(Jueves 11 de octubre, 8:15 de la mañana)
Tres meses habían transcurrido exactamente desde que Philo Vance descifrara con brillantez el misterioso crimen del Escarabajo sagrado, cuando se vio enfrascado en el más arduo y desconcertante de los problemas criminales presentados durante los cuatro años que John F. X. Markham venía desempeñando el cargo de fiscal del distrito de Nueva York.
Tan complicado era el caso y tan inexplicables y contradictorios sus elementos aparentes, que la Policía se inclinaba a incluirlo en la categoría de los casos irresolubles y misteriosos. Y hubiera estado justificada tal decisión, porque raramente se dio en las crónicas de la delincuencia moderna un caso que tan completamente trastorne las leyes que rigen la vida y el raciocinio. El sargento de la Brigada Criminal, Ernest Heath, hombre práctico y un poco fanfarrón, afirmaba que «aquello no tenía pies ni cabeza». Aquello parecía cosa de magia, de hechicería o de milagro y todas las investigaciones conducían a dejar las cosas más oscuras.
El caso, en fin, según todas sus apariencias visibles, era lo que han dado en llamar los criminalistas de afición un crimen perfecto. Y para que las huellas del asesino resultasen más confusas, diríase que un genio caprichoso y perverso se había complacido en añadir al suceso una serie de diabólicas circunstancias que reforzaban todos los puntos flojos de la trama criminal y convertían aquel asunto sangriento en un embrollo incomprensible.
Pero lo curioso del caso es que el mismo ardor con que el criminal trató de desviar las sospechas, produjo un pequeño agujerito en la pared del misterio, por el que Vance pudo ver un poco de luz, y en la manera como esta luz le llevó al descubrimiento de la verdad veo yo la mejor prueba de su sagacidad y penetración detectivesca. Sus especiales conocimientos, que nada tenían que ver con el asunto, combinados con su comprensión casi prodigiosa de la psicología, le ponían en condiciones de recoger algunos detalles insignificantes en apariencia y reducirlos al más aplastante silogismo.
Desde hacía años se dedicaba Vance a la cría de terriers escoceses. Tenía sus perras en Nueva Jersey, a una hora de coche de Nueva York, donde pasaba mucho tiempo estudiando las genealogías y buscando en los cruces ciertas características que creía esenciales para un terrier ideal y esperando los resultados de sus teorías. A veces manifestaba más entusiasmo por sus perros que por ningún otro recreo de su vida, y la única vez que leía en sus ojos una viva emoción comparable a la que experimentó al hallar y adquirir un magnífico aguar fuerte de Cézanne o al descubrir una pieza rara de jade auténticamente china, fue cuando uno de sus perros venció en las carreras.
Menciono este hecho, o idiosincrasia si lo preferís, porque resulta que la habilidad de Vance en distinguir el terrier desviado del de pura sangre y en descubrir sus cualidades, fue lo que le condujo a una fase de la verdad en el extraordinario caso que nos ocupa.
Lo que llevó a Vance a otra importante fase de la verdad fueron los conocimientos que tenía de la cerámica china. En su casa del Este, calle Treinta y Ocho, poseía una pequeña pero notable colección de antigüedades chinas, objetos raros adquiridos durante sus largos viajes, y había escrito varios artículos de arte sobre las porcelanas monocromas para revistas orientales.
¡Perros y cerámica oriental! Curiosa combinación, por cierto. Pero hay que confesar que, sin conocimiento de dos cosas tan opuestas, el misterioso asesinato de Archer Coe, en su casa de piedra de la calle Setenta y Uno del Oeste, hubiera sido un libro cerrado para todos.
Las primeras páginas del caso eran insustanciales, apenas prometían la menor sensación; pero una hora después de recibir Markham la llamada telefónica del mayordomo de Coe, la oficina del fiscal de distrito y la Jefatura de Policía de Nueva York se hallaron envueltas en uno de los más sorprendentes y desconcertantes casos que pueda ofrecer el mundo criminal de nuestro siglo.
