11. MÁS MANCHAS DE SANGRE

(Jueves 11 de octubre, a la 1:45 de la tarde)

Markham apartó la vista ele la aguja de coser para fijarla en Vance.

—¿Qué significa eso, si es que significa algo? —preguntó.

Vance cogió lentamente la aguja y las hebras de hilo y se las guardó en el bolsillo.

—Significa algo diabólico, Markham. Y significa que hemos dado con uno de los más sutiles cabos de esta intrincada madeja. Todo se ha llevado a efecto en este crimen con la más minuciosa técnica, y de pronto todo le ha salido mal al criminal, que se ha visto obligado a complicar sus planes para salvarse y ha estropeado toda la trama…

—Pero ¿y esos hilos y esa aguja de coser? —preguntó Markham.

—Esto es lo que le enredó la madeja.

—Pero ¿quién usó esos hilos y aguja? ¿Y para qué?

Vance se le quedó mirando, muy serio.

—Si supiera quién los usó, tendría una clave importantísima. El hecho de que estuviesen en el bolsillo de Brisbane significa muy poco. Es lógico que los pusiera allí quien los usó. Nada más seguro que cargar el muerto a un muerto.

—¿Crees que es posible que Brisbane matase a Archer?

—¡No, caramba! Dudo de que Brisbane llegase a casa antes de ocurrir la muerte de Archer.

—¿Crees, pues, que la misma persona mató a los dos hermanos?

—Es indudable. La técnica de los dos asesinatos es la misma, y a los dos se les dio muerte con la misma arma.

—Pero la daga se encontró en el dormitorio cerrado de Archer.

—Es otra complicación inverosímil —replicó Vance—. Ya sé que la daga debía estar aquí. Debía haberse encontrado aquí, en la biblioteca.

—¿Aquí? —preguntó Markham con asombro—— ¿Por qué en la biblioteca? Ninguno de los dos fue asesinado aquí.

—Lo dudo —dijo Vance, apoyándose en la mesa, hundido en reflexiones—. Este hubiera sido el lugar indicado del crimen…, y, no obstante, ninguno de los dos cadáveres se encontró aquí.

—¿Por qué ha de ser esta sala el lugar indicado? —preguntó Markham con aspereza.

—Porque nos lo indica este jarrón sustituto Tao Kuan y el fragmento de porcelana de Ting Yao manchado de sangre… —se detuvo súbitamente con la vista en el espacio—. ¡Ese Ting Yao con manchas de sangre…! ¡Ah! ¿Qué sucedió para que se quebrase el jarrón de Sung? ¿Qué debió de hacer el asesino? ¿Debió de salir llevándose la sangre…? ¡No! No se hubiera atrevido…; de eso no se hubiera acordado con su siniestro propósito. Hubiera tenido miedo. Estaba ocultando algo, Markham… —Vance estaba mirando por la sala—. Eso es: ¡quería ocultar algo! Dos veces lo intentó…, y entonces sobrevino algo inesperado…, algo sorprendente y desconcertante. El cadáver debió de estar aquí, en la biblioteca, y la daga, por consiguiente, también.

—¿Querrás hablar claro de una vez? —le espetó Markham—. Si tienes alguna idea admisible, exprésala en términos comprensivos.

—Tengo una idea, Markham —contestó Vance con calma—; una idea que explica varias fases contradictorias de este caso, pero no me atrevo a exponerla por ahora. Es demasiado extraña y, además, no afecta más que a dos terceras partes de los hechos… Pero concédeme unos minutos. Déjame ver si puedo comprobar una cosa. Si encuentro lo que busco, habremos adelantado mucho.

Se detuvo junto a la chimenea, contemplando un jarrón alto de color azul marino.

—Un hermoso ejemplar de Tsui Se —dijo, mientras pasaba los dedos por la superficie—. Nosotros diríamos de azul turquesa; pero los chinos dan a este color el nombre de plumas de guardarrío. Su manufactura empezó durante la dinastía Ming y continuó hasta la era Chia Ch’ing… —puso los dedos en el cuello del jarrón—. Demasiado estrecho —comentó, y se plantó ante otro, al extremo de la repisa—. He aquí uno de los más perfectos ejemplares de Lang Yao que he visto…; sangre de buey, que decimos nosotros. Es tan fino como el de la colección de Schiller —lo cogió y lo estuvo examinando por fuera y por dentro, y lo volvió a su puesto. Luego se quedó extático ante un jarrón de negro lustre que había en una hornacina arrimada a la pared de poniente—. Un espejo negro, Markham —dijo, mientras pasaba los dedos delicadamente—, con reflejos dorados; pero prefiero los primitivos ejemplares, los Chien Yao, por ejemplo, con reflejos verdes. Los Chien Yao no se fabricaron hasta la dinastía Yuan. La dinastía Ming no los conoció. El que yo tengo en casa es K’ang Hsi, con reflejos pardos, y es bastante más grande que el de la colección de Allen.

