, porque te apetece muchísimo. Me había olvidado. Es lo más urgente del mundo, pero también lo menos obligatorio. De eso que dices, bueno, son las once y tengo toda la noche por delante, salga el sol por donde quiera, no voy a mirar la agenda de mañana y que se hunda el mundo, yo a lo mío, y te da pena de la gente que está cenando en restaurantes de cinco tenedores o se ha sentado a mirar la televisión o a eternizarse hablando por teléfono. En fin, lo que suelo hacer yo misma muchos viernes a estas horas.

Me acabo de beber la primera copa a tu salud, despacito, mirando al trasluz, entre sorbo y sorbo, cómo suben las burbujas, porque eso es lo importante del champán, que el líquido entre también por los ojos y estalle contra la imaginación. Está riquísimo, tan picante y tan fresco. El champán sin motivo no sabe a nada, ni siquiera es dorado. Pis de gato.

Antes de servirme la segunda copa, me he levantado a por pitillos y a encender el contestador automático. No pienso atender a ningún recado, llame quien llame. También he estado buscando, y por eso he tardado un poco en venir, este papel color garbanzo que estreno para ti y que no sabía dónde lo había metido. Menos mal, si no aparece, me da algo. Caprichos violentos ya no los tengo más que por esas bobadas. Estaba encerrado con sus sobres a juego en una caja de cartón preciosa con la estatua de la Libertad en la tapa. Pero empezaba a ser la tapa del ataúd de la Bella Durmiente. Diez años cerrada, fíjate, tal como la vi en un escaparate de la calle Catorce, durante una de mis primeras estancias en Nueva York. No sé si conoces Nueva York. Es una ciudad en la que me suelo acordar de ti sobre todo por las papelerías.

Bien. Dos referencias para que te sitúes, una de tiempo y otra de luz. Hace un rato han dado las once y media en el reloj de pared que estuvo siempre en la calle de Serrano, al fondo del pasillo. Describírtelo sería absurdo porque una vez dijiste que para ti la noción del tiempo iría siempre unida a ese reloj. Claro que el paso del tiempo puede borrar la misma noción del tiempo que creíamos invariable. Segunda referencia: te estoy escribiendo a la luz de una lámpara que también conoces. Es aquella de mesa que tenía mi abuelo en su despacho, ¿te acuerdas?, una con pantalla de cristal verde billar por fuera y blanco por dentro, con soporte dorado. Te incluyo un plano en papel cuadriculado y marco con una R. y una L. en rojo los lugares que ocupan esos dos viejos conocidos tuyos dentro de la habitación donde ahora paso la mayor parte de mi vida. Ha quedado algo chapucero, ya sabes que el dibujo no es lo mío, pero, en fin, te puedes hacer una idea. En realidad son dos habitaciones grandes, como verás, separadas entre sí por un arco con cortina de terciopelo, que ahora está descorrida. En total cincuenta y ocho pasos de largo (los cuento cuando me paseo de un extremo a otro), y cuatro huecos a la calle. Los tres marcados con una b. son balcones, y el último de allá, con m., un mirador hermoso. Ese espacio del mirador, envuelto en su luz tenue, tal como lo veo a través del arco desde mi mesa, me parece en este momento algo irreal. Lo miro con un despego raro, imaginando que te lo enseño a ti, que lo dibujamos entre las dos a los doce años, y tú me ayudas a poblarlo de objetos fantásticos, un dibujo fugaz y perenne que las nubes se llevan navegando hacia el futuro. Tú en las nubes veías playas desiertas, rostros de niños, dragones. Yo, una casa con mirador.

Consulta el plano. Verás que estoy sentada contra la pared del fondo, en el espacio más recogido, porque no tiene puerta. La tenía pero la tapié. Del pasillo se entra directamente a la parte del mirador, que llamo para mis adentros «la boca del lobo». O sea, que ese espacio, por bonito que te lo pinte, me angustia un poco, para qué te lo voy a negar, a veces casi como una película de miedo. Es donde paso consulta, y en su día le di muchas vueltas a la manera de decorarlo, tenía que ser acogedor y relajante. Por los resultados, creo que acerté. Los pacientes, si no se encuentran a gusto, no cuentan nada. Así que yo procuro que no noten que a mí me angustia. Guárdame el secreto, que, si no, me hundes.

