(Jueves 11 de octubre, a las 2:15 de la tarde)
Fuimos a pie, respirando el tonificante aire de octubre, hasta un modesto restaurante francés de la calle Setenta y Dos del Oeste, y Vance, que conocía al dueño del establecimiento, encargó comida con vinos de excelentes marcas. Mientras tomábamos café, Vance habló de perros en general y de terriers escoceses en particular. Se remontó a los oscuros orígenes de estos en la Alta Escocia, y acabó discutiendo el estado de degeneración a que estaba llegando la casta en Inglaterra y en Estados Unidos. Describió el tipo de perro que él prefería, y criticó las tendencias que tenían ciertos criadores de terriers escoceses a producir monstruos.
—En todo hay que buscar las proporciones —decía—. Hay que mirar a un escocés como se mira una obra de arte. Los principales fundamentos son los mismos. Un perro, como una escultura o un cuadro, ha de ofrecer una desenvoltura de movimientos en tres dimensiones, simetría, organización, ritmo…, un perfecto conjunto plástico. Si la cabeza es grande y el cuerpo demasiado pequeño, pierde la simetría y las proporciones. Algunos de nuestros criadores están estropeando la conformación y la eficiencia del escocés con caprichosas desviaciones, y no logran sino hacer un payaso de un perro que es fundamentalmente serio y digno. El escocés es todo un gentleman: enérgico, reservado, honrado, paciente, tolerante y bravo. Nunca llora ni se queja; acepta la vida como la encuentra, con una instintiva filosofía de estoica intrepidez y clara comprensión. Es independiente e incapaz de una traición. Es leal y tiene memoria; es espartano y sabe sufrir con paciencia; perro capaz de atacar a un león o a un tigre que le disputaran sus derechos, y moriría en la lucha sin volver la espalda. Con un escocés siempre se siente uno seguro; es cariñoso, amable y protector de los amigos… Y este es el perro, Markham, que algunos quieren convertir en un grotesco bufón, en un hazmerreír, modificando sus bellas proporciones, alargándole el hocico, acortando su cuerpo y su cola y haciendo de él una monstruosidad ridícula.
Vance hizo una pausa, tomó un sorbo de chambertin, y siguió hablando.
—Viene luego la cuestión del tamaño. Hay entre los aficionados una tendencia demasiado generalizada a preferir los perros grandes, corpulentos. Pero no hay razón para que los escoceses sean grandes. Por algo son terriers, perro de la tierra (el nombre viene del latín vulgar terrarius), porque se supone que rastrean, en busca de zorros, nutrias y otras alimañas. Indudablemente, el tamaño es una desventaja, a no ser que deseemos obtener con los cruces monstruosidades convenientes para una barraca de feria. McCandish, uno de los mejores criadores de terriers escoceses, señala como peso correcto de dieciséis a dieciocho libras para las perras, y de dieciocho a veinte para los perros. Las normas adoptadas por el Scottish Terrier Club de Inglaterra, dicen que todo peso superior a veinte libras ha de ser evitado… Pero los partidarios de gigantes no hacen caso, y los mismos jueces siguen premiando a los que sobrepasan del peso reglamentario, y despreciando a los que tienen el justo límite. Esta manía de criar perros para exhibirlos es un atentado contra la herencia del verdadero terrier, porque el privarlos de sus cualidades físicas: libertad de movimientos, agilidad y astucia, menoscaban su posibilidad de defensa contra sus enemigos y les hace perder la confianza en sí mismos. De aquí que se vean hoy día tantos terriers que parecen tontos. El verdadero terrier escocés es resuelto e impetuoso, desea siempre estar en movimiento, jugando, yendo y viniendo constantemente, o luchando; tiene un profundo sentido de investigación, un instinto de alerta a cualquier cosa que pase en torno suyo; no se le escapa nada, y está siempre con los músculos en tensión. Es el verdadero carácter de los terriers, y no hay terrier más listo y avisado que el escocés; diríase que tiene un fuego interior inextinguible que luce a través de sus ojos y da vida a su expresión, vigoriza su cuerpo y mantiene su constante actividad…
Vance sonrió de una manera vaga mirando a Markham.
—Veo que te estoy aburriendo; pero has tenido que poner tu cerebro en tan continua tensión esta mañana, que necesitas un poco de distracción. ¿Y qué cosa puede haber más distraída que hablar de perros? Y ya que de ellos estamos hablando, te diré que el escocés que Gamble encontró herido detrás del cortinaje es de la más pura raza que pueda darse. Tiene sus defectillos, como todos los perros; pero es el tipo que me gustaría poseer en mis perreras. Es pequeño, compacto, de bella simetría, y no pasa de las diecinueve libras… ¡Pobrecillo! Ya no podrán exhibirlo ahora, aunque se cure, a causa de la cicatriz que le quedará sobre el ojo. No se merecía tan mal trato, y espero que se vengará ayudándonos a encontrar al asesino.
