14. LAS COMPROBACIONES DE VANCE

(Jueves 11 de octubre, a las 4 de la tarde)

Entramos en la habitación de Brisbane Coe, situada en la parte posterior de la casa, orientada a poniente. Era una sala larga, parecida a la de Archer, con un balcón a la calle. El mobiliario era sencillo, pero las grandes vitrinas de roble, arrimadas a la pared, le daban un aspecto macizo. Ocupaba una de las paredes una estantería que contendría trescientos o cuatrocientos volúmenes, cuidadosamente colocados.

Vance descorrió las cortinas de las ventanas, cogió una silla, se subió a ella y se puso a leer los títulos. Yo hacía otro tanto a su lado, mientras Markham y Heath, sentados en un diván frente a la chimenea, nos miraban con aire de aburrimiento. Para tan pocos volúmenes de criminología, la colección de Brisbane Coe resultaba extraordinariamente completa. Tenía la Enciclopedia policíaca de Scotland Yard, por Hardgrave L. Adam; el Calendario completo, de Newgate; el Manual de Magistratura, del Dr. Hans Gross; Crímenes célebres, de Dumas; Causes Célebres et Intéressantes, avec Jugements qui les ont décides, de Gayot de Pitaval; Recueil de Causes Célebres, de Maurice Mejan, y varias obras alemanas, entre ellas la Encyklopaedie der Kriminalistik, de Kurt Lengenscheidt; Aus dem Archiv des Grauen Hauses, del Dr. Ludwig Althmann, etc., y varios volúmenes de misceláneas sobre los criminales y sus métodos; pero muy poco sobre la psicología del crimen y medicina legal. A juzgar por aquellas obras, se sacaba la impresión de que Brisbane hubiera tenido más práctica que teoría del crimen. Las tres estanterías más bajas estaban dedicadas a los clásicos de la novela detectivesca, desde Gaboriau y Poe a Conan Doyle y Austin Freeman.

Vance leía los títulos con cuidado, pero con rapidez. Apenas había allí libro que él no tuviera en su biblioteca. Dedicó poca atención a las novelas. No sabíamos lo que buscaba, pero estábamos seguros de que perseguía un objeto definido. Al cabo de cinco minutos de examinar los lomos de los libros, se sentó a encender un cigarrillo.

—Sé que ha de estar aquí —murmuró como hablando consigo mismo—, a no ser que se lo hayan llevado.

Se levantó, volvió a subirse a la silla y estuvo pasando el dedo por una obra en varios volúmenes, cuyos dorados títulos rezaban: Aussenseiter der Gessellschaft, hasta que hizo un gesto de contrariedad y saltó de la silla.

—Falta un volumen —dijo—. A ver… —y arrodillándose, pasó cuidadosamente la vista por la sección de novelas.

Al llegar a la fila inferior, alargó la mano y cogió un volumen encarnado y con letras doradas, y al mirar los libros entre los que estaba aquel volumen extraviado de la obra Aussenseiter der Gessellschaft, lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Caramba! ¡Esto sí que es interesante! —y cogió un libro encuadernado en tela roja—. El secreto del alfiler, por Edgar Wallace —leyó en voz alta—. Pero nosotros tenemos dos alfileres y una aguja de coser. ¿No te parece sorprendente, Markham, que el volumen perdido se halle precisamente al lado de una obra que habla de alfileres?

Markham se quitó el cigarro de la boca, se levantó y se quedó mirando muy serio a Vance.

—Ya sé lo que quieres decir. Que Brisbane, con la ayuda de estos libros de criminología, encontró la manera de cerrar desde fuera la puerta de Archer, sirviéndose de esos hilos y agujas.

—Brisbane o algún otro. Fue una operación perfectamente técnica. Der Merkwüdige Fall Konrad —leyó— por Kurt Bernstein. No sé quién pueda ser ese Konrad ni las diabluras que pudo hacer… Dejemos para luego el pasado criminal de Konrad. Prefiero ver qué nos dice Wallace, si tenéis la bondad de esperar un momento.

Markham hizo un gesto de asentimiento.

—El sargento y yo esperaremos abajo. He de telefonear.

Los tres dejamos a Vance a solas con sus libros, y al cerrar la puerta vi que se acomodaba en el diván, dispuesto a leer. Una hora más tarde se asomó a la escalera y nos llamó. Nos reunimos con él en el dormitorio de Archer. Tenía consigo los dos libros y vi que les había puesto señales.