Markham y Heath seguían de cerca a Vance, sabiendo que no hablaba por pasar el tiempo, sino que en aquella inspección de las porcelanas chinas había un propósito definido. Vance siguió recorriendo la sala, deteniéndose un momento ante cada jarrón para examinarlo a la ligera. Por fin terminó su inspección y se volvió con visible expresión de disgusto.

—Temo que mi idea sisa mera fantasía —suspiró.

—No me fiaba mucho —replicó Markham, amoscado por la conducta reticente del amigo.

—Yo, tampoco; pero si hubiera podido comprobarlo, nos hubiera suministrado un punto de partida.

Al llegar al extremo de las estanterías, se detuvo ante un bajo pedestal de teca en que descansaban un jarrón en forma de cornucopia, casi oculto por un montón de libros apilados.

—Es un ejemplar interesantísimo —murmuró—. Es un neo Ting Yao, correspondiente a la Yuang Cheng. Durante la dinastía Ming, Markham, los ceramistas chinos fabricaron muchos facsímiles del Ting Yao Sung, tan preciosos en todos sus aspectos como los primitivos.

Cogió el jarrón y se acercó con él a la ventana, mirando su interior al trasluz. Se puso el monóculo y volvió a mirar.

—Me parece que aquí hay algo —dijo. Se humedeció la punta de un dedo, lo hundió hasta el fondo y lo sacó con una peliculilla encarnada—. Sí, realmente —dijo, mirándose el dedo.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Markham.

Vance le mostró el dedo, diciendo:

—¡Sangre!

Volvió el jarrón a su puesto, y se frotó el dedo con el pañuelo de bolsillo. Luego fijó su mirada en Markham, que estaba esperando una explicación del nuevo descubrimiento, y le dijo:

—Y este jarrón estaba, también junto al diván, a pocos pasos del Ting Yao Sung. Los dos jarrones fueron utilizados para el diabólico plan… Muy bien concebido, pero fracasó…

—Oye, Vance —dijo Markham, parsimonioso, procurando disimular su impaciencia—: ¿cómo fueron utilizados esos jarrones? ¿Y cómo es que tienen sangre?

—A mi modo de ver, Markham, esos dos jarrones fueron utilizados para desviar las sospechas del verdadero asesino y dirigirlas contra otra persona, y se emplearon como símbolos paira inspirar un falso móvil. Es decir, el delicado Ting Yao, que antes estaba en la mesa redonda, y fue suplantado por el execrable Tao Kuang, había de ser como la rúbrica del crimen, que nos inculcase una idea falsa. Pero se rompió, y fue preciso elegir otro jarrón.

—¿Quieres decir que se nos quería hacer ver en el crimen una relación con la colección de cerámica china de Archer?

Vance movió la cabeza, afirmando.

—Estoy seguro, pero aún no veo de qué manera. Si no hubiera mediado un grosero error por parte del asesino, a buen seguro aparecería esto perfectamente claro.

—¿Estaba previsto que encontrásemos sangre en los jarrones?

—No sangre, precisamente. En esto fracasó el plan.

—¡Un momento, Vance! ¿De dónde salió esa sangre?

—¡De las venas de Archer Coe!

La contestación de Vance me produjo un escalofrío.

—Pero ¡si no hubo derrame externo!… —advirtió Markham.

—Cierto —asintió Vance, apoyándose en el respaldo del diván y encendiendo un cigarrillo—. Pero había sangre en la daga cuando la arrancaron de la espalda de Archer.

—¡Ah! ¿La daga?

—Exacto… En mi opinión, Markham, la daga ensangrentada que mató a Archer fue dejada en el frágil jarrón Ting Yao que estaba sobre esta mesa, para indicar, en un sutil y avieso simbolismo, el motivo del crimen. Pero el acero, con la pesada guarnición de oro, rompió el jarrón, que era tan fino como una cáscara de huevo, y entonces fue dejada en otro Ting Yao. Al recoger los fragmentos del primer jarrón, el asesino olvidó un pedazo.

—¿Y el jarrón sustituto?

—Para no llamar la atención con la ausencia del original. La falta de un Ting Yao tan valioso podía indicar otro motivo del crimen y desviar nuestra atención de la persona que el criminal quería presentar como sospechoso. La sustitución del Tao Kuang fue mera precaución.

