18. EL RASTRO DEL PERRO

(Sábado 13 de octubre, a les 9 de la mañana)

A las nueve del siguiente día, Vance se presentó en las oficinas del American Kennel Club y expuso al secretario, mister Perry B. Rice, la índole de la información que deseaba. El secretario se ofreció muy amable a facilitarnos toda clase de informes.

—En el catálogo oficial de la exposición de Englewood encontrará usted todos los datos que desea.

Nos condujo a una sala grande y nos presentó a mistress Del Campo, jefe del departamento de exposiciones, donde estaba rigurosamente ordenado el archivo de las exposiciones caninas de casi todo un siglo, y en unos armarios se guardaba el historial o genealogía canina de todas las castas cuidadosamente clasificadas y puestas por orden alfabético. Numerosas señoritas trabajaban llenando fichas.

Cuando mister Rice explicó a mistress Del Campo el objeto de nuestra visita, fue en seguida a buscar el catálogo de la exposición de Englewood, con el que estaba trabajando una muchacha. Buscó en la sección de los terriers escoceses y al momento encontró lo que interesaba a Vance. El dueño se llamaba Julius Higginbotton y el perro McTavish. Luego miró el voluminoso registro del A. K. C, donde estaba la fecha del nacimiento: 20 de noviembre del pasado año; el padre era un campeón Ornsay Autocrat y la madre una Laurieston Lovelace. El criador era Henry D. Bixby.

Vance apuntó estos datos, y mientras estaba escribiendo, dijo mistress Del Campo:

—Este catálogo aún no se ha confrontado con el libro de los árbitros… Un momento y lo comprobaré.

Fue en busca del libro de árbitros, que estaba sobre una mesa, lo abrió por el folio correspondiente a los cachorros, buscó un número y encontró el nombre del perro: McTavish.

—¿Ya está todo? —preguntó Vance.

—No —dijo mistress Del campo—, ahora hay que ver si estos datos concuerdan con la ficha genealógica oficial.

Tomó el número que aparecía con lápiz junto al nombre del perro y nos invitó a seguirla a otra sala contigua, donde estuvo buscando en un fichero. En un cartón grande estaba registrado el nombre del perro, el de los progenitores, el del criador y las señas de Julius Higginbotton, que vivía en Mount Vernon, Nueva York.

—Ahora puede estar seguro, mister Vance, de que no hay error. Hacemos esto con todos los perros que entran en concurso. No sabe la gente el trabajo que supone.

Después de pasar por la redacción de The American Kennel Gazette, que estaba junto al vestíbulo, para saludar al director, mister Louis de Casanova, Vance se despidió y dio al chófer la orden de que nos condujese inmediatamente a la Audiencia.

Cuando entramos en el despacho del fiscal del distrito, instalado en el cuarto piso del edificio donde estaban las salas de lo criminal, Markham se hallaba reunido con el sargento Heath. El secretario, Swacker, nos introdujo sin tardanza.

—Esto marcha —dijo Vance, sentándose y sacando la pitillera—. Ahora vengo del American Kennel Club, donde me han suministrado interesantísimos informes. El perrito herido, Markham, pertenece nada menos que a Julius Higginbotton.

—¿Quién es ese hombre, Vance? ¿Y por qué te interesa tanto?

Vance encendió su cigarrillo.

—Porque lo conozco. Es miembro del Crestview Country Club y posee una magnífica finca en Mount Vernon, donde lleva lo que él se imagina ser una vida de hidalgo.

Heath se removió en su asiento.

—Al Crestview Country Club de Mount Vernon —interrumpió— fueron miss Lake y Grassi a bailar la noche del miércoles.

—Y no sólo eso, sargento —dijo Vance, fumando con deleite—. Higginbotton conocía mucho a Archer Coe. Hace años, Higginbotton heredó de una tía una hermosa colección de antiguas pinturas chinas, parte de las cuales vendió a Archer a un precio irrisorio. Después de venderlas se enteró por un comerciante de antigüedades de que valían una fortuna; se habló mucho en los círculos del asunto, en el sentido de presentar a Coe como poco escrupuloso y falto de ética. Higginbotton quiso remediar el engaño, pero sin resultado alguno, a pesar de las peloteras que hubo entre los dos. Higginbotton fue coronel en la gran guerra y es un poco tarambana.

