13. EL PERFUME DE LÁPIZ DE CARMÍN

(Jueves 11 de octubre, a las 3:30 de la tarde)

La declaración de Vance nos dejó a todos confusos. Un nuevo elemento misterioso venía a añadirse al caso, y confieso que en mi vida hubiera llegado a descifrar el nuevo enigma. Markham fue el primero en hablar.

—¿Estás seguro, Vance? Quizá no te fijaste bien…

—No, no —dijo Vance en tono que no admitía discusión—. No estaba allí. Alguien lo puso después que yo examiné el arcón.

—Pero ¿quién, en nombre de Dios?

—¡Vamos, vamos, Markham! —contestó el otro con amarga sonrisa—. ¿Quién va a saberlo? Es algo desconcertante. Pero diría que fue la misma persona que dejó la daga bajo el cojín del asiento donde murió Archer.

—¿La daga?

—Sí, sí, la daga. El hurgón nos explica el misterio de la daga. La daga no pertenecía al dormitorio de Archer. Al contrario, su presencia allí me llenaba de confusión. Tanto la daga como el hurgón pertenecían a la biblioteca, y no estaban aquí, sino donde no debían estar, donde era imposible que estuviesen… ¿Por qué estaban allí? Por un error, por un aturdimiento, por una ligereza de alguien. ¿A causa del pánico? No puede obedecer a otra causa cambiar los objetos de sitio. Una idea estúpida. La gente cree que cambiando los objetos de puesto engendran una confusión, cuando no hacen sino poner en claro las cosas.

—Me alegro que veas alguna claridad en todo esto. Yo cada vez estoy más a oscuras.

—Pero aún no veo tanta luz que me ciegue la claridad. Pienso.

El sargento intervino, irascible, en la discusión.

—Si alguien escondió arriba la daga y el atizador, me gustaría saber quién tuvo la oportunidad para hacerlo.

—Cualquiera puede haberlo hecho, sargento —replicó Vance blandamente—. Tanto Wrede como Grassi han pasado por delante del dormitorio mientras nosotros estábamos aquí.

Heath reflexionó un momento.

—Es verdad. ¿Recuerda usted que, cuando miss Lake entró en el dormitorio la primera vez, corrió a la butaca y puso el brazo por detrás de la espalda del cadáver? Ella pudo ocultar la daga bajo el asiento a la vista de todos nosotros.

—Cierto, y pudo bajar del tercer piso, mientras estábamos en la biblioteca, y esconder la daga cuando no podíamos verla.

—Sí; ya veo que cualquiera pudo hacerlo… Y ese tuno de mayordomo pudo también hacerlo.

—Y no se olvide del chino. Gamble le mandó a buscar la bandeja del desayuno de miss Lake mientras todos estábamos aquí abajo.

Heath dio un brinco.

—¡Ya lo tenemos! ¡Ese es el pájaro! —exclamó.

—Un momento, sargento —dijo Markham, conteniéndole con un ademán para dirigirse a Vance—. Si, como tú crees, han sacado de aquí la daga y el hurgón para esconderlos arriba, se desprende que el asesino es una de las personas que han estado aquí esta mañana.

—No precisamente eso —negó Vance, moviendo la cabeza con calma—. De que se hayan cambiado de lugar esos objetos no se desprende que quien lo hizo sea el asesino. Pudo hacerlo cualquiera para encubrir a otro o para alejar de sí las sospechas. Puede haber sido un acto de miedo o de caballerosidad de un inocente.

—Aun así —prosiguió Markham—, el cambio de las armas significaría que alguien de la casa sabe más de lo que nos ha dicho.

—Hay en la casa varias personas que saben más de lo que han confesado… No, no fue un acto irreflexivo de algún otro, de alguien que no conocía todos los hechos —Vance se levantó, dio una vuelta por la biblioteca y se reintegró a su puesto—. Sí, Markham, el asesino es demasiado listo para ocultar las armas donde nunca debieron estar… El asesino deseaba que el arma fuese hallada en esta biblioteca. Por eso trató de esconder la daga dos veces, la primera en el jarrón Ting Yao, fino como cáscara de huevo, y la segunda en el Ting Yao Yuang Cheng. Y deseaba que el hurgón se hallase en la chimenea, con sus manchas de sangre. Deseaba que las armas fuesen halladas en esta habitación, donde estaba sentado Archer Coe cuando Gamble salió de la casa. El lugar del crimen para él era esta sala. Pero sobrevino algo que desplazó el escenario del crimen, algo extraño y diabólico, cuyo resultado fue el descubrimiento del cadáver, con una bala en la cabeza y un revólver en la mano, en el dormitorio de arriba. Y cuando el asesino volvió a entrar, ya era demasiado tarde para arreglar el escenario a su gusto…

—¿Volvió a entrar? ¿Demasiado tarde? —repitió Markham—. ¿Qué quieres decir?