Se levantó.
—Voy a telefonear a ver cómo sigue.
Salió, para volver al poco rato con cara de pascuas.
—Dice el doctor que no está tan mal herido como pensó al principio. Han bastado tres puntos de sutura. Ya come. No tiene fiebre. Le ha dado una inyección intravenosa de calciogluconato, y aparte del vendaje, mañana estará completamente bien.
Tomó unos sorbos de vino.
—Lo que quiere decir que mañana me espera mucho que hacer. Tendré que visitar el American Kennel Club, y tal vez deba entrevistarme con algunos jueces.
—No veo qué relación… —empezó Markham.
—Pero la hay. No es una mera casualidad que un perro herido esté en una casa hostil a la misma hora de un asesinato. Y no es descabellado suponer que el asesino le dio acceso a ella, o accidentalmente, o con algún propósito. En los dos casos nos da una clave concreta. El dueño del perro, y especialmente las señas del propietario, nos darán una pista. Las andanzas del perro ayer noche arrojarán mucha luz sobre los movimientos de la persona que entró en la casa de Coe… Y aún hay que tener en consideración otra cosa. Ni Brisbane ni Archer vieron el perro, porque de haberlo visto, lo hubiesen arrojado de casa inmediatamente, ya que detestaban los perros.
—¿Y dónde nos lleva esa deducción?
—No muy lejos, de acuerdo; pero nos ayuda mucho. De la presencia del perro en la casa podemos sacar interesantísimas y luminosas conclusiones. Primero, que el perro no llegó antes que el asesino, porque Archer lo hubiera ahuyentado…
—Pero Archer pudo ser quien le dio el golpe.
—No diré que no; pero si hubiera sido él, no lo hubiese dejado detrás de la cortina, sino que lo hubiese tirado a la calle…
—¿Y Brisbane?
—A eso iba. Si hubiera sido Brisbane, es que el perro estaba ya dentro o le siguió. Si estaba ya dentro, y fue Brisbane quien lo hizo, este fue muerto casi al mismo tiempo; porque, de haber podido, hubiera arrojado al perro de la casa, lo mismo que Archer. Además, en caso de que el perro estuviera allí, y Brisbane lo hiriera, resulta que el asesino, o no vio el perro, o lo dejó allí con un determinado propósito. En cuanto a que el perro hubiera seguido a Brisbane, me parece muy poco probable. Este le hubiera visto al abrir y no lo habría dejado entrar. Además, los perros se deslizan por las puertas de la calle entre las piernas de un desconocido.
—Pero no hay duda de que siguió a alguien —objetó Markham—, a no ser que lo introdujesen deliberadamente.
—Eso es cierto, y es un punto que me tiene perplejo. Pudo seguir a alguien, incluso a un desconocido, si este le dejó la puerta abierta; pero no es probable que el asesino dejase abierta la de la calle; antes me imagino que tuvo la precaución de cerrarla bien. Tampoco creo que Brisbane la dejase abierta. Los dos, si cerraron la puerta inmediatamente, hubiesen visto al perro y lo hubieran ahuyentado. Por otra parte, el golpe que le dieron indica que su presencia no era deseada; antes al contrario, que causó sorpresa y acaso miedo a quien lo halló. Temiendo ser visto si lo arrojaba a la calle, obró impulsivamente, y trató de matarlo antes que ladrase y llamara la atención. Desde luego, podemos deducir que el asesino se volvió contra el perro en defensa propia, y también podemos deducir que la presencia del perro no se descubrió hasta después del asesinato.
—Tu raciocinio es claro —dijo Markham—; pero no veo de qué nos sirve.
—De mucho —replicó Vance con alegría—. Elimina muchas probabilidades, limita ciertos movimientos del asesino y nos lleva a una interpretación hipotética de los dos crímenes: el asesinato de Archer y el asesinato de Brisbane.
—Perdona si, como un pobre jurista poco avezado en lógica, se me hace difícil seguir el hilo de tu razonamiento.
—Fíjate bien, Markham —dijo Vance con una paciencia inagotable—. Es muy improbable, por no decir imposible, que el perro haya podido seguir a nadie hasta el vestíbulo sin ser visto, y, desde luego, el asesino no habría dejado la puerta abierta. Si el perro hubiera sido admitido deliberadamente, no es probable que lo hubiesen herido y dejado tras el cortinaje. Y como el asesino no hubiese dejado la puerta abierta, hemos de suponer hipotéticamente que entró por la puerta de atrás, lo que estaría de acuerdo con la índole del crimen. Pudo entrar por la puerta de proveedores, con mucho menos peligro de ser visto que subiendo la escalinata, y con la ventaja de coger a sus víctimas más desprevenidas. Además, no es improbable que dejase la puerta de la verja y la de atrás abiertas para poder huir sin hacer ruido. En este caso, el perro pudo haberle seguido fácilmente sin ser visto ni oído. El mismo lugar donde el perro fue hallado, junto a la puerta de la biblioteca, es de una gran lógica, porque debió de llegar a la habitación atravesando la cocina y el comedor.
