16. LA VENTANA ABIERTA

(Viernes 12 de octubre, a las 3 de la mañana)

Cuando llegué con Vance a casa de Coe, ya estaban allí Markham y el sargento. En la escalinata había apostado un agente de la Brigada Criminal, que nos miró ceñudo y volvió la cabeza, como si no le preocupásemos. Hasta más tarde no comprendí su actitud.

Gamble, pálido y temblando de espanto, en zapatillas y abrigado con una bata de franela, nos abrió la puerta y nos condujo al segundo piso, dio la vuelta hacia la fachada y nos introdujo en las habitaciones de Grassi. Las cortinas estaban corridas y ardían todas las luces.

Heath y Markham estaban al pie de la cama de Grassi, que yacía postrado. Sentado en una silla al lado opuesto de la cama había un señor de aspecto respetable, de unos cuarenta años, bajito y algo calvo, que me recordó al doctor Alexis Carrel.

—El doctor Lobsenz —informó Markham a Vance—. Tiene el despacho cerca y Gamble lo ha llamado.

El doctor Lobsenz levantó la cabeza, saludó con un movimiento y siguió trabajando. Grassi estaba de espalda y vestía un pijama blanco, de seda. Presentaba una palidez mortal y el brazo correspondiente a nuestro lado se movía inquieto sobre la sábana, como el de una persona bajo la acción de la hioscina. Al lado del doctor, la sábana, presentaba una gran mancha de sangre como de doce pulgadas de diámetro y la chaqueta del pijama estaba también manchada de sangre.

Los ojos de Grassi estaban cerrados y sus labios se movían maquinalmente. Tenía subida hasta el hombro la manga del brazo izquierdo y cuidadosamente vendado el codo, por donde aún manaba la sangre atravesando las gasas.

—Creo que es cuanto puedo hacerle por ahora, mister Markham —dijo el doctor, levantándose—. Inmediatamente haré que venga la ambulancia.

—Gracias, doctor —dijo Markham, que se volvió a Vance para explicarle—: Grassi ha sido herido en el brazo izquierdo. El doctor Lobsenz dice que la herida no es grave.

Vance, que tenía la vista fija en Grassi, preguntó sin levantar la cabeza:

—¿De qué naturaleza es la herida, doctor?

—Penetró el arma por el borde exterior del tendón del bíceps, por donde cruza con el hoyuelo de la cavidad coronoidea, y la punta cortó la basílica media, produciendo la abundante hemorragia, y gracias que no tocó la arteria basílica.

—¿Qué clase de arma diría usted que se utilizó? —preguntó Vance.

El doctor titubeó un momento.

—La herida es un poco áspera y presenta una conformación extraña; no es de cuchillo, sino de un instrumento parecido a una lezna muy gruesa.

—¿No podría ser un puñal de hoja romboidal?

—Sí, muy fácil. La herida era dentada y sangraba mucho para determinar con exactitud los contornos; pero luego se lo diré, cuando la haya limpiado y desinfectado.

—No se moleste —dijo Vance—. ¿Lo lleva al hospital?

—Sí, inmediatamente. No le he puesto más que un vendaje, una compresa sujeta con unas gasas. He de llevarlo al hospital para ahondar y desinfectar la herida y atar las venas cortadas para que no sangren. Mañana estará perfectamente.

—¿Le ha dado algún medicamento?

—Estaba muy nervioso y excitado y le he suministrado tres granos de amital sódico por la boca. Eso lo calmará esta noche y mañana estará en condiciones de volver aquí. Llevará unos días el brazo en cabestrillo, pero si no hay infección, no hay peligro.

Vance no había apartado los ojos de Grassi.

—¿Estará en condiciones de contestar a unas preguntas antes que se lo lleve al hospital?

El doctor se inclinó sobre Grassi, le tomó el pulso y le examinó las pupilas.

—Sí, sí —dijo, encaminándose a la puerta—. La ambulancia aún tardará media hora.

Salió al vestíbulo y le oímos preguntar al mayordomo:

—¿Dónde está el teléfono?

