(Sábado 13 de octubre, a las 6:30 de la tarde)
Cuando Liang se hubo retirado, Vance envió a Gamble en busca de Hilda Lake, a quien informó sin preámbulos de la muerte de Wrede.
La joven, tras mirar a Vance un momento, enarcó las cejas, se encogió ligeramente de hombros y dijo:
—No se ha perdido gran cosa.
—Además —continuó Vance—, creo que mister Wrede asesinó a sus tíos y atentó contra la vida de mister Grassi.
—No me sorprendería —comentó ella fríamente—. Sospechaba que mató a tío Archer, pero no comprendía cómo pudo hacerlo. ¿Han descubierto ustedes el procedimiento?
Vance movió la cabeza.
—No, miss Lake. Queda por resolver ese término del problema.
—Pero ¿por qué había de matar a tío Brisbane? Tío Brisbane le prestaba su apoyo.
—Es otro punto que hay que poner en claro. Fue un error, algo que no entraba en sus cálculos.
—Comprendo que atentase contra la vida de mister Grassi. Mister Wrede era enormemente celoso.
—Todos los hombres que tienen despierta la conciencia de su inferioridad son inmensamente celosos —dijo Vance—. Pero esta tarde se me ha ocurrido pensar una cosa que deseo que me ponga usted en claro. Dígame, miss Lake: ¿qué razones podía tener Brisbane para matar a Archer?
La pregunta de Vance me sorprendió y, al mirar a Markham y a Heath, descubrí en ellos la misma sorpresa; pero Hilda Lake la aceptó como la cosa más natural del mundo.
—Muchas razones —contestó sin alterarse—. Había entre los dos un profundo antagonismo. Tío Brisbane tenía muchos proyectos y una gran ambición, pero siempre se sentía atado por tío Archer, que no aflojaba el dinero. El dinero, pues, era una de las razones. Además, tío Brisbane veía que tío Archer no se portaba bien conmigo y tenía mucha prisa en verme casada con mister Wrede. Ya sabe usted que tío Archer se oponía violentamente a nuestro matrimonio.
—¿Y usted, miss Lake?
—¡Oh! Yo pensaba que el matrimonio sería para mí una solución. Mister Wrede tenía un carácter comodón que no me hubiera molestado para nada, y yo estaba ansiosa por escapar del ambiente raro de esta casa. Conocía todos sus defectos, pero mientras no se hubiese metido conmigo…
—Acaso —insinuó— la llegada de mister Grassi la hizo cambiar de idea.
Por primera vez desde que conocía a Hilda Lake descubrí en sus ojos una ligera expresión de coquetería. Bajó la vista, como si se sintiera ruborizada, y replicó en voz baja:
—Tal vez, como usted dice, al conocer a mister Grassi cambié de idea.
Vance se levantó.
—Espero, miss Lake, que serán ustedes muy felices.
Cenamos aquella noche en casa de Vance. Tanto este como Markham estaban contrariados por no haber llegado a una conclusión satisfactoria, ya que quedaban sueltos muchos eslabones de aquella cadena de pruebas; pero no se pasó la noche sin que quedaran sujetas todas las piezas de convicción y sin haber llegado a una completa explicación de los hechos más misteriosos.
Nos llegó la revelación del misterio de la manera más inesperada, mientras estábamos hablando, después de la cena, en la biblioteca de Vance.
—No estoy satisfecho —masculló Markham—. Este caso presenta muchos puntos que no comprendo y que no se han explicado satisfactoriamente. ¿Por qué había de matar Wrede a Brisbane? ¿Qué significado tiene el revólver en la mano de Archer y la bala en su cabeza, después de muerto? ¿A qué vienen esas precauciones de cerrar la puerta mediante una manipulación diabólica?
—Eso es fácil de explicar —replicó Vance, fumando tranquilamente—. Lo que no comprendo es cómo Archer subió la escalera después de ser apuñalado en la biblioteca. No cabe duda, después de haber oído el relato de Liang, de que el crimen se perpetró abajo.
