(Sábado 13 de octubre, a las 4:30 de la tarde)
Markham se apoyó en la mesa y dirigió a Vance una mirada de maliciosa duda.
—Casi me lo haces creer —dijo—. ¿Qué nombre pongo en la orden de detención?
—No te apresures, Markham. Aún queda algo que hacer, hay que atar varios cabos antes que la ley deje caer su peso sobre el culpable, como se dice vulgarmente.
—Al menos podrías decidirte a ser conmigo sincero de una vez —dijo Markham, con el mismo acento de ironía.
—Espera, amigo. Déjame guardar el secreto por algún tiempo. Después de todo, la conclusión a que he llegado se funda en una evidencia moral. La prueba que puedo aducir es tan deleznable, que cualquier abogado la haría polvo. Si a mí me satisface, no sé si satisfaría a un Jurado; pero creo que podré darle consistencia… ¿No puedes esperar un poco, Markham?
—Haré un esfuerzo para no salir del encantamiento. Pero supongo que sabrás cómo se cometieron los crímenes.
—¡Ay, no! —lamentó Vance—. Ese es el motivo que tengo para no revelar el nombre de quien los perpetró. Nadie habría de acusar a una persona de un delito sin que indique cómo lo ha cometido, y menos si el delincuente puede probar que no fue él el autor.
—Hablas de un modo vago —observó Markham.
—Porque tengo ideas vagas. Puedo representarme los hechos referentes al asesinato de Archer, pero me estrello ante el asesinato de Brisbane. Faltan las causas del móvil, y no tiene sentido desde el punto de vista lógico. Pero no hay duda de que el asesino deseaba ardientemente la muerte de Archer. No obstante, sería un error acusarlo si las apariencias hablasen a favor de su inocencia… ¿No estás de acuerdo conmigo?
—Estoy a punto de echarme a llorar —replicó Markham—. ¿Y qué piensas hacer para salir del atolladero en que te has metido?
Vance se levantó y dijo, con gran seriedad:
—Pienso ir a casa de Coe y hacer unas preguntas a sus habitantes. ¿Quieres acompañarme?
Markham miró el reloj de pared y llamó a su secretario.
—Me marcho por hoy —dijo; y, cogiendo el sombrero y el abrigo de una percha, se dirigió a la puerta, donde se detuvo para decir—: Ya me interesa… hasta cierto punto… Pero ¿y Heath?
—¡Hombre, el sargento, no faltaba más! —contestó Vance—. Está indicadísimo.
Markham volvió a su mesa y telefoneó a las oficinas de la Brigada Criminal. Luego de hablar, volvió al lado de Vance:
—Heath nos esperará en la puerta de la Jefatura de Policía.
Subimos al coche de Vance, recogimos al sargento, que presentaba un aspecto de grave preocupación, y por la calle Cincuenta y Nueve y Quinta Avenida entramos en el Central Park, para dar la vuelta en dirección a la calle Setenta y Dos.
Cuando pasamos junto al estanque aún había sol, aunque velado por una calina crepuscular. El termómetro había subido y envolvía la ciudad una atmósfera tibia que me hizo pensar en el veranillo de San Martín. Empezaban las hojas a secarse y el parque ofrecía un aspecto de hermoso colorido que me recordó un cuadro de Monet que vi una vez en la Salle Comandeau del Louvre.
Cuando nos aproximábamos a la entrada occidental del parque, distinguí a una persona conocida, sentada en un banco, casi arrimada a la cerca del recinto, a cierta distancia del paseo, y casi al mismo tiempo Vance dio al chófer la orden de parar.
—Wrede está haciendo examen de conciencia en aquel banco —dijo—, y es una de las personas con quien deseo hablar. Podemos acercarnos paseando y le haré unas preguntas.
Abrió la portezuela y le seguimos por un senderito que se abría en el seto.
Wrede estaba sentado de espaldas a nosotros, a unos diez metros de distancia. Cuando nos acercábamos a lo largo del seto descubrí la recia corpulencia de Enright, que, en sentido opuesto, se acercaba al banco que ocupaba Wrede, con su Doberman Pinscher atado a la correa.