—Sin duda está eso muy bien explicado —replicó Markham con aire de duda—; pero no hemos hallado la daga en el otro jarrón…

—La sacaron para matar a Brisbane.

—¿Quién? ¿El asesino de Archer?

—Indiscutiblemente. Nadie más que él sabía dónde estaba la daga.

—Pero, Vance, esa conjetura está en desacuerdo con los hechos. El sargento encontró la daga en el dormitorio de Archer, que estaba cerrado por dentro, y Archer murió horas antes que apuñalasen a Brisbane. Si los mató la misma persona, ¿por qué no volvió a dejar la daga en este jarrón? Archer ya estaba muerto, o Brisbane fue asesinado al pie de la escalera. ¿Cómo se encontró la daga en el dormitorio de Archer?

Vance fumó un rato antes de contestar:

—Eso es lo que no me explico.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Heath—. El pájaro de cuenta asesinó a Archer aquí y escondió la daga en el jarrón. Entonces volvió Brisbane de la estación, y el otro, al verse sorprendido, volvió a coger la daga y se la hundió en la espalda para salvarse. Después de esto, arrastró el cadáver de Archer hasta arriba, llevando encima la daga, y como estaba muy nervioso, la dejó en la butaca donde colocó a Archer.

—Hay muchos cabos sueltos en esa explicación, sargento —dijo Vance, sonriendo con amargura—. Brisbane no recibió la puñalada hasta varias horas después que Archer. El asesino podía estar en Filadelfia cuando Brisbane volvió de la estación. No es probable que se quedase rondando por la casa después de haber despachado a Archer…

—Pero, mister Vance, usted mismo ha dicho que la misma persona mató a los dos.

—Y aún lo digo —replicó Vance—. La única explicación que tengo es que el asesino, después de matar a Archer y esconder el arma en el jarrón, volvió a entrar en la casa y mató a Brisbane.

—Entonces, dígame usted, ¿cómo estaba el arma en el dormitorio cerrado —preguntó el sargento con aire petulante—, y quién metió la bala en la cabeza de Archer, y por qué?

—Si pudiera contestar esas preguntas, sargento, tendría resuelto el problema.

En aquel momento bajaba Wrede, y pasó por delante de la biblioteca en dirección a la puerta de la calle.

—¡Hola, mister Wrede! —le llamó Vance—. ¿Podemos hablar un momento antes que se marche?

Wrede dio media vuelta y entró en la biblioteca. Estaba encarnado, presentaba un semblante sombrío, y sus ojos miraban torvos, con fulgores siniestros. Se detuvo junto a la puerta, con las manos crispadas, y fijando en Vance una mirada de retadora cólera.

—Aquí estoy —anunció con voz tajante.

—Ya lo veo —murmuró Vance—. Y me parece usted muy alterado.

Wrede no modificó su actitud tensa ni contestó.

—¿Ha visto a miss Lake? —preguntó Vance afablemente.

El otro hizo un signo de adusta afirmación.

—Y después de hablar con ella, ¿no puede usted darnos alguna indicación sobre un posible autor del crimen?

Un fulgor de ferocidad alumbró los ojos de Wrede, quien, después de vacilar unos segundos, dijo:

—No, por ahora. Pero no estaría mal que concentrasen por algún tiempo sus investigaciones en mister Grassi. Acabo de saber que Archer Coe se decidió a venderle un importante lote de su colección.

—¿De veras? —preguntó Vance, levantando las cejas—. ¿Se lo ha dicho miss Lake?

De nuevo vaciló Wrede antes de contestar:

Miss Lake y yo hemos estado hablando de otras cosas. Tal vez le interese saber, mister Vance, que mis relaciones con miss Lake han quedado rotas.

—Una verdadera lástima —murmuró Vance, poniendo su atención en el cigarrillo—. Pero ¿qué relación puede tener la decisión tomada por Archer de desprenderse de parte de su colección con su muerte?

—No sé, no sé; pero me parece muy raro que Archer consintiese en vender.

—También a mí se me hace extraño —convino Vance—. Pero, a lo mejor, mister Grassi supo conquistarse la simpatía de Archer.

Wrede entornó los ojos, pero no replicó, y Vance añadió:

—De todos modos, aunque Archer pensara desprenderse de ciertos ejemplares, con la esperanza de adquirir otros, como es de suponer, no veo que mister Grassi saliera ganando con su muerte.

—Archer pudo arrepentirse después de comprometerse.

—Ya veo su punto de vista, mister Wrede —interrumpió con frialdad—. Pero ¿y Brisbane?