—Creo haber hallado la solución a una fase de nuestro problema —empezó muy serio cuando nos hubimos sentado—. Pero aún nos dará un poco de trabajo. Wallace nos ofrece el caso de un hombre a quien se encuentra muerto con la puerta cerrada y la llave de la cerradura sobre la mesa que está ante él. La puerta se cerró por fuera, desde luego… Ved cómo lo explica: «Sin hablar más sacó algo del bolsillo: un carrete de hilo fuerte de algodón. Luego se sacó una aguja del chaleco, y con mucho cuidado y aire solemne ató el hilo al extremo de la aguja, mientras Tab lo miraba intensamente. Mientras trabajaba, Rex Lander tarareaba una canción, como si estuviera atareado en el trabajo más inocente. De pronto clavó la punta de la aguja en el centro de la mesa y tiró del hilo que había atado, quedando satisfecho del resultado. Desenrolló una buena tira de hilo, y cuando tuvo bastante, lo pasó por el ojo de la llave, enhebrándola, y fue alargándolo hasta más allá de la puerta. Luego, dejando la llave en el suelo, dobló el hilo y fue desenrollándolo en sentido contrario, pasó los dos hilos por debajo de la puerta, y, por la parte de adentro, hizo pasar el otro cabo por el agujero del ventilador. Entonces cerró la puerta con cuidado. Había dejado hilo de sobra en la parte de afuera para que la llave llegase a la cernidura, y Tab, que estaba dentro observando la puerta como alucinado, se estremeció al oír el ruido de la llave al girar en la cerradura. En seguida vio que Landres tiraba del hilo por el agujero del ventilador, y de pronto vio aparecer la llave arrastrando por debajo de la puerta, levantarse en el aire, suspendida del hilo, y cuando estuvo sobre el nivel de la mesa, deslizarse por el hilo tirante e inclinado hasta llegar al centro de la mesa. Unos tirones cada vez más fuertes, y por fin se desprendió la aguja, pasó por el ojo de la llave, dejándola en el mismo centro de la mesa, cayó al suelo y un momento después desapareció por el agujero del ventilador…». Así explica Wallace su puerta cerrada.

—Pero —objetó Markham— había un ventilador en la puerta y un espacio bajo ella, y esas condiciones no se dan aquí.

—Bueno, pero no pierdas de vista que hay un hilo y una aguja, que son elementos comunes de los dos problemas… Vamos a ver si podemos combinar estos elementos con otros elementos comunes del caso de Konrad —dijo abriendo el otro libro—. Konrad era un faquir berlinés hace cerca de cincuenta años. Su mujer y cinco hijos fueron hallados muertos en su piso, cuya puerta estaba cerrada por dentro con cerrojo, sin que tuviese ojo de la cerradura ni el menor intersticio. En seguida se vio en aquello un caso de suicidio y asesinato por parte de la madre, y Konrad se hubiera casado con su enamorada sin la intervención de un juez instructor llamado Hollmann, quien, por razones que no hacen al caso, no creyó que se tratase de un suicidio y quiso investigar cómo pudo cerrarse la puerta desde fuera… Aquí está el relato de su descubrimiento. Lo leeré si tenéis paciencia para escuchar mi mala traducción del alemán: «Hollmann, convencido de que la señora Konrad no había matado a sus hijos ni se había suicidado, decidió, en último recurso, someter la puerta a una microscópica inspección. Pero no había el menor resquicio y la puerta ajustaba tan bien en el batiente, que ni un papel podía pasar. Hollmann examinó minuciosamente toda la puerta con una lupa de gran potencia. Le costó horas de trabajo. Pero al fin halló la recompensa. Sobre el cerrojo y casi al borde de la puerta, encontró por la parte de adentro un agujerito apenas perceptible. Abrió la puerta, y al examinar la parte que correspondía por el otro lado al agujerito, vio que este no atravesaba, pero allí mismo notó como una pincelada de pintura más reciente que la del resto de la puerta. Hizo que las vecinas le prestasen una aguja de sombrero y, con un poco de presión, la aguja penetró por el agujero y asomó por el otro lado, precisamente en el centro de la pincelada de nueva pintura. Además, cuando Hollmann sacó la aguja vio que se había adherido a ella una hebra de crin y también era perceptible un poquito de cera… Resultaba claro que Konrad había cerrado la puerta desde fuera, haciendo un agujerito, por donde pasó un cordel de crin que sujetaba el cerrojo; este cedió cuando Konrad tiró de los dos extremos, y al sacarlo tirando de un cabo se le quedó uno de los pelos en el agujero. Luego lo había llenado de cera y lo pintó por fuera, eliminando así todo rastro del crimen. Quedó luego convicto de haber matado a su familia, siendo sentenciado a muerte y ahorcado…».