—¿Y dónde nos lleva eso? —preguntó Markham, repiqueteando con los dedos en la mesa—. ¿Quieres dar a entender que Higginbotton vino a Mount Vernon con su perro a matar a Coe?

—¡Dios me libre! No quiero dar a entender nada. Doy cuenta de mis descubrimientos, pero he de confesar que la relación entre el perrito escocés y el coronel Higginbotton y Archer Coe me parece muy satisfactoria.

—Pues a mí me parece que aún enreda más la madeja.

—¡Eres desalentador! —suspiró Vance—. Al menos da en qué pensar esa combinación.

—Ya se me han vuelto los sesos agua de tanto pensar —replicó Markham, enojado, levantándose para asomarse a la ventana—. ¿Qué te propones hacer?

—Dar un paseo por el campo. Me llegaré a Mount Vernon, donde espero tener una conversación cortés y seria con el coronel, a propósito de McTavish… ¿Te gustaría saber el resultado de mis esfuerzos diplomáticos?

Markham volvió a sentarse pesadamente en su sillón, diciendo:

—Aquí estaré toda la tarde.

Fue un paseo delicioso nuestro viaje a Mount Vernon. Dimos sin dificultades con la finca de Higginbotton y tuvimos la suerte de encontrar al coronel sentado en el ancho pórtico de estilo colonial.

Era un hombre recio, de mediana estatura y de aspecto saludable. En sus ojos grises había un no sé qué de mundología que los quehaceres campesinos no lograban disipar, y toda su persona respiraba un aire de agradable jovialidad.

Saludó a Vance efusivamente y nos invitó a un vaso de buen vino.

—¿A qué debo el honor de esta visita? —preguntó, en tono de amistosa hospitalidad—. No sabe cuánto me alegro. Ha de venir usted con más frecuencia.

—¡Encantado! —dijo Vance, sentándose ante una mesilla—. Pero hoy me ha traído un asunto de carácter algo comercial… La verdad es que me interesa mucho saber de un perro escocés que era suyo: McTavish, que se exhibió en Englewood…

Al oír el nombre del perro, Higginbotton tosió estrepitosamente y apartó una silla con ruido, mientras miraba a las ventanas próximas del edificio. Parecía muy turbado, y el tono de su voz y sus maneras, al contestar, me interesaron extraordinariamente.

—Sí, sí, desde luego —profirió, apartándose hacia la escalinata—. Apenas voy a las exposiciones, y a propósito, mister Vance, quisiera mostrarle mis rosales… —y, bajando las gradas del portal, se apartó a un jardincillo de la derecha.

Vance enarcó las cejas con extrañeza y siguió a su huésped. Cuando estuvimos a tal distancia que no podían oírnos desde la casa, el coronel pasó un brazo por la espalda de Vance y le habló en tono de confidencia:

—Dios quiera que mi mujer no le haya oído. Generalmente se sienta en el salón por las mañanas, y las ventanas estaban abiertas —parecía turbado—. Sí, señor, sería un gran contratiempo que se hubiera enterado de la pregunta. No lo tome a descortesía, por Dios; pero me ha dado usted un susto… ¡Vaya una situación molesta y delicada! —acercó la cabeza a Vance y preguntó—: ¿Quién le ha hablado de mi perro? ¿Estuvo usted en la exposición de Englewood? ¿A qué se debe su interés? —volvió a mirar al pórtico—. ¡Diablos! Si su pregunta ha llegado a oídos de mi mujer…

Vance le miró con sonrisa burlona.

—¡Vamos, vamos, coronel! —dijo alegremente—. ¡No será tanto! No estuve en Englewood ni vi a McTavish hasta anteayer. Se trata, coronel, de que su perrito está en mi casa de Nueva York.