Apenas el doctor hubo salido del cuarto, Grassi abrió los ojos y trató de incorporarse un poco. Vance arregló las almohadas bajo su espalda y subió el cobertor. Grassi nos fue mirando de uno a uno, como sorprendido de vernos a su lado.

—¡Gracias a Dios que han venido! —dijo, fijando los ojos en Vance—. Después de todo lo ocurrido, aún tenía que pasar esto. ¡Es horrible! No pienso volver más a esta casa. —Se estremeció y cerró los ojos—. ¡Es una ignominia! ¡Una ignominia que no tiene nombre! Me habían contado muchas cosas extrañas de los desórdenes americanos, pero esto sobrepasa todo lo que se pueda imaginar.

—Pero al menos no lo han matado —murmuró Vance, que ya estaba dando vueltas por la habitación, como olvidando que Grassi estuviese herido.

Examinó con cuidado la puerta y probó el picaporte, observó la disposición del calzado de Grassi junto al pie de la cama; abrió el cuarto de aseo y miró dentro, se acercó a la ventana de este, levantó la cortina y volvió a bajarla; levantó la tapa de una canastilla de ropa y después de mirar el contenido la dejó caer; examinó la disposición de los muebles, por fin apagó y encendió las luces.

Grassi tenía los ojos entornados, pero noté que observaba todos los movimientos de Vance. Cuando este apagó la luz un instante, Grassi se incorporó en las almohadas.

—¿Qué busca usted? —preguntó—. ¿Con qué derecho entra a aprovecharse de mi estado? Si me dice qué busca, le diré dónde puede encontrarlo ¿Es así como procede la Policía en este país bárbaro?

A pesar de la violencia que había en su tono sarcástico, produjo una corriente de emoción. Vance se sentó en una silla junto a la cama y encendió un cigarrillo con estudiada calma.

—¿No es costumbre de su país —preguntó— inspeccionar una habitación donde se ha cometido un crimen o un atentado, mister Grassi?

—Bueno, sí, ¿y qué ha encontrado usted?

—Nada de particular —contestó Vance—. Si nos contase usted lo que ha pasado…

—Eso está dicho en pocas palabras —dijo Grassi, volviéndose a Markham—. Pero quiero que se haga justicia. Que se me vengue.

—No le quepa duda de que se le hará justicia —contestó Markham—, pero es preciso que usted nos ayude. ¿Se siente con ánimos para empezar?

—Perfectamente. Me acosté temprano. Me sentía rendido después de un día tan agitado. Supongo que se harán ustedes cargo. Aún no eran las once, y me dormí en seguida. Estaba rendido…

—¿Apagó las luces? —preguntó Vance.

—¡Claro! Y eché las cortinas, para que no me molestase la luz de la calle… Me despertó un ligero ruido…, no puedo decir exactamente lo que era. Retuve un momento la respiración para escuchar, y como no oí nada más, me dejaba ya vencer por el sueño cuando, de pronto, sentí, sin que pueda explicar cómo, la presencia de alguien en mi habitación. No había ni ruido ni movimiento… Diríase que poseía un sexto sentido…

—Tal vez fue un fenómeno psíquico —observó Vance, refrenando un bostezo.

—Es posible. El caso es que permanecí del todo inmóvil, dejando vagar los ojos por la habitación. Estaba muy oscura, sólo una claridad mortecina penetraba entre las cortinas; pero al mirar hacia la ventana vi pasar delante de mí una vaga sombra, e instintivamente moví el brazo como para guardarme el pecho de un peligro que me amenazase, pero que no podía comprender. Casi al instante sentí un golpe doloroso en el brazo izquierdo por encima del codo y un rumor extraño. Fuera por el dolor o por el susto que llevé, perdí un momento el sentido. Probablemente me desmayé… Al recobrar los sentidos noté una humedad caliente y viscosa en mi lado izquierdo, y el brazo me latía entre horribles dolores.