—¡Hola, hola! —observó Vance—. El locuaz mister Enright está invadiendo un nuevo terreno… Quizá Ruprecht se haya cansado de ver el estanque…
Entonces sucedió algo espantoso. El doberman se detuvo en seco, retrocedió uno o dos pasos y se encogió como ante una amenaza. De pronto, lanzando un aullido extraño, dio un brinco, arrancando la correa de la mano del atónito Enright, y se lanzó impetuosamente contra Wrede. Este volvió la cabeza, se revolvió y quiso levantarse; pero no tuvo tiempo. El doberman se arrojó sobre él con certero tino y le hincó los colmillos en el cuello. Wrede cayó de espaldas bajo el perro, que ladraba amenazador y fiero. Era un cuadro horroroso.
El sargento Heath gritó con todas sus fuerzas, tratando en vano de asustar al perro, y se abrió paso por el seto que nos separaba del banco con una agilidad sorprendente. Al acercarse al grupo confuso que formaban Wrede y el perro sacó el revólver. Vance miraba todo aquello con una sangre fría que yo no me explicaba.
—Eso es justicia bien aplicada, Markham —comentó, encendiendo un cigarrillo con mano firme.
En aquel momento, Heath apuntó la boca del revólver a la cabeza del perro y sonaron dos disparos. El doberman se tumbó de costado, estiró las patas y se quedó quieto.
Cuando llegamos nosotros, Wrede no se movía. Estaba tendido, con los ojos abiertos y las manos en alto, inmóvil como un muerto. Tenía la garganta enrojecida y bajo su cabeza se encharcaba la sangre. Era un espectáculo espantoso.
Enright se acercó con la boca abierta y blanca como el papel.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuraba.
Vance se agachó a examinar a Wrede sin dejar de fumar, y luego se volvió a Enright, diciéndole con voz áspera:
—Está bien, no se preocupe. Se lo tenía bien merecido. Había tratado al animal a golpes con toda crueldad, y el perro se ha vengado.
Luego se arrodilló y tomó el pulso al herido, inspeccionó el cuello de Wrede, moviendo lentamente la cabeza, y se incorporó para encogerse de hombros.
—Está muerto, Markham —dijo, sin la menor emoción—. Los colmillos del perro le han cortado la yugular y la carótida. Wrede murió casi en seguida por la abundante hemorragia y acaso por asfixia… No hace falta llamar a un médico.
En aquel momento se acercó un guardia de uniforme, que al reconocer a Markham saludó:
—¿Puedo hacer algo, señor?
—Llame usted una ambulancia, guardia —contestó Markham con voz esforzada y dura; y añadió—: Aquí está el sargento Heath, de la Brigada Criminal.
El guardia corrió al primer teléfono de la calle Setenta y Dos.
—¿Y qué quieren ustedes que haga yo? —preguntó Enright, muerto de miedo.
—Váyase a casa, tome un calmante y trate de olvidar —le contestó Vance—. Si lo necesitamos ya lo llamaremos.
Enright quiso decir algo más, pero no encontrando las palabras en su aturdimiento, dio media vuelta y se alejó.
—Vamos, Markham —propuso Vance—. Wrede no ofrece un aspecto encantador para que lo estemos contemplando, y el sargento cuidará de todo. Oiga, sargento, estaremos en casa de Coe. Venga usted cuando haya despachado la ambulancia.
Heath movió la cabeza sin levantarla. Aún permanecía, revólver en mano, con los ojos fijos en Wrede, como hipnotizado.
—¡Quién había de decir que un perro fuera capaz de hacer esto! —profirió entre dientes.
—En cuanto a mí, casi estoy agradecido al doberman —dijo Vance en voz baja, iniciando la marcha hacia el coche que esperaba.
Estábamos a poca distancia de la casa de Coe, y, hasta que nos hallamos sentados en la biblioteca, Markham no despegó los labios para expresar su estado de ánimo:
—Hay algo muy raro en todo esto, Vance. Un doberman pinscher, que tanto interés despertó en ti, ataca con tal ferocidad a Wrede… No sé adónde iremos a parar… Se suceden las tragedias y el caso sigue a oscuras. Tal vez tú veas alguna relación entre el terrier escocés, y el doberman. ¿Quieres decirme lo que pensabas cuando fuiste a ver a Enright?