—¡Qué me dice! ¿En su casa? —preguntó Higginbotton, sinceramente asombrado—. ¿Cómo ha ido allí? No lo entiendo. ¡Qué cosa más rara, mister Vance! Explíqueme.

—Pero ¿no es su perro, coronel? —preguntó Vance, tranquilamente.

—Bueno…, bueno…, el caso…, es decir… —masculló Higginbotton, como desconcertado—. Sí, sí, supongo que quiere usted decir que yo soy su dueño nominal; pero hace ya seis meses que me desprendí de él… Verá usted, mister Vance, resulta que se lo regalé a un amigo muy querido que vive en Nueva York.

—¡Ah! —exclamó Vance, mirando al cielo—. ¿Puede saberse, coronel, quién es ese amigo?

—¡Por Dios, mister Vance! No sé…, realmente no sé qué puede importarle eso a nadie más que a mí…, y, claro, esa persona… No fue sino una transacción privada, mejor dicho, un asunto personal —aclaró la garganta pomposamente y añadió—: Aunque sea usted el amo del perro, no sé, es decir, no llego a comprender…

—Coronel —interrumpió Vance bruscamente—. Yo no me meto en sus intimidades, pero ha sucedido algo muy serio y le tendrá más ventaja ser sincero conmigo que recibir una citación del fiscal del distrito para que se presente en su despacho.

Higginbotton abrió cuanto pudo sus ojillos y estrujó la ceniza de la pipa.

—Bueno, bueno, claro, si la cosa es tan seria, supongo que puedo confiar en usted… Pero, por todos los santos, amigo, que esto no pase de aquí.

Y de nuevo volvió la cabeza para cerciorarse de que nadie escuchaba.

—Lo cierto es, mister Vance, que tengo una amiga muy querida en Nueva York, una joven encantadora, créame…

—¿Rubia? —preguntó Vance, en tono indiferente.

—Sí, sí, la joven es rubia. ¿La conoce usted?

—No, no tengo el gusto. Pero continúe, coronel.

—Bueno, verá usted lo que pasa, mister Vance. Voy con frecuencia a la ciudad por negocios y paso una noche de club y de teatro, y no me gusta ir solo, y resulta que a mi mujer no le interesan los espectáculos…

—Le ruego que no me dé excusas, coronel, y me diga cómo se llama esa joven.

Miss Doris Delafield, y es una joven muy hermosa, de una familia distinguida…

—¿Y a miss Delafield le regaló usted el perro hace seis meses?

—Eso es, pero me interesa mucho guardar el secreto. Sentiría, mister Vance, que mi mujer se enterase, porque no lo interpretaría en buen sentido.

—A buen seguro —murmuró Vance—, y estoy completamente de acuerdo con usted… ¿Y dónde vive miss Delafield, coronel?

—En un piso de la Belle Maison, número noventa, de la calle Setenta y Uno del Oeste.

Los ojos de Vance parpadearon vivamente mientras encendía un cigarrillo con prosopopeya.

—¿No es la casa separada de la de Archer Coe por el solar?

—Exactamente. ¡Coe! ¡El viejo estafador! Se tiene merecido lo que le pasó la otra noche. Juraría que lo mató alguien a quien habrá timado… Pero después de todo —añadió en tono de perdón—, yo apenas le guardaba rencor y, desde luego, no tengo que decir más que bien del muerto. Es la actitud que ha de adoptar un caballero, ¿no le parece?

—Tal es mi opinión. ¿Ha leído usted los periódicos, coronel?

—Claro que sí —contestó Higginbotton, algo sorprendido de la pregunta de Vance—. El hecho es que la misma noche que lo mataron estaba yo con miss Delafield.

—¡Caramba, coronel! Eso es interesantísimo —dijo Vance, apartándose para coger una hoja seca de un arbusto—. A propósito, coronel —añadió, cambiando de tono—: el perrito McTavish fue hallado en casa de Coe con una herida en la cabeza.

El coronel dejó caer la pipa de la boca y no se bajó a cogerla. Miró a Vance como transfigurado y perdió el color de la cara.

—Pero…, pero… ¿está usted seguro? —balbució.

