10. POR EL HILO SE SACA EL OVILLO

(Jueves 11 de Octubre, a la 1:15 de la tarde)

Se produjo un largo silencio. Por fin, Grassi levantó la cabeza.

—¡Qué atrocidad! —exclamó—. No acabo de comprenderlo… ¡Y la sangre! ¿Piensa usted que la sangre tiene algo que ver con la muerte de mister Coe?

—Indudablemente —contestó Vance, mirando al italiano, interesado—. Pero tenga la bondad de sentarse, mister Grassi. Aún me gustaría hacerle una o dos preguntas.

El otro volvió a sentarse, contrariado.

—Si estuvo usted con miss Lake ayer noche en el Country Club, ¿cómo no volvieron a casa a la misma hora? Es de suponer que la acompañaría de regreso a la ciudad.

Grassi estaba visiblemente embarazado.

—Fue miss Lake quien propuso que no entrásemos al mismo tiempo y me esperé en el Central Park durante un cuarto de hora.

—Me lo figuraba. La proximidad en el regreso de los dos fue lo que me hizo pensar que habían estado juntos anoche. Por otra parte, una conversación de negocios con conservadores del Museo Metropolitano no puede alargarse hasta las tantas de la noche… Pero ¿qué razón alegó miss Lake para esa precaución?

—Ninguna razón particular. Sólo dijo que le parecía mejor que mister Brisbane Coe no nos oyera entrar juntos.

—¿Mencionó precisamente a mister Brisbane Coe? —Sí.

—¿Y no mencionó a mister Archer Coe?

—No, que yo recuerde.

—Es comprensible —observó Vance—. Su tío Brisbane era un aliado en sus relaciones con mister Wrede, y debía de temer que le disgustase saber que llegaba tan tarde con otro hombre… La vieja generación tiene muchos prejuicios sobre estas cosas. Las muchachas modernas ya son diferentes.

El italiano estaba visiblemente agradecido de la actitud de Vance e hizo un signo de aprobación. Vance se encaminó a la ventana.

—A propósito, mister Grassi: ocupa usted una serie de habitaciones en la parte anterior de la casa, de este mismo piso, ¿no es eso?

—Eso es —contestó el otro, enarcando las cejas—. Están precisamente encima del salón y de la sala interior.

—Cuando entró usted anoche, o mejor dicho, esta mañana, ¿dónde colgó el sombrero y el abrigo?

De nuevo los ojos del italiano revelaron cautela.

—No llevaba sobretodo. Pero el sombrero y el bastón los subí a mis habitaciones.

—¿Por qué? Hay un cuarto ropero en el vestíbulo inferior.

Grassi se agitó y juraría que aumentó la palidez de su rostro.

—No quise hacer ruido abriendo y cerrando la puerta del cuarto oscuro —explicó.

Vance no hizo comentarios. Se apartó de la ventana y se acercó a la mesa en silencio.

—Nada más por ahora —dijo, complacido—, y gracias por su ayuda… ¿Tendría inconveniente en esperar en su habitación? Probablemente tendremos que preguntarle algo esta tarde. Yo avisaré a Gamble para que le sirva la comida.

El italiano se levantó, e iba a decir algo, pero, sin duda se arrepintió y limitóse a saludar con una inclinación de cabeza antes de retirarse a sus habitaciones.

Markham se levantó inmediatamente para preguntar, indicando los fragmentos de porcelana que estaban sobre la mesa:

—¿Qué significa este jarrón roto? ¿Lo rompieron contra la cabeza de Archer Coe?

—No. Esta porcelana tan delicada de Ting Yao se quiebra a la menor presión. Si le diesen a uno un golpe con un jarrón así apenas lo sentiría. El jarrón se haría pedazos simplemente.

—Pero ¿y la sangre?…

—En la cabeza de Archer no había sangre —Vance eligió uno de los fragmentos y lo levantó—. Además, fíjate que la sangre no está en parte exterior de la porcelana, sino en la parte interior. Lo mismo que en el pedacito que encontré en la mesa de abajo.

—¿Y cómo lo relacionas con la muerte de Archer?