—No es ningún enigma, querido Markham —dijo Vance, que iba de un lado a otro mirando los objetos de arte—. Cuando me dijo el sargento que Wrede había tenido un perro, me extrañó mucho, porque Wrede pertenecía a esa clase de tipos incapaces de amar a los animales. Era un egoísta con un complejo de violenta inferioridad; es decir, que su egoísmo respondía a una falta de confianza en sí mismo. Poseía una inteligencia perversa y sin escrúpulos, que era incapaz de utilizar de una manera positiva. Constantemente necesitaba sustituirse para su sentido de inferioridad. Las personas de esa índole no es extraño que tengan animales, no porque los quieran, sino porque, no atreviéndose con sus iguales, pueden, al menos, molestar y atormentar a las pobres bestias y darse así la impresión de su heroísmo y superioridad. El animal es meramente una salida para su falta de confianza en sí mismos, y al propio tiempo satisface su profundo instinto de dominio. Apenas oí que Wrede había tenido un perro, quise ver al animal, porque estaba seguro de que lo había maltratado, y cuando vi al doberman asustado y atemorizado, comprendí que había sufrido horriblemente a manos de Wrede. Sí, Markham, ese perro daba todas las muestras de haber recibido muchos estacazos y los peores tratos, lo que estaba perfectamente de acuerdo con el carácter que yo atribuía a Wrede.
—Pero, Vance —observó Markham—, no me dirás que el doberman se mostrase tímido a la vista de Wrede, puesto que se le ha echado encima como una fiera. ¡Uf!
—Porque había recobrado la confianza en sí mismo —explicó Vance—. El trato cariñoso y las atenciones que con él tuvo Enright, después de la horrible experiencia por que pasó en manos de Wrede, fue lo que devolvió al perro el valor suficiente para matar a su antiguo enemigo.
Se sentó y encendió otro cigarrillo.
—Casi todos los hombres pueden cometer un asesinato, pero sólo un tipo de hombre puede golpear a un perro con la crueldad con que golpearon aquí al terrier la otra noche. La herida que ofrecía el perrito en la cabeza era la firma del crimen, dejada por el asesino… ¿Comprendes por qué me interesaba tanto el doberman pinscher de Wrede?
Vance levantó la mano.
—Un momento. Deseo hablar con Liang. Hay algo que está todavía sin explicar. Tal vez Liang nos diga… ahora…
Antes que Gamble regresara con el chino, entró Heath, desconcertado y pálido.
—¡Pues estaba muerto de veras!… Este caso no acaba de gustarme. ¿Qué hacemos ahora, mi jefe?
—Mister Vance desea hablar con el cocinero chino —contestó Markham, sin hacer caso del sargento.
—¿Y qué va a sacar usted, mister Vance? —preguntó Heath, como la imagen de la desesperanza.
Antes que Vance pudiera replicar, apareció Liang por la puerta del comedor, donde se detuvo respetuosamente sin mirar a nadie.
Vance se levantó y fue a su encuentro, presentándole la pitillera abierta.
—Haga el favor de aceptarme un cigarrillo, mister Liang —dijo, como hablando con un igual—. Esto no ha de ser un interrogatorio, sino una conferencia en que necesitamos su ayuda.
Liang miró a Vance con calma estudiada. Probablemente no sabré nunca qué clase de callada inteligencia se cruzó entre los dos en aquel momento de mutua observación. Liang se inclinó en un susurro de «gracias» y cogió un Regie que Vance le encendió.
Este volvió a su puesto y Liang se sentó.
—Mister Liang —empezó Vance—, creo hacerme cargo de la situación en que le han colocado los tristes sucesos ocurridos en esta casa y también creo que comprenderá usted que no ignoro por completo los motivos de su difícil situación. Se ha portado usted casi en todo como yo me hubiera portado en su caso. Pero ha llegado el momento en que la franqueza es lo más prudente, y espero que me creerá si le digo que no ha de temer usted ningún daño. Ya no está usted en peligro. Ya no es posible que nos equivoquemos respecto a usted, y, si he de decirle la verdad, nunca sospeché de usted.
Liang volvió a inclinar la cabeza y dijo:
—Tendría un sumo placer en ayudarle si estuviera seguro de que la verdad de lo sucedido en esta desgraciada casa ha de prevalecer y no se me ha de acusar de algo que alguien desea echar sobre mi conciencia.