—Pues eso —contestó Vance, mirando al fiscal de distrito—. Volvió a entrar, porque tuvo que volver a entrar. Brisbane halló la muerte horas después que Archer. Y la razón de que fuese demasiado tarde para rehacer la escena del crimen consiste en que la puerta de Archer estaba cerrada por dentro. La escena de su crimen había cambiado, y él, el asesino, se encontró cerrado fuera. Anoche sabía él que ni la daga ni el hurgón habían de hallarse en el dormitorio. No fue, pues, él quien los puso allí esta mañana…

En aquel momento apareció Gamble por la puerta de acceso a la despensa, con cara de preocupación y de súplica.

—¿Qué noticias trae, Gamble? —dijo Vance, alentador, al verle indeciso—. Estoy seguro de que tiene algo que decirnos.

—Perdone, señor, si interrumpo —empezó el mayordomo—; pero me ocurre algo… En otras circunstancias no hubiera pensado ni poco ni mucho, pero en vista…

—¿Qué es eso? —preguntó Markham.

—Es…, es esto —balbució Gamble, dejando en la mesa un pequeño lapicero de metal cilíndrico, de carmín para los labios—. Lo encontré en el cesto de los papeles de la biblioteca esta mañana, antes de descubrir el cadáver del señor de arriba, y lo tiré. Pero hace poco empecé a pensar en este terrible asunto…

Vance examinó el pequeño lapicero de carmín para los labios.

—¿Qué más encontró en el cesto, Gamble?

—Nada más que eso, señor, y el periódico de la noche.

—¿Qué periódico de la noche?

—El que nos traen diariamente. Lo puse en esta mesa para mister Coe antes de marcharme ayer.

Vance volvió a examinar el lapicero y lo manejó.

—Casi está vacío —observó—, y como no es de oro, ¡al cesto! —frotó un poco el dedo en el carmín y lo olió—. Carmín Duplaix. Para las rubias…; muy interesante.

Miró a Gamble y le preguntó:

—¿Dónde encontró esto, debajo del periódico o encima?

—Encima —contestó el mayordomo, algo sorprendido—. El periódico estaba arrugado en el fondo. Mister Coe siempre lo tiraba después de leerlo. Nadie más en la casa leía el diario de la noche.

—¿Y a qué hora llega el periódico?

—Siempre a las cinco y media.

—¿Y cuándo salió usted de casa?

—Entre cinco y media y seis, señor. No lo sé con exactitud.

—¿Y está seguro de que mister Archer Coe no tenía una visita a esa hora?

—Completamente seguro, señor. Como les dije…

—Sí; ya sé que nos lo dijo. Pero parece que ha estado aquí una señora… ¿Sabe si mister Coe podía tener una cita con la posible dueña de este lapicero?

—¿Una cita con una señora? —preguntó el mayordomo, inexplicablemente sorprendido—. ¡Oh, no, señor!; estoy seguro de que mister Coe no tenía semejante cita. Era, no sé si me comprenderá usted, un señor abstemio.

Vance le despidió bruscamente.

—Nada más, Gamble.

Cuando el mayordomo hubo salido, Vance dirigió a Markham una mirada vaga.

—Me parece, amigo, que, a pesar de lo que diga Gamble, Archer tuvo aquí una mujer entre seis y ocho, que probablemente fue la hora en que le mataron.

Markham dobló los labios en una mueca.

—¿No es una conclusión precipitada? El mismo Archer pudo tirar el lapicero, si lo dejó por aquí miss Lake…

—¡Hombre, hombre! ¡Eso sí que no! Estoy seguro de que miss Lake no usa carmín, y si lo usa, no tiene este perfume ni este color tan subido…

De nuevo intervino el gruñón sargento arrebatadamente.