—No estoy muy seguro de que no te equivoques, Vance —objetó Markham—. Si tu supuesto responde a la verdad, habremos de admitir lógicamente la proposición de que un muerto subió la escalera.
Vance inclinó la cabeza.
—Ya lo comprendo —dijo pensativamente. De pronto se levantó, como movido por un resorte, y se plantó ante Markham, rígido y animado—. Un muerto subió la escalera —repitió con voz firme y ronca—. ¡Eso es! Eso lo explica todo… Sí, Markham: ¡un muerto subió la escalera!
Markham se le quedó mirando con indulgencia.
—Vamos, vamos, Vance —le dijo en tono de bondad paternal—. Este caso te ha trastornado. Toma algo para dormir y acuéstate…
—No, no, Markham —interrumpió Vance con la vista fija en el vacío—. Eso es lo que ocurrió la otra noche. Archer Coe…, ya muerto…, subió la escalera. Y lo más terrible, Markham, es que ¡él no sabía que estuviese muerto!
Vance se volvió vivamente a una obra en varios tomos en cuarto que ocupaba un estante de la librería. Fue pasando el dedo por los lomos hasta llegar a la letra E. Lo cogió, volvió las páginas hasta que encontró lo que buscaba y dijo:
—Escucha, Markham. Aquí tenemos la historia de un muerto que anda —y leyó lo que decía la enciclopedia—: «Isabel (Amelia Eugenia), mil ochocientos treinta y siete-mil ochocientos noventa y ocho, consorte de Francisco José, emperador de Austria, hija del duque Maximiliano José de Baviera y de Luisa Guillermina, nació el veinticuatro de diciembre de mil ochocientos treinta y siete, en Lake Starnberg…» —volvió la página—. Aquí está lo referente a su muerte: «Isabel pasaba mucho tiempo viajando por Europa y en el palacio que se construyó en Corfú. El diez de septiembre de mil ochocientos noventa y ocho pasaba por las calles de Ginebra con su séquito en dirección al embarcadero, cuando un anarquista llamado Luigi Lucheni se precipitó a su paso y la hirió en la espalda con una lezna de zapatero. La Policía se apoderó del delincuente, y ya se lo llevaban, cuando la emperatriz lo contuvo, ordenando que lo soltasen. “No me ha hecho ningún daño —dijo—, y en esta ocasión deseo perdonarlo.” Continuó paseando hasta el vapor, que estaba a más de media milla de distancia, y se despidió de sus súbditos desde cubierta. Luego se retiró a su camarote y se acostó. Horas más tarde la hallaron muerta. Lucheni le había hundido el arma sin que ella se percatase de la herida, y murió horas después de una hemorragia interna. Este crimen fue la última desgracia que le ocurrió al emperador de Austria y provocó la indignación de toda Europa…»
Vance cerró el libro y lo apartó a un lado.
—¿Comprendes ahora lo que quiero decir, Markham? —preguntó—. Un muerto puede hacer cosas extrañas sin saber que está muerto… Pero ten paciencia. Aquí tengo otro libro…
Se acercó a otra librería, y después de buscar un momento, cogió un libro negro con letras doradas.
—Este es un libro raro, Markham. Deseo leerte un párrafo que recuerdo está en el capítulo sobre Rye —volvió las páginas—. En él se refiere la visita del duque de Cumberland a Rye durante la inspección que realizó a las defensas de los alrededores… Aquí está… Espero que no te aburrirás: «Me suministró estas noticias el último superviviente de las familias Lamb y Grebell. Respecto al asesinato de Grebell, mi informador me dio algunos detalles que pasaron por alto los cronistas locales y que son interesantes desde el punto de vista fisiológico. Mister Grebell cenó con su cuñado, y teniendo que resolver algunos asuntos en la ciudad, le pidió prestada la capa. Al pasar de regreso por delante de la parroquia, alguien topó fuertemente con él, o así lo creyó, pues se limitó a rechazarlo, gritando: “¡Apártate, borracho!”; y entró en casa de Lamb como si tal cosa. Contó el incidente, y como la familia iba ya a acostarse, dijo que se sentía fatigado y que, en vez de volver a su casa, echaría un sueño sentado en el sillón ante el fuego. Al día siguiente lo hallaron muerto de una puñalada en la espalda que había causado una hemorragia interna…» ¿Ves, Markham? ¿Recuerdas lo que dijo el doctor Doremus? «¡Una hemorragia interna!» Esta es la historia. Eso lo explica todo. Así pudo Archer ser asesinado en la biblioteca y subir luego la escalera.