Markham movió la cabeza lentamente.
—Sí, todo eso está muy bien; pero hasta ahora sólo tenemos la aceptable suposición de que el asesino entró por detrás. Eso no nos acerca a la víctima.
—Pero ¡cuidado que eres desalentador! —suspiró Vance—. Pero ¿no ves que este insignificante descubrimiento, o llamémosle conjetura, nos lleva a la identificación del culpable?
—¡Tantos podrían haber pasado por la parte de atrás!
—Mientras conociesen el terreno, la costumbre de la servidumbre y se hubieran proporcionado una llave, y mientras supiesen que aquella noche todos los criados estaban fuera. Sí, Markham; ese perrito ha simplificado nuestras investigaciones; nos ha permitido atar muchos cabos; nos ha ayudado enormemente, y creo que aún nos dirá más cosas.
Eran las tres y media cuando volvimos a casa de Coe. El sargento iba de un lado a otro dando órdenes, y en aquel momento bajaba Gamble del segundo piso con una caja de herramientas, acompañado de Burke.
—¿Está ya listo? —preguntó Heath, plantándose ante Burke.
—Perfectamente, sargento —contestó este—. La puerta y la cerradura han quedado como estaban antes.
Heath se volvió a Vance.
—Tengo algo para usted —le dijo, indicando con un guiño la biblioteca, y conduciéndonos hasta la mesa central—. Aquí está el atizador y tiene sangre.
Vance se inclinó para examinarlo, le arrancó algo con el pulgar y el índice y se acercó a la ventana.
—Sí; hay sangre y un pelito. Con este hurgón, Markham, hirieron al perro, e indudablemente lo descargaron también en la cabeza del señor Archer Coe. La forma de este chisme coincide con la herida contusa de Archer.
Frunció el ceño y se quedó mirando el jarrón manchado de sangre.
—Bien, Markham; este atizador es de esta sala, y estaba colocado junto a la chimenea, frente por frente al sitio que ocupaba Archer en este diván cuando Gamble salió anoche. Prueba de que algo horrible precedió al crimen de arriba. Algo que tuvo lugar en esta sala.
—Pudieron llevar arriba el hurgón, señor —sugirió Heath.
—¡Oh! Sí, sargento —convino Vance—. Pero y el jarrón Ting Yao Sung de esa mesa, con sangre, y el otro Ting Yao Yuang Cheng, con manchas de sangre dentro, y el perro ante la puerta, ¿qué significan…? Todo esto no se ha encontrado arriba. No; todo converge en la biblioteca.
—Y no obstante —advirtió Markham, malhumorado— el cadáver de Archer Coe se encontró arriba, con la ropa cambiada, las luces encendidas y la puerta cerrada por dentro.
—Sí —apoyó Heath—, y con un arma en la mano y una bala en la cabeza.
—Ya sé todo eso, sargento —replicó Vance—. Ese es el rompecabezas de este crimen: que todos los rastros indican la biblioteca como el lugar del suceso y el muerto está en otra parte —levantó los hombros como si tratara de desprenderse de una idea desagradable, y preguntó—: A propósito, sargento: ¿dónde encontró el hurgón?
—Lo raro del caso, señor, es que usted lo miró esta mañana y no lo vio.
—¿Qué es eso? —exclamó Markham.
—La verdad, mi jefe. Mister Vance abrió esta mañana el arcón chino y miró dentro.
Vance se revolvió, nervioso.
—¿Qué quiere decir, sargento?
—Nada, que encontré el atizador en el arca…
—¿El arcón de madera de teca que está entre las ventanas de la parte oriental?
—¿No es el único que hay en el dormitorio, mister Vance?
—¿Y allí encontró usted el hurgón?
—Eso es lo que le estoy diciendo.
Vance se sentó y estuvo fumando un rato.
—¿Quién ha entrado en el dormitorio, sargento, mientras estábamos comiendo? —preguntó por fin.
—Nadie, señor —contestó Heath, enfático—. Burke no se ha movido de allí en todo el tiempo, y el mayordomo le ayudó a arreglar la cerradura; pero no entró más allá de tres pasos. Y fui yo, y nadie más, quien registró la habitación.
Markham se acercó a Vance para decirle:
—¿Qué piensas, Vance? ¿Por qué te sorprende tanto que el sargento encontrase arriba el hurgón?
—Porque, amigo, el arcón estaba vacío cuando lo miré esta mañana.