—Puedo asegurárselo, mister Liang —se apresuró a replicar Vance; y añadió, significativamente—: Mister Wrede ha muerto.
—¡Ah! —murmuró el criado—. Eso ya cambia por completo de aspecto.
—Enteramente. A mister Wrede lo ha matado un perro al que había maltratado.
—Lao Tsé dice que quien abusa del débil puede ser víctima de su propia debilidad.
Vance inclinó la cabeza en cortés aprobación.
—Espero —dijo— que algún día penetrará la sabia doctrina del Tao Teh King en nuestra civilización occidental… Pero a oscuras como estamos sin las luces de la sabiduría oriental, sólo puedo rogarle que nos ayude a resolver el problema… ¿Quiere decirnos qué sucedió, o mejor dicho, qué vio cuando volvió a casa entre ocho y nueve de la noche del miércoles?
Liang se movió en su asiento, fijando sus ojos escrutadores en Vance, y antes de hablar disimuló su vacilación fumando con avidez.
—Era exactamente a las ocho —dijo, sin que la voz se le alterase—. Al entrar en la cocina oí voces aquí, en la biblioteca. Mister Wrede y mister Archer Coe estaban hablando. Parecían enojados. Traté de no escuchar, pero fueron levantando la voz hasta el punto de llegar a mi dormitorio. Mister Coe protestaba, indignado, y mister Wrede gritaba más encolerizado a cada momento. Oí ruidos de pelea, una exclamación ahogada, un ruido como de algo pesado que cae en tierra. Siguió un breve silencio, y me pareció percibir un chasquido como de loza que se hace añicos. Luego otro silencio. Momentos después oí a alguien que cruzaba la cocina y salía por la puerta de atrás. Esperé en mi dormitorio un cuarto de hora, aproximadamente, preguntándome si había de intervenir en un asunto que no me concernía. Decidí ver lo que había pasado, movido de un sentimiento de lealtad a mi patrón. Volví, pues, aquí y hallé la biblioteca desierta; levanté el taburete que había caído frente al diván y me estuve leyendo cerca de una hora en la cocina. Pero estaba inquieto; no me gustaba el hecho de que mister Wrede, en vez de salir por la puerta de la calle, se hubiera escurrido como un ladrón por la de la cocina. Subí al dormitorio de mister Coe y llamé a la puerta, sin obtener contestación. Volví a llamar con el mismo resultado. Abrí; no estaba echado el cerrojo, y vi que mister Coe dormía sentado junto a la mesa; pero me llamó la atención su extrema palidez y me acerqué, lo toqué; pero no se movió…, y comprendí que estaba muerto… Salí del dormitorio, cerré la puerta y volví a la cocina. Reflexioné en lo que me convenía hacer y, como nadie me había visto volver a casa, decidí salir de nuevo y no regresar hasta muy tarde. Fui, pues, a ver a unos amigos y volví a entrar a eso de las doce, haciendo un ruido innecesario, para que me oyera cualquiera que estuviese en casa. Al cabo de un rato volví a la biblioteca y procedí a una detenida inspección, porque no podía comprender lo que había sucedido aquí. Encontré el hurgón caído en el fogón y vi que tenía sangre. También encontré la daga en el jarrón Ting Yao de Yuang Cheng que estaba en esa mesa. Se me ocurrió pensar que los dos instrumentos habían sido dejados aquí con algún propósito; que si se había cometido un asesinato se me querría achacar a mí…
—Estaba usted en lo cierto, mister Liang. Pienso que dejaron aquí los dos instrumentos para complicarlo.
—No acababa de hacerme cargo de la situación —continuó el chino—, pero creí que podría estar más tranquilo si escondía la daga y el hurgón. En caso de que se maquinase algo contra mí, la presencia de armas en la biblioteca me condenaba, si podía probarse que yo había estado aquí. La daga es china y podía calumniárseme de haber vengado los medios usados por mister Archer Coe para privar a mi país de sus antigüedades.
—Sí —convino Vance—. Esa era, sin duda, la intención del asesino… Y así aprovechó usted la primera oportunidad para dejar las dos armas arriba.