—No veo la importancia de todo eso. Si el hombre recibió la visita de una mujer, nos quedamos tan a oscuras como antes —se puso un cigarro en la boca y dirigió a Vance una mirada curiosa, casi agresiva—. ¿Qué me dice del cerrojo de la puerta de arriba? ¿No tenía alguna idea, mister Vance, cuando me ordenó arreglarla?

—Tenía una idea vaga, sargento. Nadie muere asesinado con la puerta cerrada con cerrojo, sino en las novelas, y algo que dijo miss Lake hizo pensar que tal vez podría hallar una solución a esta circunstancia tan falta de lógica.

—¿Qué dijo? —preguntó Markham secamente.

—Cuando hablaba de Brisbane, recordarás que dijo que le interesaban mucho los problemas de criminología y que era lo suficiente listo para no dejar huellas en caso de decidirse a cometer un asesinato. Es una observación muy significativa, Markham.

—No le veo la punta —advirtió Markham, perplejo—. Brisbane es la víctima y no el asesino.

—Yo no le tengo en consideración como culpable. Yo pienso en los comentarios de miss Lake como en otras tantas tangentes.

—Me parece que siempre estás pensando en tangentes —gruñó Markham—. ¿No podrías explicarte más claro?

—Vivo de esperanzas —replicó Vance—. Deja que haga unas preguntas a miss Lake. Me gustaría completar las noticias sobre los conocimientos de Brisbane acerca de la criminología. ¿Qué te parece si eligiéramos el dormitorio para escenario del interrogatorio?

Markham hizo un gesto de resignación, y todos nos dirigimos a la escalera. Heath mandó a Gamble en busca de miss Lake, y momentos después se nos reunía en el dormitorio.

—¿Aún no han cogido al villano? —preguntó ella, al entrar, con cierta sorna—. ¡Qué lástima!

Vance le acercó una silla, como si no hubiera oído.

—Deseábamos preguntarle, miss Lake —empezó él, muy serio—, qué quiso decir cuando nos habló de que su tío Brisbane estaba muy bien impuesto en materia de criminología, como creo que fueron sus propias palabras.

—¿Eso es todo? —exclamó ella en tono de alivio—. Era una de sus chifladuras. Le interesaban enormemente los problemas intrincados. De haber tenido más tiempo y más paciencia, hubiera sido un excelente ajedrecista.

—¿De qué modo manifestaba su afición a la criminología? —preguntó Vance, como distraído.

—Leyendo —dijo la joven, abriendo ligeramente las manos—. Que yo sepa, nunca practicó el arte criminal. En el fondo era una persona respetable, aunque inclinado a veces al fanatismo.

—¿Qué leía principalmente?

—Casos de delincuencia, procesos judiciales, novelas detectivescas y cosas por el estilo. Hay muchos volúmenes en su habitación. ¿Por qué no los ven? Allí encontrarán toda la triste historia.

—Estoy tentado de seguir su consejo —dijo Vance—. ¿También a usted le interesan los libros de su tío Brisbane?

—Mucho. No hay nada tan interesante en esta casa. No irán a creer que haya leído esos latosos volúmenes sobre cerámica de la biblioteca.

—Así, ¿también usted está impuesta en materia de criminología?

La joven dirigió a Vance una mirada penetrante y se echó a reír.

—Si usted se empeña…

—¡Ah, entonces podría ayudarnos! —dijo Vance con aire festivo—. Ardemos en deseos de saber cómo pudo cerrarse esa puerta por dentro, ya que Archer no pudo hacerlo con una bala en la cabeza.

—O con una puñalada en la espalda —añadió ella, poniéndose seria de repente—. Pero pudo hacerlo antes de recibir el balazo en la cabeza.

—No, pues entonces ya estaba muerto —replicó Vance, que también se había puesto serio y no apartaba de ella la vista.

—¿No ha leído nada del espasmo cadavérico o del rigor mortis? —preguntó ella, despectiva—. Se ha dado el caso de hombres muertos que se han disparado un tiro horas después de ocurrir la muerte, como resultado de una contracción muscular.

Vance movió la cabeza afirmativamente, pero no cambió de expresión ni dejó de mirarla.

—Ciertamente. Tenemos el famoso caso de Praga: un suicida que mató después de muerto al inspector de policía, y otro caso más reciente ocurrido en Pensilvania… Pero no creo que eso sea aplicable a nuestro caso. Archer, como usted sabe, murió de una puñalada en la espalda, y la posición de su mano con el revólver no era la indicada para que él mismo disparase.