—¿No estaba en la mesa detrás del asiento que ocupaba Archer ayer tarde, cuando Gamble salió de casa para disfrutar del arte cinematográfico?

—¿Y qué?

Vance sacó la pitillera y suspiró.

—¿Y qué?… Dame algún tiempo y verás. Tengo una idea bien definida sobre este jarrón roto con sangre dentro; pero es demasiado fantástica, demasiado increíble. Quiero comprobar mis sospechas… —acabó, bajando la voz, y encendió un cigarrillo.

—Todo me parece a mí fantástico e increíble —dijo Markham al cabo de un rato.

Vance lanzó una nube de humo y propuso:

—¿Y si hablásemos con Wrede? Tal vez sepamos más cuando nos haya abierto su pecho. Tiene ideas, de lo contrario no hubiera hecho que Gamble telefonease directamente.

Markham dio una orden a Heath, pero en aquel momento Burke anunció la llegada del furgón de Higiene Pública. El sargento se encaminó al vestíbulo, y estaría a media escalera cuando Vance, que estaba contemplando un dibujo chino, echó a correr en su seguimiento, gritando:

—¡Un momento, sargento!

Atraídos por la actitud impetuosa de Vance, Markham y yo le seguimos al vestíbulo.

—Quisiera registrar los bolsillos del traje de Brisbane antes que se lo lleven… ¿Tiene inconveniente?

—Ninguno, mister Vance —contestó Heath, que no sé por qué estaba contento—. Venga.

Todos entramos en la biblioteca. El sargento cerró la puerta y dijo:

—Eso es lo que pensaba hacer yo, sospechando que ese tuno de mayordomo puede habernos engañado respecto al billete para Chicago.

En poco tiempo quedó sobre la mesa de la biblioteca todo el contenido de los bolsillos de Brisbane Coe. No había nada que ofreciese un particular interés: la cartera, pañuelos, llavines, una estilográfica, un reloj, etc.; pero tampoco faltaba el billete, la reserva de litera para Chicago y el resguardo de la maleta.

Heath quedó humillado y se expresó en términos violentos.

—Aquí está el billete. Supongo que, después de todo, pensaba marchar.

También Vance estaba decepcionado.

—Sí, sargento; pensaba marchar. Pero no era el billete lo que me preocupaba. Esperaba encontrar otra cosa.

—¿Qué? —preguntó Markham.

—Realmente no lo sé. No tengo la menor idea —contestó Vance, sin querer hablar más.

Heath llamó a los dos hombres que esperaban en el vestíbulo con la canasta, y el cadáver de Brisbane Coe fue a reunirse con el de su hermano en el depósito.

Cuando salían los del furgón entró Snitkin con la maleta del muerto.

—Me ha costado trabajo hacerme con ella —se lamentó a modo de excusa—. Esos liendres de la estación no querían entregármela y tuve que ir a la Jefatura a por una orden del inspector.

—No corría prisa —dijo Heath para calmar al agente.

Por iniciación de Vance abrió el sargento la maleta y examinó el contenido, consistente en los objetos ordinarios, de utilidad para un viaje corto.

—¡Eh, usted! —gritó Heath a Gamble—. Mire si es esto lo que usted le puso.

Gamble obedeció, amedrentado, y al cabo de un poco movió la cabeza con visible alivio.

—Sí, señor. No hay nada que no le haya puesto.

Vance hizo una señal a Heath, y este ordenó a Gamble que se llevase la maleta.

—Y usted, Snitkin —añadió—, espere arriba.

Los dos desaparecieron y el sargento fue a la puerta del salón y la abrió, gritando:

Mister Wrede, ahí le llaman.

Wrede entró en la biblioteca con una ansiosa expectación en los ojos.

—¿Ha encontrado usted algo, mister Markham? —preguntó, con voz opaca, mientras pasaba la vista por la sala—. ¿Y mister Grassi?

Mister Grassi está arriba —dijo Markham, indicándole un asiento—. Y lamento tener que decirle que hemos descubierto muy poca cosa… Esperamos que usted nos ayude a salir de este atolladero.

—¡Válgame Dios! ¡Ojalá pudiera! —Wrede parecía a punto de desmayarse—. ¡Es horrible!