—¿No puede haber sido un accidente la muerte de Brisbane?

—Sí…; ya lo creo —dijo Vance, sonriendo, pensativamente—. Estoy seguro de que fue un accidente…, un accidente muy desgraciado. La noche de ayer estuvo llena de accidentes a cuál más asombroso… Pero no quiero privarle por más tiempo de su comida. Sólo deseaba preguntarle qué impresión tenía usted de todo esto, después de hablar con miss Lake, y me ha contestado usted con toda franqueza.

Wrede se inclinó rígidamente.

—Estaré en mi piso todo el día de mañana, por si me necesitan.

Apenas se hubo ido, Vance salió a llamar a Gamble al vestíbulo.

—Suba en una escapada y, sin decir palabra, vea dónde está mister Grassi.

El mayordomo obedeció, y volvió al cabo de un rato.

Mister Grassi, señor, está, hablando con miss Lake en sus habitaciones del tercer piso.

El semblante de Vance se iluminó con una sonrisa de satisfacción.

—Y ahora, Gamble, ¿quiere decir a mister Grassi que baje?

Gamble volvió a salir, y Vance se dirigió a Markham:

—Sospecho, por la cara de Wrede, que ha encontrado su rival latino. Se habrá desarrollado una escena penosa, y el pobre Wrede ha recibido la despedida. Es una pena. No quiere a Grassi, le detesta; pero dudo si realmente le considera sospechoso de la muerte de Archer…, aunque estoy seguro que no dirige sus tiros contra él.

—Entonces, ¿a qué vendrían sus insinuaciones?

—Wrede no tiene nada de tonto, Markham; es endemoniadamente listo, y piensa que si ponemos la atención en Grassi, apartaremos al hombre de paja, por así decirlo, y encontraremos detrás otra persona.

—¿Qué otra persona, diga?

—A miss Lake, por supuesto —dijo Vance. Y añadió sin dar tiempo a que Markham replicase—: Wrede es vengativo y está amargado. Al preguntarle yo por miss Lake como posible sospechosa, le he dado una idea; sabe que había existido siempre un agudo antagonismo entre ella y Archer, y también sabe que es una joven testaruda, capaz de cualquier cosa. Por tanto, al verse humillado ante Grassi, nos la brinda con Grassi como pantalla.

Momentos después entraba Grassi.

—¿Es cierto —empezó Vance— que mister Archer Coe consintió en venderle algunos objetos de su colección?

El italiano rechazó el asiento que Vance le ofreció y contestó:

—Es cierto. Hace un momento se lo dije a mister Wrede porque quiso arrojarme de esta casa, supongo que en calidad de novio de miss Lake, y tuve que advertirle que me retendrían aún aquí mis asuntos personales, puesto que una parte considerable de la colección de mister Coe me pertenecía virtualmente, y tenía que quedarme para dirigir el embalaje y el transporte.

—¿Y qué dijo miss Lake?

El italiano parecía resistirse a contestar, pero al fin dijo:

miss Lake dio por roto su compromiso con mister Wrede, y luego le ordenó salir de casa y mantenerse apartado.

—¡Demasiado impulsiva! —suspiró Vance—. ¿Y se lo dijo con malos modos?

—No estuvo muy cortés —admitió Grassi con cierto aire de satisfacción.

—Diga, mister Grassi —preguntó, de pronto, Vance—: ¿cree usted que miss Lake mató a su tío?

El italiano respiró ruidosamente y fijó su vista en Vance.

—Yo…, yo…, señor, yo…

—Gracias por el esfuerzo —observó Vance—. Me hago cargo de sus sentimientos. No hablemos de eso. Pero me gustaría saber por qué no nos dijo usted antes que mister Archer Coe convino en venderle algo de su colección.

Grassi se había recobrado de su evidente conmoción ante la pregunta de Vance concerniente a la posible culpabilidad de Hilda Lake.

—No se me ocurrió que el asunto pudiera tener la menor importancia para la desgraciada situación creada con posterioridad.

—¿El convenio fue escrito o verbal? —preguntó Vance.

—Escrito —y mister Grassi sacó del bolsillo un papel plegado que entregó a Vance, explicando—: A requerimiento mío, mister Coe escribió ayer esta carta, porque deseaba cablegrafiar la noticia a Milán.

Vance abrió la carta y la leyó, como hicimos Markham, Heath y yo mirando por encima de su hombro. Decía así:

«Signor Eduardo Grassi.

»Muy señor mío: En confirmación de lo convenido en nuestra reciente entrevista, por la presente me comprometo a venderle, como representante del Museo de Antigüedades de Milán, los siguientes objetos de mi colección particular…».

