15. ATENTADO FRUSTRADO

(Jueves 11 de octubre, a las 5:30 de la tarde)

Markham estuvo largo rato sumido en reflexiones, y por fin observó sin levantar la cabeza, que tenía apoyada entre las manos:

—No cabe duda, Vance, que el procedimiento para cerrar la puerta desde el vestíbulo nos explica una fase del problema; pero no veo que nos acerque a la solución del doble asesinato. Después de todo, Brisbane es una víctima. ¿Qué interés podía tener en dejar encerrado a su hermano por dentro?

—Realmente, no lo entiende —dijo Vance, que parecía tan perplejo como el otro—. A lo mejor no la cerró Brisbane. El hecho de encontrarse los hilos en su bolsillo no significa mucho…, pero…

—Si quieren mi opinión —apuntó Heath—, les diré que fue el chino. Los chinos saben muchas tretas. No hay más que ver los rompecabezas que se inventan.

En aquel momento se oyó abrirse la puerta de la calle y la voz de Burke, que llamaba al sargento desde el vestíbulo inferior. Uno de los agentes destacados aquella tarde para comprobar la coartada de miss Lake y de Grassi llegaba con noticias. Era Emery, de la Brigada Criminal, que había trabajado en otros casos en que Vance intervino. Su informe fue breve y sustancioso.

—He hablado con el doctor Montrose en el Metropolitano. José Grassi llegó allí poco después de las cuatro, y los dos fueron a casa del doctor, en la calle Ochenta y Seis del Este, cenaron juntos y el italiano se despidió a las ocho, diciendo que tenía una cita a las nueve en Mount Vernon, y preguntando al doctor por la estación Grand Central.

Emery sacó un cuaderno de apuntes y lo abrió.

—Me dirigí luego al Crestview Country Club y hablé con el conserje. Después de muchos rodeos me presentó al jefe del servicio y al portero. Los dos recordaron al italiano, relacionándolo con miss Lake, supongo, y les parecía que había llegado tarde, a eso de las once. La pareja se marchó a las doce y media… Y eso es todo lo que traigo.

Heath miró a Markham haciendo una mueca.

—Concuerda con su declaración. Pero me gustaría saber qué hizo entre ocho y once, y no hay manera de saberlo, sino con una tunda de palos.

—Anduvo perdido entre nuestro complicado sistema de transportes, de acuerdo con sus declaraciones —dijo Vance. Y añadió, volviéndose a Emery—: ¿No le dijo el doctor Montrose nada más de lo que hablaron, aparte de la pregunta que le hizo sobre la dirección de la estación Grand Central?

—Sólo me dijo que; durante la comida llamaron al italiano por teléfono.

Cuando el agente hubo salido, Vance fue al teléfono y llamó al doctor Montrose a su casa. Al terminar la conferencia, que duró pocos minutos, colgó el auricular y empezó a pasear de un lado a otro.

—Esa llamada telefónica es muy extraña —murmuró—. El doctor Montrose dice que Grassi dejó el aparato muy turbado, que apenas terminó de cenar por la prisa que tenía de marcharse. El teléfono está casi junto a la puerta del comedor y Montrose no pudo dejar de oír algunas palabras de la conversación de Grassi. Dice que protestó enérgicamente contra lo que le decían por teléfono, lo calificó de ultraje y amenazó con tomar medidas… Medidas… ¿Qué querrá decir eso? ¿Y quién pudo hablarle y alterarlo de ese modo? ¿Quién sabía que estaba cenando en casa de Montrose?… miss Lake no sería, puesto que él no la hubiera amenazado para reunírsele luego en un baile. Y Wrede apenas tenía tratos con él… Acaso Brisbane… o Archer.

Empezaba a oscurecer y Vance dio la luz. Luego se sentó a fumar.

—Archer…, sí, no podía ser otro… Sargento, ¿quiere llamar al signor?

Cuando Heath salió del dormitorio, Vance dijo a Markham:

—Supongo que se trata de cerámica. ¿Qué otra cosa podría haber trastornado a Grassi hasta el punto de hacerle perder los estribos?

Al entrar Grassi con el sargento, Vance le preguntó sin rodeos:

—¿Quién le telefoneó a casa del doctor Montrose ayer, durante la comida, mister Grassi?

Grassi se estremeció ligeramente y posó en Vance una mirada de reto.

—Es un asunto personal que a nadie le importa.

Vance suspiró, y con estudiada cachaza, sacó del bolsillo el convenio de Archer Coe concerniente a la venta de su colección. Mientras Vance desplegaba la carta y la dejaba en sus rodillas, no apartaba la vista de Grassi. Yo también miraba al italiano y pude observar que se operaba en él un cambio extraño. Estaba rígido, sin aliento, como hipnotizado.