Vance le estaba observando con los ojos entornados.

—Es más horrible de lo que usted se figura —dijo—. Brisbane Coe también ha muerto asesinado.

Wrede pasó una mirada de espanto en torno y se dejó caer en la silla más cercana.

—¿Brisbane?… —preguntó, con voz desfallecida—. Pero ¿por qué…, por qué…?

—Eso pregunto yo: ¿por qué? —dijo Vance con aspereza, como si hubiera olvidado la suavidad de modales que usó en el interrogatorio de Grassi—. El caso es que lo han matado. También a él lo apuñalaron por la espalda con un arma extraordinariamente incisiva.

Wrede alargó el cuello, movió los labios, pero no articuló una sílaba.

—Cuéntenos lo que sepa de este doble asesinato, mister Wrede —prosiguió Vance, recalcando las palabras.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Wrede.

—No sé nada —contestó, tras penosa pausa—. Gamble me dijo esta mañana que Brisbane estaba en Chicago.

—Salió para la estación ayer tarde, pero volvió por la noche para encontrar la muerte.

—¿Por qué?… ¿Acaso había de volver? —tartamudeó Wrede.

—¿Tiene usted alguna idea sobre ello?

—¿Yo? —y el hombre abrió unos ojos de pasmo—. Ni la menor idea.

—¿Qué sabe usted de los sucesos que ocurrieron ayer en esta casa? Quisiera una descripción tan minuciosa como pueda darla, y también necesito una exposición detallada de todo lo que hizo usted ayer.

—¿Para qué quiere saber lo que hice?

Wrede estaba abatido y muerto de miedo.

—Si se niega usted a hablar… —dijo Vance en tono significativo.

—No tengo por qué callarme nada —se apresuró a contestar el otro—. Estuve aquí hablando con Archer Coe desde las diez hasta las doce de la mañana…

—¿Sobre cerámica… o sobre miss Lake?

Wrede contuvo el aliento.

—De entrambas cosas —contestó débilmente—. La verdad es que Archer y yo tuvimos una agarrada a propósito de mi próximo matrimonio con miss Lake. Pero no fue nada insólito. Se manifestaba, como usted sabrá, violentamente opuesto al matrimonio. Brisbane intervino en la discusión y llegó a injuriar a su hermano de palabra…

—¿Y después de las doce?

—Comí en mi piso. Luego fui a una subasta en las Galerías de Arte Americano, pero no había nada que me interesase, y, además, tenía un enorme dolor de cabeza, por lo que me volví a las tres y me acosté. Y ya no salí hasta que esta mañana me telefoneó Gamble.

—Vive usted en la casa de al lado, ¿verdad?

—La primera casa a mano derecha, a la otra parte del solar. Es un palacio antiguo convertido en casa de vecindad. Yo ocupo el segundo piso.

—¿A quién pertenece el espacio libre?

—Es parte de la finca de Coe. Archer dejó crecer hierba y lo separó de la calle con la verja. Decía que necesitaba luz y espacio y se negaba a venderlo.

Vance movía la cabeza con indiferencia.

—Ya comprendo… ¿Y usted no se movió de su piso desde las tres de la tarde hasta esta mañana?

—Eso mismo. Me dolía enormemente la cabeza…

—¿Vio ayer a miss Lake?

—Sí, por la mañana, cuando estuve aquí. El caso es que quedamos en vernos por la noche en el Country Club. Pero cuando volví a casa por la tarde, le telefoneé excusándome. No estaba en condiciones para bailar.

Mister Grassi le sustituyó —dijo Vance.

Los ojos de Wrede se ensombrecieron, y se oprimieron sus mandíbulas.

—Eso me dijo esta mañana.

No puedo determinar si decía la verdad o una mera galantería.

—Cuando esta mañana le telefoneó Gamble —preguntó Vance—, ¿cuál fue su reacción mental?

Wrede se quedó un momento ceñudo y sin decir nada.