Y en seguida una lista detallada de cuarenta y cinco o cincuenta objetos, entre los que se incluían muchos de los más raros y valiosos ejemplares de arte chinesco. Los precios de algunos de esos objetos, relacionados en una columna, cortaron a Heath la respiración, y he de confesar que también me quedé asombrado ante tan elevadas cifras. Al pie de la carta estaba la firma y rúbrica de Archer Coe, y el documento llevaba la fecha de 10 de octubre.

Vance volvió a plegar la carta y se la guardó en el bolsillo, diciendo a Grassi:

—Por ahora dejémosla. Estará bien guardada, y pronto se la devolveremos. Puede tener alguna relación con el caso, y las autoridades tal vez deseen referirse a ella.

Esperaba que Grassi protestaría; pero lejos de hacerlo, se inclinó en cortés aprobación.

—Y ahora —dijo Vance—, otra vez he de suplicarle que aguarde en sus habitaciones hasta nuevo aviso.

Grassi saludó, y se retiró visiblemente aliviado.

—Sargento —dijo Vance—, ¿puede usted traerme una hoja de papel del que está sobre la mesa de Archer Coe? Y baje también la pluma.

Vance comparó el papel con la carta de Grassi, y trazó varios signos en el papel con la pluma de Archer Coe.

—No hay duda de que el papel es de Coe y que la carta se escribió con la pluma de Archer… Muy significativo.

Volvió a guardar la carta en el bolsillo, y ordenó a Gamble que subiese la comida a miss Lake y a Grassi.

—Y ahora que hemos hablado con todos los habitantes de la casa, ¿qué te parece, Markham, si hacemos la competencia al voraz Doremus? Conozco un restaurante francés por aquí cerca…

—Yo no me muevo de aquí —interrumpió Heath con una mueca—. Tengo trabajo, y no tardarán en acudir como un enjambre de moscardones los chicos de la Prensa. Ya comeré más tarde.

Markham se había levantado.

—O volveré o le telefonearé —dijo al sargento.

Vance emprendió la marcha hacia la puerta de la calle.

—¡Animo, amigo! —alentó a Markham—. No está esto tan negro como parece. Las mujeres empiezan a dispersarse. Tenemos todos los datos; sólo falta ordenarlos e interpretarlos correctamente.

—Me gustaría sentirme tan optimista —murmuró Markham, siguiendo a Vance por el vestíbulo.

Vance se detuvo y se volvió a Heath, que permanecía indeciso.

—A propósito, sargento —le dijo—: ¿podría usted hacerme un favor? Comprobar esta misma tarde, a ser posible, las coartadas, llamémoslas así, de miss Lake y mister Grassi. Grassi dice que cenó ayer con el doctor Montrose, del Museo Metropolitano, se equivocó de tren y llegó al Crestview Country Club a las once. Miss Lake, según su relato, que concuerda con el de Grassi, cenó en la Fonda Arrowhead con unos amigos, fue en coche sola al Country Club, tuvo una parada y llegó poco después que el extraviado signar.

—Eso es fácil. Dos hombres listos pueden poner eso en claro en pocas horas.

—Y —añadió Vance— podría usted hacer otro registro por la casa. Me interesaría mucho encontrar un instrumento duro, que pudiera haber servido para herir a Archer y al perro escocés.

Heath torció la cara astutamente.

—¿No tiene idea de lo que es, más o menos?

—¡Oh, sí! He notado que en el hogar de la chimenea de la sala todo está en su puesto, menos el hurgón.

—Ya le entiendo, señor. Si hay un hurgón en esta casa, yo daré con él.

—¡Es usted un as! —dijo Vance, siguiendo su camino hacia la puerta.

—Y hablando de perros, señor —añadió Heath—, ese tipo de Wrede me dijo que era muy aficionado a los animales. Tenía uno antes de mudarse.

—¡Ah! ¿Dijo de qué casta era?

—Lo dijo. Pero nunca he oído nombrar semejante perro.

—Era un Doberman Pinscher —apuntó Markham.

—¡Caramba! Eso es de un interés enorme —murmuró Vance.

—¿Nada más, mister Vance? —preguntó Heath.

—Bueno; sí —masculló Vance, volviéndose, ya en la puerta—. Sargento, tenga la bondad de encargar que arreglen la cerradura de la puerta del dormitorio mientras comemos. A ver si cuando volvamos, la hallamos de modo que abra y cierre perfectamente.

El sargento hizo una mueca que le ensanchó la cara.

—¿Nada más que eso?… Bueno; la arreglaremos.