Te conozco. ¿A que ya le has puesto un diván? Pues sí, hija mía, lo tiene. Allí enfrente, ese rectángulo pequeño que lleva en el centro una d. Y es lo más parecido del mundo a como te lo estás imaginando, con un solo brazo y rollito para apoyar la cabeza, eso, igual que lo dibujaría un niño, tapizado en verde y negro, una ganga maravillosa de esas que aparecían antes por los puestos del Rastro. Fue verlo y producirse el flechazo. Creo que influyó en mi definitiva orientación hacia la psiquiatría.

Aquí me mudé bastante después de comprarlo, cuando empecé a tener una clientela estable, a finales de los setenta. Acababa de romper con un señor que me traía, y aún me trae bastante, por la calle de la amargura. O sea, que lo de romper es un decir. Un escritor con problemas homosexuales, que yo intenté resolverle sin éxito, primero en el diván y luego en la cama. Es una historia que tal vez te cuente otro día. Pero mal del todo no se portó. Me prestó dinero para la entrada de este piso y para los primeros arreglos. En ese terreno del dinero, ya estamos en paz. En otros, no tanto.

Es un tercero, una casa antigua en el Madrid viejo. Las señas ya las sabes. Si no las estuviera viendo escritas con tu caligrafía inconfundible en el sobre grande que me mandaste anteayer, la caja de papel de cartas que compré en Manhattan seguiría siendo el ataúd de la Bella Durmiente. Ya vendrás a verme algún día, espero. Aunque mejor no proyectar nada. De momento, a lo escrito se contesta por escrito. Era otra de tus reglas de oro, y lo debe de seguir siendo, porque no me mandas el teléfono. Claro que yo podría buscarlo, y de hecho lo he buscado mirando en la guía de calles. Mi primer impulso ha sido llamarte para decirte que vinieras, luego me he dado cuenta de que no, de que aún puede ser quebradizo el suelo que pisamos. Esta cautela previa de lo epistolar me parece saludable. Queda mucho hielo por romper.

Te decía que vivo en una casa vieja. Lo que más me enamoró de ella, además del mirador, fueron los techos altísimos, rematados por una moldura de flores de acanto. Siempre me ha gustado tumbarme mirando al techo, es mi preparación para soñar, para calmarme o para decidir cualquier cosa. Y cuanto más espacio medie entre los ojos y la tapia contra la que se estrellan, más libre es el viaje del pensamiento, más sorpresas puede dar. Claro que algunas no son agradables. El piso de arriba es un ático con una terraza enorme que pilla encima de esta habitación, y tiene levantados varios baldosines y otros partidos. De repente, cuando menos lo espero, cuando más distraída estoy mirando al techo, descubro en algún punto la sospechosa mancha de humedad. O sea, que yo vengo a ser la señora Acosta de los vecinos del ático, un matrimonio viejo que pasa largas temporadas en Alicante. Y eso es lo malo, que, para mayor inri, todos mis problemas de fontanería los tengo que solventar por mediación de un portero atrabiliario, reumático y borrachín. También alguna vez rezuman las paredes y se me humedece algún libro. Todo en la vida es una cuestión de tuberías, eso ya se sabe, y hay que aceptarlo. De lo que me he reído con tu relato te hablaré enseguida. Estoy acabando el preludio. Y la tercera copa de champán.

Vivo sola, eso ya te lo dije el otro día cuando te vi. Y no tengo hijos. Antes tenía una gata que atendía por Hache, muy cariñosa y con gran personalidad. Pero me negué a castrarla y, en época de celo, una noche de abril me abandonó. Suena a tango, ¿verdad?, y de hecho lo viví un poco como un tango, porque tengo tendencia. No he querido volver a tener más gatos, y a veces la llamo en noches de luna, sabiendo que nunca volverá. Pero aunque al acordarme de cómo se acurrucaba en mi regazo me entran ganas de llorar, le deseo toda la felicidad del mundo, y me gusta que fuera ella misma quien eligiera su destino. Son los peligros de dar rienda suelta. Me ha pasado con algunos hombres también, y no escarmiento.