—No es fácil de explicar… Confieso que Archer no me inspiraba gran simpatía, y personalmente no me afectó gran cosa la noticia de su muerte, pero me dejó muy extrañado. Nunca hubiera creído que Archer atentase contra su propia existencia y, francamente, me asaltaron vehementes dudas. Por eso me apresuré a acudir, deseando cerciorarme. Aunque miré por el ojo de la cerradura, apenas di crédito a la visión que se me ofreció, porque conocía muy bien a Archer. Por eso aconsejé a Gamble que avisase inmediatamente a mister Markham.

Vance, manteniendo su mirada fija en Wrede, observó con cierta ironía:

—Obró usted con prudencia. Pero si no creía en el suicidio de Archer, debió de asaltarle otro pensamiento: el de asesinato. ¿Quién cree usted, mister Wrede, que pudiera tener suficiente motivo para cometer el crimen?

Wrede se pasó repentinamente los dedos por los cabellos antes de contestar.

—Eso es lo que he estado preguntándome toda la mañana —contestó sin mirar a Vance—. Claro que uno puede hacer suposiciones, pero no sería justo manifestarlas sin alguna prueba…

—¿Mister Grassi?

La cara de Wrede se ensombreció.

—Yo…, realmente, mister Vance…, no estoy en muy buenas relaciones con ese hombre. Ambicionaba la colección de cerámica china, pero ello no es un motivo para perpetuar un crimen.

—Desde luego —convino Vance con una sonrisa glacial—. ¿Y miss Lake?

Wrede estuvo a punto de caer de la silla.

—¡Esa insinuación es una afrenta! —gritó, lanzando a Vance una mirada penetrante—. ¿Cómo se atreve…?

—No se ponga dramático —le interrumpió Vance con una sonrisa despectiva—. No me impresiono tan fácilmente… Estamos hablando de conjeturas, y nos entenderemos mejor sin desplegar nuestras aptitudes histriónicas, por notables que sean.

Wrede volvió a sentarse, refunfuñando algo que no llegamos a entender.

—¿Qué piensa usted de Liang, el cocinero? —preguntó Vance.

—¿De Liang? Eso ya es otra cosa. Ese chino encierra algún misterio. Nunca he llegado a comprender por qué está aquí. Desde luego, no es cocinero profesional, y desde la ventana de mi piso le he visto, sentado en el portal de atrás, escribiendo durante horas. En mi opinión, debe ser un espía. Tiene conocimientos de arte chino. Con frecuencia le he sorprendido aquí mismo examinando los jarrones de porcelana, observando las firmas y pasando sus dedos por la loza con aire de entendido… Y nunca me han gustado sus modales. Es astuto y manifiesta una excesiva cortesía. Desconfié de él desde el principio. Si conociera usted mejor que yo a qué se debe su presencia en esta casa, podría saber más sobre la muerte de Archer Coe… Al menos —se apresuró a decir—, tal es mi impresión.

Vance ocultó un ligero bostezo.

—El carácter oriental se nutre de virtudes místicas —comentó—, y mi impresión personal es que Liang sabe algo de lo que ocurrió aquí anoche; pero, como usted dice, falta el motivo para atribuírselo —se apoyó en la repisa de la chimenea, y dejó vagar la vista por el espacio antes de añadir—: Por otra parte, usted mismo tenía motivos de sobra para despachar al otro mundo a Archer Coe.

Con gran sorpresa de mi parte, Wrede no se dio por ofendido.

—Archer se oponía a su matrimonio con miss Lake —prosiguió Vance—, y tenía suficiente influencia para impedirlo, y mientras él viviese, su sobrina se vería reducida a una pensión, no pudiendo entrar en posesión del patrimonio de su padre hasta la muerte de su tío. De modo que, si usted lograba eliminar a Archer, se encontraría con una novia rica… y sin obstáculo. ¿No es eso, mister Wrede?

El otro lanzó una carcajada.

—Realmente, tal como presenta usted las cosas, no me faltaban motivos para matar a Archer. Mas, por otra parte, no me hubiera asistido la menor razón para matar a Brisbane.

—¡Claro, claro!… Brisbane… Su muerte complica el asunto.

—¿Puede saberse dónde fue hallado Brisbane?