Grassi miró a Markham con expresión lastimera. Luego apartó los ojos para fijarlos en Heath y por fin en Vance. Tanto Markham como el sargento estaban en pie junto a la cama, escuchando con gran atención, mientras que Vance fumaba sentado tranquilamente, como si el relato tuviera para él escasa importancia. Pero yo conocía demasiado a Vance para no saber que en aquel momento estaba aguzando el oído para no perder palabra.

—¿Y qué hizo entonces? —preguntó.

—Llamé varias veces y esperé. Pero como nadie contestaba, me levanté y fui a dar la luz a la puerta…

—¿Por qué lado de la cama se levantó? —interrumpió Vance.

—Por donde está usted sentado. Y cuando tuve luz abrí la puerta.

—¡Ah! ¿Estaba cerrada?

—No del todo; estaba ajustada… Llamé otra vez desde el vestíbulo, y desde arriba me contestó el mayordomo. Lo esperé sentado al borde de la cama.

—¿Nadie más contestó a sus gritos?

—Nadie; el mayordomo bajó inmediatamente a telefonear y pude oír que pedía la asistencia médica.

—También me llamó a mí —apuntó Markham—; y por eso estamos aquí.

—De lo que estoy muy agradecido.

Vance se levantó, fue a una mesilla que estaba entre las dos ventanas y pasó los dedos por la superficie mientras hablaba sin volverse:

—¿Qué nos dice, mister Grassi, de la toalla ensangrentada que está en la canasta de la ropa usada?

Grassi adoptó una actitud más recelosa que la manifestada hasta entonces.

—Había una toalla a los pies de la cama. Yo no tengo cuarto de baño, y el mayordomo cada noche me deja una toalla aquí. Cuando me levanté me envolví en ella el brazo.

—¡Ah, vamos! Eso explica que no haya manchas de sangre en el suelo. ¿Y cómo no cerró la puerta después de rezar sus oraciones anoche, mister Grassi? —preguntó Vance, que estaba examinando la cerradura.

—Esa puerta no cierra.

Gamble apareció en aquel momento en el umbral.

—Es verdad, señor, y me habrá de perdonar, mister Grassi. Hace mucho tiempo que he de mandarla arreglar y nunca me acuerdo.

—Perfectamente, Gamble. Tiene usted una explicación para todo.

Se oyó una sirena en la calle y Vance fue a asomarse a la ventana de la fachada.

—Ya está aquí la ambulancia —anunció—. Esperamos, mister Grassi, que pase usted buena noche y que mañana lo veamos perfectamente curado.

El doctor Lobsenz apareció en la puerta con Gamble.

—¿Ya han hablado ustedes con mi paciente? —preguntó—. En tal caso voy a echarle un poco de ropa encima y me lo llevo.

—Gracias, doctor, y buena suerte —contestó Vance—. Y ahora, Markham, ¿qué te parece si vamos a la biblioteca a meditar un poco, aunque es una hora muy poco propicia para la meditación?

Cuando Grassi hubo salido acompañado del doctor, Vance cerró la puerta de la biblioteca y se acercó a la mesa central.

—Aquí la tienes, amigo —dijo, señalando a Markham la daga china que tenían delante.

Estaba poco más o menos como la habían dejado, pero había en ella sangre fresca, circunstancia que indicaba claramente que se había hundido en el brazo de Grassi.

—Pero ¿por qué —preguntó Markham con ceño de perplejidad— habrán vuelto a dejar aquí el arma después de herir a Grassi?

—Por la misma razón que la dejaron en un jarrón de esta misma sala después de clavarla en la espalda de Archer y de Brisbane Coe.

—No lo entiendo.

—Tampoco yo acabo de entenderlo. Pero al menos veo una coherencia en la conducta del criminal.

—¿Piensas que el mismo que mató a los hermanos atentó contra la vida de Grassi?

—¿Por qué apresurarnos en sacar conclusiones? —suspiró Vance—. Hemos de poner en claro muchas cosas antes de llegar a una conclusión.