Al primero, Sofía, tú lo conociste. Lo que no sabes, porque a partir de eso empezó mi distanciamiento contigo, es lo que me cambió la vida aquella primera pena de amor, todavía llevo la marca. Luego, a fuerza de pasarme una y otra vez la película, he entendido que fue una pena de amor doble y que por eso me dolió tanto. Lo más grave no fue que Guillermo me dejara de la noche a la mañana sin dar explicaciones, sino que no me las dieras tú tampoco, que las tenías todas. Tardé en saber que las tenías, y no lo supe por ti, tardé en entender por qué estabas rara conmigo, por qué huías con los ojos a otra parte cuando me veías triste, en aceptar tus silencios. Tú también sufrirías, supongo. Y hasta incluso más. Ahora sé por mis estudios y por confidencias del diván que las cosas que no se aclaran a su debido tiempo van formando como un muro de escoria porosa que enseguida se empieza a solidificar hasta que al final no hay piqueta que lo derribe. La pared de mampostería, sí, exactamente eso. Un dique fraguado con cemento de cobardía e inercia, que acaba impidiendo el paso a una relación antaño transparente. Se obstruyen los conductos de la tubería y se va almacenando por dentro mucha mierda, aunque no lo sepamos porque tarda en oler. Lo malo, además, de esas tuberías del alma es que se localizan mal y que no sirve cualquier fontanero, tiene que ser uno muy especializado.

Acuérdate de aquella frase del Eclesiastés que tanto nos gustaba: «¿Quién ennegreció el oro? ¿Por qué el oro fino perdió su brillo?». Yo me lo preguntaba mucho a lo largo de aquella primavera en que nuestro oro fino se ennegreció, y eran porqués sin respuesta; yo misma en el fondo no quería buscarla, tenía miedo de hurgar en lo que habría podido darme una respuesta fea. Así que me limitaba a complacerme en mi papel de víctima maltratada por el destino. Luego, cuando me enteré de lo que estaba pasando, tuve una reacción inesperada.

Me lo dijo Julia Rodrigo al salir de clase de Anatomía, que te había visto besándote con Guillermo por el bosquecillo. Lo que sentí ya lo describió Bécquer, y con qué propiedad, que no sé por qué dicen que Bécquer es cursi: «Cuando me lo contaron, sentí el frío de una hoja de acero en las entrañas». Pero fue cosa de instantes. Enseguida me salió el superego, como un domador implacable, y me mandó ajustarme la careta, que no me temblara la voz, ¡allez hop!, a saltar ahora mismo por ese aro de fuego limpiamente, sin babear. Y le contesté que estaba harta de saberlo, que me lo habías contado tú. Julia me miraba con expresión de extrañeza. Estábamos en el bar, pedimos unos pinchos de tortilla. «¿Y seguís siendo amigas?», me preguntó. «Claro, mujer, por qué no. Estos asuntos de los chicos son una tontería como la copa de un pino. Lo único que me da rabia es que Sofía se lo tome demasiado a pecho y le quite concentración, en plena época de exámenes».

Ahí no le mentí del todo, porque un poco de rabia sí me daba, y me la sigue dando. Era nuestro primer año de la universidad y tú te habías matriculado en Letras gracias a lo que yo te insistí, que ya te acuerdas de lo empeñado que estaba tu padre en que hicieras secretariado para que le ayudaras en el despacho. Desde la infancia te dije que eras una superdotada para las Letras, y no me equivocaba: ya lo ves, ahí tienes el ejemplo: la fiesta que estoy celebrando esta noche con champán es un homenaje a tus letras tan sabias y tan bien enhebradas, a esos ocho folios que titulas medio en broma «mis deberes» a ver si no tenía razón. Si es que es para matarte, tener que aguantar que el tonto de Gregorio Termes te mire como a un ama de casa convencional y sin imaginación, a ti parece que te da igual y hasta que te ríes, pero a mí me indigna, lo mismo que el plan en que vives. Tenías que haber seguido estudiando y luego sacar unas oposiciones, pedir una beca, algo. ¡Si en el instituto, vaga y todo, acuérdate, nos dabas sopas con honda a las más estudiosas! Ya sé que en aquel primer curso de Letras te quedaron para septiembre algunas asignaturas, pero bueno, ¿y qué?, ¿por eso tenías que tirar la toalla al llegar a segundo? Nunca lo he entendido.