—Tal vez tenga razón. Algún otro cerraría la puerta. Es un complicado problema, ¿no le parece? —dijo ella, hablando con cínica ligereza.

—¿Está segura de que no puede ayudarnos a resolverlo?

—Me halaga usted con exceso —contestó ella, dirigiendo a Vance una sonrisa melindrosa—. Conozco los procedimientos más corrientes… El cordel, por ejemplo, que pasa bajo la puerta, atado a un clavo cruzado con el ojo de la llave. Pero aquí no hay espacio bajo la puerta, que casi roza con el suelo, ni hay llave; hace años que no la hay. Conozco el procedimiento de la vela que se consume y deja caer el pestillo; pero aquí no se trata de esa clase de cerradura; tenemos también el procedimiento del trocito de hielo que se funde, pero tampoco puede aplicarse a nuestro caso, por tratarse de un cerrojo corredizo.

Adoptó un aire reflexivo y miró a Vance con una expresión de seria interrogación.

—He pensado en esa puerta durante horas —dijo formalmente— y no puedo explicarme cómo la cerrarían. Con tío Brisbane y mister Wrede solíamos hablar de esas triquiñuelas criminales, y a veces tratábamos de realizarlas; pero nunca se nos ocurrió nada para cerrar por fuera esa puerta.

Vance se quitó el cigarrillo de la boca con afectada calma.

—¿Quiere decir que usted y su tío Brisbane y mister Wrede hablaban sobre la posibilidad de cerrar desde fuera esa puerta precisamente?

—Ya lo creo —contestó con entera franqueza—; muchas veces. Pero convinimos en que no llegaríamos a tener éxito.

Vance se quedó vacilando, y no sé por qué me estremecí. Tuve la impresión de que nos acercábamos a algo que estábamos buscando, pero a algo siniestro. La voz fría de Vance me movió a la realidad.

—¿Oyó alguien esas discusiones?

—Nadie más que tío Archer —contestó Hilda Lake, vuelta a su frialdad e indiferencia—. Siempre se burlaba de nuestras conversaciones.

—¿Y Liang? —preguntó Vance, sin darle importancia.

—¿El cocinero? ¡Oh! Supongo que oiría nuestras charlas. Creo que a veces hablábamos de esos horribles temas durante la comida.

—Y ahora se ha resuelto el problema que los tenía preocupados —dijo Vance, levantándose para acercarse pensativamente a la puerta que abrió de par en par—. Lástima… Gracias, miss Lake. Procuraremos no estorbarla más que lo indispensable. ¿No tendrá inconveniente en permanecer en su habitación hasta la hora de la cena?

—Y si lo tuviera, de poco me valdría —dijo ella en tono de resentimiento, acercándose a Vance, ante quien se volvió para preguntar en tono agresivo—: ¿Me permite que vaya a buscar un libro a la habitación de tío Brisbane para entretener mis horas de arresto?

La mirada de Vance no se alteró.

—Lo siento en el alma —negó cortés—, pero más tarde le mandaré todos los libros que desee. Antes voy a echarles una ojeada.

La mujer giró sobre sus talones y se alejó sin decir palabra. Vance esperó hasta que se oyó cerrar de golpe la puerta de su habitación, y luego volvió a entrar.

—No es una señorita muy delicada, pero no puede negarse que es una mujer de buenas prendas. Es curioso que nos haya contado las discusiones con Brisbane sobre la posibilidad de cerrar la puerta desde fuera. Esto oculta algo, Markham. La joven tiene ideas. Pero ¿por qué se habrá mostrado tan bien dispuesta en nuestra ayuda? ¿Y esa indicación sobre el rigor mortis y el revólver?… ¡Sorprendente!

—Si quieres que te diga lo que pienso —observó Markham—, esa chica sabe o sospecha más de lo que dice, y trata de desorientarnos.

Vance se quedó un momento pensativo.

—Es posible —dijo al fin—. Y por otra parte…

Markham estaba visiblemente perplejo.

—¿Tienes alguna idea? —preguntó—. ¿Qué hacemos ahora?

—¡Oh! Lo más indicado —contestó Vance, lanzando un suspiro—. Por penoso que pueda resultar, yo he de pasar la vista por los libros de Brisbane.

Markham suspiró a su vez hondamente y se levantó.