—¿No fue mister Archer Coe quien le telefoneó, mister Grassi? —preguntó Vance con voz inalterable.

Grassi ni se movió ni abrió la boca.

—Quizá se arrepintiese del acuerdo tomado con usted para venderle tan inestimables ejemplares de su colección —continuó Vance—. Quizá decidió romper el trato, después de reflexionarlo bien ante su tesoro… Quizá pensó en la conveniencia de notificarle en seguida su decisión para que no hablase usted de la transacción con el doctor Montrose…

Grassi continuó inmóvil, pero nos dio la impresión de que Vance estaba adivinando el objeto de la llamada telefónica a casa del conservador.

—Ya me imagino el efecto que debía producirle, mister Grassi —prosiguió Vance en el mismo tono imperturbable—, después de haber cerrado el trato y tenerlo confirmado por escrito de puño y letra de mister Coe. Pero, realmente, no estuvo bien que le amenazase…

De repente se desbordó toda la emoción que el italiano tenía acumulada.

—Tenía mis razones para amenazarle —profirió, poniéndose encarnado—. Llevábamos una semana negociando, aceptándole yo sus precios cada vez más altos, hasta que ayer, por fin, llegamos a un acuerdo. Me lo dio por escrito y lo cablegrafié a Italia anunciando mi éxito. Luego me dice que rompe el trato, que no quiere vender, que ha cambiado de idea. Me insulta por teléfono, tratándome de estafador y de cosas peores. Llega a decirme que me acusará de haberle obligado a firmar apuntándole con un revólver… —Grassi levantó las manos con un gesto de indignación—. ¿Qué había de hacer yo? Le amenacé como él me amenazaba, diciéndole que emplearía todos los medios a mi alcance para obligarle a cumplir su compromiso. ¡Me parece que estaba justificado!

—Indudablemente…, en tales circunstancias —asintió Vance—. ¿Y qué dijo entonces mister Coe?

—¿Qué me dijo? —repitió Grassi, avanzando un paso hacia Vance y hablando en voz extrañamente ahogada—. Que haría añicos todos los jarrones que poseía antes que permitir que yo me los llevase.

Vance sonrió amargamente.

—¡No me sorprende que se quedase usted algo desconcertado a la vista de los fragmentos del Ting Yao! Pero no fue mister Coe quien quebró el jarrón, mister Grassi. Esa atrocidad fue cometida involuntariamente por quien lo asesinó. ¡Una verdadera desgracia!

Vance se levantó, plegó la carta de Archer Coe y la entregó a Grassi.

—Si este documento puede servirle de algún consuelo, quédeselo. Creo que ya no lo necesito… Nada más por ahora.

Grassi se quedó perplejo, miró un momento a Vance con recelo y por fin cogió la carta, se inclinó y abandonó el dormitorio.

Markham, que había escuchado el diálogo con extraordinaria atención, se dirigió a Vance apenas Grassi hubo salido.

—¡Qué situación tan rara y peligrosa! Grassi se ve privado de la colección en que tenía puestos todo su entusiasmo y su honor, y amenaza a Coe. Luego desaparece por tres horas, diciendo que se equivocó de tren, y esta mañana encontramos a Coe muerto con todas las apariencias de suicidio.

—Exacto.

—Y es más —añadió Heath, agresivo—: Coe murió de una puñalada en la espalda, y ya sabemos lo diestros que son los italianos manejando el estilete.

—Pero ¿por qué apuñaló también a Brisbane? —preguntó Vance con impaciencia—. ¿Y por qué el revólver y la puerta cerrada, y sobre todo la presencia del perro? Tenemos casi todas las piezas del rompecabezas, pero no encajan.

—Le das demasiada importancia al perro de esta mañana —observó Markham.

—Sí, sí…, al perro —dijo Vance, quedándose un momento pensativo—. Aquí nadie quiere a los perros, nadie más que Wrede… Y es curioso que se desprendiera de él. Un doberman pinscher…, demasiado corpulento, claro, para tenerlo en un piso reducido. Nunca hubiera tomado a Wrede por un aficionado a los perros… Demasiado antipático… Me gustaría hablar con él…

Se acercó al teléfono y momentos después estaba hablando con Wrede. La conversación fue breve, pero durante ella, Vance tomó unos apuntes en la cubierta de la lista de teléfonos. Cuando dejó el auricular, Markham se le acercó con aire de desaliento para preguntarle:

—¿A qué viene este interés por los perros que haya podido tener Wrede?