Markham se levantó y empezó a andar de un lado a otro.
—¡Dios mío! —exclamó con voz apenas perceptible—. Esta es la explicación. ¿Cómo íbamos a entender lo que pasó allí aquella noche? ¡Increíble!
Vance se dejó caer en su asiento y lanzó un profundo suspiro, como quien acaba de encontrar un hogar acogedor en medio de la selva hostil.
—Nunca podré olvidar esto, Markham —dijo, sacando la pitillera——, nunca. Tú has dado en la solución. Y yo lo sabía, pero no acababa de coordinar mis ideas.
Markham se paró en seco.
—¿Por qué dices que yo di en la solución?
—¿No dijiste que la única manera de explicar los hechos era suponiendo que un muerto subió la escalera…? No, Markham; nunca te lo agradeceré bastante.
Markham se sentó, lanzando un terno en voz baja, y se puso a fumar en silencio.
—La hemorragia interna explica algunas cosas —admitió al fin—; pero aún no entiendo la muerte de Brisbane ni la puerta cerrada.
—Y, no obstante, todo parece claro ahora que tenemos la clave…
Se acomodó bien, estirando las piernas, y después de fumar un rato en silencio y entornar los ojos, empezó diciendo:
—Creo, Markham, que puedo reconstruir los sorprendentes y contrapuestos sucesos ocurridos en el domicilio de Coe la noche del miércoles… Dudo de que Wrede maquinase la muerte de Archer Coe aquella noche. Ya debía de tener trazado el plan con tiempo, puesto que tuvo la precaución de proporcionarse una llave de la puerta trasera. Pero me parece que su propósito por aquella noche era hacer el último esfuerzo en el sentido de persuadir a Archer a ceder a sus peticiones, antes de recurrir al crimen. No hay duda de que fue a ver a Archer para tratar de convencerle del buen partido que representaba él para Hilda Lake. Archer se mantuvo en la oposición y se mostró violento. Tal fue la disputa que llegó a oídos de Liang. Me imagino que de las palabras pasarían a las obras y que habría palos. El hurgón estaba a mano, y Wrede, con su tremendo sentido de inferioridad personal, buscaría algo que le diera la superioridad material. Agarró el hurgón y lo descargó en la cabeza de Archer. Archer cayó sobre el taburete, derribándolo y rompiéndose una costilla. Wrede se quedó vacilando, pero de nuevo le asaltó el sentido de inferioridad. Pasó la vista por la sala, vio la daga en la vitrina, la sacó y la clavó en la espalda de Archer, que estaba tumbado de bruces en el suelo… Le dio por muerto. Ya estaba vengado, ya había apartado el obstáculo que se le ponía al paso. Creía que estaba solo en la casa con Archer, pero aún quedaba la idea de un sospechoso. Su astucia instintiva le sugirió la imagen de Liang, de quien siempre sospechó que era algo más que un criado, y pensó que si encontraban la daga china en la biblioteca, las sospechas recaerían en el chino. Metió la daga en el jarrón Ting Yao, pero la dejó caer sin precaución, se rompió la porcelana, y Wrede volvió a sentirse en una situación embarazosa. Cogió el arma y la dejó en otro jarrón de la mesa. Entonces recogió los fragmentos del Ting Yao y fue por la cocina a tirarlos al cubo de la basura. Había vuelto el hurgón a su puesto. Salió por la puerta de atrás, pasó por detrás del seto que había al fondo del espacio libre, abrió la puerta de la verja del patio de su casa y subió a su piso.
—Hasta aquí, muy bien —dijo Markham—. Pero ¿y Brisbane?