Cuando Vance acabó de leer, Heath se puso en pie.

—Ahora lo entiendo —dijo, dirigiéndose a la puerta para examinarla.

—No hay ningún agujero sobre la cerradura, sargento —advirtió Vance, sonriendo—. No hace falta, con el ojo de la cerradura.

—Pero está debajo, y por más que se tire de un hilo desde fuera no correrá.

—Tiene razón, sargento. Pero ahí está la diferencia de la trampa. La persona que ideó cerrar esa puerta tuvo en cuenta los más minuciosos detalles. No olvide que tenemos dos hilos y dos agujas.

—Bueno, pues no lo entiendo —gruñó Heath, sin dejar de examinar la puerta—. Los casos de esos dos libros son muy claros, pero no tienen aplicación aquí.

—Tal vez tengan aplicación los dos, combinados. Mire la jamba, a mano derecha, en línea recta del cerrojo. ¿No ve nada?

Heath miró cuidadosamente, valiéndose de su lente de aumento y de su linterna eléctrica.

—No veo gran cosa… Junto a la línea que forma el marco con la pared hay algo que podría ser el agujerito de una punta de aguja.

—Eso es, sargento —dijo Vance, que se levantó para acercarse a la puerta, adonde le seguimos Markham y yo—. Voy a probar aquí el procedimiento que tengo ideado.

Todos nos quedamos contemplándole como fascinados. Sacó del bolsillo los dos hilos con los alfileres torcidos y la aguja de coser que halló en el bolsillo del abrigo de Brisbane Coe. Con ayuda de una navaja de bolsillo enderezó el alfiler que estaba doblado por la punta, lo metió en el agujero que Heath había descubierto y con el mango de la navaja le dio unos golpes para asegurarlo. Luego enhebró la aguja de coser con el extremo del hilo y lo pasó por el agujero de la cerradura, quitándola luego y dejando el hilo colgando hasta el suelo por la parte del vestíbulo. Después de esta operación puso el otro alfiler en forma de gancho en la espiga de la mano del cerrojo, pasó el hilo por el alfiler clavado en la pared y enhebró la aguja con el segundo cabo, pasándola del mismo modo por el agujero de la cerradura a la parte de fuera. Luego abrió la puerta lo suficiente para poder pasar al otro lado por debajo de los hilos que colgaban.

—A ver si resulta la estratagema —dijo, reprimiendo su emoción—. Ustedes quédense dentro, mientras yo muevo los hilos desde fuera.

Pasó agachándose y cerró la puerta suavemente, mientras nosotros, desde dentro, fijamos la vista en los hilos.

En seguida vimos que; el hilo sujeto a la mano del cerrojo se ponía tirante al estirarlo Vance suavemente a través del ojo de la cerradura. Pasando por el alfiler clavado, que servía de punto de apoyo, el hilo describió un ángulo agudo con el alfiler como vértice. Vance seguía estirando el hilo desde fuera y el cerrojo empezó a deslizarse bajo la presión del hilo hasta llegar al tope. ¡La puerta estaba cerrada!

En seguida vimos que el otro hilo, el que estaba atado al alfiler clavado en la pared, se ponía tirante. Varios tirones fueron abatiendo el alfiler, que resistía, hasta que se desclavó y desapareció por el ojo de la cerradura. Por fin empezaron los tirones del otro hilo, y la mano del cerrojo cedió a la tirantez y cayó en su ranura, motivando que se desprendiese el alfiler corvo, que a su vez desapareció por el mismo camino que el otro.

Markham, Heath y yo quedábamos cerrados dentro tan limpiamente como si nosotros mismos hubiéramos corrido el cerrojo. Y no quedaba la menor prueba, salvo el inapreciable pinchazo de aguja en la pared, de que no habíamos cerrado por dentro.

La comprobación de Vance nos pareció interesantísima y al propio tiempo siniestra, porque nos daba una clara idea de los recursos y de la sagacidad del adversario con quien nos las teníamos que ver.

Pasado el primer momento de estupefacción, el sargento abrió la puerta.

—¿Vale? —preguntó Vance, entrando.

—Vale —gruñó el sargento, encendiendo el cigarro que se le había apagado entre los labios.