Las ocho y media serían apenas de aquella mañana del día 11 de octubre, cuando sonó el timbre de la puerta de la casa de Vance, y Currie, el viejo criado y mayordomo inglés, introdujo a Markham en la biblioteca. Habíame instalado yo temporalmente en casa de Vance, por aconsejarlo así el mucho trabajo jurídico y financiero acumulado durante los pasados meses, ya que Vance insistió en que le acompañase en el crucero del Mediterráneo que emprendió apenas puso en claro el asesinato de El escarabajo. Años hacía, casi desde nuestros días de Harvard, que era yo su consejero y administrador, un puesto que exigía tanta diligencia como amistad, y sus asuntos me tenían tan atareado, que dos meses de vacaciones significaban una acumulación abrumadora.
No es, pues, de admirar que aquella mañana me encontrase Markham trabajando, ya que para eso me había levantado a las siete.
—No quiero estorbarle, Van Diñe —me dijo, saludando con una leve inclinación—. Yo mismo despertaré al sibarita.
Me pareció notar en él una cierta turbación cuando desapareció en el dormitorio de Vance, contiguo a la biblioteca. Le oí llamar a este en un tono perentorio, y llegó a mis oídos el dramático gruñido de Vance.
—Ya tenemos otro asesinato —lamentó entre bostezo y bostezo—. Sólo la sangre puede haberte traído a mi alcoba a hora tan intempestiva.
—Nada de asesinatos… —comenzó diciendo Markham.
—¡Caramba! Pues ¿qué hora puede ser?
—Las nueve menos cuarto —dijo Markham.
—¿Tan temprano, y no se trata de un crimen? —oí el ruido de Vance al saltar de la cama—. Esto es interesantísimo… ¿Te casas hoy?
—Archer Coe se ha suicidado —anunció Markham en tono de molestia.
—¡Dios mío! —exclamó Vance, acercándose a Markham—. Eso es más extraño que un asesinato. Explícate. Vamos a sentarnos mientras tomo el café.
Markham volvió a entrar en la biblioteca, seguido de Vance, en pantuflas y envuelto en una bata como un mandarín. Vance llamó a Currie y le pidió café turco, mientras se sentaba en un canapé y encendía uno de sus cigarrillos predilectos, marca Regie.
Markham no tomó asiento. Permaneció en pie, junto a la chimenea, observando al otro con ojos entornados e inquisidores.
—¿Qué quieres decir, Vance —le preguntó—, con eso de que el suicidio de Coe es más extraño que un asesinato?
—Nada enigmático, amigo. Pero no me sorprendería que alguien hubiese empujado al viejo Archer a la tumba. Se ha pasado la vida provocando a la violencia. No conozco a otro que sea menos blanco e inspire menos simpatía. Pero hay algo de diabólicamente sorprendente en el hecho de que él mismo se haya precipitado al abismo. No era el tipo del suicida. Demasiado egoísta.
—Creo que tienes razón, y no pensaba en otra cosa cuando le encargué al mayordomo que no tocase nada hasta que yo fuese.
Currie entró con el café, y Vance tomó en silencio unos sorbos. Por fin dijo:
—Dime algo más. ¿Por qué te avisaron a ti precisamente? ¿Y qué te dijo el mayordomo por teléfono? ¿Y por qué has venido a romperme el sueño? ¿Por qué y por qué? Dime el porqué de todo. ¿No me ves ardiendo de irrefrenable curiosidad?
Y Vance bostezó y cerró los ojos.
—Estoy de paso para casa de Coe —dijo Markham, disgustado ante la actitud de indiferencia del otro—. Pensé que tal vez te gustaría…, ¿cuál es tu frase predilecta?…, hacer pinitos en el asunto —acabó diciendo con sarcasmo.
—Hacer pinitos —repitió Vance—. Cierto. Pero ¿por qué caminar a ciegas? Sé generoso y alúmbrame. El cadáver no se escapará, aunque nos entretengamos un poco.
Markham se encogió de hombros después de titubear. Bien claro se veía que estaba impaciente y deseando que Vance, que sin duda tendría alguna idea, le acompañara.