Yo no tiré la toalla, me agarré a ella en una reacción incluso demasiado compulsiva, ésa es la verdad. Y sin embargo, mi trayectoria profesional, valga lo que valga, arranca de aquel enfrentamiento primero con la calamidad, de eso tampoco cabe duda. A veces, cuando asisto a algún congreso o me veo a mí misma hablando por televisión, pienso que esa señora —con la que unas veces no me llevo mal del todo y otras me estomaga— devoró a la Mariana León que miraba contigo el dibujo cambiante de las nubes, que ha crecido a expensas del oro fino de nuestra adolescencia. Pero qué le vamos a hacer. No se puede querer todo, y pérdidas tiene que haberlas siempre, aunque unas sean más irreparables que otras. Yo, en cierto sentido, capitalicé tu pérdida, me doy cuenta de que suena horrible, pero fue un poco eso lo que pasó.

A los pocos días me llamaste por teléfono para felicitarme por mi cumpleaños, el 28 de mayo, y te noté en la voz, algo mohína, que tenías ganas de verme. No sé lo que te estaría pasando, el proceso que llevaría tu enamoramiento ni si lo estabas viviendo o no como una pasión culpable. Ahora me lo pregunto y me encantaría poder viajar hacia atrás por el túnel del tiempo para ayudarte a disipar esa sensación de culpa, si la hubo, y tal vez contribuir a que las cosas no acabaran tan mal para ti como supe luego que habían acabado. Pero no te di facilidades para que nos viéramos. Ya sabes que soy tajante cuando decido algo, y por aquellos días había decidido obedecer ciegamente a mi domador, que me mandaba desentenderme de Guillermo, de ti y de todo lo que pudiera oponerse a mi condición de fiera amaestrada. Como una fiera me había metido a estudiar, ensañadamente, consumiendo una noche tras otra a base de cafés y dexedrina. Te reprendí porque tú no estuvieras haciendo lo mismo. Ya ves qué ocasión tan buena para que me hubieras preguntado que si se me iba pasando la pena de Guillermo o algo por el estilo. Pero, claro, cómo me lo ibas a preguntar. Cuando te colgué estuve llorando mucho rato.

Luego nos vimos a finales de junio, una tarde en tu casa, con más gente. Tú llevabas un vestido rojo que nunca te había visto. Lo de los suspensos no parecía haberte afectado mucho, pero te encontré desmejorada y nerviosa. Fui a ayudar a tu madre, que estaba preparando unos canapés, y me comentó que estaba preocupada porque habías perdido completamente el apetito, que si yo sabía lo que te pasaba. En esto entraste tú en la cocina. «Estará enamorada», dije yo. Te quedaste parada y nos miramos. Lo habías oído. Entonces supe que sabías que yo lo sabía todo. Pero Guillermo no estaba allí, ni salió a relucir su nombre en toda la tarde.

Tampoco debía haber salido a relucir esta noche. Hace rato que me vengo encontrando incómoda, notando que me estoy metiendo por donde no quería, precisamente en la boca del lobo. Se ha ensombrecido un preludio, limpio y gozoso, con el que sólo trataba de agradecerte la luz de tu texto y devolvértela reflejada en el mío, celebrar la resurrección de la Bella Durmiente, responder al nuevo juego que inesperadamente me has propuesto. Pero estoy mucho más maleada que tú y se me acaba la cuerda enseguida. Llevo dos pliegos hablándote como si te tuviera acostada ahí enfrente en el diván. Acabo de correr la cortina de terciopelo para no verlo, para olvidarme de la boca del lobo. Maldita deformación profesional. Perdóname.

Podría romper estos dos folios últimos, en vez de pedirte perdón por ellos, pero me frena acordarme de otra de tus reglas epistolares, la séptima y última: «Nunca se tachará nada de lo escrito, a no ser que se trate de una rectificación gramatical o de estilo». Pues no, no es ése el caso. Así que lo dejaré como está. Las reglas de aquel juego no las voy a traicionar porque éste se me haya torcido un poco. Trataremos, más bien, de enderezarlo.