—¿Por ejemplo?…

Vance se arrellanó cómodamente en un butacón, lanzó unas bocanadas de su exquisito Regie y exclamó:

—Quisiera oír contar a varias personas de dentro y fuera de la casa todo lo que saben de lo sucedido aquí esta noche… Y habríamos de saber por qué no acudió miss Lake a los gritos de Grassi que despertaron a Gamble, que duerme en el cuarto piso, y qué tiene que decirnos ese cancerbero apostado a la puerta de la calle sobre los que han entrado y salido esta noche, y qué hacía el beatífico mister Liang durante la tremolina, y qué ha sido del guardia que ordené que vigilase en el dormitorio de Archer Coe.

Heath, que durante todo el tiempo se había mantenido en silencio y en un estado de agresiva indecisión, se levantó, y, cuadrándose, dijo:

—Pronto tendremos la contestación a todo eso, mister Vance.

Se dirigió resueltamente a la puerta de la calle, pero antes de abrirla volvió a la biblioteca.

—Conste que podría yo mismo contestar a esas preguntas. He preguntado al guardia quién ha entrado aquí esta noche y me ha dicho que nadie. Pero volveremos a preguntárselo.

Abrió la puerta de la calle y gritó:

—Entre, Sullivan.

Y apenas el guardia llegó a la puerta de la biblioteca, Heath vociferó:

—Un sujeto ha recibido en esta casa una puñalada. Usted me dijo que nadie entró ni salió, pero la cosa es seria, y deseo que se estruje los sesos, si los tiene, y nos diga lo que sepa.

El agente Sullivan se sintió herido en su dignidad.

—Ya le dije, sargento, que estuve sentado en la escalinata desde las siete y media, y absolutamente nadie, ni una cucaracha, ha entrado ni salido.

—Tal vez estaba durmiendo y lo ha soñado —observó el sargento con sarcasmo.

Sullivan se indignó.

—¿Yo durmiendo? Vamos, sargento, en esta calle de doble tránsito hay ruido suficiente para despertar a un muerto.

—Basta, sargento —dijo Vance—. Veo que Sullivan dice la verdad. Yo tampoco creo que nadie haya entrado en la casa por la puerta de la calle.

Heath salió con Sullivan, diciendo que iba en busca de Burke. Le oímos subir los escalones de dos en dos, y un momento después volvía a entrar con el agente Burke.

—Diga a los señores qué ha estado haciendo usted toda la noche.

—Estaba durmiendo —admitió el guardia con franqueza—. Arrimé una silla a la puerta, por detrás, y no me preocupé ya de nada. ¿Hay alguna inconveniencia en esto, sargento?

Heath vaciló un momento.

—Tiene razón. Trabajó ayer todo el día y no le dije que estuviera despierto. Pero han estado a punto de matar a uno en el mismo piso, pidió socorro y usted no se ha enterado. Bueno, vuelva a su puesto y vea de estar despierto un rato.

Burke salió.

—La culpa es mía —explicó el sargento—. Después de todo, no puede usted cargársela a él, mister Vance.

—No creo que nos hubiera servido de mucho su ayuda —dijo Vance, consolador—. ¿Y si hablásemos con Gamble?

El pobre mayordomo daba lástima cuando se presentó, temblando de miedo.

—¿Cómo se explica —le preguntó Vance— que oyese usted a mister Grassi y no lo oyese miss Lake, que está en el piso intermedio entre el de mister Grassi y el de usted?

Gamble tragó saliva dos veces y se apoyó en la puerta.

—Es muy sencillo, señor. El dormitorio de miss Lake está en la parte de atrás, y separado de la puerta del vestíbulo por una habitación grande, mientras que yo dejo la puerta de mi cuarto abierta para oír el timbre de la calle o si alguien me llama.

Cuando el mayordomo se hubo retirado, Vance lanzó un suspiro y aplastó la colilla.

—Ya está explicado. Realmente, Markham, no podemos decir que adelantemos a pasos de gigante.

Encendió otro cigarrillo y se levantó.

—Voy a echar una mirada a la parte de atrás. ¿Quiere venir?

El sargento asintió con un gesto significativo.

—Piensa usted que el que hirió al italiano entró por la puerta trasera, ¿no es eso, mister Vance?