—¿Brisbane? ¡Ah, sí! Brisbane era un elemento inesperado, pero Wrede nada sabía de esto… En mi opinión, Markham, Brisbane había resuelto deshacerse de Archer aquella misma noche. Su viaje a Chicago era un ardid. Con sus conocimientos de criminología y sus malas artes había concebido la manera de deshacerse de su hermano, haciéndole pasar por suicida. Eligió su coartada haciendo que Gamble le reservase cama para el tren de las cinco y cuarto. Su plan era volver a casa y tomar otro tren. Era una idea excelente. Volvió a casa, Markham, con la intención deliberada de matar a Archer…
—Aún no acabo de entenderlo…
—Es muy sencillo. Antes de volver Brisbane, habían pasado cosas extrañas. Su plan criminal se vio envuelto en complicaciones, y Brisbane, en vez de realizar un crimen magistral, cayó en las redes de otro más diabólico que el concebido por él mismo…
Vance se movió en su asiento.
—Veamos lo que había sucedido entre tanto. Al recobrarse Archer del golpe del hurgón, sin saber que había recibido también una puñalada, subió a su dormitorio. Las cortinas estaban descorridas, y Wrede, desde su piso, pudo verle… Nadie sabrá los sentimientos que animaban a Coe en aquel momento, pero es de suponer que estaría enfurecido contra Wrede, y probablemente se sentó a escribirle una carta prohibiéndole que volviera a poner los pies en su casa. Empezó a sentir fatiga. Acaso la sangre empezó a estancarse en sus pulmones. Se le cayó la pluma de la mano. Hizo un esfuerzo para desnudarse. Se quitó la chaqueta y el chaleco y los colgó cuidadosamente en el ropero. Luego se puso la bata, se la abrochó y ató el ceñidor. Fue a las ventanas y corrió las cortinas. Todas estas operaciones le dejaron sin fuerzas. Ya iba a quitarse las botas, cuando se lo impidió la sombra de la muerte que se cernía sobre él. Lo atribuyó a fatiga, tal vez a los efectos del golpe recibido en la cabeza. Se sentó en la butaca. Pero ya no se levantó, Markham. Ya no se quitó las botas. Las sombras de la muerte le invadieron…
—¡Dios mío, Vance! ¡Es horroroso! —exclamó Markham.
—Todos esos pasos en tan siniestra situación son indicadísimos —continuó Vance—. Pero ¡figúrate lo que debía de pensar Wrede cuando vio desde su ventana dar vueltas por el dormitorio al hombre que había matado abajo, arreglando los papeles de su mesa, cambiándose de ropa y conduciéndose como si nada hubiera pasado! ¡Vamos, Markham! ¿Puedes imaginarte los sentimientos de Wrede? Había matado a un hombre y veía al muerto moviéndose como si nada hubiera pasado. Wrede había de comenzar de nuevo. Era una situación tan enojosa como terrible. Sabía que había hundido una daga en la espalda de Archer Coe, y Archer vivía y no podía dejar de pedirle cuentas. Y ten presente que las luces no se apagaron en el dormitorio de Archer Coe, de manera que Wrede había de preguntarse mil veces qué pasaba detrás de las cortinas corridas. No sólo debió de temer los resultados de aquella situación misteriosa, sino que me inclino a creer que le produjo una seria perturbación el temor de lo que no podía ver… Son indescriptibles las dos horas que pasaría Wrede entre las ocho y las diez de aquella noche. Comprendería que era preciso tomar una decisión…, que había que obrar. Pero sin saber qué hacer, se dejó guiar por la imaginación…
—¡Y volvió! —dijo Markham con cara torva.
—Sí, volvió. ¡Tenía que volver! Pero mientras duraron sus indecisiones había sucedido algo imprevisto y horrible. Brisbane había vuelto a casa…, entró como un ladrón, abriendo la puerta con su llave. Volvía para matar a su hermano. Entró en la biblioteca, donde estaba la luz encendida, pero no vio a Archer. Cogió el revólver que este guardaba en el cajón de la mesa y subió la escalera. Tal vez vio la luz del dormitorio de Archer que se filtraba por la puerta. Abrió…
Vance hizo una pausa.