—En absoluto. Como le he dicho, en casa tengo a McTavish. Lo encontré en la casa, en el vestíbulo inferior. Lo llevé al doctor Blamey. Está ya bien. Pero ¿cómo se explica usted, coronel, que su perro estuviese en la casa del asesinado en el momento de cometerse el crimen?

—¡Explicar! ¿Cómo voy a explicármelo? ¡Por Dios! ¡Si parece increíble! Me ha dejado trastornado con…

—Pero ¿cómo es, coronel, que no se ha enterado usted de la ausencia del perro del piso de miss Delafield?

—¡Oh! Me olvidé de decirle… —dijo el coronel, titubeando.

—¿Qué se olvidó de decirme?

—No le dije que miss Delafield embarcó para Europa la noche del miércoles.

—La noche que mataron a mister Archer Coe —dijo lentamente Vance.

—Exacto. Precisamente estuve yo aquella noche en su piso porque habíamos de despedirnos con una cena y había de acompañarla al barco.

—¿Y cómo es, coronel, que su perro no volvió a sus perreras de aquí, cuando miss Delafield embarcó para Europa?

—Porque Doris, es decir, miss Delafield, por consejo mío, lo dejó al cuidado de la doncella que ha de cuidar del piso durante su ausencia.

—¿Por qué le dio tal consejo?

—Porque me pareció lo mejor, porque trayéndome el perro me creaba una situación difícil al tener que dar explicaciones a mi mujer el día que Doris…, miss Delafield…, volviese de Europa y me reclamase el perro… Y claro…

—Sí, claro; ya comprendo.

—Esperaba que mi mujer haría un viaje a Europa durante este otoño, pero decidió quedarse, y uno o dos asuntillos de índole confidencial que surgieron me aconsejaron enviar a miss Delafield a Europa por un tiempo, hasta que se disipasen ciertas habladurías… Estoy seguro, mister Vance, que sabrá usted hacerse cargo.

—Perfectamente. ¿A qué hora embarcó miss Delafield en la noche del miércoles?

—En el Olympic, a medianoche.

—¿Y a qué hora estaba usted en el piso?

—Llegué a las seis y salimos inmediatamente. Cenamos… Espere…, en un restaurante…, llamémosle reservado, y allí estuvimos hasta la hora de ir al barco.

—¿Qué restaurante era ese?

Higginbotton arrugó la frente.

—Si he de decirle la verdad, mister Vance, no me acuerdo. Ni siquiera estoy seguro de que tuviera nombre. Era un pequeño establecimiento de la calle Cuarenta o tal vez Cincuenta y tantos de Oeste. Un local que había recomendado a miss Delafield un amigo.

—Un poco vago es eso, ¿verdad? —dijo Vance, descansando sus ojos en los del coronel—. Pero gracias de todos modos. Al volver a Nueva York voy a preguntar algo a la doncella de miss Delafield. Supongo que no tendrá usted inconveniente. Y a propósito, ¿cómo se llama?

El coronel se asustó un poco.

—Annie Cochrane —dijo, y se apresuró a añadir—: Pero, si tan serio es esto, mister Vance, ¿tendría algún inconveniente en que le acompañase a la ciudad? Me gustaría saber por qué no me notificó Annie la ausencia del perro.

—Estaré encantado —le dijo Vance.

Volvimos a Nueva York con el coronel Higginbotton, deteniéndonos en la Ribera para comer, y de allí nos dirigimos a la Belle Maison.

Annie Cochrane era una morena de poco más de treinta años e indudablemente de origen irlandés, que al abrir la puerta y ver al coronel Higginbotton se quedó muy confusa y asustada.

—Oye, Annie —empezó el coronel en tono agresivo— ¿por qué no me avisaste que el perro de miss Delafield había desaparecido?

Annie dijo atropelladamente que temió por la desaparición del perro, porque tenía ella la culpa de que se hubiera escapado, y esperaba de un día a otro que volviera.

—¿Cuándo se fue el perro, Annie? —preguntó Vance, cariñoso, al ver a la joven tan asustada.