—Pues bien. Poco después de las ocho, el mayordomo de Coe, el solícito Gamble, me telefoneó a mi casa. Estaba nervioso, y su voz temblaba de miedo. Me informó, con muchas reticencias, que Coe se había pegado un tiro, y me rogó que fuese al momento. Mi primera intención fue decirle que avisara a la Policía; pero no sé por qué razón me contuve, y le pregunté por qué razón me llamaba a mí, a lo que me contestó que se lo aconsejó mister Raymond Wrede.
—¡Ah!
—Parece que antes había llamado a Wrede, que, como tú sabes, es un amigo íntimo de la familia, y que Wrede acudió presuroso.
—Y Wrede dijo: «Que venga mister Markham.» —Vance aspiró el humo de su cigarrillo—. Sin duda tuvo algún motivo para eso…
—Bueno. ¿Y qué más?
—Nada más sino que el cadáver está cerrado en el dormitorio de Coe.
—¿Cerrado por dentro con cerrojo?
—Exacto.
—¡Caramba!
—Gamble subió el desayuno a Coe a las ocho, como de costumbre, y al llamar a la puerta nadie le contestó…
—Y miró por el agujero de la cerradura…; claro, claro; cosa de mayordomos. El día que tengas tiempo, Markham, inventa una cerradura por cuyo agujero no puedan ver los mayordomos. ¿Te has detenido alguna vez a considerar las perturbaciones originadas en este mundo por los mayordomos que miran a través de la cerradura?
—No, Vance; nunca se me ha ocurrido pensarlo —replicó Markham, aburrido—. Yo no tengo cabeza para eso, y te dejaré el negocio… No obstante, gracias a tu tardanza en inventar esas cerraduras opacas, Gamble vio a Coe sentado en su sillón, con un revólver en la mano y una bala en la sien derecha…
—Y apostaría a que Gamble añadió que la cara de su amo estaba mortalmente pálida…, ¿eh?
—Lo dijo.
—Pero ¿y Brisbane Coe? ¿Por qué avisó Gamble a Wrede cuando el hermano de Archer estaba en casa?
—Brisbane Coe no estaba en casa; está en Chicago.
—¡Ah! ¡Qué bien!… De manera que cuando Wrede llegó, aconsejó a Gamble que te llamase por teléfono, sabiendo que conocías a Coe. ¿No es eso?
—Así lo supongo.
—Y tú sabías que yo visité a Coe en varias ocasiones, y, por tanto, pensaste venir a recogerme y reunir así una junta de relaciones.
—¿Quieres venir? —preguntó Markham con un acento casi colérico.
—¡Toma! Ya lo creo —replicó Vance suavemente—. Pero supongo que no puedo ir con estas ropas —y diciendo esto, se levantó para dirigirse al dormitorio—. Voy a vestirme —al llegar a la puerta se detuvo—; quiero que sepas por qué me interesa tanto tu invitación. Esta tarde, a las tres, tenía una cita con Archer Coe para ver un par de jarrones de catorce pulgadas, adquiridos recientemente. Oye, Markham: el coleccionista que acaba de adquirir unas porcelanas de ese tamaño no se suicida al día siguiente.
Con esta observación desapareció Vance, dejando a Markham con la mirada fija en la puerta y una expresión de honda perplejidad. Luego encendió un cigarrillo y empezó a pasearse por la biblioteca.
—No me sorprendería que Vance estuviese en lo cierto —dijo, mascullando como para sí mismo—. El ha expresado lo que permanecía mudo en mi subconsciencia.
Momentos después salió Vance, vestido para la calle.
—Pero qué buena idea has tenido de venir a recogerme —dijo, sonriendo gozosamente a Markham—. Hay algo de fascinante en las posibilidades de este asunto… Y a propósito, Markham: tal vez sería conveniente llevarnos al belicoso sargento.
—Desde luego —convino Markham secamente, poniéndose el sombrero—. Gracias por la advertencia. Pero ya le avisé, y ha salido para allá.
Vance enarcó las cejas de un modo raro.
—¡Ah! Perdón… Bueno; vamos en seguida.
Subimos al coche de Markham, que esperaba fuera, y emprendimos veloz carrera por la avenida Madison. Torcimos por el Parque Central hacia el lado oeste y entramos en la calle Setenta y dos; nos dirigimos al Parque Central del Oeste para evitar el tráfico, y dando una vuelta, enfilamos la calle Setenta y Uno, donde nos paramos ante el número 98.