—Me inclino a pensar, Markham, que Brisbane estaba preparado para cualquier contingencia, dispuesto a matar a Archer, a dejarle en el dormitorio con el revólver en la mano para simular un suicidio, y a cerrar la puerta con cerrojo por fuera, y cuando vio a su hermano sentado en la butaca y en apariencia dormido, creyó que el Destino le protegía y le allanaba el camino. Me parece verle acercándose de puntillas, aplicándole el cañón del revólver a la sien y apretando el gatillo. Luego veo a Brisbane colocando el arma en la mano de Archer y volviendo a la puerta, donde puso en práctica la ingeniosa idea concebida para cerrarla desde fuera… ¡Qué cuadro, Markham! ¡Brisbane disparando contra un muerto y disponiéndolo todo de modo que pareciera un suicidio!
—¡Dios mío! —suspiró Markham.
—Pero mientras se llevaba a cabo esta trágica farsa —prosiguió Vance—, Wrede había tomado una determinación. Decidió volver a casa de Archer Coe, a terminar de una vez el crimen que daba sólo por empezado. Se acordó del jarrón Ting Yao que había roto, y, temiendo que se notara su ausencia, cogió un jarrón semejante de su pequeña colección y lo llevó a casa de Coe. Calculó que serían las diez… Wrede abrió la puerta de la verja del patio y la dejó abierta, y fue entonces cuando el perrito escocés le siguió en su vagar por la oscuridad. Entró por la puerta trasera de la casa de Coe, dejándola también abierta, y el perrito le siguió. Todo estaba a oscuras y en silencio. Llegó por el comedor a la biblioteca y puso su jarrón de inferior calidad en la mesa de teca donde estaba antes el Ting Yao. Cogió la daga del jarrón donde la había escondido y salió al vestíbulo…
Vance se incorporó en su asiento.
—Y al llegar a la puerta vio a alguien que bajaba del segundo piso. Había luz en la biblioteca, pero no la suficiente para reconocer a quien bajaba. Para Wrede no podía ser otro que Archer. Recordarán ustedes que Archer y Brisbane eran de la misma estatura y corpulencia y se parecían bastante. Wrede se ocultó tras el cortinaje de la puerta de la biblioteca, empuñando la daga y esperando una oportunidad. Al llegar el que bajaba al pie de la escalera, se volvió en dirección al cuarto oscuro del fondo del vestíbulo. Brisbane iba sin duda a coger el abrigo y el sombrero que había dejado allí al entrar; pero Wrede, en su acaloramiento, se imaginó que Archer se disponía a salir de casa para contar a alguien la agresión de que había sido objeto o para denunciarle a la Policía. No estaba seguro, pero no dudaba de que en aquello había un peligro para él, y, por tanto, se afirmó en su decisión de acabar con Archer… Brisbane, tal como ahora se me representa, acababa de poner en el bolsillo del abrigo los hilos que le sirvieron para cerrar la puerta, cuando Wrede, acercándose en silencio por la espalda, le hundió la daga. Cayó muerto en el acto, y Wrede empujó el cuerpo que creía de Archer hacia dentro del cuarto oscuro y cerró la puerta. Volvió a la biblioteca, y fue entonces, seguramente, cuando tropezó con el perro que le había seguido. Decidió que lo más conveniente era deshacerse de él al momento. Tal vez ladró o hizo algún ruido al tropezar con él, y el criminal estaba en un estado de ánimo que no toleraba contratiempos de ninguna clase. Dejó la daga en el jarrón, cogió el atizador y lo descargó en la cabeza del perro. Era la manera más expeditiva de resolver el conflicto cuando no había tiempo para pensar. La presencia del perro era imprevista y de incalculables resultados… Hay motivos más que suficientes para pensar que el hombre se encontraba en un estado de pánico. Ni siquiera apagó las luces de la biblioteca. Se volvió por la puerta de atrás, pensando que dejaba el cadáver de Archer en el cuarto oscuro. Luego, cuando Gamble le llamó al día siguiente, vio que Archer estaba aún en su dormitorio. ¡Con la puerta cerrada! El hombre debió de creer que todo el mundo estaba vuelto al revés. Me imagino que corrió al cuarto oscuro cuando Gamble no podía verle, y entonces vio el cadáver de Brisbane. Algo debió de comprender en aquel momento. Había matado a su amigo, a su aliado, por equivocación. ¡Qué tortura mental debió de sufrir! Y, además, se le presentaba el terrible problema de la muerte de Archer… No sé cómo el hombre se mantuvo tan sereno cuando llegamos. Sólo a los efectos de una fría desesperación puede atribuirse su actitud.