—Te aseguro que no lo sé —contestó Vance con franqueza—. Tal vez encuentre una vaga relación. El escocés desconocido fue hallado abajo, y el único perro que se menciona en este caso es el de Wrede. Claro que la relación está traída por los cabellos, pero Wrede y los perros no concuerdan, es una combinación tan incongruente como la presencia del escocés en el vestíbulo. Y detesto las incongruencias.

Markham tuvo que hacer un esfuerzo para contener su indignación.

—Bueno, ¿qué has sabido del perro de Wrede?

—Nada que no sea lo más natural. Adquirió el doberman en una exposición de Westchester, lo tuvo unos meses y al cambiar de piso lo regaló a unos amigos. Aquí tengo las señas —añadió, indicando la lista de teléfonos—, viven cerca del Central Park del Oeste. Me dejaré caer a verlos, porque te participo, Markham, que me interesan enormemente los doberman pinscher. Son unos perros preciosos. Fueron los primeros perros policía de Alemania, pero no puede aplicarse ese nombre a la casta. Casi todos los perros pueden ser policías. En este país tenemos la idea errónea de que el mastín alemán es el único perro policía, como si los dos nombres fuesen sinónimos. En Inglaterra se los llama alsacianos. El doberman pinscher es un cruce de mastín y pincher, nombre que se da a los terriers continentales. Es una casta relativamente nueva, pero se ha hecho muy popular, tanto por su bella presencia como por su fuerza muscular, su vigor e inteligencia y su viveza, y cuando se le azuza es una fiera. Es un perro excelente para el oficio de policía, pues una vez ejercitado, mantiene su papel mejor que cualquier otro perro…

Markham se levantó bostezando.

—Gracias por la lección. Pero no estoy resuelto a utilizar un doberman en el presente caso. El sargento podría estar celoso.

Heath sonrió con alegría.

—Estoy dispuesto a todo por poner en claro este enredo, mi jefe. Pero creo que mister Vance tiene algo en la cabeza.

—Sargento, me halaga usted en extremo —dijo Vance, dirigiéndose a la puerta.

Se acordó suspender por aquel día las investigaciones, y a propuesta de Vance se decidió no reanudarlas mientras él no tuviese alguna noticia respecto al propietario del perro herido.

—Esto está seguro —dijo Vance cuando llegaron al vestíbulo—; podemos permitir a los habitantes de la casa que se entreguen a sus habituales ocupaciones, hasta que mañana acudan a nuestro requerimiento. Puedes estar tranquilo, Markham, de que no se escaparán.

Así quedó establecido en el salón. Gamble recibió la orden de reanudar sus ocupaciones de costumbre, y a miss Lake y mister Grassi se les notificó que quedaban libres para ir donde quisieran, mientras se presentasen al primer aviso.

—Ponga un guardia en el dormitorio de Coe —aconsejó Vance al sargento—, y bueno será que se quede uno en la calle para ver quién entra y sale.

Ya estábamos en la puerta, cuando llegó Guilfoyle, el agente de la Brigada Criminal, a quien había mandado el sargento a comprobar la coartada de Hilda Lake; pero las noticias que trajo concordaban exactamente con la declaración de la sobrina y la de mister Grassi.

Vance, Markham y yo salimos al aire fresco de la tarde, que tonificó nuestros nervios, muy alterados por un día de horrores. Al subir al coche del fiscal del Distrito, preguntó Markham:

—En serio, Vance, ¿quieres hacer una visita a los actuales dueños del perro de Wrede?

—¡Ah! Sí… No nos llevará más que unos minutos.

Los actuales dueños eran los Enright, que vivían en un piso con azotea de las nuevas viviendas del Central Park del Oeste, casi frente al estanque. El mayordomo nos dijo que mistress Enright estaba fuera de la ciudad y que mister Enright había salido un momento a pasear el perro por el parque, añadiendo que podíamos encontrarlo por el paseo que circundaba el estanque.

Nos dirigimos hacia el parque, poco animado a tales horas, y eran contadísimas las personas que se veían alrededor del estanque. Nos sentamos en un banco del paseo de entrada y esperamos. Pronto apareció por la Quinta Avenida un hombre corpulento que llevaba una correa con un perro.

—Ese debe de ser Enright —dijo Vance—. Podríamos salir a su encuentro.

Enright era un hombre campechano y locuaz, de gran volumen. (Luego me enteré que era importador de coloniales de Oceanía.) Vance se presentó a sí mismo y luego nos presentó a Markham y a mí. Enright era cordial y franco, y cuando Vance mencionó a Wrede se mostró voluble respecto a su antigua amistad con aquel hombre. Mientras él hablaba me fijé en el perro. Aunque no estaba al corriente de las castas caninas, pude apreciar sus raras cualidades. Era enjuto de carnes y de recia musculatura, de bellas líneas y de piel de un negro lustroso con unas manchas de un rojo de orín. La primera impresión que producía era de una fuerza compacta muscular, combinada con una gran viveza e inteligencia: un perro magnífico, como amigo leal y protector, y temible como enemigo.