La casa de Coe era un viejo edificio de piedra, de doble fachada, que ocupaba dos solares, construida en los tiempos en que la dignidad y la comodidad se contaban entre los ideales de los arquitectos de Nueva York. La casa presentaba uniformidad con los otros edificios de la manzana, con la única excepción de que la mayor parte de las otras sólo tenían una fachada de veinte pies de frente. Los sótanos estaban a tres o cuatro pies bajo el nivel de la calle y se abrían a un patinillo hundido y enladrillado. Una escalinata de piedra conducía a los primeros pisos, y en cada casa se entraba atravesando un vestíbulo.
Mientras subíamos la escalinata de la casa de Coe, se nos abrió la puerta sin darnos tiempo a llamar, y la encarnada cara de Gamble apareció sonriéndonos, adulona. El mayordomo se encorvó repetidas veces ante nosotros, mientras empujaba la puerta para dejarla abierta de par en par a nuestro paso.
—Gracias por haber venido, mister Markham —saludó con voz de exagerada lisonja—. ¡Es horrible, señor! Y yo, realmente, no sabía qué hacer…
Markham le apartó a un lado y pasó al vestíbulo, escasamente alumbrado. Las paredes estaban cubiertas de tapices, y varios cuadros al óleo ponían negras notas sobre ellos. Frente a nosotros, una escalera alfombrada llevaba a una bóveda de oscuridad. A la derecha colgaba un par de cortinajes de color castaño oscuro, que sin duda cubrían una puerta de doble hoja. A la izquierda había otros cortinajes recogidos ante puertas abiertas que nos permitían ver un salón dotado de ricos muebles de antigua fabricación.
De esta pieza salieron dos hombres a recibirnos. En seguida reconocí en el que iba delante a Raymond Wrede. Le había visto varias veces en casa de Coe cuando acompañaba a Vance a examinar algún hallazgo de loza china adquirida por Archer Coe. Sabía que Wrede tenía muy estrecha amistad con la familia Coe, y especialmente con Hilda Lake, la sobrina de Archer Coe. Era un hombre muy precavido, de poco menos de cuarenta años, de cabellos ligeramente grises, con un rostro de calma ascética, de tipo equino. Tenía cierta afición a la cerámica oriental, probablemente como resultado de su larga relación con Coe; pero su afición eran las lámparas de aceite, de las que tenía una colección de raros ejemplares, por la que le ofreció el Museo Metropolitano de Arte, según me contaron, una fortunita.
Al saludarnos aquella mañana, pude observar en la mirada de aquellos ojos, que se abrían como pasmados, cierto azaramiento.
Se inclinó seriamente ante Markham, a quien conocía poco; me saludó a mí con un ligero movimiento de cabeza y alargó a Vance la mano. Luego, como si de pronto recordase algo, se volvió al que venía detrás de él, e hizo una breve presentación, que en realidad fue una explicación.
—El signor Grassi…; mister Grassi era huésped de mister Coe desde hacía varios días. Es director de un museo italiano de antigüedades orientales en Milán.
Grassi hizo una profunda inclinación, pero nada dijo. Era más bajo que Wrede, delgado, vestido con pulcritud, con sus negros y lustrosos cabellos peinados esmeradamente hacia atrás, y sus grandes y brillantes ojos aumentaban la extraordinaria palidez de su rostro, de facciones regulares, con labios carnosos y bien dibujados. Movía sus manos, muy pulidas, con una gracia casi felina. Mi primera impresión fue la de estar ante un hombre afeminado, pero al cabo de unos días hube de cambiar radicalmente de opinión.
Markham, sin perder tiempo en cumplidos, se volvía a Gamble para decirle:
—¿De qué se trata? Dentro de un momento estarán aquí un sargento de Policía y el médico forense.