La mujer le dirigió una mirada de agradecimiento y contestó:

—Lo eché de menos poco después que el coronel Higginbotton y miss Doris salieron el miércoles por la noche a eso de las nueve.

Vance se volvió a Higginbotton con una leve sonrisa.

—¿No me ha dicho usted que salieron a las seis, coronel?

Sin dar tiempo a que el coronel contestase, la doncella corroboró:

—¡Oh, no! No eran las seis. Eran las nueve. Yo les preparé la cena antes de las ocho.

El coronel bajó la cabeza y se pellizcó la barbilla pensativamente.

—Sí, sí, es verdad. Pensaba que eran las seis, pero ahora recuerdo. Y que era exquisita la cena que nos preparaste, Annie —y se volvió a Vance con una sonrisa de campechana franqueza—. Siento haberle informado mal, mister Vance. A veces me falla la memoria… Tenía la intención de llevarme a cenar a miss Delafield. Pero cuando llegué, Annie nos lo había preparado todo y cambiamos de idea.

Vance aceptó la explicación sin comentarios.

—¿Y a qué hora llegó usted aquí, coronel?

Higginbotton parecía meditar la contestación, pero, sin darle tiempo, Annie contestó por él con respetuosa ingenuidad:

—Llegó usted a las seis. Y miss Doris a las siete y media.

—¡Ah, sí! Eso es, Annie —dijo el coronel, afectando agradecimiento por haberle refrescado la memoria—. Miss Delafield —añadió para Vance— dijo que la habían entretenido las compras.

—Bueno, bueno —murmuró Vance—. No sabía que las tiendas se cerrasen tan tarde… ¡Es raro!

—¡Oh! Algunas de las pequeñas tiendas de Madison Avenue estoy seguro de que las cierran tarde.

Vance fingió no hacer caso de la explicación y se volvió a la doncella:

—A propósito, Annie: ¿estaba aquí el perro durante la cena?

—Sí, señor —afirmó la mujer—. Siempre me lo tropiezo cuando sirvo.

—¿Y cómo se explica la desaparición inmediatamente después de haberse marchado el coronel Higginbotton y miss Delafield?

—Eso sí que no lo sé, francamente no lo sé. Lo busqué por todas partes, por el patio, por todo el espacio libre de la casa, y no lo encontré en parte alguna.

—¿Por qué no lo buscó en la calle?

—Porque no podía haber salido por la puerta de la calle, señor. Andaba por la cocina y por el comedor, y sólo la puerta de la sala da al vestíbulo. Pero estaba cerrada con llave desde que los señores salieron.

—Entonces, por lo visto, sólo pudo salir el perro por el patio de atrás.

—Sí, señor, por ninguna parte más. Y eso es lo extraño del caso, señor, porque si hubiera salido por el patio de atrás, lo hubiese visto.

—¿No miró usted por el espacio libre entre esta casa y la residencia de mister Coe?

—También miré, aunque sabía que era inútil; no podía haber pasado por la puerta de la verja, porque siempre está cerrada.

—Pero al perro se le dejaba correr por el patio de atrás, ¿verdad?

—¡Ah, sí, señor! Como ocupamos el primer piso, tenemos acceso al patio, y yo siempre dejaba abierta la puerta de la cocina para que pudiera entrar y salir a su antojo.

Vance guardó un momento de silencio y luego preguntó, con inusitada seriedad:

—¿A qué hora empezó usted a buscar el perro, Annie? Fíjese bien, es muy importante.

—Puedo decírselo casi con exactitud —contestó la mujer, resueltamente—. Fue cuando acabé el trabajo. Miss Doris y mister Higginbotton se marcharon a las nueve, y cuando yo acabé de arreglarlo todo eran las diez y media.

—¿Cómo se explica usted la desaparición del perro, Annie?