—Sí —dijo Enright, contestando a una pregunta de Vance—. Wrede me regaló a Ruprecht la primavera pasada, diciendo que no podía tenerlo en un piso pequeño. En casa tenemos un gran espacio donde el animal puede correr, pero siempre lo saco de noche a dar una vuelta. Le va muy bien. Los perros pierden la gana viviendo sobre baldosas y ladrillos; necesitan sentir el césped bajo las patas y meter de cuando en cuando las narices en buena tierra. Como las personas. Yo cada año hago un viaje al campo…, al desierto… Es una vuelta a la Naturaleza.

—Exacto —convino Vance, complaciente—. Pero ¿no se echan de menos las comodidades?

En seguida se inclinó sobre el perro, produciendo un chasquido con la lengua y llamándolo por su nombre, y poniendo la mano sobre el hocico se la pasó en una caricia por la cabeza y sobre el cuello, ligeramente arqueado. Pero el perro no correspondió. Retrocedió un poco, lanzó un leve gemido y se sentó temblando sobre las patas traseras.

—Esto no significa que le sea usted desagradable, mister Vance —explicó Enright, acariciando la cabeza del perro—. Es tímido como un pobre diablo y está receloso de los forasteros. ¡Oh! ¡Si lo hubiera usted visto cuando me lo dieron! Se enroscó debajo de un banco y durante dos días no quería salir de allí ni para comer. ¡Qué ideas más raras tienen los perros! Ni mi mujer ni yo asustamos a nadie y queremos a los perros. No podríamos pasarnos sin uno. Pero Ruprecht se porta mucho mejor que antes. Va adquiriendo confianza. Cuando está solo conmigo parece otro.

—Probablemente irá mejorando —dijo Vance, dándole ánimos—. Es el buen trato, no le quepa duda… Es un magnífico ejemplar, cabeza despejada, poco labio, pecho ancho, buena musculatura y lomo inclinado; y está muy bien de tamaño; no pasa mucho de las setenta libras…

Acompañamos al locuaz Enright hasta su casa, a cuya puerta nos despedimos. Cuando estuvimos sentados en el coche del fiscal del Distrito, cruzando las calles, Vance habló con voz emocionada.

—A ese perro le pasa algo muy raro, Markham. ¿Por qué ha de ser tan tímido? ¿Por qué ha de desconfiar y temer a los forasteros? Un Doberman no hace eso. Los perros de su casta son por naturaleza vigilantes, sagaces, arrojados. Ese perro está escarmentado por algo…

—Sí, sí, es una lástima —dijo Markham, que estaba tamborileando en el cristal de la ventanilla—. Pero ¿qué tendrá que ver un perro tímido del Central Park del Oeste con el asesinato de Archer Coe?

—No tengo la menor idea —repitió Vance vivamente—. Pero sólo entran dos perros en nuestro caso, y el uno tiembla como ante una estaca y el otro ha recibido un formidable estacazo.

—Muy bien traído —gruñó Markham.

—¡Válgame Dios! —suspiró Vance—. Pero son circunstancias que concurren en los mismos asesinatos —encendió un cigarrillo y consultó el reloj—. Se aproxima la hora de la cena. Currie me ha prometido filete de lenguado Marguery y patatas Chatouillard, y fresas de invernadero Parisienne. ¿Te apetece?… Y abriré una botella de aquel Chateau Yquem noventa y cinco, que tanto te gusta.

—Me alientas, amigo. Pero antes tomaré dos copitas de tu coñac Napoleón. Estoy de mal humor.

—No te preocupes. Ya nada nos molestará hasta mañana.

Pero Vance se equivocaba. Aquella misma noche, el caso Coe entraba en una nueva y más siniestra fase. Markham cenó con nosotros y se quedó conversando de varios asuntos hasta cerca de las once. Al despedirse prometió volver a recogernos a las diez del día siguiente.

Eran exactamente las dos y media cuando sonó el teléfono particular de Vance. Me despertó de un profundo sueño y debieron de pasar algunos minutos antes que pudiera contestar. Oí la voz de Markham preguntando por Vance. Le llevé el teléfono portátil a su dormitorio y se lo entregué en la cama. Estuvo escuchando durante unos minutos, dejó el aparato en el suelo, bostezó, se desperezó y retiró el cobertor.

—¡Es el colmo, Van! —lamentó, mientras tocaba el timbre llamando a Currie—. ¡Acaban de darle a Grassi una puñalada!