—Ya se lo he dicho todo por teléfono, señor —contestó el mayordomo, visiblemente asustado—. Cuando vi al amo por el agujero de la cerradura, conocí que estaba muerto. Era para perder la cabeza, y mi primer impulso fue echar la puerta abajo; pero pensé pedir consejo antes de incurrir en tal responsabilidad. Y como mister Brisbane Coe estaba en Chicago, telefoneé a mister Wrede, rogándole que viniera inmediatamente. Mister Wrede tuvo la amabilidad de venir, y después de ver al amo, me indicó la conveniencia de avisar a usted, señor, antes de hacer nada…
—No cabía duda —dijo Wrede, continuando la explicación— de que el pobre Coe había muerto, y creí preferible dejarlo todo como estaba en manos de la autoridad. No quise insistir en que se echase abajo la puerta.
Vance le estaba mirando fijamente.
—Pero ¿qué mal podía haber en eso? —preguntó suavemente—. El hecho de estar con el cerrojo echado por dentro indicaba que se trataba sin duda de un suicidio, ¿no le parece?
—Tal vez tenga usted razón, mister Vance —dijo Wrede con evidente desembarazo—. Pero no sé por qué mi instinto me decía que sería mejor…
—Cierto, cierto —Vance sacó su pitillera—. También usted es un escéptico…, a pesar de las apariencias.
Wrede se estremeció y se quedó mirando fijamente a su interlocutor, que prosiguió:
—Coe no era precisamente el tipo de suicida. ¿No le parece?
—No —dijo Wrede sin pestañear.
Vance encendió un cigarrillo.
—Mi opinión es que obró usted con toda prudencia.
—¡Vamos! —ordenó Markham en marcha hacia la escalera y haciendo una seña imperiosa a Gamble—. Guíe usted.
El mayordomo se volvió y subió la escalera, seguido por Markham, Vance y yo; pero Wrede y Grassi se quedaron abajo. En lo alto de la escalera, Gamble alargó la mano a la pared y oprimió un botón. El vestíbulo superior se inundó de luz, y ante nosotros se hizo patente una puerta grande con incrustaciones de marfil. Gamble se quedó junto al conmutador unos minutos, mostrándonos la puerta.
Markham se adelantó, empuñó el picaporte y trató de abrir. Luego se arrodilló, y después de mirar por el ojo de la cerradura, se incorporó con aire de disgusto.
—Viéndole, parecen infundadas nuestras sospechas —dijo en voz baja—. Coe está sentado en su butaca, con una negra herida en su sien derecha y sosteniendo aún el revólver en la mano. Todavía está encendida la luz eléctrica… Mira, Vance.
Vance estaba contemplando un aguafuerte colgado en la pared de la escalera.
—Me basta tu palabra, Markham —contestó—. No creo que sea un agradable espectáculo, y, en todo caso, le veré mucho mejor cuando entremos… Fíjate; aquí tienes un primitivo Marín. Muy delicado. El mismo sentimiento que hallamos en sus últimos trabajos…
En aquel momento sonó con mucho ruido el timbre de la puerta de la calle, y Gamble se precipitó escaleras abajo. Al abrir, hicieron irrupción en el vestíbulo inferior el sargento Ernest Heath y el guardia Hennessey.
—Por aquí, sargento —gritó Markham.
Los recién venidos subieron con ruido la escalera.
—Buenos días, señor —saludó el sargento, levantando la mano en actitud amistosa ante Markham y dirigiendo una mirada a Vance—. Ya sabía que estaría usted aquí. ¡El campeón mundial de los detectives!
Y subrayó con una mueca amistosa el tono afectuoso de sus palabras.
—Venga, sargento —ordenó Markham—. Hay un muerto en esta habitación, y la puerta está cerrada por dentro. Fuércela.
Sin decir palabra, Heath se arrojó contra la puerta, descargando la fuerza de su cuerpo sobre el travesaño, por encima de la cerradura, sin resultado alguno. De nuevo golpeó su hombro el travesaño.
—Ayúdame, Hennessey —dijo—. Hay una cerradura que no cede. Una madera demasiado dura.
Los dos unieron sus fuerzas, lanzándose con ímpetu contra la puerta. Se oyó el crujido de madera, y poco a poco fueron cediendo los tornillos de la cerradura.
Mientras tanto, Wrede y Grassi subieron, seguidos de Gamble, y se mantuvieron detrás de Markham y Vance.
Otros dos esfuerzos combinados, y la pesada puerta se abrió de golpe, dejando a la vista la habitación del muerto.