La misma habitación de la escena anterior pero con la cortina corrida. Librerías hasta el techo con escalerita adosada para llegar a los estantes de arriba. Marca de taponazo en el centro del techo. La señora León enciende un pitillo y se sirve la última copa de champán. La levanta solemnemente. Feliz mes de mayo, Sofía.

1 de mayo, madrugada

Acaba de dar la una de la madrugada, ya estamos en mayo, Sofía querida. ¿Te acuerdas de cuánto nos gustaba el mes de mayo? Decías tú que cuando fuéramos mayores y ganáramos algo de dinero teníamos que hacer un viaje las dos juntas a Yorkshire, en mayo, para visitar la tumba de Emily Bronté, para reconocer el paisaje de Cumbres borrascosas, y rodar por una pendiente tapizada de hierba. Veo que sigues leyendo esa novela y me conmueve, te la debes saber de memoria. A mí también ahora me han entrado ganas de releerla. Pero no te escribo para hablarte del talento literario de Emily Bronté, sino del tuyo.

He tenido unos días muy apretados de trabajo, porque con la primavera a la gente se le arrecian los malestares, y hasta esta noche no había encontrado un rato de calma para leer los ocho folios a máquina que me mandaste anteayer con un mensajero, junto con una nota de tu puño y letra. Aludes en ella brevemente a la sugerencia que te hice yo el otro día de que escribieras algo, lo que sea. ¿Cómo no te la iba a hacer, después de aquella perorata tan divina sobre los espejos rotos, y la liebre en el erial y los huevos fritos, que parecía que no nos habíamos dejado de ver nunca? Y te sale todo así de pronto, sin sentir, en medio de un cóctel, sin estar borracha ni querer presumir de nada, tú no te das cuenta. Siempre he sabido que lo que necesitas es un estímulo, y ahora no me da la impresión de que tengas muchos. En cambio, tu capacidad de respuesta sigue siendo asombrosa. Nada de lo que se te dice cae en saco roto.

Ya al coger el sobre abultado y ver mi nombre manuscrito por ti me dio un vuelco el corazón y noté que me estabas devolviendo algo olvidado, algo que me rejuvenecía. Una cosa parecida sentí la otra noche cuando te vi de espaldas a todo el mundo mirando atentamente los cuadros de Gregorio, con ese aire tan peculiar tuyo de pájaro posado en un hilo de telégrafo. Fue cosa de segundos. Antes de identificarte, estaba pensando: «Vaya, menos mal que hay una persona que se aísla en medio de la barahúnda, en vez de dar besos a diestro y siniestro», cuando de repente, por un gesto de ladear la cabeza y morderte los labios como si quisieras entender mejor, igual que cuando estabas sentada en tu banco del instituto, por ese gesto supe que eras tú.

A partir de los treinta años, a la gente se le van borrando de la cara los rastros de la infancia; se produce una especie de anquilosamiento de la espontaneidad que se refleja en la forma de estar, en los gestos. Sobre ese tema hay muchos estudios y además yo lo compruebo a diario por mi trabajo. Enseguida me doy cuenta de cuándo se puede rescatar algo de la infancia de una persona y cuándo no hay manera. Los pacientes del segundo grupo son los más duros de pelar.

Tú estás igual, Sofía, exactamente igual, te lo aseguro. La misma voz, la misma sonrisa, los mismos ademanes y esa curiosidad entre ingenua e incendiaria, la forma de preguntar, de mirarlo todo y de comentar después lo que has visto con tus propios ojos, sin atenerte a opiniones de repertorio. Y luego esa capacidad, que has tenido siempre, de convertir los locales más inhóspitos en un rincón grato para conversar, como si los tocaras con varita mágica.