—Es cierto —admitió Liang—. Allí las dejé cuando el mayordomo mandóme a la habitación de miss Lake al día siguiente. De haber sabido la gravedad de la situación y comprendido cómo se desenvolvieron los acontecimientos, hubiese obrado de otro modo. Aún no comprendo la trama del crimen. La pelea, por decirlo así, entre mister Wrede y mister Archer Coe se desarrolló en la biblioteca, pero el cadáver se halló en su dormitorio.
—¿No podía mister Wrede —preguntó Vance— haber ayudado a mister Coe a subir después de la refriega?
—¡No! —negó el chino en tono enfático—. Momentos después de la pelea en la biblioteca, mister Wrede salió a hurtadillas por la cocina y se marchó por la puerta trasera.
—¿Cómo puede asegurar que fue Wrede, mister Liang, si no lo vio?
Una leve sonrisa asomó a los labios del chino al contestar:
—En mi país están los sentidos más agudizados que en Occidente. Había oído a mister Wrede andar por la casa demasiadas veces para no conocer sus pasos y su presencia. ¿Y puedo permitirme una pregunta?
—Las que quiera, mister Liang, y trataré de ser tan franco como usted.
—¿Cómo sabía usted que yo estaba enterado del crimen la noche que se cometió?
—Por varios indicios, mister Liang —contestó Vance—; pero usted mismo me lo dijo con un lapsus linguae. Cuando le tomé declaración la primera vez, habló usted de una tragedia y, al preguntarle cómo sabía que había ocurrido una tragedia, me contestó que había oído telefonear a Gamble mientras preparaba usted el desayuno.
Liang miró a Vance un momento con expresión de asombro. De repente asomó una sonrisa a sus labios y dijo:
—Ahora caigo. Ya había preparado el desayuno cuando telefoneó el mayordomo, puesto que descubrió el crimen cuando fue a servirlo a mister Coe… Sí, cometí un desliz; pero se requiere una cabeza muy despierta para descubrir el error.
Vance agradeció el cumplido.
—Y ahora permítame otra pregunta, mister Liang. ¿Por qué fingía usted trabajar en la cocina a las tres de la mañana de ayer, después del atentado contra mister Grassi?
El chino levantó la cabeza, poniéndose en guardia.
—¿Fingía?
—La tinta estaba completamente seca en las cuartillas que usted tenía tan cuidadosamente ordenadas sobre la mesa.
Una ligera sonrisa volvió a separar los ascéticos labios del oriental.
—Luego temí que podría usted haberse fijado en eso… El caso es, mister Vance, que estaba montando la guardia. A eso de las dos y cuarto de la mañana me despertó un ligero rumor: el de una llave que giraba en la cerradura de la puerta de atrás. Tengo un sueño muy ligero y me desvelo a cualquier ruido. Escuché, y alguien abrió la puerta y pasó por la cocina a la despensa, y por el comedor a la biblioteca…
—¿Reconoció usted los pasos?
—Indudablemente. La persona que se introdujo tan cautelosamente era mister Wrede… Sabiendo lo que sabía, no me fiaba de él y esperaba cogerle de un modo u otro. Me levanté, me vestí, di toda la luz de la cocina, y me senté a la mesa, como si estuviera trabajando. Quince minutos más tarde, oí que volvía mister Wrede a la despensa a paso de lobo y que se retiraba de nuevo hacia la biblioteca. Había visto la luz de la cocina y sin duda temía entrar. No oí abrir la puerta de la calle, que es el otro único punto de salida, a no ser por las ventanas, y decidí mantenerme firme. Poco después oí los gritos de mister Grassi, y luego la voz del mayordomo en el teléfono. A pesar de todo, creí preferible permanecer en la cocina, pues pensé que mister Wrede podía estar aún oculto en algún rincón, esperando una oportunidad para escapar por la puerta de atrás. Cuando entraron ustedes y me informaron de la agresión contra mister Grassi, les indiqué la ventana de la sala interior, porque no sabía por qué otro punto podía haber escapado mister Wrede.
Liang adoptó una expresión de tristeza.
—Siento que mis buenos propósitos no tuvieron más éxitos; pero, al menos, puse obstáculos a la huida de mister Wrede.
Vance se levantó con el cigarro en los dedos.
—Nos ha hecho usted un gran servicio —dijo—. Ha puesto en claro muchas cosas. Le quedamos agradecidísimos.
Se acercó a Liang y le tendió la mano. El chino se la tocó y se inclinó.