—En el cuarto oscuro, al fondo del pasadizo del vestíbulo… ¿No abrió usted por casualidad ese cuarto esta mañana?

—No —contestó Wrede con un ligero estremecimiento—, aunque estuve a punto de hacerlo. Pero dejé el sombrero en una silla del salón.

—¡Caramba! —exclamó Vance con ironía—. ¡Con qué empeño han evitado todos ese cuarto que ocupaba Brisbane!

—Acaso —insinuó Wrede significativamente— no ignoraba Liang su contenido.

—¡Quién sabe! —suspiró Vance—. Y Liang, por supuesto, no nos lo quiso decir. ¡Lástima…, lástima!

Wrede trató de escapar por la tangente.

—Lo que no entiendo es esa puerta cerrada con cerrojo por dentro.

—Tampoco nosotros —dijo Vance en tono indiferente—. Es algo muy confuso. Pero no se caliente los cascos con eso, mister Wrede. Estoy completamente convencido de que no la cerró usted.

El otro levantó la cabeza con satisfacción.

—¡Oh, gracias! —dijo, tratando sin éxito de ser complaciente—. ¿Han encontrado el arma? —preguntó, vacilante—. Podía darles la clave.

—Seguramente —convino Vance.

Heath, que estaba junto a una ventana, se acercó, disgustado del método aplicado por Vance en el interrogatorio de Wrede, y dijo:

—Ahora que recuerdo, los chicos y yo vamos a efectuar una inspección general por esta casa… ¿Da su permiso, mister Markham?

—Vaya, sargento; cuanto antes, mejor.

Heath salió de la sala, y Vance prosiguió su interrogatorio.

—A propósito, mister Wrede: ¿le interesan a usted los objetos de cerámica china?

—No mucho —contestó el otro, visiblemente interesado por la pregunta—. Poseo algunos ejemplares, pero no soy un experto. No obstante, algo he podido aprender durante mis largas relaciones con Archer.

Vance se acercó a la mesa circular, y dijo, señalando al jarrón Tao Kuang:

—¿Qué le parece este Ting Yao?

Wrede se levantó y dio unos pasos.

—¿Ting Yao? —dijo con mirada perpleja—. ¿Eso es un Ting Yao?

—No creo que lo sea —dijo Vance, fingiendo examinar el jarrón—. Pero diría que Archer Coe tenía un jarrón Ting Yao del mismo tamaño en esta mesa.

Wrede estuvo un momento examinando el jarrón, con las manos en la espalda, y por fin dijo:

—¡Caramba! ¡Lo tenía, mister Vance! Pero no es este.

—¿Cuándo vio por última vez el original?

—No podría decirlo. Estuve ayer por la mañana…, pero no me fijé. Me ocupaban otras cosas. ¿Tiene algo que ver este jarrón con…?

—No es fácil decirlo —contestó Vance—. Pero me sorprende que Archer tuviera este jarrón en su colección.

—Es singular —dijo Wrede, volviéndose a mirar a la mesa—. Este jarrón debe de sustituir aquí al otro.

—Ni más ni menos —dijo Vance.

—¡Ah, ya! —exclamó Wrede, complacido, no sé por qué. Tal vez pensaba en Grassi.

Vance, que parecía no haber oído su exclamación, consultó el reloj.

—Nada más por ahora, mister Wrede. Puede usted ir a comer. Tal vez mañana le necesitaremos. ¿Estará usted en casa?

—Sí, todo el día —dijo Wrede, y vaciló antes de añadir—: ¿Puedo ver a miss Lake, señor, antes de marcharme?

—¡No faltaba más! Y puede usted notificarle la muerte de Brisbane.

Wrede salió. Le oímos subir la escalera. Markham se levantó, nervioso.

—¿Qué te parece ese tipo? —preguntó.

Vance fumó un momento en silencio.

—Un carácter muy especial…, muy poco atractivo. Yo no le tendría por buen compañero.

—No le has tratado con mano enguantada.

—Es demasiado listo para que se le concedan ventajas. Mi única esperanza de sonsacarle algo estribaba en hacerle perder la serenidad.