Sentí tener que irme cuando, gracias a ti, habíamos conseguido aislarnos y empezábamos a entendernos mejor, pero ya te dije que había quedado para cenar con un amigo. Luego pensé que por qué no te invitaría a venir con nosotros, que, con el humor tan surrealista que tenías, hubieras descargado de tensión nuestra cena y podíamos haberlo pasado muy bien los tres, desde luego mejor que Raimundo y yo solos. Se llama Raimundo. Es ese escritor que te he dicho antes, el que me prestó dinero para la entrada del piso. Está pasando por una crisis infernal y no se alivia hasta que me la transfiere a mí y nota que me está arrastrando a su infierno. Claro que yo me dejo arrastrar, eso es lo malo, que no consigo despegarlo de mi vida. Pero es una historia demasiado tortuosa para contarla en plan resumen, necesitaría tumbarme en el diván y que tú vinieras a sentarte a la cabecera. Alguna noche lo haremos, si te apetece. Ahora no quiero hablar más de él. En la exposición de Gregorio no estaba. El de Gregorio se burla más que tú todavía.

Tampoco quiero hablarte de Gregorio, aunque lo conozco bastante y podría contarte cosas divertidas de él y de su relación con esa rubia veinteañera que llevaba pegada al flanco. Nunca te han interesado los chismes. Me di cuenta de que tanto a ellos como a las demás personas que venían a saludarme, tratando de interrumpir nuestra conversación, los mirabas como a marcianos. Era como si estuvieras llamándome desde un jardín de cuento. Yo lo intuía, pero me costaba trabajo entrar en él, no encontraba la verja, o no sabía empujarla. «Es como en los sueños —dijiste—, que siempre salen comparsas de otra historia. Se meten para despistar. Son los que más aspavientos hacen, pero no importan para el argumento. No hay que hacerles caso».

Yo estaba frente a ti, como si a cada momento necesitara pedirte disculpas por conocer a tanta gente, por sonreírle, hablar con ella y responder a sus zalemas. Me daba rabia que al cabo de los años nos hubiéramos tenido que volver a encontrar en un sitio tan poco apropiado, y te lo dije. Pero tú no estabas de acuerdo. Me miraste, con un dedo en alto: «Te pillé, Mariana, atente a lo que me has dicho antes: La sorpresa es una liebre. Los que salen de caza nunca la verán dormir en el erial; ¿no has dicho eso? No sería una mera cita culta». Y luego, me preguntaste con tono divertido: «¿O es que tú habías salido de caza?». Me quedé desconcertada, ya tenías tú, como siempre, las riendas del juego en tus manos, las claves del acertijo. Te miré y estabas sonriendo. ¿Qué querías decir?; no, yo no había salido de caza. Y a todo esto los comparsas pasando y llamándome por mi nombre y dándome besos, qué difícil era meterse en el jardín del cuento. Pero tú seguías impertérrita: «Entonces, si no has salido de caza, no se busca, se encuentra. Y nos hemos encontrado con este sitio. Se desvanecerá si lo rechazamos. Es el adecuado porque es éste, Mariana, el sitio donde la liebre duerme en el erial, o sea donde está agazapada, esperándonos, la sorpresa». Luego empezaste a decir que la vida está hecha de añicos de espejo, pero que en cada añico se puede uno mirar, y que te daban ganas de mojar pan en los cuadros de Gregorio porque eran huevos fritos estrellados contra el lienzo, y que cuántos mensajes llegan de todas partes sin que los sepamos recoger. Y ahí es donde ya me di cuenta de que si quería seguir tu arrebato verbal necesitaba recuperar cierta fe infantil que tú no has perdido y yo sí, creer en la transformación del local, lograr que se operara el milagro poético de su nueva investidura. Ya al final, cuando era la hora de irme, empezaba a notar en torno nuestro un aura que nos aislaba de los comparsas, que los alejaba de nosotras; y el local se había desembrujado, se iba despojando de su engañosa apariencia, era el lugar donde dormía la liebre, la empezaba a ver allí en el centro de la estancia, en medio del jardín del cuento, como un símbolo blanco e inmóvil. Las diez. No me podía quedar más. Me di cuenta de que apenas habíamos rozado el capítulo «Vidas respectivas» y de que el rato de nuestro reencuentro se me había hecho un soplo. Pero tenía que echar a correr como la Cenicienta. Era la hora de mi cita con Raimundo. Fue cuando te pedí que por favor escribieras, que te pusieras a escribir sobre lo que te diera la gana, pero enseguida, esa misma noche al llegar a casa, no podía dejarte desaparecer sin que me lo prometieras. Tengo que confesarte con cierta vergüenza (agudizada ahora después de haber leído tus ocho folios) que a muchos pacientes míos les pido eso mismo. Pero a ti te lo pedía con otra urgencia, estaba echando una moneda de oro al aire. Me miraste deslumbrada. «¿Un ejercicio de redacción?». «Sí, eso, un ejercicio de redacción». «Tendrá que ser sencillito, hace mucho que no hago ninguno, pero me encanta la idea. Si lo escribo, ¿te lo puedo mandar?». «Claro, es lo que te estoy pidiendo, que me lo mandes». Entonces fue cuando sacaste una agenda del bolso y la apoyaste contra la pared para apuntar mis señas. Ya vi, como veo ahora por tu sobre, que sigues escribiendo con pluma estilográfica, y haciendo las aes con barriguita.