—No me lo explico, señor. Al principio, cuando después de buscarlo no lo encontré, pensé que se lo habría llevado algún chico o algún trajinante. Es tan tontín y tan cariñoso, y tiene un carácter tan amable, que cualquiera puede hacer que le siga. Pero nadie estuvo aquí desde las siete aquella noche. No sabe usted lo apenada que estoy —dijo, volviéndose al coronel, como pidiendo perdón—. Quería al pequeño McTavish

—No se apure, Annie —dijo Vance en tono afable—. McTavish está bien, afortunadamente. Y a propósito —añadió, dirigiéndose a Higginbotton—, ¿dónde adquirió usted el perro, coronel?

—Se lo compré a mister Henry Bixby cuando tenía cinco meses. Doris se entusiasmó con él y se empeñó en llevarlo a la exposición. Traté de disuadirla…

—Era digno de ser exhibido —interrumpió Vance—. Y lo llevó usted a mister Prentice para que lo arreglase, ¿verdad?… Pero ¿por qué lo inscribió usted con su propio nombre en Englewood?

—Créame que no lo sé —dijo el coronel, evidentemente disgustado consigo mismo—. Una de esas tonterías que cometemos los hombres. Mister Bixby arregló los papeles en mi nombre, y ya no me preocupé más. Nunca se me ocurrió pensar que Doris quisiera exponerlo. Llené la hoja de inscripción, y ahí tiene usted. Disgustos, disgustos y disgustos… ¿Hay algo más, mister Vance?

—No, creo que no… Sólo hacer otra pregunta a la doncella. Annie, ¿qué clase de carmín para los labios usa miss Delafield?

La doncella quedó muy sorprendida de la pregunta y miró a Vance con asombro. Luego dirigió una rápida mirada a Higginbotton.

—Bueno, ¿lo sabes, Annie? —le preguntó el coronel con severidad.

—Sí, señor, que lo sé. El miércoles mismo por la mañana me mandó la señorita a la perfumería a comprarle un lápiz para los labios.

—Pues dile a mister Vance de qué clase era.

—Era un Doble Carmín o cosa por el estilo; miss Doris me lo escribió en un papel.

—Muchas gracias, Annie. Nada más.

Al salir a la calle, el coronel no pudo ocultar su curiosidad:

—¿Qué es eso del lápiz para los labios?

—¡Oh! Nada de importancia —contestó Vance con indiferencia—. Sólo quería aclarar un punto. Un lapicero casi vacío de Duplaix’s Carmine se encontró el jueves por la mañana en la cesta de los papeles de la biblioteca de mister Coe.

—¡Por Dios! ¿Qué me dice? —exclamó el coronel, aunque no parecía muy impresionado—. Doris debió de entrar a despedirse de Archer Coe.

—¡Ah! ¿Se conocían?

El coronel frunció el ceño.

—Se lo presenté hará un año. Lo visitaba de cuando en cuando, aunque debo añadir que no me gustaban sus visitas. Llegué a decirle con toda franqueza que prefería que renunciase a ellas.

—¿Sabía miss Delafield cómo le trató a usted mister Coe respecto a aquellas pinturas chinas?

—Se lo conté, pero no por eso modificó su conducta. Ya sabe usted cómo son las mujeres. No tienen el sentido ético de los negocios.

—Bueno, coronel —dijo Vance, alargando la mano——, quiero darle las gracias por su ayuda. Ya le tendré al corriente de la salud del perro. Entretanto, puede estar seguro de que no le faltarán cuidados.

—¿Qué le parece que haga ahora? —preguntó el coronel.

—Yo que usted me iría a casa y me echaría a dormir.

—Eso sí que no —declaró el coronel—. Iré al club y me tumbaré en mi cuarto… Nunca he sentido tanta necesidad de una buena botella como en este momento.

Cuando se hubo despedido, Vance subió a su coche, que esperaba ante la Belle Maison, y dio órdenes de ir a la Audiencia. Apenas nos introdujeron en el despacho particular de Markham, Vance se dejó caer en un sillón y cerró los ojos.

—Traigo noticias, amigo Markham —pronunció.

—Enhorabuena —dijo Markham, alargando el brazo para sacar un cigarro de la tabaquera—. ¿Qué hay de nuevo?

Vance se hundió aún más en el sillón.

—Me parece que sé quién mató a los hermanos Coe.