—Se me ha ocurrido —dijo Markham— que podía haber abierto el cuarto oscuro esta mañana, y que al ver lo que vio, dijo a Gamble que me telefonease.

—Es posible. Eso mismo pensaba yo. Pero en tal caso, ¿por qué no nos lo diría en cuanto llegamos?

—De todos modos, ya sabemos que no hace buenas migas con Grassi. Me parece que está celoso del italiano.

—Sí que lo está. E ignoraba que Grassi y miss Lake estuvieron anoche juntos. ¡Bonita situación! Pero dirige sus tiros contra el chino. Tiene a Liang bien estudiado… Y parece mentira que Archer, con lo buen sociólogo que era, no sospechase la verdadera condición de Liang.

—Tal vez lo sabía —apuntó Markham, indiferente.

Vance levantó bruscamente la cabeza y se quitó el cigarrillo de los labios.

—¡Mi madre! ¡Tal vez lo sabía!…

Llegó del vestíbulo ruido de pasos, e inmediatamente apareció Heath con aire de triunfo, y acercándose a la mesa, dejó un objeto para que lo examinásemos. Era una de las más hermosas e interesantes dagas chinas que había visto en mi vida. El acero, de forma cuadrangular, con lados cóncavos, tenía una punta afiladísima y unas seis pulgadas de largo. Se iba adelgazando hasta media pulgada de la guarnición, como un estilete, y estaba en parte manchada de sangre. La guarnición era de oro pulimentado, de forma ovalada, y llevaba grabado el nombre del dueño. El puño estaba forrado de seda encarnada y terminaba con una figurilla de Kuan Ti, el dios chino de la guerra, esculpida en jade oscuro. A primera vista se adivinaba que era el arma que usó el asesino.

—¡Buen hallazgo, sargento! —dijo Vance—. ¿Dónde estaba?

—Bajo el cojín de la butaca donde encontramos al muerto esta mañana.

—¿Es posible? —exclamó Vance, atónito—. ¿En el dormitorio de Archer Coe? Es asombroso…

Corrió a la puerta del comedor y llamó a Liang.

Cuando apareció el chino, le indicó la daga que estaba sobre la mesa.

—¿Conoce esto, mister Liang?

El chino contempló el objeto sin inmutarse y contestó con voz floja:

—Sí; lo he visto muchas veces. Estaba siempre en esa vitrina de la ventana, con otras armas de mi país.

Vance le despidió, y empezó a dar vueltas por la sala. Heath le siguió un memento con la mirada, y luego se volvió a contemplar la daga para lamentarse:

—Imposible recoger las huellas del que la empuñó. ¡Un puño de seda!

—No, no hay que pensar en las huellas —murmuró Vance sin levantar la vista del suelo—; pero no es esa la principal dificultad, sargento. Brisbane Coe recibió la puñalada horas después de Archer Coe, y, no obstante, la daga se encuentra en la butaca que arriba ocupaba el cadáver de Archer Coe. Áteme esos cabos…

Y siguió paseando a grandes zancadas. De pronto se volvió.

—¡Sargento! Tráigame el abrigo de Brisbane Coe, el de lana blanca y negra, del cuarto oscuro —dijo con voz que denunciaba su agitación.

Heath salió y no tardó en volver con la prenda. Vance empezó a vaciar los bolsillos. Un pañuelo de seda verde y un par de guantes cayeron sobre la mesa. Luego, del bolsillo de la izquierda, Vance sacó dos trozos de hilo fino encerado, de unos cuatro pies de longitud. Estaba a punto de tirarlo a un lado, cuando algo le llamó la atención. Al extremo de cada uno de los hilos estaba sujeto un alfiler en forma de anzuelo.

Heath, que también contemplaba aquello como fascinado, preguntó:

—¿Y qué puede ser eso, mister Vance?

Este no contestó. Volvió a meter la mano en el bolsillo, y cuando la sacó, vimos en sus dedos un diminuto objeto de acero.

—¡Ah! —exclamó con satisfacción.

Todos le miramos, sorprendidos. Nunca hubiéramos esperado ver semejante cosa. El objeto que Vance acababa de sacar del bolsillo de Brisbane Coe era ¡una aguja de coser!