Perdona, Sofía, no puedo seguir al mismo ritmo. Sintiéndolo mucho, porque empezaba a estar en vena, a coger tu vena, voy a tener que interrumpir la carta para acabarla mañana. Raimundo acaba de dejarme un recado muy angustioso en el contestador automático. No sé qué le pasa, pero algo malo. Apenas se le entendía. Me pide que vaya a verlo. No tengo más remedio que ir.

4 de mayo

De esta tarde no pasa. Si espero a tener un rato para acabar la carta en el tono y al ritmo con que la empecé, sabe Dios cuándo te la podría mandar. Ni tiempo he tenido para releerla, y eso que la suelo llevar en el bolso.

He andado estos días de cabeza. Raimundo tuvo un intento de suicidio, y esta tarde lo sacan por fin de la UVI. Se ha salvado por los pelos. Estoy en una sala de espera del hospital, y para escribirte me apoyo en el periódico de hoy, donde viene su fotografía. Ni el papel que uso ni la letra que me sale están a la altura de lo anterior, como salta a la vista. En este mundo de espejos hechos añicos, la paz es un lujo efímero.

Contesto, aunque sea en plan telegrama, a la nota que acompañaba a tus ocho folios mecanografiados. «Te mando los deberes —me decías—. Gracias, Mariana. Hace mucho que nadie me ponía deberes de este tipo y lo he pasado muy bien haciéndolos. Si no te aburre, puedo continuar». No es que puedas, es que debes, puesto que de deberes se trata. Pero encima divertidos, y ésa es la razón que invoco para que no me cortes el suministro, ahora que estoy tan ahogada. Acuérdate de don Pedro Larroque, de cuando te decía, al leer tus ejercicios de redacción, que el que lo pasa bien escribiendo a la fuerza tiene que divertir a los demás, de cómo le brillaban los ojos por detrás de las gafas mientras te daba una palmadita en la espalda: «Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre». Pues yo, en este momento, soy don Pedro Larroque. Por favor, Sofía, sigue por donde sea y hablando de lo que sea, porque a todo lo que tocas le sacas jugo, lo más sórdido y rutinario lo conviertes en literatura. Echas sobre la mesa un dos de espadas y resulta que era el rey de oros. No tienes derecho a malversar ese don.

¿Aburrirme dices?, tengo miedo de que mi silencio te lo haya hecho sospechar. Nada tan lejos de la verdad. Añoro tu próxima entrega, la espero impaciente, trate de lo que trate, ya venga en plan flash back, en primera persona o en endecasílabos. Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre.

Te tengo que dejar. Algún día te llamaré para vernos. Pero por ahora no, necesito encontrarme mejor. Estos días, de verdad, no sé ni cómo me tengo en pie. Es posible que me vaya una semana fuera de Madrid.

Adiós guapa, y bendita sea por siempre la liebre en el erial.

Te abraza con cariño,

Mariana

P.D. (1) Una única sugerencia para próximos capítulos: el personaje de Eduardo no interesa al lector. ¿No podía ser desplazado un poco de la acción, darle menos papel?

P.D. (2) Te incluyo una receta de Loramet. No sé si es el somnífero que tomas, pero si no, te lo recomiendo. No deja resaca.