Markham se paseaba, nervioso, por la pieza.
—Ya me hago cargo —murmuraba para sí mismo. De pronto se detuvo y observó—: Pero ¿y el atentado contra Grassi?
—Fue una cosa lógica y de acuerdo con su carácter —dijo Vance—. Miss Lake nos dio la explicación: intensos celos contra su feliz rival. Wrede pensó que nos había vendado los ojos, y esto le dio confianza. Sabía dónde estaba la daga, conocía las costumbres de los domésticos, tenía una llave de la puerta trasera, y sin duda sabía que la cerradura del cuarto de Grassi estaba estropeada. Probablemente lamentaba la pérdida de una novia rica hasta el punto de no poder resistir la tentación de completar el para él feliz asesinato de Archer con el de Grassi. Le hacía falta la muerte de este para alcanzar una completa victoria sobre las fuerzas que se le habían opuesto. Siempre su yo fracasado. Y a no ser por la perspicacia de Liang, que Wrede no supo apreciar, y por el movimiento del brazo de Grassi, hubiera salido con la suya.
—¿Y cómo llegaste a la conclusión de que Wrede era el criminal? —preguntó Markham.
—Por el perrito, Markham —contestó Vance—. Después de descubrir que pertenecía a Higginbotton, me enteré de que este se lo había regalado a su amiga, que vivía en la Belle Maison. Tan pronto tuve el rastro del perro y supe que pertenecía a la puerta de al lado, practiqué una investigación, y supe, por una honrada doncella irlandesa, que Higginbotton y su amiga, una tal miss Delafield, habían tenido una cena de despedida a la hora en que Archer caía asesinado. Yo creía al principio que una señora rubia que usaba carmín Duplaix para los labios había introducido el escocés en casa de Coe por la tarde; pero, aunque miss Delafield se pintaba los labios con Duplaix y estuvo sin duda a ver a Archer Coe antes de las siete y media, no fue ella quien introdujo el perrito, ya que este estaba en el piso de la Delafield después de las nueve de la noche y desapareció entre diez y diez y media, que fue cuando la doncella empezó a buscarlo. Por otra parte, supe que el perrito sólo podía haber entrado en casa de Coe en el caso de que alguien hubiera abierto la puerta de la verja que separa el patio de la Belle Maison del espacio libre de la residencia de Coe, y, además, me enteré de que el perro no podía salir de casa más que por el patio de atrás. Sólo alguien que hubiera abierto la puerta de la verja de separación y la puerta trasera de la residencia de Coe, podía dejar al perro el paso franco. Y Wrede era la única persona que podía hacer eso.
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Al cabo de un año, Hilda Lake y Grassi se casaron, y parece que el matrimonio fue muy feliz. Vance pasó a ser el dueño de McTavish, al que se había aficionado mientras lo tuvo en casa curándolo. La novela, llamémosla así, entre Higginbotton y Doris Delafield se acabó poco después de volver la dama de Europa, y como después de romper con el coronel, demostró ella poco interés por el perrito, Higginbotton se lo regaló a Vance en agradecimiento a cierto nebuloso favor que se figuraba deberle. Vance lo llevó a sus perreras, y como el animalito no pareciera hallarse muy a gusto, acabó Vance por tenerlo en casa. Allí está aún «en pensión vitalicia», y creo que Vance se desprendería antes de un Cézanne de su colección que de su querido McTavish.
FIN DE «EL CASO KENNEL»