—Estoy persuadido, sargento —replicó Vance, encaminándose a la puerta del comedor—, de que pensar a estas horas de la mañana es derrochar las energías.

Encendió la luz del comedor, y al abrir la puerta de la despensa me sorprendió ver un rectángulo de claridad correspondiente a la puerta de la cocina. Vance se detuvo un momento.

—¡Caramba! —exclamó como para sí mismo, y luego murmuró—: No, no; Gamble no se hubiera atrevido a salir ahora por la puerta de atrás…, está muerto de espanto.

Cruzó la despensa y empujó la puerta oscilatoria de la cocina.

Bajo la luz del centro, sentado a una mesa grande de pino, estaba Liang completamente vestido y con una visera verde echada sobre la nariz. Ante él, sobre la mesa, había algunos libros y varias cuartillas. Al entrar nosotros se levantó, quitándose la visera. No se manifestó sorprendido de vernos a tales horas, sonrió complacido y se inclinó en un saludo.

—Buenas noches, mister Liang —saludó Vance amablemente—. Trabaja usted hasta muy tarde.

—Tenía mucho que hacer esta noche. Trabajo acumulado. Mi informe mensual para el Ta Tao Huei es agobiador… Espero que no habré estorbado a nadie.

—¿Ha estado trabajando toda la noche aquí, en la cocina? —preguntó Vance, yendo a la puerta de] pórtico y tratando de abrirla.

Estaba cerrada.

—Desde las ocho —contestó el chino—. ¿Puedo hacerles algún favor?

—¡Oh, inmenso! —dijo Vance, volviendo y tomando asiento en un alto taburete—. ¿Ha notado algo insólito en la casa esta noche, mister Liang?

El criado pareció algo sorprendido.

—Al contrario. Me ha parecido tranquila después de un día tan agitado.

—Tranquila, ¿eh? ¡Es asombroso! Y mientras estaba abstraído en sus labores literarias, el signor Grassi recibía una puñalada.

—¡Qué desgracia! —dijo el chino, sin cambiar de expresión.

—Sí, una gran desgracia —convino Vance en tono de impaciencia—. Pero ¿no ha oído usted por casualidad o ha visto penetrar a alguien en la casa por aquí esta noche?

Liang movió la cabeza en un signo de negativa indiferente.

—Nadie, que yo sepa, ha entrado por la puerta de atrás… Tal vez por la principal…

—Gracias por la indicación —interrumpió Vance con un brusco movimiento—, pero estaba bien vigilada.

—¡Ah! —exclamó el chino, levantando los ojos hasta fijarlos en Vance—. Realmente es curioso… Tal vez por la ventana de la sala inferior…

—¡Una excelente idea! —exclamó Vance, levantándose—. La ventana de la sala contigua al salón, ¿verdad, mister Liang?

—Es, sin duda, la más indicada —contestó el criado—: No es visible ni desde la calle ni desde la casa, y hay debajo una acera de cemento, de modo que no pueden quedar huellas.

—Muy agradecidos, mister Liang —murmuró Vance—. Veré esa ventana. Siga usted trabajando.

Y nos precedió por el comedor a la biblioteca.

—¿Qué le parece? —gruñó Heath—. ¡Ya ha sacado usted gran cosa de ese chino!

—Con todo, sargento —replicó Vance—, nos ha indicado la ventana de la sala inferior. ¿Por qué no echarle un vistazo?

Heath vaciló, hizo una mueca y se dirigió por el vestíbulo al salón. Oímos la puerta de la sala inferior al abrirse y momentos después Heath entró en la biblioteca, manifestándonos:

—Hay algo extraño en eso. Tal vez el chino tenga razón, después de todo. La ventana de la sala estaba abierta y el sofá que había debajo estaba apartado a un lado, formando ángulo —se quedó mirando a Markham muy confuso y añadió—: Tal vez alguien se haya encaramado y penetrado por esa ventana, jefe… De todos modos, ¿adónde vamos desde aquí?

—A la camita, niños —dijo Vance—. No son horas para que esté levantada la gente respetable. Ya no hay nada que hacer aquí.